N/a: ¡Hola! Esta historia nació ahora que estaba pasando el día en el aeropuerto. Tenía planeado que fuera sólo un drabble, pero terminó siendo más bien un One-Shot; es difícil pararme los dedos y más ahora que estoy volviendo a escribir fanfics para reconectar con la escritura que llevo a cabo en mi… ¿doble vida? (Sí, estoy planeando subir otra vez mis fanfics, y también publicar algunos nuevos; quienes ya me conozcan saben que revivo cada Guerra Santa). En fin. Como aclaración, aquí manejaré de canónico el final de Saint Seiya Next Dimension, así como tomo a consideración como vida pasada los sucesos ocurridos en The Lost Canvas. ¡Espero y les guste!

Disclaimer: Ni Saint Seiya ni los personajes creados por Masami Kurumada en la mencionada serie me pertenecen. Por lo cual, el escrito que aquí se presenta fue hecho con intención de mero entretenimiento y ninguna remuneración económica.


SÓLO POR ESTA VIDA

Por Crista Ivanonv

Los tiempos de paz que llegaban después de una Guerra Santa eran considerados, por todos los habitantes del Santuario de Atenea, como un auténtico milagro. Por lo tanto, el sobrevivir a semejante carnicería daba pie a que al menos los primeros días post-guerra estuviesen llenos de euforia y de celebración por saber que las cruentas batallas se habían terminado.

Al menos, por los siguientes doscientos años.

Pero después… después de que aquella alegría quedase sofocada para dar paso al luto, instalándose con ceremonias fúnebres y celebraciones propias del mediterráneo, la vida agitada que se respiraba en el Santuario se apaciguaba de una forma que a ojos ajenos podría considerarse como anormal.

Los constantes gritos y luchas encarnizadas en el coliseo, de un momento a otro, cesaban. Los duros entrenamientos, como quien suelta una pesa después de una sesión de ejercicio, se terminaban de golpe para dar paso a un mutismo casi absoluto. Y el silencio que gobernaba las doce casas desde hacía más de un año había dado pie a que los habitantes de Rodorio, el pueblo a las faldas del Santuario, creyeran que todos los santos dorados habían finalmente perdido la vida en la guerra contra el Señor del Inframundo.

Cosa que, hasta cierto punto, había sido verdad. Sólo que no se habían quedado muertos.

Atenea, a costa del sacrificio de su propia divinidad, no sólo había protegido a la tierra, sino que la grandeza de ese amor había devuelto la vida a los santos dorados que habían perecido en el muro de los lamentos. Pero, a diferencia de ella y sus soldados de bronce, estos guerreros no habían perdido sus recuerdos, ni sus identidades, en señal de que quizá… quizá todavía necesitaban transmitir un legado. En que tal vez los dioses del Olimpo no habían sido tan generosos como Atenea creyó y que, en el futuro, ella iba a tener que recuperar su divinidad para enfrentarse a nuevas guerras, quizá completamente diferentes a las que llevaban siglos acostumbrados…

Pero de momento, la paz era lo único certero en el Santuario. Y, por lo tanto, el antiguo Patriarca Shion había retomado el mandato, tal como habría querido su diosa.

A sabiendas de que su resurrección, junto con la de la orden dorada, no era un simple favor del Olimpo, había decidido continuar transmitiendo el legado de Atenea aunque ella ya no estuviese presente. Los entrenamientos en el recinto continuarían. Las armaduras se heredarían de caballero en caballero según la tradición, pero, pero… no ahora.

Meses atrás, Shion, asistido por su inseparable Dohko de Libra, anunció a toda la orden que por un tiempo, el Santuario entraría en recesión y que la búsqueda de nuevos caballeros quedaría pausada hasta que hubiese señales de una nueva amenaza. Todo con tal de disfrutar, aunque fuese por un puñado de años, la nueva vida que se les había permitido recuperar.

La decisión fue recibida con opiniones mixtas. Numerosos caballeros de plata y bronce no estaban de acuerdo con esa decisión, argumentando que tenían que estar preparados siempre para cualquier adversidad. Pero, curiosamente, la decisión de ceder ese tiempo de vida incierto a sí mismos fue respaldada por absolutamente toda la orden de caballeros dorados, y semejante despliegue de autoridad ayudó a convencer al resto de santos de acatar las órdenes de Shion.

