Pasé los próximos tres años intentando conocer a ese tal Camilo Madrigal. Encerrado en mi habitación practiqué muchas cosas, por ejemplo, actuación. Me fue sencillo pues toda mi vida desde mis cinco me dediqué a interpretar muchos papeles en el Encanto de Colombia, desde niños traviesos, madres gruñonas, mirreyes galantes e incluso miembros de mi familia.
Mi papel más exitoso fue Dolores, mi hermana mayor, pues ella literalmente casi no decía nada. Miraba a todos con sus enormes ojos avellanos sin que se le resbalara una palabra. Era fácil ignorar a Dolores, cosa que me hizo sentir algo de empatía por mi hermana. Teníamos mucho en común, hablé con ella un par de veces y me explicó que sentía que en Encanto desperdiciaba su don, igual que yo, como si un día fuéramos a desaparecer y nadie nos necesitaría. Incluso llegó a dudar de su amor por Mariano, diciendo que tal vez no lo quería, que tal vez solo se sentía sola. Hablando más íntimamente, le daba miedo terminar como la tía Julieta; con un magnífico don, pero limitarse a servir a su familia.
Otro de los intentos que tomé por conocerme mejor fue descubrir qué me gustaba hacer. Así que decidí intentar con música, cierto era que a la familia Madrigal le encantaba hacer música, quise aprender a tocar algo, por ejemplo el acordeón, pues era alegre y se veía bonito, pero... no es lo mío. Me aburrí. Después pensé en algo más pequeño, así que decidí usar la guacharaca, pero la verdad es demasiado pequeña a mi gusto. Cambié de parecer. Entonces pensé en algo más compuesto; la bandola, se veía mejor, pero no me gustó imaginar que me saldrían cayos en las yemas de los dedos. Y así decidí darme por vencido, pero di un último voto de fé y probé el bombo. Ese sí me agradó, y de hecho sí aprendí a tocarlo, pero no era algo que me gustara de verdad, solo algo en lo que era bueno. Quizá algunos me entiendan.
Después de probar suerte con la música pensé, que tal vez, mi destino era ser un gran estudioso, un erudito, una clase de genio de la familia. Así que estudié, mucho, demasiado, de muchos temas. Solo después descubrí que odiaba estudiar y no lo hice más.
Entonces, si no podía ser un genio, tal vez podría ser un artista, y ahí fui a por un round más; comencé con el dibujo pero es muy difícil, quizás porque me rehusé a estudiar anatomía, quien sabe. Probé con acuarelas pero se me corrieron. Entonces pasteles, pinturas, arcilla, plastilina, murales —las paredes de mi habitación—, óleo, pero nada saciaba la sed de este artista incomprendido. ¿Incomprendido por quién? ¡El arte mismo no me comprende!
O puede que tal vez sea muy dramático. No lo sé.
Y así se fueron tres años en busca de mi mismo, cazando, tentando, acechando mi propia esencia. Dejé carnadas para ella, tendí trampas, traté de descifrar sus señales, la llamé e invoqué, pero no obtuve nada. Camilo Madrigal no estaba por ninguna parte. Ya me hallé algo cansado, a decir verdad, alguna vez alguien más dramático que yo dijo:"Ser, o no ser, esa es la cuestión."Pero amigo mío, creo yo que la verdadera cuestión está cuando quieres ser, pero no puedes. Mi voluntad de ser está aquí, ya tomé mi decisión, pero dónde puedo comenzar si la brújula que traigo está descompuesta. Alguna vez mientras me pregunté esto, lancé mi poncho a mi escritorio, y se cayó una capa que cubría un enorme libro de filosofía que dejé abandonado por mucho tiempo. El estrafalario título de"Yo solo sé que no sé nada"llamó mi atención, pero solo negué con la cabeza.
—Cuando esté más desesperado, viejo —le dije a la cabeza de Sócrates que copaba la portada, como si ésta entendiera mi rechazo a la oferta imaginaria que recibí de su parte.
De ese modo, a mis dieciocho años me convertí en un joven frustrado que vivía enojado consigo mismo, alguien a quien no conocía.
Dolores y yo conversamos mucho durante esos tres años, ella animándome a seguir buscando mi verdadero yo, alentando y comentando cosas que pudieran servir. Mientras tanto me convertí en su baúl a quien le contaba todo. No era como la abuela o nuestra madre, a mi no me contaba chismes, me contaba secretos, sus temores, sus deseos incluso. Nos volvimos muy cercanos, cuidando de no excluir a Toñito porque está chiquito y hay que cuidarlo. Pero era muy evidente que la relación con mi hermana mayor se volvía íntima, se sustentaba de confianza, una muy plena. Era gratificante que ella viniera a verme para confesar sus penas, y también, me sentía muy cómodo de que me recibiera en su habitación y escuchara mis pesimistas ideas. Sentí que podía confiarle lo que fuera. Era una relación tan hermosa, que estaba seguro, jamás volvería a tener. Dos ovejas negras excluidas, distanciadas del rebaño, siguiendo a los demás desde la distancia, juntos.
