Acto III: Demonología aplicada
Capítulo 2: El Observatorio
Era una noche clara, sin nubes ni estrellas. La luz anaranjada de Olarune teñía el cielo de un leve tono purpúreo, y el único sonido que alcanzaba a oírse en la isla flotante sobre la que se erguía el Observatorio era el crujir de la madera de las ventanas al contraerse lentamente conforme se reducía la temperatura.
Eso, y los sollozos del mayordomo de la torre, Vordell.
Vordell se encontraba sentado en un sillón de la planta baja, en un rincón apartado del comedor, cerca de la chimenea encendida. Su amo, lord Adal, no se encontraba en casa, y todos los becarios y trabajadores se habían retirado a sus aposentos a descansar. Era el momento perfecto para que un sirviente cansado se tomase un respiro, se hiciese una infusión de menta y se sentase a contemplar las llamas danzantes antes de proceder a su propio descanso nocturno. Cosa que, a lo mejor, estaría haciendo igualmente, incluso si no le hubiesen atado al sillón.
Desgraciadamente, ni Sham ni el resto del equipo tenían tiempo para preocuparse por otros mundos posibles. Tenían un objetivo claro: encontrar al Profesor Vademécum e irse antes de ser descubiertos. El capitán parecía tenerlo bastante claro también. Estaba de cuclillas frente al sillón, mirando fijamente al mayordomo de abajo para arriba. No había desenfundado ninguna de sus armas, pero la expresión en sus ojos era más afilada que muchas de las espadas que llevaban consigo. Su expresión era seria y centrada. Demasiado seria y centrada, para ser él. Aunque no es como si tuviese quejas al respecto.
—No queremos hacerte daño, pero lo que hemos venido a hacer aquí es muy importante. Espero que lo entiendas.
—O si no, te lo haremos entender —completó el dracónido.
Sjach le miró con expresión sorprendida. Era cierto que Shamash llevaba una racha de amenazas considerable. Por supuesto, no tenía intención de matar a nadie, ni mucho menos, pero su experiencia le decía que, cuando el tiempo apremia, la intimidación es más rápida y eficaz que la diplomacia. Por suerte o por desgracia, Nova no parecía opinar lo mismo.
—No le hagas caso —dijo el cambiante, con un tono cortés casi exagerado—. Está bromeando, aunque la parte de que necesitaremos algo de colaboración por tu lado es cierta.
—¡Cooperaré, cooperaré! —exclamó Vordell, alterado.
—Bien. Lo único que necesitamos es información. ¿Profesor?
Doldarun, que los acompañaba para ayudarles a identificar su artefacto, carraspeó con cierta incomodidad antes de intervenir.
—Sí, estas… amables personas y yo estamos buscando mi orbe profesor. Contiene información vital que podría ayudarlos a evitar una gran crisis… ¿Serías tan amable de indicarnos cómo llegar a la cámara donde lord Adal guarda los objetos confiscados?
El mayordomo, casi con lágrimas en los ojos, comenzó a negar profusamente.
—¡No tengo ni idea! —exclamó—. No tengo acceso a las pisos más altos de la torre, ni a los laboratorios. Debe estar por allí, pero eso solo lo saben el señor ministro y el jefe de seguridad.
—¿El jefe de seguridad? —inquirió Finlark—. Hemos oído que contrató a uno hace poco.
—¡Así es! —confirmó Vordell con una sonrisa temblorosa—. Es un aventurero de Sharn que pasaba por aquí. Como convocaron a lord Adal a la capital con urgencia, pues…
—Y el aventurero ese —intervino Nova—. ¿Cómo es?
—¿Un tipo alto, con gabardina y sombrero de ala ancha, quizá?
Vordell torció un poco la cabeza.
—N-no —titubeó—. Fdasyr es más o menos alto, pero no lleva gabardina ni sombrero.
—Eh, qué nombre más gracioso —murmuró Sjach.
—¿Cómo es el Fdasyr ese? —preguntó Shamash, que empezaba a perder la paciencia.
Quizá fuese porque la irritación del contramaestre se notó en su voz, pero Vordell tuvo que tragar saliva pesadamente antes de continuar.
—U-un tipo delgado, de ojos oscuros. Tiene el pelo castaño recogido en una coleta, y lleva dos espadas…
—No me suena —comentó Nova.
—A mí sí —dijo Fin, con tono serio, casi sombrío—. Estaba en La Sentina. Es el mensajero de Rhea.
El grupo guardó un momento de silencio, como si procesase la información. Fue el pitido del detector de magia de Shamash lo que lo rompió.
—Tres puntos morados —describió el dracónido—. Ilusionismo. Pero es… inestable. Como…
—Como una marca aberrante —declaró Fin.
Como si tuviera prisa por confirmar las palabras del khoravar, una persona apareció de la nada, en el aire, precipitándose sobre Shamash con su arma en mano. Por suerte, escurridizo y perspicaz como era él, Sjach pudo posicionarse velozmente entre atacante y atacado, cruzando sus shoteles en torno a la espada, deteniendo el ataque y atrapando el arma. Shamash aprovechó la situación para indicarle a Fin y a Nova con un gesto la ubicación de las otras dos fuentes de magia. Una bala y una flecha cruzaron el aire casi al instante, golpeando a las figuras transparentes de los otros dos asaltantes, que recuperaron el color al instante.
—¿En la Casa Tarkanan no os enseñan a atacar de frente, o qué? —les provocó Fin.
—¿Cuando nos superan en número? —respondió una de ellos mientras se arrancaba la flecha de Nova de entre las juntas de su armadura. Era una mujer de cabello rubio y ojos claros. Su tez pálida y facciones enjutas le daban un aspecto casi cadavérico—. Sois cinco contra tres; no queríamos correr riesgos.
