En lo profundo del espeso bosque de Qohor, donde los árboles se alzaban majestuosos y las hojas crujían bajo los pies, un pequeño grupo de cazadores avanzaba con sigilo. Estaban siguiendo el rastro de un alce, cuyas huellas se marcaban con claridad en el suelo húmedo. El líder del grupo, Sadok, un hombre de mediana edad con barba espesa y ojos afilados, levantó una mano para indicar que debían detenerse. Había escuchado algo, un crujido lejano que podría ser la presa que seguían.

El grupo, compuesto por otros dos hombres más jóvenes y tres infantes, se detuvo al instante. Cada uno de ellos tenía su arco preparado y las flechas listas para ser disparadas. Sadok señaló hacia adelante, donde las ramas se movían ligeramente. Podían ver una gran cornamenta perteneciente a un alce, una imponente criatura de cuernos majestuosos, pastando tranquilamente en un claro.

A medida que avanzaban con cuidado, la tensión en el aire se hacía palpable. Habían estado siguiendo al animal por horas y sabían que solo tenían una oportunidad para acertar y no querían espantar al animal. Sadok tensó su arco, apuntando con precisión. De repente, el alce se tensó, dirigiendo la mirada a la profundidad del bosque antes de huir de inmediato.

—Maldita sea, a este ritmo regresaremos sin nada —dijo Sadok con frustración—. Faraz, sigue el rastro.

El grupo no tardó en reanudar la búsqueda, moviéndose rápido y en silencio. De repente, un sonido distintivo cortó el aire. No era el alce, ni el crujir de ramas bajo sus pies, sino algo mucho más amenazante.

Antes de que pudieran reaccionar, un grupo de jinetes atravesó el espeso bosque, deteniéndose cerca de ellos. Rápidamente, Sadok se agachó detrás de un árbol, respirando profundamente para calmarse «Así que ellos fueron los que lo asustaron» pensó.

Miró al grupo. Podía ver a ocho jinetes, pero estaba seguro de que había más. Se giró para ver a su alrededor y vio a los demás, Faraz y Boren, preparados para luchar, mientras que los niños se mantenían agazapados, pero con sus arcos listos por si la situación lo requería.

Sadok hizo una señal con la mano para que esperaran. Pasaron unos segundos cuando otros cuatro jinetes llegaron con lo que era el cadáver del alce. «Y ahí está nuestro alce», pensó Sadok mientras evaluaba la situación. «Nos doblan en número, pero podemos tomarlos por sorpresa».

Hizo otra seña y los cazadores respondieron con una lluvia de flechas. Cuatro jinetes cayeron de sus caballos y uno más fue herido. Sadok gritó una orden y el grupo se dispersó.

Faraz, un joven ágil y rápido, se movió entre los árboles con la destreza de un felino, disparando flechas. Boren, el más fuerte del grupo, blandió su hacha con furia, defendiéndose de los jinetes que se acercaban demasiado. Ashkan, uno de los niños conocido por su puntería, subió a un árbol para obtener una mejor vista del campo de batalla y comenzó a disparar desde su posición elevada.

Otros tres jinetes cayeron antes de que pudieran reaccionar. Furiosos por el ataque, cargaron contra los cazadores, pero las espesuras del bosque y los cuerpos a su alrededor entorpecían sus movimientos.

Sadok, viendo una oportunidad, cargó contra el líder de los jinetes, un hombre de rostro cicatrizado y sonrisa cruel. Se enfrentaron en un combate cuerpo a cuerpo, espadas chocando y destellos de acero brillando en la penumbra del bosque. Sadok, con una serie de rápidos movimientos, logró desmontar al líder y lo remató con un golpe certero.

Mientras tanto, Faraz, Boren y Ashkan estaban logrando ganar terreno. Faraz se movía con una agilidad increíble, renunciando a su arco y blandiendo su espada contra otro jinete desprevenido. Boren, con su fuerza bruta, derribaba a otro de sus enemigos uno tras otro, sus golpes eran como martillazos implacables. Ashkan con el resto de niños se encargaron del resto desde su posición en el árbol, disparaba con precisión mortal, sus flechas atravesaban las defensas de los jinetes con facilidad.

En un abrir y cerrar de ojos, todos los jinetes habían caído, y la paz había regresado al bosque. Los cazadores recogieron sus cosas y ataron a los caballos capturados. Sadok miró los cuerpos en el claro y sonrió.

—¿Qué mierda hacen los dothraki tan al oeste? —dijo Boren, pateando uno de los cuerpos—. Pensé que se habían ido a saquear la bahía de los esclavos, después de la caída de Essaria.

