Acto III: Demonología aplicada

Capítulo 1: El Portador de Sonrisas

Arcánix era un paisaje de los que quedaban grabados a fuego en la memoria. En el suelo, se veía una bucólica villa agrícola construida a orillas del cristalino Lago Galifar. El puerto era apenas un par de muelles de madera con un par de pequeños botes pesqueros, y el pueblo en sí apenas llegaba a los cien hogares. Había algunos edificios más grandes, como la posada-taberna de dos plantas, cuya chimenea desprendía un humo con el delicioso olor del pan recién hecho; o la mansión de quien parecía ser el lord local, rematada por una elevadísima atalaya que parecía servir como palomar para una bandada de grifos. El edificio más alto era, sin duda, una torre que se encontraba algo al oeste de la plaza mayor, al lado opuesto del lago. Era alta y blanca, con la estructura de sus cinco plantas construida de forma escalonada. El chapitel estaba decorado por una aguja de lo que parecía ser plomo, rematada en una veleta de oro puro.

No obstante, los edificios más impresionantes eran los que no estaban en el suelo.

La universidad a la que iban recibía el nombre de Torres Flotantes de Arcánix, y era por algo. Cuatro gigantescas rocas levitaban a doscientos o trescientos metros de altura, y sobre cada una de ellas se erigía un torreón, a cada cual más singular que el anterior. Algunos de ellos parecían rebosantes de vida, con escobas voladoras, alfombras mágicas, bestias aladas y arcanistas con conjuros de vuelo moviéndose entre ellas, o hacia el pueblo. Otras parecían más vacías, con apenas una, dos o ninguna persona saliendo o entrando de ellas. Con todo, el zahorí de Shamash recogía lecturas mágicas por doquier: en las propias torres, en los transportes, e incluso en la práctica totalidad de los edificios que se encontraban a ras de suelo.

El grupo no había estado en Arcánix desde sus inicios, cuando reclutaron a Drazhomir, y nunca habían tenido esa asombrosa vista aérea de la universidad.

Tardaron poco en descender al lago. Fin ordenó a Aukarak que redujese la intensidad de la corriente eléctrica y, casi como si fuesen un galeón elemental común y corriente, soltaron el ancla en el lago y descendieron. Con LEOG desactivado y Brigit no contestano a la puerta de su camarote cuando tocaban, fue responsabilidad del capitán, el primer oficial, el contramaestre y el intendente el hacer el reconocimiento. Thatani ya les había adelantado, con mercancía del almacén preparada para su venta, y el resto de la tripulación, en su mayoría, aún tenían deberes abordo, así que estaban solos ante el peligro.

Peligro que llegó en forma de Jay.

Jay era un tipo muy normal. Ser el administrador portuario de un pueblo tan pequeño como Arcánix —sobre todo, siendo uno al que la gente acostumbraba a viajar por tierra o aire— era un trabajo relajado y a la altura de cualquiera. Es precisamente por eso que no estaba preparado para que una aeronave elemental aterrizase en sus muelles, y de ella descendieran cuatro individuos de aspecto más peligroso que amistoso.

«Quizá sean nuevos estudiantes», pensó. «Les pido sus carnés, y listo».

Pobre iluso.

Esa habría sido una solución sencilla y rápida, incluso posible, si Nova se hubiese acordado de preparar los documentos pertinentes para poder anclar en Arcánix. Pero no lo hizo. Y eso solo dejaban dos opciones: la mentira y la violencia.

Por suerte para Jay, los piratas escogieron la primera.

—No trajimos papeleo nuevo, porque debería tenernos registrados ya —improvisó Fin—. Somos un barco mercante, el Portador… ¡de Sonrisas! El Portador de Sonrisas.

No pasó ni medio segundo desde que pronunció esas palabras, y Fin ya estaba sintiendo las miradas de desaprobación de Shamash y Nova clavadas en él.

—El Portador de Sonrisas… —dijo Jay—. Y tú eres el capitán, ¿verdad?

—Por desgracia —dijo Shamash.

—Muy bien, ¿tenéis el permiso de compraventa del rectorado?

Todos los presentes guardaron silencio. Sin mediar palabra, el cambiante se acercó a Jay, rodeando sus hombros con un brazo, alterando la forma de sus ojos a una más animal, más intimidante.