—¿Seis? —dijo Fin, arqueando una ceja—. Pero si somos sie… Un momento, ¡¿dónde está Brigit?!
Para la doctora de a bordo del Portador de Tormentas, era más fácil conseguir información de las cosas de las personas que de las personas en sí. Por tanto, interrogar al mayordomo no tenía ningún interés ni relevancia para ella. Lo que sí tenía interés y relevancia era lo que pudiese encontrar en el cuarto de mayordomo.
Y eso era exactamente lo que había hecho.
La estancia se encontraba completamente a oscuras. Por suerte, entre los numerosos dones que su divinidad interior le proveía, se encontraba el de ver en la oscuridad, cosa que le permitió ver los dos pares de literas y los arcones a los pies de estas. Solo una de las camas estaba ocupada, por un enano que, a juzgar por la ropa blanca manchada de grasa que descansaba en el suelo junto a la cama, debía ser el cocinero. Sin distinguir a simple vista nada digno de mención, Brigit continuó con su exploración, accediendo por una puerta a la sala contigua, que resultó ser la cocina. Miró acá, allá y acullá, sin encontrar nada más allá de los instrumentos de cocina típicos de una mansión con muchos habitantes. Nada que costara más que un par de soberanos.
Nada que pudiese empeñar para poder comprarse, por ejemplo, un anillo mágico.
Fueron el ruido de metal chocando contra metal y el sonido de voces enhebrando palabras de poder lo que la despertó de su ensimismamiento. Sus socios debían haberse metido en una pelea. Con un suspiro, se apropió del primer cuchillo cebollero que encontró y, cruzando la puerta que, supuso, llevaba al comedor, se adentró en la refriega.
La tripulación dominaba completamente la situación. Fin, Sjach y Mitne jugaban con sus oponentes, individuos revestidos de colores oscuros, con armas ligeras y refulgentes marcas del dragón de formas extrañas. Los «duelos cuerpo a cuerpo», que se aproximaban lentamente a victorias unilaterales, eran espectados por Shamash, tras cuya espalda se ocultaba el profesor Doldarun. Cuando, en algún golpe de suerte, alguno de los asesinos lograba asestar un golpe, Shamash liberaba un pequeño frasco de perfume a los pies del compañero herido, haciéndolo abrirse solo con un golpe de voz y curando sus escasas heridas al instante. Nova luchaba junto a Mitne, debilitando al rival del pequeño dragón con su magia para facilitarle la tarea.
Brigit, contemplando el panorama, se limitó a lanzarle el cuchillo al asesino que tenía más cerca, clavándoselo en la pierna, y dirigirse a Shamash.
—¿Quieres inspeccionar el lugar?
El dracónido se encogió de hombros.
—Claro, ¿por qué no?
Y, dejando al grupo —y al buen profesor— atrás, se dirigieron a explorar la planta baja del edificio.
No encontraron rastro alguno de ningún orbe profesor, ningún alijo mágico, ni nada que tuviera pinta de caro. Inspeccionaron la cocina, los aposentos del servicio, la galería, y nada. Tan solo quedaba una estancia que, inconvenientemente, estaba cerrada con llave.
—¿Puedes abrirla con magia? —preguntó Brigit al catedrático.
—No es un conjuro que tenga preparado ahora mismo… —murmuró—. La cerradura parece bastante sólida, eso sí.
Shamash suspiró.
—Solo hay una forma de saberlo.
Alzando la mano, con la palma hacia arriba, el artífice sacó su esfera transformable de su estuche, y empezó a jugar con ella. Los engranajes giraron y los pistones se ajustaron de formas imposibles hasta formar una serie de finar protuberancias, similares a ganzúas. Acercando la esfera a la cerradura de la puerta, Shamash probó varias de las llaves hasta dar con la que entraba y empezó a girar las manivelas de la esfera.
Estuvo un buen rato forzando la cerradura, el suficiente como para que al resto del grupo le diera tiempo a llegar.
—¡Ese último era mío! —se iba quejando Nova.
—Parecía que estabas en un apuro… —respondió Sjach.
—Bueno, bueno, no pasa nada —trataba de mediar Fin—. Lo importante es que nos los hemos quitado de encima. ¿Cómo vais por aquí?
—Llegas justo a tiempo —respondió Sham, al tiempo que la cerradura de la puerta se abría con un sonoro «clic»—. Podemos entrar.
«Laboratorio de Investigación n.º 1: Proyecto Gorgón». Eso era lo que ponía en el letrero de la puerta. Uno cabría esperar que en un laboratorio de investigación mágica hubiera artefactos mágicos. Pues no.
Había cadáveres.
Tres forjados para la guerra, de distintos tamaños y envergaduras, yacían en el centro de la sala. Dos de ellos estaban atados a camillas, y el tercero estaba crucificado en vertical. Era un espectáculo dantesco: sus rostros habían sido extraídos, sustituidos por máscaras de bronce, y dispuestos en una pequeña mesita junto a una serie de aparatos e instrumentos de investigación. Uno de ellos tenía un estoque acoplado donde debía ir su brazo izquierdo, y todos ellos estaban conectados a las máquinas del laboratorio a través de una compleja red de cableado. Al tratarse los «pacientes» de autómatas, no había sangre ni vísceras, a pesar de estar cortados y abiertos por varios puntos, pero eso no hacía la estampa menos horripilante.
—¿Qué cojones…? —reaccionó Nova, sin poder terminar su frase.
—¡Por las barbas de Aureon! —se sobresaltó el profesor—. ¿Qué clase de monstruo haría algo así?