Finalmente, el Patriarca dio una instrucción final: tenían hasta la primavera para decidir qué hacer en el tiempo venidero. Podían quedarse en el Santuario si querían. O podían irse, tener vidas ordinarias en la tierra y no volver nunca al recinto, podían…

¿Qué hacer? ¿Qué hacer con sus vidas si nunca habían sido otra cosa que santos de Atenea? ¿Cómo manejar los cambios repentinos de un destino que parecía haber sido escogido tan premeditadamente para ellos?

Curiosamente, había caballeros que lo tenían muy claro.

Angelo y Afrodita, por ejemplo. Ellos, al escuchar semejante orden, no habían tardado ni medio día en empacar sus cosas e irse del Santuario, posiblemente para siempre. Saga y Aioros, en cambio, desde el primer instante habían decidido jamás poner un pie fuera de Grecia y, como dos fieles sacerdotes, permanecerían siempre cerca de la enorme estatua de Atenea para rendirle culto y esperar a su regreso al lado de Shion y Dohko; el primero sabía perfectamente que por su cargo no podía abandonar nunca su sitio en el recinto, y el caballero de Libra tenía bastante claro que su lugar iba a ser siempre al lado del Patriarca.

Irse. Quedarse. Empezar de cero. Continuar…

—Complejo, ¿verdad? Pero parece ser que tú ya lo has decidido también.

Shaka de Virgo levantó la cabeza, no ante las palabras que acababa de susurrar para sí mismo, sino al escuchar unos pasos metálicos resonar contra el suelo de su sala.

—Bueno, querido amigo, ¡finalmente ha llegado el día!

La estridente voz de Aioria de Leo irrumpiendo el sagrado silencio de su recinto le hizo sonreír.

Sin importar cuántas vidas pasaran, algunas cosas nunca iban a cambiar.

Shaka descendió de su levitación para sentarse a la manera india sobre su loto de piedra a medida que el caballero de la quinta casa se acercaba hacia él, envestido en su armadura dorada.

Shaka tenía los ojos cerrados, como siempre, pero no los necesitaba para saber que ésta resplandecía de manera… especial.

—¿A qué te refieres, Aioria? —cuestionó el rubio aún sin borrar su media sonrisa.

La pregunta era retórica. Shaka sabía perfectamente de lo que hablaba su compañero.

—Es veintiuno de marzo, Shaka, ¡es oficialmente primavera! —dijo entusiasmado, ampliando su propia sonrisa—. Hoy es el día. Hoy me llevo a Mü del Santuario.

Al escuchar aquello, el guerrero de Virgo soltó una risa baja, casi melodiosa.

—¿Así que por fin conseguiste el permiso de su Santidad? —preguntó, divertido—. Vaya. No era broma eso de que eras el caballero más terco de toda la orden.

El griego se dejó caer de sentón en el suelo, frente al rubio, y rotó su hombro de arriba abajo para paliar la extraña sensación que le daba el tener puesta la armadura después de tantos meses.

—Pfff, Shion. ¡Pero qué reverendo hijo de puta! —blasfemó sin pudor, lo que hizo a Shaka soltar ahora sí una sincera carcajada.

No era un secreto para nadie que la relación de Mü y Shion iba mucho más allá que un simple alumno y maestro. Inclusive, el concepto de padre e hijo parecía nimio comparado con la cantidad de afecto fraterno que profesaban el uno por el otro. Por lo tanto, que un día llegase un "jodido sinvergüenza" como Aioria —palabras del propio Shion— a decirle no sólo que estaba perdidamente enamorado de su preciado niño, sino que encima, se lo iba a quitar, no le hizo ni tantita gracia a su Santidad.

Decir que los gritos, discusiones y peleas que más de una vez llegaron casi a puños entre el caballero de Leo y Shion de Aries fueron épicas es quedarse corto. Tanto así que, ante las constantes explosiones de cosmos que ocurrían por las noches en el recinto del Patriarca, un preocupado Aioros se vio tentado a intervenir más de una vez en favor de su hermano, mientras que la manzana en discordia —el pobre Mü de Aries— sólo deseaba que esos dos terminaran dándose el golpe de gracia mutuamente para así acabar con la vergüenza que le provocaba el verse involucrado en semejante situación.