—¿Cómo te llamas, amigo?

—Jay —respondió él, tragando saliva pesadamente.

—Bien, Jay —comenzó a decir Nova, al tiempo que repiqueteaba suavemente su pandereta con los dedos—; vamos a hacer una cosa. Nosotros vamos a renovar nuestro permiso al rectorado, pero entre tanto, vas a tener paciencia y hacer la vista gorda. Después de todo, ¿para qué están los amigos?

Era difícil discernir si se debía a la actitud atemorizante de Nova, o a la magia que había entretejida en sus palabras, pero el administrador asintió efusivamente, aceptando el trato antes de irse.

—¡Jay! —le llamó Fin antes de que se alejase mucho—. Toma, como agradecimiento.

Con un rápido movimiento de mano, le lanzó un soberano de plata, que el tembloroso Jay atrapó a duras penas, antes de continuar su camino con una sonrisa dubitativa. En cuanto el pobre hombre hubo desaparecido, el grupo suspiró con alivio, para luego girarse rápidamente a su capitán, con gesto de reproche.

—¡¿Cómo que el Portador de Sonrisas?!


La taberna local, llamada El Lecho de Nubes, rebosaba vida. Gente de todas las edades, especies y procedencias, algunas revestidas con los distintos uniformes de las Torres Flotantes, otros acompañando a estas personas, y otros incluso con un aire a maleantes o mercaderes, hablaba, reía, y en general hacía ruido. El zahorí de Shamash detectaba múltiples lecturas mágicas: había auras amarillas de conjuración en los aseos, marrones de transmutación en los cuartos de lavado; en las lámparas, en los dispensadores de cerveza, hasta en las ventanas. Prácticamente todo era mágico en Arcánix.

Sin embargo, había una lectura claramente fuera de lo normal.

Era de un color rojo, que denotaba evocación: magia elemental, generalmente destructiva. Pero era de un color rojo más vívido, más dinámico. Centelleaba y se apagaba, parecía moverse sinuosamente y sin consistencia alguna, y generaba una sensación de alerta y peligro. Era magia salvaje, magia caótica… y procedía directamente del área frontal de la cabeza de un hombre sentado en la barra.

—Detecto una Marca Aberrante —informó Shamash al resto del grupo, señalando con un gesto de cabeza a su misterioso portador.

El individuo en cuestión era un hombre revestido con una larga gabardina marrón y con un sombrero de ala ancha del mismo color puesto sobre su larga cabellera castaña, probablemente con el objetivo de ocultar su Marca del Dragón. Fin asintió con la cabeza y se acercó a la barra.

—Ponme cuatro jarras de cerveza rubia —le pidió al mesero.

Entre tanto, le dedicó una mirada de soslayo al marcado. Era un hombre de mediana edad y barba de pocos días, con una placa pectoral de lo que parecía ser bronce bajo la gabardina, y un cinto cruzado diagonalmente sobre esta, con un trabuco enfundado en él. Sus pantalones negros de cuero o piel estaban sujetos a su cintura con un cinturón, del cual colgaba una espada ancha. Unas botas altas reforzadas cubrían sus pies, y unos mitones de piel sus manos. La penumbra proyectada por su sombrero ocultaba sus ojos, así que, sin percatarse de que le estaba devolviendo la mirada analítica, Fin se preparó para iniciar conversación.

—¿Qué te trae por…?

—Fin «la Galerna» —le llamó el pistolero, adelantándose.

—Sabes quién soy —dijo el khoravar a modo de respuesta—. ¿Debo suponer entonces que tienes algo que decirme?

—No —respondió el otro.

Arqueando una ceja, Finlark trató de continuar la conversación.

—Bonita pistola, ¿dónde la conseguiste?

—Fue un regalo.

—¿De quién?

—De mi patrona.

—¿Y quién sería esa generosa patrona tuya?

En respuesta a la insistencia del capitán, su interlocutor se levantó bruscamente de su taburete, dejando el pago su cerveza en la barra con un manotazo.

—Haces preguntas cuya respuesta ya intuyes, y aún así no eres lo precavido que sabes que tienes que ser. Pensaba que la persona por la que tanto preguntas te había dejado un mensaje claro: os encontraríais en Sharn.

—¿Y si no quiero ir? —provocó Fin.

El Tarkanan sonrió.