—Menos mal que LEOG está apagado… —musitó Sjach.
—En Aundair siempre han estado orgullosos de su ingeniería mágica —explicó Fin, con semblante inusualmente serio, mientras avanzaba al centro de la sala—, y el Congreso Arcano tiene una especie de rivalidad unilateral con las Casas Marcadas. Para ellos, los forjados son solo las creaciones de sus oponentes, maquinaria a la que se le puede hacer ingeniería inversa, si se la estudia lo suficiente.
El capitán se dirigió con paso solemne a la máquina central.
—Shamash —llamó al dracónido, tras inspeccionarla con la mirada.
—La palanca del centro.
Fin asintió y, sin pensárselo dos veces, tiró de la susodicha. Los dos forjados que estaban amarrados a las camillas dieron un leve espasmo y, apenas un instante después, un sonido del que nadie se había percatado —el de la corriente eléctrica fluyendo por el cableado—, cesó, inundando la estancia con un silencio fúnebre.
—Fin, ¿qué acabas de hacer? —dijo Nova, casi llevándose las manos a la boca.
—Misericordia —dijo el khoravar con convicción. Miraba a los cuerpos, pero sus ojos parecían perdidos en otra parte—. Vámonos de aquí.
—Espera —le interrumpió Brigit, acercándose a él—. Llevémonos estas.
La pelirroja le tendió al capitán las placas faciales de los tres forjados, cada una con su respectiva ghulra.
—¿Para qué las queremos? —preguntó Nova.
—Pueden ser pruebas —respondió Fin, mientras las guardaba en su pañuelo mágico—. ¿Algo más?
Brigit negó con la cabeza.
—Chicos —intervino Sjach—. Hace un par de minutos, empecé a sentir un olor horrible viniendo de fuera. Cada segundo que pasa se vuelve peor.
—¿Algún tipo de demonio? —preguntó Shamash.
—No. Huele a muerte.
Vordell —o lo que hacía unos minutos era Vordell— descansaba sentado en un sillón, frente a la chimenea del comedor. Su cabeza, grácilmente situada sobre sus muslos, y bien sujeta por sus manos inertes, contemplaba las llamas del hogar con los ojos como platos. Un símbolo circular, a medio camino entre un sol y un ojo, había sido pintado con sangre en el centro de su frente. Los Tarkanan vencidos habían desaparecido sin dejar rastro.
—Es un mensaje —dijo Doldarun—. Saben que estamos aquí.
—No sé qué le hace pensar eso —contestó Nova, con un deje sarcástico—. ¿Qué hacemos?
—Darnos prisa —respondió el capitán—. Fdasyr sabe que estamos aquí.
—¿Qué flor sabe que estamos aquí? —preguntó Sjach.
—¿Qué? —preguntó Nova, arqueando una ceja.
—Fin ha dicho que la flor sabe que estamos aquí, ¿no?
—No. Fdasyr. El tipo que estaba con Rhea Tarkanan.
—Ah, cierto —dijo Sjach, rascándose la cabeza—. Por eso el nombre me parecía gracioso. A veces mezclo los idiomas, perdón.
—¿Qué quieres decir?
—La palabra fdasyr —intervino el profesor Doldarun— significa, textualmente, «flor».
—¿En dracónico? —preguntó Fin.
Shamash negó con la cabeza, haciendo que todo el grupo permaneciera en un prolongado e incómodo silencio. Silencio que el capitán rompió con un pesado suspiro.
—Pues parece que nos hemos metido en la boca del tigre, y de uno al que le gusta jugar con la comida.
LEOG despertó. Se encontraba en un lugar oscuro, donde no podía discernir muros ni límites. Estaba sentado, pero no había suelo, y aunque había, al menos en teoría, espacio para ponerse de pie, la atmósfera opresiva que invadía todo el lugar le impedía moverse con libertad. Era una sensación desagradable, como de estar atado por cuerdas invisibles. Intentó moverse con todas sus fuerzas, tratando de soltarse o de romper sus ataduras. No tenía músculos, pero contrajo todas sus fibras para impulsarse con fuerza.
Y lo logró.
Tuvo una sensación etérea, una versión metafísica del sonido de la tela rasgándose, incluso si ningún ruido pasó por sus sensores auditivos. Entonces, tuvo una fuerte sensación de vértigo, como si las inexistentes paredes, techo y suelo que le no-rodeaban desaparecieran, y empezara a caer. Todo era negro, y el lugar al que se precipitaba también. No había principio. No había final. Caía de ninguna parte hacia ninguna parte. Y, entonces, estaba en un lugar.
Había caído sobre un suelo de madera crujiente, con una rodilla hincada y su mano sosteniendo su peso, como caían los grandes héroes de los cuentos infantiles. La luz tenue de las antorchas sustituyó la oscuridad absoluta, y pudo atisbar siluetas. Luego, conforme se acostumbró a la luz, las siluetas se fueron perfilando y adoptando color. Finlark. Nova. Shamash. Sjach. Mitne. Brigit. Un anciano que no había visto en su vida.
—¿Dónde estoy? —alcanzó a decir.
—En el Observatorio —respondió el enano de edad avanzada—. Parece que has despertado de un largo letargo.
—¿Dónde estaba?
—En el pañuelo mágico de Fin —respondió Nova—. Se nos ocurrió llevarte en él, por si despertabas de repente.
—Ha sido… Extraño. Preferiría no repetirlo.
—Pues aún no has visto nada —comentó Brigit.
LEOG notó que el capitán y el cambiante la fulminaban con la mirada.
—¿A qué te refieres?