Faraz regresaba de atar a los caballos que se habían alejado por la contienda.

—Tal vez sean mala sangre —comentó mientras miraba a su alrededor por si había alguno más—. O peor aún, exploradores de un nuevo khalasar.

—Si eso es así, será mejor que nos vayamos rápido. No queremos encontrarnos con ellos en el camino de regreso —dijo Sadok, mirando al cielo—. Está oscureciendo, así que descansemos; regresaremos bajo la seguridad de la noche.

Era una noche oscura y sin luna, y el grupo de cazadores se movía sigilosamente a través del denso bosque. El susurro de las hojas y el crujido de las ramas bajo sus pies eran los únicos sonidos que rompían el silencio mientras intentaban pasar desapercibidos. Cuando llegaron a la llanura, aceleraron el paso, guiándose por las estrellas a pesar de la oscuridad de la noche.

Al llegar a la seguridad del campamento, fueron recibidos con cautela antes de ser reconocidos. Habían logrado su misión, llevando consigo comida, nuevos caballos, acero, arcos y, lo más importante, volviendo sanos y salvos. Sadok se permitió un momento de alivio, sabiendo que habían superado una gran prueba, cuando uno de los guardias se acercó a hablar con él.

—Sadok, Semiramis quiere verte, y no parece de buen humor.

—Esa mujer nunca está de buen humor —dijo con un suspiro—. Llévame a ella, no se vaya a enojar más si la hago esperar.

Siguiendo al guardia, Sadok se tomó un momento para organizar sus pensamientos. Habían pasado cinco años desde que huyeron de Sarys al enterarse del destino del Shah-Bozorg Mazor Alexi y su ejército.

Su grupo fue uno de los primeros en entender lo que pasaría a continuación. Sin ejército o guarnición que los defendiera, la ciudad caería en días y, cuando la familia real huyó, todos siguieron sus pasos. Tomaron todo lo de valor que tenían: caballos, acero, sedas, cuero y toda la comida que podían llevar.

Tres mil personas habían salido de la ciudad aquel día, la mayoría a caballo. Si había algo que sobraba en Sarnor eran los caballos; incluso habían capturado más en el camino, algunos aún con su armadura puesta. Debieron ser los que se alejaron del campo de batalla en total caos.

Muchos grupos se dirigieron a Saath, otros a la colonia de Morosh, pero si Los Grandes Reinos de Sarnor no había podido detener a los dothraki, menos lo harían los hombres de Lorath. Sabíamos que ninguna de esas ciudades resistiría y no seríamos bien recibidos en las colonias valyrias, seríamos utilizados como primera línea en su guerra contra Volantis.

Así que la mayoría de los grupos se dispersaron entre el gran bosque de Qohor y las montañas al sur de Essaria. Nosotros elegimos las montañas, y cuando nos enteramos de la llegada del Khal Zeggo a lo que un día fue una ciudad de ochenta mil habitantes, esta estaba casi completamente vacía.

La mayoría del grupo eran artesanos, con algunos cazadores y unos pocos soldados que decidieron que era mejor preservar sus vidas que defender una ciudad que ya había muerto. Durante el camino, Sadok pudo ver que la mayoría se había retirado a dormir, con solo algunos guardias vigilando las calles y otros contando historias frente al fuego.

Cuando llegó a uno de los pocos edificios que habían podido construir con piedra y que servía de sede para las discusiones, encontró un gran comedor con algunas habitaciones para la administración.

—Llegas tarde, Sadok —dijo una bella mujer cuya piel tenía un tono dorado, besado por el sol, suave y luminosa, como un lienzo perfecto. Era un contraste fascinante con el vibrante color de su vestido, que se movía con cada uno de sus gráciles pasos.

Pero fue su rostro lo que realmente cautivaba a las personas. Sus ojos, grandes y expresivos, eran de un negro oscuro, profundo y enigmático, como pozos sin fondo que prometían secretos y misterios. Enmarcados por unas cejas definidas y arqueadas con una elegancia natural, sus labios se curvaron en una sonrisa que destilaba dulzura, pero en sus ojos brillaba una determinación férrea.

El cabello, oscuro como la noche, caía en cascadas sobre sus hombros y espalda, brillando. Tenía una figura esbelta y elegante. Bajo su vestido fluido, se adivinaban sutiles curvas. Cada movimiento era una danza, una muestra de gracia innata que hipnotizaba a quien la mirara. Se desplazaba con una seguridad y confianza que revelaban una fuerza interior impresionante.

Quién pensaría que una mujer tan bella podría ser una loba en piel de oveja, con un carácter de los mil demonios. No era de extrañar que fuera una de las personas más influyentes del campamento; su apariencia e inteligencia, sumadas a su habilidad como maestra tejedora, no dejaban espacio para sus rivales.