—Mi patrona quiere ese tesoro que guardáis en vuestro barco. Puedes dárselo en mano tú mismo, o puedes dárselo en mano, pero llevándoselo yo.

Disimulando su sorpresa ante la amenaza repentina, Finlark sonrió.

—Eso, suponiendo que puedas quitárnoslo.

El pistolero, en respuesta, torció la boca en una mueca socarrona.

—Cumple con tu parte del trato, y yo no tendré que cumplir con mi parte del mío.

Tras decir eso, dio media vuelta y, con un leve, cojeo, abandonó la taberna. Sin necesidad de girarse, Fin le dio un sorbo a su jarra de cerveza. En cuanto oyeron el sonido de la puerta doble al cerrarse, Shamash cerró su zahorí. Sacando un frasco con un líquido incoloro de su bolsillo, se tomó la pócima de un trago, al tiempo que Nova hacía un ritmo suave, casi inaudible, con su pandereta. En un parpadeo, ninguno de los dos estaba ahí.

Invisibles para todo ojo mundano, el dracónido y el cambiante persiguieron sigilosamente al agente de la Casa Tarkanan por las concurridas callejuelas de la villa. No tardaron en llegar a la plaza mayor donde, entre la hacienda del lord local y las caballerizas de alquiler de grifos, la gente alzaba el vuelo en sus monturas y artefactos para dirigirse a alguna de las cuatro torres. El pistolero no fue una excepción y, tras unos segundos con la mano alzada, como si conjurase o celebrase algo, una escoba voladora llegó autónomamente a su posición. Subiéndose en ella, empezó a volar.

—¿A dónde va? —se preguntó Nova.

Shamash hizo un cálculo mental rápido, tomando como referencia la dirección inicial de su vuelo.

—Al Observatorio.


Brigit no había pegado ojo en toda la noche. El intento de Azrael de destruir a Gretta la había dejado descolocada y, aunque el ángel afirmaba que la gallina había escapado, la aasimar no sabía qué pensar.

«Esa cosa no es ningún ave de corral», había dicho Azrael. «La criatura que se esconde tras esa forma es mucho más: mi adversaria, mi carcelera, mi hermana».

O sea, ¿Gretta era hermana de Azrael? ¿La misma Gretta que llevaba acompañándola desde que tenía uso de memoria? Brigit se levantó de golpe de la cama, alertada por el pensamiento intrusivo por enésima vez. Rápidamente, se peinó y vistió, y salió de su camarote en busca de su mascota. Dio vueltas, y vueltas, y más vueltas. Repitió el intento. Lo volvió a repetir. Nada, no había ni rastro de ella.

Por primera vez en toda su vida, el ave dorada no estaba a su lado.

Entre apenada y rabiosa, Brigit se dirigió a la cocina, a pedirle a Sumak y a LEOG algo de desayunar. Por el camino, no obstante, se encontró con Riaan. La khoravar llevaba una pila de cuatro túnicas negras, una de las cuales era de un tamaño considerablemente más grande que las otras. Sobre la pila, había cuatro sombreros puntiagudos de ala ancha.

—¡Oh, Brigit! —exclamó la sastre—. Menos mal que te encuentro: el capitán me dijo que preparara unos disfraces para infiltrarse en Arcánix, pero solo me ha dado tiempo a hacer tres. Le he pedido a Drazhomir el suyo, pero se han ido sin nada. ¿Podrías llevarlo tú?

La médico asintió, con la mente casi en otra parte. Riaan, entonces, le endosó las cuatro indumentarias y se fue, dejándola sola. Recogió algo de comer, se sentó en el comedor a desayunar en silencio, y salió hacia la villa de Arcánix, olvidándose casi hasta de los disfraces.


—¿No es esa Brigit? —le dijo Nova a Sham.

De la que regresaban de la plaza mayor a informar al resto de los oficiales, el dúo divisó a una Brigit que caminaba, cargando con todo el montón de disfraces. Deshaciendo el sortilegio que lo mantenía oculto, Nova se acercó a ella.

—¿Te ayudo? —se ofreció.

—Toma —dijo ella con simpleza, soltándole todos los bártulos encima y entrando la primera a la taberna.

Nova suspiró, encogiéndose de hombros y entrando, seguido por el dracónido. En el interior, Fin y Sjach les esperaban con sus jarras de cerveza listas en la mesa. El grupo se sentó alrededor de la mesa una vez Nova hubo apoyado el equipaje.