—Hemos visto a varios de tus… «primos» en un laboratorio. No ha sido bonito.
LEOG suspiró. Bueno, hizo lo más parecido a suspirar que hace alguien sin pulmones.
—Entiendo que estamos en casa de alguien que no nos gusta. ¿Con qué objetivo?
El anciano levantó la mano con timidez.
—Creo que yo puedo responder a esa pregunta… —dijo con voz temblorosa, que se quitó de un carraspeo—. Soy el profesor Kellark Doldarun, catedrático en demonología de las Torres Flotantes de Arcánix. Estamos buscando un artefacto mágico capaz de guardar información, el Profesor Vademécum, que me fue confiscado hace un tiempo por el ministro de magia.
—Comprendo. Es un honor conocerle —saludó LEOG con todo frío—. ¿El objeto está en este lugar?
—Debería, sí —confirmó el capitán, con gesto serio. A LEOG le dio la sensación de que estaba nervioso, como si tuviera prisa por algo.
—Bien, ¿a dónde vamos?
—He ahí el quid de la cuestión, mi mecánico amigo —continuó el profesor—. Hemos encontrado un laboratorio de investigación en la planta baja, pero no había ni rastro de mi artefacto. En esta planta solo parecen estar los aposentos de los residentes…
—Entonces, tenemos que hacer poco ruido y subir rápidamente a la siguiente.
—No es tan sencillo —intervino Shamash—. Brigit quiere inspeccionar las habitaciones.
—¿Por qué?
—¡Por lo que podamos encontrar! —exclamó ella—. No sabemos qué pueden tener los becarios del ministro; uno podría estar estudiando el artefacto, o podrían tener oro, o algo con lo que defendernos.
—¿Defendernos de qué? —preguntó el forjado, posando sus ojos directamente en su ansioso capitán.
—Hay un supuesto guardia de seguridad —dijo Shamash—. Sabe que estamos aquí, pero en lugar de confrontarnos, se ha estado dedicando a mandarnos mensajes.
—Por ejemplo, matando al mayordomo.
—¿El guardia de seguridad ha matado al mayordomo?
—Es un Tarkanan infiltrado —explicó Shamash.
—Y creemos que un demonio —remató Sjach.
En ese momento, LEOG ya estaba visiblemente confuso.
—¿Quiénes son los Tarkanan, y qué relación tienen con demonios? No entiendo nada.
—Ya te lo explico yo —dijo Shamash.
El dracónido le habló de todos los eventos que habían acaecido desde su apresurada huida de Puerto Claro, así como de toda la información que habían descubierto y compartido.
—Volved a describirme estos rakshasa, o como se llamen, por favor —dijo LEOG finalmente, llevándose las manos a las sienes.
—Demonios con la forma de tigres antropomórficos —respondió Sham—, identificables porque el orden de sus dedos está invertido respecto al común.
—Comprendo.
LEOG se sentía de una forma en la que no recordaba haberse sentido antes, con emociones más fuertes de las habituales quemando su pecho por dentro. Empezó a darle vueltas al día en que, tras su adiestramiento en Congregación, había vuelto al campamento del clan Ugol, su tribu de adopción allá en Talenta. Recordaba su tienda carbonizada, y a su compañero y mejor amigo, Tenedor, hecho fosfatina en su interior. Recordaba a Sumak, entre lágrimas, contándole cómo unos encapuchados se habían infiltrado en el campamento por la noche, asesinado a los que estaban de guardia, y prendido fuego a la tienda. Recordaba a Sumak contar que no había visto sus caras, pero sí sus manos; destacaban, pues el orden de sus dedos estaba invertido.
Las lentes ópticas del forjado brillaban con fuerza, con un dorado tan agresivo que dolía en los ojos mirarlo fijamente.
—Pues vamos directos. Les llevaremos el combate a ellos.
—Aún no hemos decidido eso —dijo Brigit, sin percatarse, o eso parecía, del estado de su compañero.
—Ya has oído a Fin: tenemos que ser rápidos.
—Pues avanzad vosotros, que yo me quedo inspeccionando esto —dijo ella, dándose la vuelta y haciendo amago de caminar en la dirección contraria.
Para sorpresa de todos, LEOG la agarró del brazo, evitando que se fuera.
—Respeta a tu capitán —sentenció el forjado, con tono amenazante.
Consciente o inconscientemente, LEOG estaba transfigurando su mano libre, transformándola en unas afiladas garras, de cuyas puntas goteaba un fuerte ácido. Brigit se zafó y se puso frente a él, acercando su mano a la empuñadora de su cimitarra.
—Parad los dos —dijo Fin, con tono cortante. LEOG volvió en sí, y Brigit soltó el arma—. Vamos a hacer una cosa. Lo que dice Brigit puede ser cierto, y tengo algo de curiosidad por eso de hacerle ingeniería inversa a las Casas Marcadas. Dividámonos. Que cada uno inspeccione una sala lo más rápida y sigilosamente que pueda. Si no encuentra nada con una primera mirada, que no siga buscando. Nos reencontraremos aquí cuando terminemos.
—No suena muy prudente —comentó Shamash.
—Fdasyr está jugando con nosotros. No nos quiere muertos… aún. Así que armémonos bien, antes de que cambie de opinión.
Todo el mundo asintió en silencio, y sin necesidad de más indicaciones, cada uno se fue a una estancia diferente a investigar.
Nova estaba de acuerdo con Fin y LEOG en que no tenían tiempo que perder y, aunque entendía el entusiasmo que pudiese tener cualquiera por desvalijar al ministro de magia —especialmente si era un cretino, como parecía ser el caso—, optó por subir las escaleras e ir explorando la siguiente planta, en busca del orbe profesor. Sus instintos no parecían estar del todo equivocados, pues en cuanto subió se encontró con una pequeña puerta cerrada en una esquina, custodiada por una única armadura.
