La última vez que nos vimos él y yo teníamos veinte y dieciocho años respectivamente. Yo fui un completo inmaduro, me porté muy mal con él; fui sarcástico, antipático, cortante, distante y frío. No es que hubiera estado obligado a ser su amigo, pero si mi actitud hubiera sido más madura, probablemente no me hubiera sentido tan incómodo cuando nos volvimos a ver. ¿Con qué cara le vería?
El primer día de trabajo con mi nuevo equipo llegué temprano. Antes que la mayoría, pero después que Santiago. Recuerdo entrar a nuestra área designada, y él me miró, como si le hubiera interrumpido. Saludé de acuerdo a la hora, y él correspondió con un hola. Después, hubieron unos segundos incómodos de silencio entre los dos.
—¿Eres Camilo, verdad? —dijo en un tono asertivo, elevando el índice y achicando los ojos al tratar de recordar mi rostro. Le confirmé asistiendo con la cabeza—. ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¿Te acuerdas de mí?
—Sí, de hecho sí. Fuimos juntos a la militar.
De ese modo rompimos el hielo que quizás ambos advertimos entre nosotros. Tuvimos una charla común y vaga. Él sabía perfectamente quien era yo, y quién era mi tío, pero no me pidió que le mostrara como funcionaba mi don. Tan solo quería saber más sobre mi, como si pudiéramos formar una clase de relación interpersonal.
Con el tiempo nuestra relación de camaradería se volvió un poco mas íntima, nos hicimos amigos. Quizás porque le llegué a admirar, era un hombre verdaderamente responsable y protector. Era muy dedicado, siempre se esforzó mucho en todo lo que hacía y era bastante diligente. Aunque me enojaba un poco que se exigiera demasiado. Siempre llegaba trasnochado al trabajo, además de que descuidaba constantemente su alimentación. Era un adicto al trabajo en todo sentido de la palabra. De eso habíamos estado hablando José y yo, él era el mejor amigo de Santiago, se habían graduado juntos y tenían la misma edad.
José decía que Santiago siempre había sido muy matadito. En la escuela estudiaba mucho, no por nada había tenido excelentes calificaciones pero a costa de mucho. Además de eso, su fuerza de voluntad era rocambolesca. Tenía una convicción inquebrantable, y era muy firme en todo lo que hacía, en dónde actuara. Su palabra valía oro. Él valía oro... solo que jamás se lo diría directamente.
Sin darme cuenta comencé a preocuparme un poco por él, recuerdo muchas veces dónde le obligué a ir al doctor por una supuesta gripa, que en realidad era una infección o algo así. Muchas veces le llevé algo de comida, pues bien sabía yo que por cumplir con su trabajo se malpasaría. Muchas veces también fui a su casa a beber un poco, pero solo quería que se quedara dormido, pues podía ver su cara de sueño.
Santiago tenía muchas cosas que me parecían extrañas. Hablaba dormido, por ejemplo. Aunque en realidad, más que hablar, se quejaba mucho. Parecía que tenía pesadillas o así, pero siempre se calmaba si le tocaba la cabeza. Era extraño. También le gustaban mucho los autos, sabía mucho al respecto, incluso tenía algunos juguetes de auto antiguos como decoración en su casa. Se veía bien. Tampoco entendería por qué, en todas partes de su casa, habían plumas y lápices. Además, no le gustaban los dulces. ¿Qué clase de persona era esa?
Bueno, dejando de hablar un poco sobre la extraña amistad que teníamos, creo que de a poco me empecé a enamorar de él. No sé bien por qué, no sé bien cuando. No tengo idea de en qué momento fue que bajé la guardia y le fallé a mi palabra de no enamorarme de ningún hombre, pero pasó. Era casi como despertar de un sueño, no te percatas de que estás dormido hasta que despiertas, y tratas de recordar cómo fue que acabó, como fue que empezó, reúnes algunos pedazos, algunos fragmentos pero el rompecabezas no está completo aún. Sin embargo, lo único que tienes de la imagen completa, es ese sentimiento que te acompaña, que se hospeda en tu alma y en tu ser, que se cuela en tus pensamientos y se ancla a tu piel. Todo lo que te queda es esa indescriptible sensación cálida y tibia que no deja de inundarte, y sin saber si algún día serás capaz de escapar de ella, dejas que te llene, que te bañe, que te purifique.
Así se siente enamorarse por primera vez. Es una interminable montaña rusa que siempre te lleva a los extremos; te hace extremadamente feliz, o extremadamente triste. Te hace extremadamente afortunado, y te vuelve extremadamente celoso. Puede darte el mundo entero en un segundo, o puede arrebatartelo en un instante.
La primer vez que estuve a punto de perder mi mundo, estábamos en problemas. La misión a la que acudimos falló. Nos descubrieron. Esos lunáticos planeaban demoler el edificio en el que estábamos aún si tenían miembros de su equipo allí. En medio de la explosión, Santiago terminó con una pierna rota. No podía moverse.
—Vete sin mi... —me dijo cuando nos hubimos dado por vencidos. Su pierna no iba a reaccionar.
—¡No te voy a dejar aquí! —repliqué, pasmado, sin poder creer lo que me estaba pidiendo.
—Vete, Camilo, es una orden...
—¡No! De todas tus órdenes esta es la más estúpida. ¡No te voy a dejar!
—Camilo...
Pude ver cómo sus ojos se cerraron al decir eso. Lo llamé repetidas veces pero no respondía. Ahora sé que se había desmayado por el dolor, pero en su momento creí que estaba muerto, y sentí que quería irme de allí con él. Sentí una desesperación insufrible, jamás le desearía a nadie que pasara por algo así. Era como si me estuviera quemando, como si mi piel se desintegrara, pero también, nació en mí una nueva fuerza de voluntad desde las profundidades de mi pecho. Usé mi mutación y me convertí en Santiago, para poder cargar al auténtico sobre mis hombros y sacarlo de allí.
Los refuerzos habían llegado, era el tío Bruno que, usando su visión, nos encontró y llevó con él al equipo médico. Me dijo, que cuando miró a los dos Santiago salir de allí, sintió que se quebraba, porque sabía que uno de ellos era yo. Sin embargo todo fue mejor cuando volví a la normalidad. Me abrazó, de una forma en que jamás me había abrazado, y correspondí. Agradeció a Dios que estaba bien, y luego de una breve charla rescatamos a los heridos de los escombros.
Al día siguiente Santiago despertó. No sabía si ir a visitarle, no sé por qué. Tenía miedo, pero gracias al resto de mi equipo me animé a ir con ellos. Al principio, José y los demás hablaron con él, preguntando cómo estaba. Yo permanecí en el fondo de la habitación, viendo desde la puerta como le informaban lo que sucedió. Pero cuando le dijeron que lo saqué de allí sobre mis hombros, él me miró con una expresión indescriptible, como si fuera la primera vez que nuestros ojos se encontraban. Me sentí nervioso, helado, no sabía qué decir.
—Tú me salvaste...
—No, yo... —me aclaré la garganta—. Eh... No exactamente.
—Lo hiciste... Camilo, te debo mi vida.
Fue en ese momento en que supe que él tenía la mía en sus manos. Definitivamente, me hacía ser mejor persona. Por supuesto que me enamoré de él.