—Entonces, ¿a dónde fue nuestro amigo?

—A las torres —explicó Shamash, señalando hacia arriba—. Una de ellas, el Observatorio, es la residencia y laboratorio personal del ministro de magia, según tengo entendido. No sé qué se le ha perdido allí, pero es a donde iba.

—El ministro… Alguien tan importante debería tener objetos mágicos interesantes en su laboratorio… —reflexionó Fin.

—¿Crees que el Tarkanan fue a robarlos? —preguntó Sjach.

—No; creo que nosotros podemos ir a descubrir por qué fue, y de paso robarlos —le corrigió Fin.

—Habrá bastante seguridad —indicó Nova.

—Y seguimos necesitando un demonólogo —dijo Shamash.

—Cosa para la que también tenemos que subir a la universidad, de todos modos —respondió Fin a este último.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Había unos establos donde alquilaban grifos —dijo Nova—. Creo que por veinticinco galifares te los podías quedar durante una semana.

—No estaréis planteando seriamente pagar por ellos, ¿no? —dijo Brigit.

—Ya llamamos bastante la atención en Puerto Claro —se quejó Shamash—. Deberíamos hacer las cosas bien esta vez.

—¡Pero si vamos a secuestrar a un profesor igualmente! —exclamó Fin.

—¿Cómo que secuestrarlo? —preguntó Sjach.

—Bueno, si no colabora, algo habrá que hacer —dijo Brigit.

—Bueno, sí, eso es cierto…

—Vale, pero ¿podéis no decirlo en voz tan alta? —sugirió Nova—. Lo dicho, ¿qué hacemos entonces?

—¿Y si buscamos algo de información primero? —dijo Shamash.

—Me parece bien —dijo Brigit.

—A mí también.

—Y a mí.

—Muy bien —cerró el tema Fin—. Nos vemos frente al Portador en dos horas.


Cuando la tarea consistía en recabar información, los oficiales del Portador de Tormentas tenían… cada uno su estilo. Fin invirtió esas dos horas en jugar a las cartas y a los dados con los diferentes viajeros que pasaban por la taberna; no siembre ganaba, pero entre risas, jarras de cerveza y cánticos victoriosos, algún dato se escapaba, y las orejas del khoravar siempre estaban listas para escucharlo. Nova, por su parte, era más partidario de arrinconar a sus potenciales informadores contra muros de calles poco transitadas; si era para su deleite o para su terror dependía de la actitud y la cara bonita de estos, pero lo segundo era considerablemente más frecuente que lo primero. Shamash no era tan bueno tratando con las personas como con los libros, y aunque su ojo clínico funcionaba mejor con los entresijos de un mecanismo que con las sutilezas del cuchicheo, la cartelería y prensa local sí eran lugares donde el viejo dracónido podía encontrar los datos que necesitaba; después de todo, lo valioso a menudo estaba en el detalle. Sjach, que era perceptivo por naturaleza, y contaba con un nuevo tatuaje mágico que le permitía enmascarar sus escamas y colmillos bajo una ilusión de piel y seda, podía pasear entre multitudes, afinando el oído lo suficiente como para sacar lo que necesitaba de las conversaciones ajenas. Finalmente, Brigit, con su extenso currículo de supercherías y latrocinios, era relativamente eficaz a la hora de esconderse a plena vista, así que pegar la oreja a lo que decían otros era coser y cantar. Su pericia, sumada al camuflaje adicional que los uniformes de estudiante de primer año que Fin, Nova, Sjach y Brigit llevaban, resultó ser suficiente para que se hicieran con dos piezas clave de información: en primer lugar, recientes y escandalosos acontecimientos en la capital aundarina de Puerto Claro, que incluían un enfrentamiento entre bandas y el intento de robo del enclave local de la Casa Lyrandar por parte de un grupo de piratillas de medio pelo, habían forzado a lord Adal ir'Wynarn, ministro de magia, a acudir presto al Palacio Claro a un pleno urgente del consejo de la reina Aurala. Por otro lado, era conocimiento popular que el propietario de la botica local, Tzandro Kavalant, era también el catedrático de alquimia aplicada de la universidad, y en su torreón había un círculo de teletransporte que conectaba con su laboratorio en el Rascacielos, la torre flotante donde residía e investigaba el profesorado.