Sí. Habían sido meses… interesantes en el Santuario, pero parecía ser que, por fin, los esfuerzos del protector de la quinta casa habían rendido sus frutos.

—No me imagino lo feliz que debe estar Mü en estos momentos —dijo el caballero de la Virgen. Aioria se rascó la nuca.

—Aunque no lo creas, convencerlo a él fue aún más difícil —confesó con la mirada aún fija en el suelo—. Por más dulce y tranquilo que parezca, mi chico no deja de ser todo un ariano. Y aún así, él…

El griego recordó, con una creciente calidez en su pecho, las lágrimas del joven tibetano cuando el león le pidió que le permitiera estar a su lado, justamente el mismo día que Shion anunció el inicio de la pausa. Y más porque era una escena que nadie, ni siquiera el mismo Aioria, habría creído alguna vez posible: un caballero tan fiero y orgulloso como él, postrado de rodillas y suplicando el afecto del santo más gentil y compasivo de toda la orden; dos hombres con personalidades tan opuestas que desde su niñez habían tenido riñas tan constantes y por cosas tan insignificantes que, de no ser por la inmensa paciencia de Mü, Aioria habría terminado vagando en alguna dimensión desconocida.

Pero, ¿no era eso precisamente lo que terminó por hacer que ambos terminaran rendidos por el otro? ¿La eterna dulzura del lemuriano? ¿Aquella amabilidad tan genuina? ¿Esos ojos hermosos y enormes, esa cara que ni siquiera en su semblante más agresivo perdía un ápice de su inmensa belleza? ¿Y no había sido precisamente la decisión, el valor y la galantería de Aioria lo que terminó conquistando también al pelilavanda?

Pero el león no era tonto. Él sabía a la perfección que las lágrimas que el ariano derramó ese día no sólo eran por su confesión, sino por lo que aquello implicaba.

Para los santos de Atenea, romper los votos de devoción exclusiva hacia la diosa, y más con un compañero de armas, se consideraba una pena capital en tiempos de guerra, algo que se castigaba con la cabeza de los traidores, razón principal por la cual el Patriarca y Dohko de Libra llevaban una vida de eterna contemplación mutua. Eso y nada más.

Pero aquellos eran tiempos de paz. Y las reglas eran distintas.

Diez años. Diez años de exilio. Una década de completa desconexión con todo y todos los que alguna vez hubiesen significado algo para los traidores. No más maestros ni alumnos. No más familia, no más amigos y no más Santuario.

Si querían pertenecer el uno al otro, Aioria debía renunciar a su hermano recién resucitado. Y Mü debía renunciar a su padre y a su discípulo. Diez años de pérdida a cambio de diez años de amor.

Y ambos lo habían aceptado.

El rubio ladeó la cabeza con curiosidad ante el repentino mutismo de Aioria.

—Es evidente que no sólo tu hermano y su Santidad están experimentando un gran sufrimiento —apuntó Shaka—. El dolor de perder a alguien que todavía está con vida puede llegar a ser más duro que el luto. Al menos, en la muerte ya no existe la angustiosa esperanza de un retorno. Mü estuvo siete años exiliado en Jamir, y ahora tendrá que marcharse una vez más…

El semblante del león se ensombreció ante el golpe de realidad al que todos los días se enfrentaba. Era inmensamente feliz de saber que Mü lo había escogido a él, pero no era ignorante —y mucho menos indiferente— del dolor que aquello implicaba para el alquimista.

—Sí. También fue una decisión muy difícil para Mü. Renunciar al Santuario, renunciar a Jamir y a todos ustedes por mí —admitió—. Soy… un hombre realmente afortunado, ¿verdad?

Al levantar la mirada, Aioria dio un leve respingo. Shaka había abierto los ojos.

El aire se tensó, y ambos se observaron por breves segundos en los que el semblante sereno del rubio permaneció imperturbable.

El viento se tornó frío. El brillo de la armadura de Leo pareció titilar.

—Bueno, supongo que es hora de irme. Él me está esperando allá abajo, en Aries —dijo el griego al no recibir más respuesta, señalando con su cabeza hacia la entrada de la casa zodiacal. Se levantó y dio la media vuelta para retirarse.