Y no porque fuera la única armadura custodiando la puerta, sino porque era la única armadura que Nova había visto en toda la torre.
«Si eso no es una armadura animada protegiendo los tesoros del ministros, no sé qué puede ser», pensó el cambiante.
Ni corto ni perezoso, procedió a desmantelar la trampa. Rebuscó entre su alforja buscando su flauta y, apuntando a la armadura con ella, tocó la breve melodía que le permitía anular efectos mágicos, con la esperanza de que dejara de estar animada. Para su sorpresa, la armadura no reaccionó al conjuro, pero en la puerta tras ella apareció momentáneamente un glifo brillante de color rojo: un óvalo horizontal con cuatro espinas, atravesado por una cruz. El signo —o eso creía recordar el bardo— de la escuela mágica de la evocación. Lejos de sentirse aliviado por haber, al menos, desarmado una trampa, el hecho de que no fuera lo que esperaba lo desanimó un poco. Después de todo, eso podía implicar que al otro lado de la puerta tampoco vería sus expectativas cumplidas.
Y en efecto, así fue.
En lugar del tesoro de lord Adal, se encontró con su despacho. Un escritorio empotrado en la pared, frente a la ventana, y lleno de papeles desordenados; una cómoda silla de madera, y poco más. En parte por curiosidad, y en parte por evitar la total decepción, rebuscó entre los papeles. La mayoría de ellos eran notas de investigación, y no entendía la mayoría de lo que ponía, a excepción de los títulos.
—Proyecto Gorgón, Proyecto Hidra, Proyecto Kraken, Proyecto Quimera…
—¡¿Qué estás haciendo aquí?! —preguntó una voz sobresaltada a su espalda.
Nova se giró y vio a un tipo larguirucho, vestido con poco más que un camisón color azul claro, apuntarle con una varita mientras las piernas le temblaban como flanes. La varita le daba la sensación de ser inestable. Soltaba electricidad estática sin mucho control y… ¿eso eran chispas verdes?
—Supongo que no eres el guardia de seguridad.
—¡Cállate! Aquí las preguntas las hago yo. ¿Has venido a robar el Proyecto Cocatriz?
Nova apoyó los papeles, se giró sobre si mismo para apoyarse en el borde de la mesa y, levantando las manos, arqueó una ceja.
—¿El Proyecto Cocatriz? ¿Dónde está eso?
—¡No te hagas el tonto! Eres un espía, ¿verdad? Lo tienes justo al lado de la mano.
Sin mover al cabeza, el cambiante dirigió su mirada al lugar donde estaba apoyada su mano, y vio una pluma estilográfica dorada, cuya punta parecía una piedra preciosa tallada, probablemente una esmeralda.
—Oh, qué elegante —dijo, tomándolo entre sus manos—. ¿Y qué dices que hace?
—¡No te lo diré! —respondió el otro—. Ahora, ¡dámelo!
—¡Está bien! Está bien. Madre mía, cuanta prisa.
Nova se acercó cuidadosamente al mago, con el bolígrafo entre sus manos, como si fuera a dárselo. No obstante, en el momento en que estuvo lo suficientemente cerca de él, le golpeó la muñeca con un rápido movimiento de su cola.
—¡No! —exclamó—. ¡El Proyecto Quimera!
Mientras su oponente estaba ocupado recitando los nombres en clave de todos los objetos que Nova tocaba, el cambiante cogió su arco con ambas manos y, dándole un golpe seco detrás de la coronilla, lo dejó inconsciente al momento. Devolviendo su arma a su espalda, se acercó a la varita y, mientras la recogía, dijo:
—Si todo el mundo aquí es igual de bocazas, esto va a ser fácil.
Clic. Otra cerradura más se abría ante las hábiles manos de Shamash. La estancia que se presentaba ante el dracónido era amplia y lujosamente decorada, con cama con dosel y todo. Había un enorme arcón a los pies de la cama, cerrado con un candado dorado y decorado con filigrana.
La habitación del ministro. Premio gordo.
Sin inspeccionar el entorno más de lo estrictamente necesario, Sham se dirigió directamente al fastuoso cofre. Con su radar entre manos, lo escudriñó en busca de lecturas mágicas, encontrando dos: un objeto pequeño en el interior, y un glifo protector en el exterior.
Habría que ir paso a paso.
Paso uno, analizar la trampa. La lectura del radar venía marcada por un color rosado, significando magia de encantamiento. Dicho de otro modo, magia que atacaría a su psique. Dicho de otro modo, era su día de suerte. Saltándose el segundo paso —desmontar la trampa—, se dispuso a forzar la cerradura del cofre. El glifo, por supuesto, se activó, y una sutil oleada de magia recorrió la mente del dracónido, tratando de obnubilar su voluntad y tomar el control de sus acciones. Aunque confiaba plenamente en las… peculiares defensas de su mente, esperaba que el conjuro fuese un poco más potente, proviniendo de un ministro de magia, pero el encantamiento puesto en el cofre estaba al nivel de un novato. Decepcionante.
Hecho todo lo necesario para abrir el cofre, solo quedaba el último paso: buscar el botín. La mayoría de lo que había dentro era dinero, abalorios, y otros objetos cuyo valor era meramente monetario. Cogió lo máximo que pudiese llevar en una alforja, hasta revelar la fuente de la lectura mágica. Esperaba que se tratase del orbe profesor, pero en su lugar se encontró con un anillo dorado de doble dedo, grabado con múltiples runas y glifos.