En cuanto el grupo hubo compartido la información, el capitán le puso una mano en el hombro a su huraño contramaestre:

—Sham, tengo un plan.


Toc, toc.

La puerta se abrió por sí misma tan pronto tocaron. Nada más cruzar el umbral, se encontraron con el recibimiento de dos enormes e intimidantes estatuas de arcilla, colocadas como si vigilaran la entrada ante intrusos. Tras ellas, estantes y estantes repletos de pociones de todos los tamaños, olores y colores conformaban un paisaje que generaba al mismo tiempo asombro y claustrofobia. Tras una puerta que había en la pared opuesta a la entrada, más allá del mostrador, se escuchó el sonido de una breve explosión, seguida de una voz chirriante y rasgada.

—¡Ahora mismo voy!

A los pocos segundos, un enano de piel oscura, largas barbas que serían de color gris de no haber estado parcialmente quemadas y cabeza completamente desprovista de pelo salió de la trastienda. Iba vestido con ropas que se encontraban a medio camino entre la túnica de un mago y una bata de laboratorio moderna, y llevaba unas gafas protectoras en la frente.

—¿Profesor Kavalant? —preguntó Fin.

—El mismo. ¿Sois clientes?

—Más o menos. Somos alumnos de nuevo ingreso —mintió—. Queríamos preguntarle si podíamos utilizar su círculo de teletransportación para acceder a la universidad.

El enano entrecerró los ojos, escrutándolos con la mirada mientras se atusaba su maltrecha barba.

—Ese de ahí no parece un estudiante —dijo señalando a Shamash.

—Es Nick, nuestro tutor legal —dijo Finlark rápidamente—. También es un alquimista de renombre; nos acompañó porque quería conocerle, profesor.

—Oh, así que un alquimista, sí… Debe ser difícil ser el tutor de un grupo tan variopinto de jovenzuelos.

—Ni te lo imaginas —dijo Shamash, sin ápice alguno de engaño en su voz.

—De todos modos, el círculo de teletransportación lleva a mi laboratorio, en el Rascacielos. No es un edificio habilitado para estudiantes, así que su uso está restringido a los empleados de mi torre.

—¿Empleados? —dijo Brigit, cuyo rostro se iluminó repentinamente—. ¿Ofrecen trabajo aquí?

—Por supuesto que sí —explicó el profesor—. Arcánix tiene un programa de empleos a media jornada para estudiantes, pensado para que puedan compatibilizarlo con sus estudios. Se puede trabajar aquí, en la cafetería, en la biblioteca…

—¿Y cuánto pagan? —preguntó Brigit, emocionada. Casi podían verse galifares reflejados en sus ojos.

—¿Es consciente de que no somos estudiantes de verdad? —le susurró Sjach a Nova.

—Lo dicho —continuó el profesor—. Si queréis trabajar aquí, sois más que bienvenidos. ¿Tenéis vuestras acreditaciones de estudiante?

Casi instintivamente, el grupo puso sus ojos en Nova. El cambiante se encogió de hombros y, pensando una excusa rápida, intervino:

—Pues no estoy seguro… —dijo, fingiendo buscar algo entre los bolsillos de su túnica—.

—¡Se hacer magia! —improvisó Sjach, tratando de salvar la situación—. Mire.

Y, concentrándose en su vínculo místico con Mitne y en la magia dracónica de este, liberó un pequeño efecto sonoro, como un trueno, detrás del enano, haciéndole girarse sobresaltado. En ese momento, Shamash, pensando rápido, sacó de su alforja su esfera multiusos y, transformándola en un proyector, generó rápidamente la ilusión de una acreditación de estudiante de Arcánix.

Tras volverse de nuevo hacia ellos, el profesor estudió la tarjeta con la mirada por unos instantes, desconfiado. Después suspiró, relajando la postura.

—Tendrá que servir. Ahora solo tengo que ver que cumpláis los requisitos para el puesto. Soy muy exigente.

—¿Qué es lo que necesita? —preguntó Fin—. ¿Seguridad?

—No, para eso tengo a los gólems —dijo, señalando a las estatuas que flanqueaban la puerta.

