Milo tomó aire, se metió en la ducha y comenzó a enjabonarse. Aún no daba crédito a la confesión del Cisne. ¿Cómo podía tener veintisiete años y continuar siendo virgen? Lo más plausible era que Camus, en constante lucha interior con su propia sexualidad, le hubiera destrozado la autoestima a Hyoga. Lo creía capaz, máxime cuando le pidió al propio Milo que lo presionara para que desertara y a no batirse con él como caballero. En el campo de batalla, Hyoga podría ser un caballero poderoso, pero su mente era tan frágil que el griego lograba desestabilizarlo y dejarlo a su merced con relativa facilidad.
Obligarlo a jurar un voto en el que el propio Camus tampoco creía le parecía una barbaridad.
Se desenredó la melena y dejó que el agua se llevara los restos de jabón. Si el francés había obligado a Hyoga a jurar los votos, Milo no dudaría en encaminarse al templo circular y orinar en la mitad del pasillo. Así demostraría lo de acuerdo que estaba en mantener una costumbre tan arcaica como obtusa.
Se secó con cuidado, aplicando ungüentos en sus piernas y brazos que le ayudaban a mantener sus músculos tonificados. Cuando estiró la mano para atrapar la túnica, se dio cuenta de que toda su ropa estaba en su dormitorio. Suspiró hastiado, se ató una toalla a la cintura y salió descalzo del cuarto de baño, gruñendo por verse obligado a cubrirse, cuando jamás había sentido vergüenza de su cuerpo.
"Y Camus tampoco la tenía. No sé de dónde sales tú, muchachito".
—Necesito entrar, Hyoga. Esta situación raya lo absurdo —trató de razonar, sintiéndose completamente estúpido—. ¡Me siento forastero en mi propio templo!
—Pa… sa.
Milo abrió la puerta despacio. Hyoga estaba sentado en la cama, con el rostro desencajado y lleno de lágrimas. Parecía más pequeño de lo que era dentro de aquella túnica enorme.
—¿Qué…?
Hyoga se agarraba el pecho con fuerza, y sus ojos, tan azules como el color de la jodida estepa siberiana, brillaban febriles.
—¿Hyoga? —Milo sintió cómo se le disparaban todas las alarmas—. ¿Estás sangrando otra vez?
El Cisne lo miró con tal intensidad que Milo se sintió más desnudo de lo que ya estaba.
"Calma, Milo".
—¡Por las trenzas de Clearco, Hyoga! —gritó al colocar las manos sobre los hombros del ruso—. ¿Cómo ha…?
El joven apartó la mano temblorosa del pecho. Una gran mancha de sangre teñía el azul de la túnica de Milo. El griego se quedó atónito, incapaz de moverse. Sin embargo, se obligó a tomar la iniciativa; el ruso estaba en su Casa, bajo sus emblemas y Milo le había ofrecido comida y bebida, respetando las leyes de la hospitalidad griega. Debía cuidar de él, al menos hasta que averiguara qué estaba pasando. El Escorpión obligó a Hyoga a tumbarse, pero cuando iba a examinar la herida, el Cisne lo detuvo, presa de una gran agitación.
—¡Cúrame, por favor!
Milo alzó las cejas. ¿Curarle? El que hubiera sobrevivido a Antares ya era un milagro en sí mismo.
—No estás enfermo, Hyoga. Ya puedes soltarme. No voy a ir a ningún lado.
Hyoga apartó la mano y se encogió como una doncella vergonzosa al ver la marca que había dejado en la piel del griego. Milo tomó aire, arrepintiéndose al instante de haberle dicho semejante estupidez, puesto que sí tenía intenciones de irse lo más lejos posible de aquel foco de problemas. Sin embargo, el ruso estaba bajo sus emblemas, y cualquier cosa que le sucediera en su Casa era asunto suyo.
"Puto Acuario".
Tomó gasas y esparadrapo, le retiró la tela manchada del pecho y se dedicó a limpiar la sangre. Acarició la piel apergaminada de la herida y la estudió con detenimiento.
—¿Cuándo empezó? —preguntó, mientras vertía una gota de su propia sangre en la herida abierta—. En la ducha parecía cerrada.