«Un anillo de almacenamiento de conjuros», pensó. «Veamos qué contiene».
LEOG descruzó las piernas y se puso en pie. Los Tejedores de Máscaras, los chamanes y guías espirituales de Talenta, le habían enseñado que todo lo que existe sobre la superficie de Eberron tiene un espíritu, y que era responsabilidad suya el guiar esos espíritus en su camino a hacerse uno con el Dragón Intermedio. Para ellos, los forjados no eran una excepción a esa norma.
Lamentablemente, parecía que para mucha gente sí.
Aprovechando la división, había descendido al primer piso, donde habían encontrado a sus iguales torturados y mancillados. Se veía que para el ministro de magia los forjados eran poco más que cosas.
«Vaya forma de despertarse», pensó.
Había aprovechado el rito funerario para calmar un poco sus nervios. Lo cierto era que ninguna de las noticias recibidas le habían gustado, pero al menos ahora tenía un propósito: sacarle al rakshasa toda la información sobre su pasado que tuviera. Y si era a golpes, mejor.
Recogió los tres objetos que estaban a sus pies: las caras extirpadas de sus tres hermanos. Hermanos… Qué término más curioso. Como forjado —y amnésico—, no tenía una noción de una familia en sentido estricto. Sí, estaba el clan allá en las llanuras, y la tripulación, pero no podía quitarse la sensación del pecho de que le faltaba algo, un lazo familiar más profundo que tuvo una vez, y que le había sido arrebatado.
El druida sacudió la cabeza para quitarse esas ideas. Por ahora, tenía que concentrarse en lo más importante. Tocaba cazar un tigre.
Brigit estaba de mal humor. Parecía que últimamente todo estaba avocado a salirle mal: sus «compañeros» siempre le llevaban la contraria, no encontraba nada de lo que necesitaba, ¡y al parecer Greta le llevaba guardando secretos toda su vida! Nada tenía sentido, y cada día que pasaba estaba más al borde de perder los nervios. Por eso, cuando abrió la habitación que había escogido ella para explorar, solo le pedía a su divinidad interior por una victoria, por pequeña que fuese.
Ruego que, aparentemente, se cumplió.
La habitación estaba completamente vacía. La cama estaba deshecha, así que, fuera quien fuera su ocupante original, no estaba en ese momento. Eso significaba una cosa: que tenía que encontrar algo de valor que llevarse de ahí antes de que volviera. Procurando no hacer ruido, empezó su búsqueda. Miró debajo de la cama, en el escritorio, en los cajones… Nada. Por supuesto, su intención —o su cabezonería, no había manera de saberlo— le decía que algo tenía que haber. Desenvainó su cimitarra y, con una oración corta, canalizó su poder hacia ella, haciéndola iluminarse como una antorcha. Brigit veía bien en la oscuridad sin ayuda, pero igual un poco de luz le revelaba algo que no hubiese visto.
Y eso fue exactamente lo que pasó.
Cansada de mirar por toda la habitación, llegó a ponerse de pie encima de la cama para escanear el techo con su espada-linterna. Fue entonces cuando se fijó en una tabla de madera del techo que estaba ligeramente mal colocada.
«Mierda», pensó. «No llego».
Su cabeza casi alcanzaba el techo sobre la cama, sí, pero para poder meter el brazo necesitaba que alguien la aupara. Por supuesto, era demasiado orgullosa para pedirle ayuda a alguno de sus compañeros después de la discusión, así que optó por la solución creativa. Tratando de no hacer ruido, se dirigió a la planta inferior, al sillón donde reposaba el cadáver de Vordell. Sacó el botiquín, unió la cabeza al cuerpo con un par de puntadas rápidas, le dedicó unos minutillos a rezarse a sí misma y… ¡voilà! Zombi nuevo, listo para la acción.
El problema de los muertos vivientes es que no eran el culmen del sigilo, pero se las arreglaron para volver a la habitación sin hacer demasiado ruido, subirse a hombros del otrora mayordomo y rebuscar por el entretecho. Sacó una cajita de madera, con un grabado que ponía «Proyecto Bestia Trémula».
«¿Tendrá algo que ver con Destello?», se preguntó la clériga, pero para su decepción, lo que había dentro era poco más que una baraja de cartas. Cada naipe parecía representar un monstruo o conjunto de ellos, pero no tenía muy claro si solo era un juego que no conociera, o había algo más interesante con ello.
Después de todo, parecía que sí tendría que preguntarle a Shamash.
—Entonces, ¿qué hace?
Sjach estaba sentado en el suelo de una de las habitaciones, con Mitne apoyado sobre sus piernas cruzadas. Junto a él había una joven facciones gráciles, largos cabellos rubios y ojos verdes. Se había cubierto el camisón de dormir con la toga del uniforme de Arcánix, y ocultaba la sección más despeinada de su cabellera con su correspondiente sombrero. Parecía estar confundida, pero no se había sorprendido con la intrusión del hombre lagarto y el dragón en su cuarto. Se había levantado, puesto el uniforme, y comenzado a hablar con él con la mirada perdida.
Casi, como si pensara que todo era un sueño.
—Es el Proyecto Mantícora, ingeniería mágica pensada para subvertir el monopolio sobre la seguridad de la Casa Kundarak —explicó ella, casi como si ensayase para una exposición—. Básicamente, es un espejo dentro del cual puedes meter cosas.
Sjach se puso de pie.
—Entonces… ¿Puedo meter cualquier cosa en el espejo? ¿Cómo? ¿Puedo meter la mano en el cristal?