—Tuvimos algunos contratiempos, Semíramis —dijo Sadok, tomando asiento delante de su escritorio.

—¿En serio? Entonces ilumíname, deberían haber llegado antes del atardecer.

—Los animales estaban inquietos, nos costó seguir el ritmo sin ahuyentarlos más.

—No sabía que te habías vuelto tan viejo como para no poder dar caza en condiciones.

—Cálmate, mujer. No fue solo eso; nos encontramos con un grupo de dothraki. Debieron ser ellos quienes asustaban a los animales.

—¿Dothraki? Lo último que supimos de los khalasares es que se dirigían a los pueblos qaathecas. ¿Acabaron con ellos?

—¿Quién te crees que soy? ¡Claro que lo hicimos! Tu muchacho acabó con tres de ellos.

—¡Volviste a poner a mi hijo en peligro!

—Sabes bien que era más peligroso dejarlos ir. Contábamos con el factor sorpresa, apenas pudieron defenderse. Además, conoces a tu chico; es un muchacho duro, se parece demasiado a su padre —dijo Sadok, suspirando, mientras pensaba en cómo calmar a la mujer—. Mira, los teníamos a tiro limpio; la mitad cayó antes de que pudieran hacer algo, y los rematamos rápidamente. Si nos hubiésemos escondido, nos habrían encontrado de regreso.

—Incluso si le ordenaba no involucrarse, sabes que me habría ignorado. Es un joven sagaz; vería la misma oportunidad que yo y la tomaría.

—Eso no significa que debas dejarlo actuar, Sadok —dijo, molesta, pero calmándose lentamente. Suspiró—. Pero sí… Se parece demasiado a su padre… ¿Qué consiguieron?

—Doce caballos, doce arakhs, nueve arcos, cuatro conejos y un gran alce. Los bastardos nos ahorraron el trabajo.

La habitación quedó en silencio por un momento, mientras la mujer anotaba la información.

—Un gran botín para una simple cacería. Entonces ya puedo ir a descansar.

—Sí, puedes irte. Dile a Ash que venga, debe estar hambriento.

—Bien —dijo, levantándose de la silla y dirigiéndose a la salida. Se detuvo por un momento antes de salir—. No seas demasiado dura con él.

—Lo intentaré.

«Ja, maldita mujer», pensó Sadok, saliendo de la habitación por completo con solo el sonido de la pluma de fondo.

El primer rayo de sol asomaba tímidamente sobre las cumbres nevadas de las montañas, iluminando con su cálida luz el campamento que se extendía en un claro entre los picos. La bruma matinal se levantaba lentamente, revelando una escena de actividad y vida. El aire fresco de la mañana llevaba consigo el olor a pino y tierra húmeda, mientras el campamento despertaba a un nuevo día.

Sadok salió de su tienda, tomando rumbo al centro del campamento, pasando por una gran forja de piedra. Los herreros ya estaban en plena actividad. Las chispas volaban al ritmo de los golpes de martillo sobre el yunque, y el sonido metálico resonaba por todo el campamento. Jorund, el maestro herrero, era un hombre de hombros anchos y manos callosas, su rostro marcado por años de trabajo duro. A su lado, su aprendiz observaba con atención cada movimiento, aprendiendo los secretos del oficio. El resplandor del fuego se reflejaba en sus rostros, mientras moldeaban y templaban espadas, armaduras y herraduras para los caballos.

A pocos pasos de la forja, los cazadores se preparaban para su jornada en el bosque. Equipados con arcos, flechas y cuchillos, ajustaban sus capas de piel y revisaban sus provisiones. Raha, líder de un grupo de cazadores, era una mujer de mirada penetrante y movimientos fluidos, conocida por su habilidad para rastrear y cazar cualquier presa. Junto a ella, sus compañeros discutían en voz baja las rutas y estrategias del día, mientras sus perros de caza, inquietos y ansiosos, merodeaban a su alrededor, olfateando el aire.

Cerca, los soldados realizaban sus ejercicios matutinos. Hombres y mujeres de diversas edades, todos endurecidos por el entrenamiento y algunas batallas, formaban filas y practicaban con sus espadas y lanzas. El capitán Nazar, uno de los sobrevivientes del campo de cuervos, veterano de muchas campañas, supervisaba los ejercicios con ojo crítico, corrigiendo posturas y dando órdenes. Sus soldados lo respetaban profundamente, no solo por su habilidad en combate, sino también por su liderazgo y valentía. El sonido de las espadas chocando y las voces firmes de los soldados llenaban el aire, mientras el sol continuaba su ascenso, bañando el campamento con su luz dorada.