Pero no se alejó ni unos cuantos metros cuando el silencio se rompió una vez más.

—Dime, Aioria, ¿por qué has venido a mi templo con la armadura puesta?

El guerrero se detuvo en seco ante la pregunta de Shaka. Apretó los puños, pero su sonrisa se mantuvo a medida que se volvió hacia su compañero una vez más.

Los tiempos de paz habían vuelto escaso el uso de las armaduras; sin razones para cuidarse de un enemigo, Aioria no tenía necesidad de portarla. Además, tampoco tenía un motivo para subir a Virgo si su intención a fin de cuentas era bajar hacia Aries.

Aioria debió suponerlo. El caballero más cercano a dios era todo excepto un idiota.

—Tú bien sabes que quería venir preparado por si…

—¿Por si intentaba matarte?

La frialdad con la que Shaka soltó aquello provocó un escalofrío en la espina dorsal de Aioria, y más porque esas palabras no parecían concordar con la calma del sexto caballero.

Los puños de Leo comenzaron a relampaguear.

—Tranquilo, Aioria. No pienso hacerlo —dijo Virgo para luego hacer una pausa pensativa—. No. Ya no.

El griego bajó sus puños y ablandó un poco la mirada. Había encontrado sinceras las palabras del rubio, pero más que satisfecho parecía… contrariado.

Suspiró.

—No lo entiendo, Shaka —dijo con impotencia—. Matarme no era la única forma en la que me lo podías arrebatar y aún así… ¿por qué? ¿Por qué nunca intentaste ganarte a Mü?

El impenetrable semblante de Virgo se quebró por apenas una fracción de segundo, lo suficiente como para que Aioria pudiera ver a través de esa minúscula grieta los sentimientos que albergaba hacia el santo de la primera casa.

Se sintió abrumado de inmediato porque, pesar de que no era la primera vez que los percibía, el amor que Shaka de Virgo sentía por Mü de Aries era tan fuerte, tan profundo y tan doloroso que sólo el cosmos de un dios podría quemarse con la misma intensidad.

No por nada Aioria había decidido enfrentar a Shaka antes de irse.

—Lo amas demasiado —aseguró el león, furioso—, y sé que si lo hubieras intentado, él…

Las palabras murieron en su lengua, tan crueles y a la vez tan ciertas que Aioria no era capaz de continuar.

El joven ariano ya le había pertenecido al caballero de Leo incontables veces, y siempre, siempre lo miraba con esos enormes ojos verdes que no reflejaban otra cosa que completa adoración hacia él. Mü amaba tanto a Aioria que estaba dispuesto a renunciar a absolutamente todo lo que era importante para él con tal de permanecer a su lado, pero aún así, Leo sabía que si Shaka quería, todo eso podía esfumarse.

Toda la vida, el rubio se había mantenido al margen de la de Mü a tal grado que éste jamás había siquiera sospechado sobre los sentimientos del rubio. Pero si lo deseaba, el caballero de la Virgen podía entrar como una tormenta en el corazón del ariano y en cuestión de un chasquido de dedos, hacerle despertar "algo"; un sentimiento tan antiguo, tan… nirvánico, que ningún amor terrenal sería capaz de competir contra todo aquello que el hombre más cercano a dios podría ofrecerle.

Y aún así…

—¿Por qué, Shaka? —insistió Aioria con la mandíbula tensa. El santo de Virgo, ante la angustia de su compañero, se puso de pie y dio unos pasos hacia el griego, quien no retrocedió ni un sólo milímetro en un despliegue de ese valor que tanto admiraba Mü en él.

—Porque eres demasiado humano, Aioria —dijo con absoluta arrogancia—, y eso significa que, aunque tú estás dispuesto a dar diez años del tiempo con tu hermano para estar con Mü ahora, yo soy capaz de sacrificar una vida entera con tal de tenerlo para siempre.

El caballero de Leo guardó silencio ante aquellas palabras, aún cuando lo golpearon con tal fuerza que habría bastado un soplido para hacerlo pedazos.