Mientras preguntaba por curiosidad, Sjach tocó el objeto, pensando que lo atravesaría como algún tipo de líquido.
—¡No! ¡Espera! —exclamó ella, pareciendo de pronto más espabilada—. No es tan sencillo, lo que hace es atrapar…
Pero era demasiado tarde. Tan pronto como la garra del intendente hizo contacto con el vidrio, una tenue niebla lo envolvió, y cuando quiso darse cuenta, estaba dentro del espejo.
—Luz —le dijo a Mitne en dracónico, sin perder la compostura—. Creo que vas a tener que avisar al resto.
Fin había encontrado lo que buscaba. Se encontraba ante una puerta con un letrero que rezaba «laboratorio de investigación n.º 3: Proyecto Kraken». Si lo que buscaba el ministro era hacerle la competencia a las Casas Marcadas, entonces pensó que su familia también estaría en la lista. Y había dado en el clavo.
Un giro de muñeca y un par de ganzúas más tarde, ya estaba dentro del laboratorio. Lo que encontró lo dejó… extrañado. La estancia estaba dividida en dos mitades, una muy pequeña, que contenía una mesa con muchos botones y palancas, y una segunda que parecía ser una especie de cámara de aislamiento. Había una pantalla transparente que separaba una mitad de otra, pero ninguna puerta para cruzar al otro lado.
Por muy marcado que fuera, Fin no era ni mucho menos un experto en ingeniería arcana, así que hizo lo mejor que podía hacer: tocar todos los botones.
No tardaría en descubrir el propósito de la estancia.
Mientras cacharreaba aquí y allá con la mesa de comandos, vio que el clima empezó a cambiar dentro de la cámara. Primero empezó a llover, luego a nevar, y luego se formó una pequeña nube eléctrica. Hasta ahí, era interesante, pero nada fuera de lo normal.
«Tiene que haber algo más…»
Fin había crecido en Ventormenta que, aunque fuera territorio de la Casa Lyrandar, seguía significando que era aundarino. Y, por lo que sabía de las cabezas pensantes del gobierno de su nación, no eran muy entusiastas con respecto al Tratado de El Valido, el armisticio, y todo lo demás.
Dicho de otro modo, estaba seguro de que lo que estuvieran haciendo allí tenía fines bélicos.
Y Fin no tardaría en descubrir cuáles.
Toqueteando un par de botones más, vio como la nube de tormenta empezaba a mutar, a hacerse más pequeña y cambiar de forma. Al principio parecía una estrella, pero luego se dio cuenta: tenía dos brazos, dos piernas, una cabeza…
Solo había una conclusión.
«Elementales artificiales», se dijo a sí mismo. «¿Qué querrán hacer con ellos exactamente?»
Antes de que le diera tiempo a investigar más, una alarma empezó a sonar en la mesa de comandos, marcando que «la energía en la cámara de contención se estaba desestabilizando».
—Bueno, hasta aquí llegamos —dijo en voz alta—. Mejor lo destruyo antes de que pase algo.
Y, concentrando todas su energía en su Marca de la Tormenta, Fin levantó la pierna izquierda y la dejó caer con todo su peso y fuerza sobre el tablero.
—Profe, ¿por qué?
El grupo —consistente en ese momento en Fin, Nova, Sham, Mitne, Brigit y LEOG— miraba sorprendido al profesor Doldarun, que había aparecido en el lugar de reunión con lo que, a todas luces, era una persona secuestrada. Era una muchacha de cabello negro azulado, con gafas redondas. Estaba completamente vestida con ropa de día, y estaba sentada en una silla de ruedas, empujada por el enano.
Estaba completamente dormida.
—Tiene una explicación, amigos míos —se excusó rápidamente el anciano—. Veréis, opté por adentrarme en uno de los cuartos a los que vosotros no habíais ido, para ayudar con la inspección. En lugar de un objeto mágico, me encontré a esta muchacha, profundamente dormida. Intenté despertarla, pero aunque lo conseguía, apenas aguantaba unos segundos antes de volver a caer rendida. Despertó mi curiosidad; pensé que podía tratarse de algún tipo de letargo inducido mágicamente.
Ante eso, Mitne reaccionó, diciendo algo que nadie, salvo Shamash, entendió.
—Mitne dice que Sjach y él también conocieron a una chica que parecía adormilada, aunque menos que esta —tradujo Sham.
—Bueno, por lo que se ve, Nova también —dijo Fin, señalando al tipo inconsciente que el cambiante había traído a rastras.
—Y Brigit tampoco ha perdido el tiempo —añadió LEOG, referenciando al cadáver animado de Vordell, que aún la acompañaba.
—Ciertamente, no entiendo porque fui el único aludido —dijo Doldarun.
—Falta de costumbre, supongo —dijo Fin—. Por cierto, Mitne, ¿dónde está Sjach?
En el momento en que Sham tradujo la pregunta, el dragoncito pareció darse cuenta de algo y comenzó a hacer ruidos ansiosamente.
—Al parecer, Sjach está en problemas —concluyó el artífice.
—Pareciera que la magia aletargante también ha afectado a nuestro amigo —dijo el profesor, observando con detenimiento a un Sjach que se había quedado dormido dentro del espejo.
—No, él es así todo el rato —aclaró Nova—. A todo esto, ¿no dijo Mitne que aquí había una chica?
El dragón azul miraba a todos lados, como buscando algo que no estaba ahí.
—Dice que ha desaparecido —dijo Shamash—. Lo cual es un problema, porque no sabemos cómo sacar a Sjach del espejo.
—Seguramente, yo pueda hacer algo —dijo el profesor—. Dejadme ver…
Tras eso, el enano tomó un pergamino, una pluma, y empezó a hacer cálculos uno tras otro.