El grupo se giró para mirarlas y, lentamente, una de ellas giró un poco la cabeza para devolverles el gesto. Un escalofrío recorrió sus espaldas.

—Entonces… ¿Atención al cliente? —preguntó Nova.

—No, no viene tanta gente como para necesitar a otra persona escuchando sus quejidos y lamentos… Aunque me ahorraría tiempo.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere?

—Catadores —dijo.

Ni corto ni perezoso, se dirigió a la trastienda y, tras escasos minutos, regresó con cinco frascos, cada uno conteniendo una poción que brillaba con los siete colores del arco iris.

—Bebed —dijo.

—¿Qué hacen? —preguntó Brigit.

—Lo descubriremos.

—¿Qué deberían hacer? —preguntó Sham.

—Es un secreto. ¿Hay trato o no? —preguntó, sonriéndoles por primera vez desde que habían entrado.

Haciendo de tripas corazón, y no sin reticencias, el grupo asintió y, tomando cada uno un frasco, bebieron la poción de un trago. No pasaron ni diez segundos, y cada uno ya había empezado a resplandecer con un color distinto: rojo para Brigit, verde para Sjach, amarillo para Shamash, rosa para Nova y púrpura para Fin.

—¿Qué es esto? —se quejó la aasimar.

—¿Morado? ¿En serio? —dijo el capitán con cara de asco—. Odio este color.

—Tratad de concentraros en cambiar de color —dijo el enano—. Deberíais poder camuflaros con vuestro entorno.

El grupo cerró los ojos y, por unos instantes, desaparecieron por completo, mimetizándose al estilo de los camaleones.

—¡Funciona! —exclamó el profesor.

Abrieron los ojos, terminando el efecto del camuflaje y volviendo a ser monocromáticos y brillantes. Esta vez, no obstante, Brigit había cambiado a un color negro plano. Al ver eso, Sjach intentó hacer lo propio, con éxito. Nova se volvió naranja, y Fin adoptó una tonalidad azul claro. Sham fue el único que se quedó como estaba.

—Entonces, ¿podemos usar el círculo? —preguntó Nova con tono hastiado.

—Sí. Volved luego con el papeleo para el empleo extracurricular listo, eso sí.

Y, sin más dilación, Kavalant los guio a la trastienda y, en cuanto estuvieron todos sobre el círculo de teletransportación, él mismo lo activó.


Shamash se encontraba él solo ante la puerta de un despacho cuyo letrero rezaba «Kellark Doldarun, Catedrático en Demonología». En cuanto habían aparecido en el laboratorio de Kavalant, el grupo se había dividido para buscar la ubicación de su objetivo. Finlark y Nova, más carismáticos, habían ido a la planta baja a preguntar en la conserjería; Brigit y Sjach, más sigilosos, se habían mezclado entre la gente que charlaba en los pasillos a ver qué lograban captar. Eso le dejaba a él, que no era ni carismático ni sigiloso, más solo que la una, cosa que agradecía. En lugar de esperar a que sus compañeros localizaran al docente en cuestión, había optado por usar el talento que le distinguía del resto: el sentido común. Siguiendo las indicaciones y cartelería del edificio, fue paseando tranquilamente, subiendo planta tras planta, hasta que llegó a la oficina del susodicho. El resto no tardó mucho más en llegar.

—¡Vaya! Has llegado rápido, Sham —dijo Fin.

—Vosotros habéis tardado mucho, más bien —se quejó el dracónido.

—Estábamos ocupados charlando con los conserjes —dijo Nova, guiñando un ojo—. Nos han cantado el horario de trabajo completo del Observatorio.

—Al parecer, hay investigadores que pasan la noche entera allí —explicó Fin—. Las actividades cesan, eso sí, así que deberíamos poder colarnos sin despertarnos. Va a ser fácil.

—No sé yo, capitán —dijo Sjach, apareciendo con Brigit por el otro lado del pasillo—. Dicen que el ministro ha contratado un nuevo guardia de seguridad mientras no estaba. Un aventurero que estaba de paso.

—¿Será tu amigo, el Tarkanan? —preguntó Nova a Fin.

—Podría ser… —reflexionó, para luego encogerse hombros—. Posibilidades hay, pero solo hay una forma de saberlo. ¿Entramos?