Indiferente al dolor del caballero frente a él, Shaka continuó:

—En la Guerra Santa pasada no te tuve ninguna compasión —dijo—. Tú eras un chiquillo insolente y molesto de la misma edad que los santos de bronce de hoy en día, y aunque la encarnación de Mü de aquel entonces era demasiado joven para mí, nunca permití que siquiera supiera tu nombre. Sin importarme nada ni nadie, y precisamente porque nuestro tiempo iba a ser tan breve, él fue completamente mío desde su nacimiento hasta mi muerte. Shion mismo lo sabe.

Allí estaba, otra indirecta sutil pero venenosa hacia al guerrero de la quinta casa, quien se preguntaba en esos momentos si acaso el Patriarca habría sido tan reticente a entregar a Mü a Shaka de Virgo como lo fue con Aioria de Leo.

Aventurarse a la respuesta era demasiado duro como para soportarlo, por lo que el hecho de que Shaka le diera la espalda supuso un alivio para el corazón del griego.

—Pero… mi egoísmo también tiene consecuencias —continuó tras una pausa breve, pero inmensamente significativa—. Así como el Buddha, soy capaz de recordar a la perfección todas y cada una de mis vidas pasadas. Y aunque siempre, siempre he encontrado la manera de volver a él, me doy cuenta de que cada vez me es más difícil recordarlo.

Aioria se sobresaltó, sorprendido al escuchar aquella confesión. El temple de Shaka permanecía férreo, inmutable, pero esa imagen fría y soberbia se diluía en un mar de tristeza tan inmenso que, nuevamente, sólo podría compararse con el vacío que dejan los dioses al abandonar a los hombres.

—Mi apego me está alejando de él, Aioria —continuó—. En esta vida me costó casi siete años reconocerlo, aún cuando su cosmos y su presencia siempre habían estado grabados a fuego en mi alma desde el momento de mi nacimiento. ¿Qué pasará si algún día reencarno y nunca vuelvo a…?

Ésta vez, Shaka fue incapaz de terminar su propia oración. Miró sobre su hombro al santo de Leo.

—Es por eso que solo por esta vida, probablemente la única en la que tenemos la paz de la tierra asegurada hasta el final de nuestros días mortales, estoy dispuesto a renunciar a Mü. Porque, ¿qué es una vida en soledad comparada con una eternidad sin él, después de todo?

Aioria no supo qué responder, demasiado impresionado ante el sufrimiento por el que debía estar pasando Shaka de Virgo. El amor que había entre el caballero de Aries y él trascendía la mortalidad misma, tanto así que ambos luchaban ferozmente para reencontrarse una y otra vez a lo largo de los milenios, para amarse de todas las maneras que eran posibles en algo tan grande como el infinito mismo.

Pero el dolor… el dolor de la separación, de la muerte y el renacimiento también era incalculable, y el saber todo esto hizo que el corazón de Aioria palpitara con un sentimiento completamente nuevo y diferente.

Él no era ni remotamente cercano a los dioses, ni tampoco un buddha o un hombre divino capaz de mirar a través de sus propias generaciones. Él era un simple mortal con la suficiente carga kármica para reencarnar cada ciertas vidas, pero ya no se avergonzaba más de esa humanidad.

Porque eso significaba que ésta vida feliz que le aguardaba sí que podría ser la última. Y en vez de atormentarlo, aquella idea le dio mucha paz.

Finalmente lo entendió. Y toda la rabia con la que había llegado al sexto templo se desvaneció ante el despliegue de todas las vidas de aquel hombre tan cercano al Gran Maestro.

Finalmente, Aioria asintió con una sonrisa.

—Nos vemos en diez años, Shaka —fueron sus últimas palabras antes de marcharse.

Momentos después, el rubio caminó tranquilamente hacia el jardín de los Sales Gemelos. Cruzó las puertas y sintió la dulce brisa de la primavera acariciarle. Se sentó en medio de ellos para luego cerrar sus ojos de nuevo.

Y ésta vez, no volvería a abrirlos por lo que le quedaba de vida como Shaka de Virgo.

—Tendrás una vida preciosa, amor mío —dijo con una gran sonrisa—. Serás tan, tan feliz que diez, veinte o cincuenta años te parecerán un suspiro. Yo, en cambio, aguardaré hasta el día, el año o la vida, en la que por fin puedas volver. Te estaré esperando por siempre, Mü. De aquí a la eternidad.

FIN


N/a: Listo. ¡Espero que les haya gustado! Y también, ojalá nos leamos pronto en otro fic.