—Menos mal que lo trajisteis —dijo LEOG.
—Don Shamash, ¿cree que podrá ejecutar esta fórmula? Me temo que mis habilidades prácticas no son lo suficientemente refinadas para ello.
El dracónido ojeó el pergamino por encima del hombro del enano.
—Debería ser posible —dijo—. Déjame ver que tenga las herramientas adecuadas. Nova, voy a necesitar que lo encantes tú para que deshaga la magia.
Y, manipulando la forma de su esfera, Shamash dio con una forma intrincada, similar a una especie de prisma del que salía un pequeño brazo mecánico. Poniéndole el anillo mágico que había encontrado, lo puso frente a Nova que, encantándolo con una breve melodía de su flauta, pareció completar la combinación. Segundos más tardes, el brazo mecánico estaba sacando a Sjach fuera del espejo... y metiendo al tipo que había asaltado a Nova.
—Así me gusta, trabajo en equipo —dijo Fin, mientras LEOG zarandeaba al hombre lagarto para despertarlo—. Dicho esto, ¿habéis encontrado el artefacto?
—No —respondió Sham—. Al menos, no el que buscamos. Parece que tendremos que explorar la última planta.
—Pues tendremos que prepararnos —respondió el capitán—. Si solo queda una planta, por descarte, nuestros enemigos nos esperan en ella.
El dracónido asintió con la cabeza y, acto seguido, cerró la puerta de la estancia en la que se encontraban, cubriéndola con una especie de hilo plateado.
—Un conjuro de alarma… —lo identificó el profesor—. Muy inteligente.
—Escuchad, si habéis encontrado cualquier cosa que os pueda ser útil para el enfrentamiento que, seguramente, tenemos por llegar, es el momento para que os familiaricéis con ella. Vamos a descansar unos minutos, recuperar nuestras fuerzas, y luego subir. No saldremos de aquí hasta que tengamos el orbe y, preferentemente, la cabeza de un tigre.
El resto de la tripulación —menos Sjach, que seguía medio adormilado— asintió tácitamente, y comenzaron a hacer sus preparativos.
—¿Puerta o azotea? —preguntó Shamash.
—Primero puerta —dijo Fin.
La cerradura estaba cerrada, pero eso era apenas un trámite para ellos. Al atravesarla, dieron con un almacén lleno de cachivaches de todo tipo.
—¡Profesor Vademécum! ¡Ahí está! —exclamó Doldarun al ver su artefacto en una de las estanterías.
El enano se acercó a una esfera metálica, con esquejes insertos en numerosos espacios de su superficie. En cuanto estuvo suficientemente cerca, algunos de ellos brillaron, conjurando una mano espectral de color rojo, que sujetó la esfera en el aire.
—Veo que ha vuelto a recogerme, profesor —dijo una voz mecanizada y aséptica, proveniente del orbe—. ¿Significa eso que el ministro ha cedido mi custodia?
—No exactamente, Vademécum —dijo Doldarun, atusándose el bigote—. Pero necesitábamos recogerte con urgencia: es cuestión de vida o muerte.
—Entonces, comprendo que no hay tiempo para presentaciones banales. Lléveme con usted a donde considere necesario, luego hablaremos.
Y dicho eso, la esfera se apagó, dejándose caer en las manos de su propietario.
—¡Gracias, amigos! —exclamó el profesor—. Vayámonos de aquí.
—No lo creo —dijo Brigit. Estaba dando toquecitos al aire con su puño, provocando unas leves ondas casi imperceptibles—. Parece que hay un muro de energía que nos impide bajar. Estamos atrapados arriba.
—¿En qué momento lo han puesto? —preguntó Sjach.
—¿Es posible que nos hayan dormido en algún punto sin que nos demos cuenta?
—No lo creo —intervino LEOG—. No estoy programado para poder dormir.
—¿Invisibilidad, entonces? —sugirió Nova.
—Es una posibilidad —confirmó Shamash.
—Eso es irrelevante ahora —les interrumpió Fin—. La cosa es que nos deja con una sola opción. A menos que puedas deshacerlo, Nova
—No, es magia por encima de mi nivel, creo…
—Entonces, subimos, creo que nos esperan en la azotea.
Estando preparados para el combate, y sabiendo lo que hacían sus nuevos descubrimientos, el grupo no parecía tener mucho miedo respecto al enfrentamiento que tenían por delante. Mientras subían las escaleras, Brigit fue lanzando las cartas por toda la azotea, invocando ilusiones de diversas criaturas: una erinia, un grupo de bandidos, etcétera. Nova llevaba su varita enfundada en el cinturón, y Shamash se había puesto el anillo del ministro de magia. Estaban listos para enfrentarse a un demonio.
Pero el que les esperaba no era Fdasyr.
Un hombre con armadura media, sombrero de ala ancha y gabardina de cuero les esperaba, acompañado de unos seis matones. A diferencia de cuando se lo habían encontrado en la taberna, no ocultaba su rostro con su sombrero, y la marca aberrante que decoraba la mitad superior de su rostro refulgía feroz. Llevaba una espada, similar a un machete gigante, en una mano, y una pistola en la otra. El arma era una pistola de mecha sin mecha. En su lugar, en el dorso tenía grabada una runa extrañamente idéntica a la marca de su cara.
—Vaya, esperábamos a la flor, no al capullo.
El pistolero de la Casa Tarkanan sonrió con autosuficiencia ante el comentario de Fin.
—Pues lo siguiente no os defraudará.
Y, con un chasquido de dedos del pistolero, cuatro figuras aparecieron detrás de ellos.