El profesor Doldarun era un enano, como el profesor Kavalant. Al igual que el profesor Kavalant, también tenía una larga y blanca barba, solo que, a diferencia de la del profesor Kavalant, la suya estaba debidamente trenzada, no presentada signos de abrasión, y se extendía por los lados de su cráneo hasta unirse a una cabellera igual de blanca, formalmente recortada. Vestía con una túnica blanca, dorada y azul, colores que no terminaban de encajar con una especialidad tan siniestra como la demonología. Sus varios cinturones con alforjas y sus gafas redondas de culo de botella le daban un aire desordenado y entrañable.

En resumen, se salía completamente de la imagen mental que cualquier miembro de la tripulación pudiera tener de un especialista en las huestes de Khyber.

—¿Queréis un té? —ofreció el profesor.

—Por supuesto —aceptó Fin.

Sacando un punzón de una de sus alforjas, comenzó a moverlo en el aire. El utensilio iba haciendo líneas de luz conforme el mago continuaba con sus trazos. Dibujó dos circunferencias concéntricas, y en el interior de la más pequeña de ellas trazó el glifo correspondiente a la escuela mágica de la conjuración: un triángulo isósceles invertido, cuyos lados largos se extendían más allá de las aristas, formando una silueta similar a la cabeza de una criatura cornuda, cruzada horizontalmente por una virgulilla. Al terminar el símbolo, las circunferencias, que hasta entonces eran blancas, se tornaron amarillas. Para terminar, escribió en el estrecho hueco que separaba ambos anillos una compleja fórmula. En cuanto hubo terminado, tocó el círculo mágico con un dedo, haciéndolo desaparecer en un leve destello. Al lado del escritorio frente al que estaban sentados, apareció por unos instantes una figura fantasmagórica, de silueta humanoide, pero completamente desprovista de ningún rasgo o matiz concreto, que no tardó en desvanecerse.

—Günther, amigo mío —llamó el profesor Doldarun—. ¿Podrías hacernos un té?

Y, apenas unos segundos después, la bandeja con la tetera y las tazas se elevó por sí misma en el aire, dirigiéndose a un rincón en el que había un grifo y un mechero bunsen.

—Estará listo muy pronto —les dijo el viejo profesor—. Entre tanto, ¿qué os parece si me explicáis quiénes sois y por qué sois monocromáticos?

Se miraron unos a otros, confirmando que, efectivamente, el efecto del brebaje del profesor Kavalant seguía vigente.

—Le pedimos al alquimista que nos dejara subir con el círculo de su torre, y este fue el precio —explicó Fin.

—Ah, el bueno de Tzandro —dijo Doldarun—. Siempre tan gentil.

—«Gentil» no es la palabra más exacta, diría yo —replicó Brigit, a lo que el demonólogo solo se rio levemente.

—Entonces —continuó él—. ¿Qué puedo hacer por vosotros? Porque, ruego me disculpéis, salta a la vista que no sois estudiantes.

El grupo se quedó frío.

—¿Tanto se nota? —preguntó Sjach.

—Sí. ¡Oh, el té está listo!

El sirviente invisible del profesor depositó la bandeja sobre el escritorio, entregándoles una taza a cada uno. Tras el primer sorbo, detectaron un cierto regusto picante.

—Está bueno —dijo Fin, mientras Nova ponía cara de asco.

—Té de jengibre —explicó Doldarun—. Mi preferido, si os soy sincero. ¿Sabéis que…?

—Hemos venido a secuestrarte —le cortó Shamash.

Por unos segundos, en el despacho reinó el más absoluto de los silencios. Luego, el capitán reaccionó.

—¡No es cierto! —exclamó—. O sea, en parte sí; venimos a hacerte unas preguntas. Si colaboras, no tendremos que secuestrarte.

—Ni matarte —añadió el dracónido.

—¡Sham! —le amonestó Nova.

—No quiero matarle, parece majo… —se quejó Sjach.

—¡Nadie va a matar a nadie! —les silenció Fin.

El profesor, curiosamente, parecía calmado e impertérrito ante la discusión que estaba sucediendo frente a él. Le dio un segundo sorbo a su té de jengibre y dijo:

—¿Qué preguntas pueden tener unos piratas para un especialista en un campo como el mío que os hagan estar tan desesperados como para colaros en Arcánix y amenazar a un catedrático con el secuestro y la muerte?

—Así que sabes quiénes somos.