En el centro del campamento, una gran hoguera crepitaba, rodeada de tiendas de campaña de lona y cuero. El humo se elevaba lentamente, llevando consigo el aroma de la comida que se cocinaba en grandes calderos. Los cocineros preparaban un sustancioso desayuno para los habitantes del campamento. El olor a pan recién horneado, guiso de carne y hierbas aromáticas se esparcía, atrayendo a los hambrientos cazadores, soldados y herreros que se acercaban a recibir su ración.

Sadok tomó asiento cerca de la hoguera, esperando su ración, y observó cómo el campamento cobraba vida con cada rayo de sol que ascendía en el cielo, revelando la belleza y la dureza de la vida en las montañas. Aunque enfrentaban desafíos constantes, desde las inclemencias del clima hasta la amenaza de los dothraki, la comunidad se mantenía unida y fuerte, comunicándose con los diversos grupos y campamentos de los alrededores.

—Escuché que tuviste problemas durante la caza.

Sadok volteó para ver a Raha a su lado. La mujer se había acercado de forma silenciosa, como un tigre. Era alta, como toda tagaez fen, con piel cobriza y un rostro alargado.

—¿Cómo te enteraste? Llegamos tarde al campamento.

—Tengo mis fuentes. Llegaste tarde, y eso, sumado a que Boren no es la persona más discreta del campamento, también ayuda.

Sadok se rió discretamente.

—Puede ser. Nos encontramos con un pequeño grupo de dothraki, nada nuevo.

—Entonces, tuviste suerte de llevarte a mi muchacho —dijo alegre—. ¿Cómo se comportó? No he tenido mucho tiempo para entrenarlo en combate, el campamento está creciendo demasiado y nos estamos quedando cortos.

—Lo hizo bien, es rápido y ágil, y lo más importante, no dudó en ningún momento.

—Bien, con ser viuda me basta.

—Ja, los últimos años nos han tratado mal, ¿no? —respondió Sadok, tomando un plato del guiso. Un aroma agradable llenó sus fosas nasales. La vida podía ser dura, pero por pequeños momentos como este valía la pena vivirla.

—Sí... pero seguimos vivos. Muchas otras ciudades no tuvieron esa suerte. En cierto modo, tuvimos fortuna —dijo, también tomando un plato de comida y sentándose a su lado—. Sarys estaba lejos de los primeros ataques.

—Pero dejemos de lado este tema tan deprimente. ¿Cómo fue la pelea? ¿Hay algo de lo que me tenga que preocupar?

—De nada. Debieron ser mala sangre, pero no está de más ser precavidos.

—En cuanto a la pelea, no hay mucho que contar. Los tomamos desprevenidos y los muchachos se están acostumbrando a la sangre. Una lluvia de flechas y la mitad cayó; los demás no reaccionaron lo suficientemente rápido, y los tiramos de sus caballos.

—Esperemos que sean los únicos. Hemos tenido suerte de que pusieran sus ojos al este. Si un khalasar se acerca, tendríamos que reunir a todos los campamentos si queremos una mínima oportunidad.

—¡Raha! ¡Los caballos están listos!

—Esa es mi señal. Nos vemos al atardecer, Sadok.

—Que la suerte te acompañe, Raha.

La mujer se alejó uniéndose a su grupo. Con algo de suerte, traerían más carne. Como ya lo había mencionado Raha, el campamento empezaba a saturarse, con la llegada de refugiados y sobrevivientes de la guerra. Lo que una vez eran cerca de 3,000 personas, que ya era una gran cantidad, se estaban acercando a los 5,000 en el último conteo.

Tenían poco ganado, tampoco podían cazar con gran regularidad o alterarían el orden del bosque. La pesca en el Sarne ayudaba, pero tampoco era una solución. Si tan solo pudieran cultivar; bajando el río había enormes llanuras fértiles, pero el riesgo era demasiado. Si esto seguía así, tendrían que sacrificar a algunos caballos como si fueran malditos dothraki. La sola idea le revolvía el estómago.

La otra alternativa sería dividir el campamento. No había muchos campamentos más al sur, pasando el río, y si la situación lo requería, podían asentarse en las montañas pintadas. La idea no era muy agradable, pero era mejor que ser esclavo.

—¡Sadok, deja de holgazanear y ven a entrenar!

«Bueno, al menos no moriremos de aburrimiento». —¡Ya voy, maldita sea!

A medida que el día avanzaba, el campamento seguía su rutina, cada miembro cumpliendo su papel, trabajando juntos para sobrevivir y prosperar en aquel lugar remoto y salvaje.