—Yo… yo estaba… estaba bien —tartamudeó—, hasta que…
Milo asintió con la cabeza. Las puntas del pelo goteaban sobre la toalla, distrayéndolo. Se estiró, rebuscó en su mesita de noche y entre los condones y el lubricante, sacó un coletero que utilizó para recogerse la melena en un casto moño.
Hyoga no dejó de mirarle ni un solo instante.
"Me pones nervioso cuando me miras así, niño".
—Tengo varias ideas al respecto —le colocó un apósito y apretó, centrándose en lo que tenía ante sí—. Pero necesito más datos para elaborar una teoría. Puedo hablar con Aristarco, el sanador, a ver si él…
Hyoga agachó la cabeza, apesadumbrado.
—Tú eres el que inocula el veneno, ¿no es así? —tosió de nuevo hasta quedarse sin aire—. Pues ese veneno tendrá un antídoto, o algo parecido —jadeó—. ¡Necesito la cura!
Su desasosiego era palpable. Tenía el rostro sonrojado, y el pecho desnudo hacía que la cruz subiera y bajara a gran velocidad. Milo colocó sus dedos en la yugular de Hyoga para comprobar su pulso. El Cisne hizo ademán de apartarse, pero se quedó quieto.
—Estás sufriendo una taquicardia —le dijo Milo lo más calmado que pudo—. Si no quieres llenarme la cama de sangre, te sugiero que te relajes.
El Cisne cerró los ojos y se concentró en controlar su respiración. Milo sintió el deseo irrefrenable de estrecharlo contra su cuerpo y calmarlo a base de caricias y besos. Toda su piel se le antojaba suave y cálida, y el muy cabrón tenía una boca que…
"No sigas por ese camino, Escorpio. Ya sabes lo que es vomitar las entrañas cuando te follas a un Acuario".
—¿Sangrabas en Siberia? —preguntó.
Hyoga abrió los ojos, completamente exhausto. Negó con la cabeza.
—Eso era porque no estabas cerca de otro foco de veneno. Pero al estar en Escorpio, la impronta del templo, de la armadura y mi presencia hacen que tu cuerpo no soporte más toxinas y la única forma de purgar ese exceso es abriendo los impactos de la Aguja.
—¿Y qué voy a hacer? —gritó el ruso desesperado—. ¡Viviré a dos Casas de ti!
—Necesito saber algunas cosas —le interrogó Milo, intentando mantener la calma por los dos—. ¿Has notado algún otro efecto secundario? ¿Sed? ¿Pesadillas?
—No.
—¿Angustia? ¿Ansiedad? ¿Deseo? —estiró la mano y comprobó la textura de la cicatriz, que de nuevo se había cerrado. La cara de Hyoga comenzó a palidecer.
—No.
—¿Dependencia? —continuó Milo.
—No —gruñó el ruso.
—¿Estás seguro? —lo encaró.
—¡Pues claro que estoy seguro!
Milo suspiró, apretó el apósito y volvió a escanear la región adyacente a la herida con sus poderes caloríficos. A través de ellos vio cómo la piel del joven se ruborizaba al contacto, similar a las ondas en un estanque cuando se arroja una piedra al agua.
—Mientes —finalizó.
—¿Por qué dices eso?
—Me necesitas —contestó categórico—. Tu cosmos reacciona cuando ves mi desnudez bajo mi túnica, tu piel se ruboriza cuando la acaricio, y aunque pueda parecer que estás preparándote para practicar sexo, no es así. No es sólo atracción física.
Hyoga actuó como impulsado por un resorte. Le dio un manotazo en la muñeca y se retrajo, separándose de él.
—¡Estás equivocado! ¡Maldita sea!
—¡No me jodas, niño! —lanzó una carcajada amarga, dispuesto a arrancarle la máscara del Acuario Perfecto y pisotearla sin compasión— . ¡He tocado más culos de los que te imaginas y conozco sus reacciones! —le increpó—. La mente es un poderoso afrodisíaco —siseó—, siempre y cuando…
Hyoga lo miró con el horror tatuado en sus ojos.
—Siempre y cuando sea ansia de sexo y no amor lo que albergas en tu interior.