—Habéis estado causando bastante revuelo últimamente, capitán Fin —respondió el enano.

—¿Lo dice por lo de Puerto Claro?

—Sí, aunque mi atención personal la captó más la primera noticia que salió sobre vosotros recientemente. Algo de un robo a una aeronave del Dodecanato. El mismo Dodecanato que me había preguntado apenas unas semanas antes por cierto esqueje de Khyber en el Marjal Oscuro.

—Eso facilita las cosas —suspiró Fin.

Y le contó todo. Le habló de Mitne y del malfuncionamiento de LEOG. Le habló del asalto al Fantasma del Cielo y el esqueje de Khyber. Le habló sobre la Profecía Dracónica y la Llama de Plata. Y, sobre todo, le habló sobre los rakshasa y los Supremos. Mientras Fin hablaba, el profesor Doldarun se acariciaba la barba, escuchándole con atención. A veces reaccionaba con un «¡Cielos!» o con un «¡Por las barbas de Aureon!», o daba un sorbo nervioso a su té. Cuando el capitán terminó de hablar, el enano depositó suavemente la taza en su plato.

—Os creo. Parece que tenéis un desafío considerable ante vosotros… Además, vuestra historia explica un par de cosas.

—¿Cuáles? —preguntó Shamash.

—Hace un par de meses, una enviada del Dodecanato vino a pedirme que hiciera un mapa para ellos. Era una elfa, así que supongo que sería una Phiarlan…

—¿Alta? ¿Pelo plateado corto? ¿Cutis perfecto? —preguntó Nova.

—Sí, encaja con esa descripción.

—Venessa —bufó el cambiante.

—¿Qué mapa querían? —preguntó Sjach.

—Uno que les marcase la ubicación de todos los esquejes en los que está sellada la esencia de Rak Tulkhesh.

La tripulación entera quedó en silencio durante unos segundos, a lo que el profesor aprovechó para darle otro sorbo a su té.

—¿Se lo diste? —preguntó Fin.

—No, aunque hubiese querido no podía.

—¿Por qué no? —preguntó Brigit.

—Soy un investigador, pero mi memoria no es perfecta —explicó él—. Guardo todos mis descubrimientos en un pequeño artefacto, un orbe profesor.

—¿Qué es eso? —preguntó Sjach.

—Una recreación de una reliquia de Xen'drik —se adelantó Shamash a explicar—. Almacena información.

—Correcto —dijo el catedrático—. Entre otros estudios, tengo recogidas allí las que creo son las localizaciones de los sellos de diez de los treinta Supremos. Tulkhesh fue un auténtico reto, al estar dividido en doce partes.

—¿Y has perdido el orbe ese? —preguntó Brigit.

—Me fue confiscado —reconoció Doldarun—. Lord Adal consideró que era un conocimiento demasiado peligroso para estar en manos de un solo hombre, así que lo requisó y almacenó en el Observatorio. Dadas las circunstancias, parece que tenía razón.

—¿Está en el Observatorio, entonces? —preguntó Fin.

—Qué conveniente —comentó Brigit, rodando los ojos.

—Tenía pensado que nos colásemos igualmente —comentó Fin—. Un ministro de magia debería tener varios objetos mágicos interesantes.

—Ya veo… —mencionó el profesor, atusándose la barba—. Entonces, supongo que tendremos que ir mañana por la noche.

Nova arqueó una ceja.

—¿«Tendremos»? ¿Te estás apuntando?

El enano le dio otro sorbo a su té.

—Por supuesto. El profesor Vademécum está sintonizado conmigo, incluso en propiedad de lord Adal —explicó—. No podéis activarlo sin mí.

—Pero, ¿puedes abandonar tu puesto de trabajo?

Él se encogió de hombros.

—No debería —reconoció—. Por eso vais a tener que secuestrarme. Nadie viene a mis clases, de todos modos.

Nova casi escupe el té, y no solo porque no le gustase el jengibre.

—Me gusta cómo piensas —dijo Shamash.

—Supongo que entonces está todo claro —dijo Brigit.

—¿De verdad vamos a secuestrar a alguien al final? —preguntó Sjach, que parecía seguir confuso.

—Entonces, el plan está claro —zanjó Fin—: hoy, secuestramos al profesor; mañana, asaltamos el Observatorio.