Año 63
Harvie Bowen - 14 años - Distrito 11.
Extraño la libertad, el aire puro y la luz del sol. Extraño mi distrito, mis amigos y, por sobre todas las cosas, a mis hermanos.
Ahora estoy en el infierno. Agradezco que al menos me hayan equipado para sobrellevar esta inmundicia. Llevo una gran mascarilla, un traje completo que cubre desde mis tobillos hasta mi cuello, guantes y un par de botas altas impermeables. En este lugar corren ríos de desechos en mayor o menor medida. Me rodea la humedad, olores horribles y una oscuridad persistente y acojonante. La visibilidad es más precaria, conforme desciendo y desciendo en este enorme complejo, sintiéndome cada vez más solo. Pero la soledad, en este entorno rodeado de enemigos, también representa seguridad.
Hay sectores totalmente oscuros, que evito, consciente de los peligros que pueden acecharme allí. Es indescriptible el miedo que siento, como el día de la cosecha, pero mil veces peor, porque sé que, en este punto, es imposible escapar. Pese a todo, intento conservar la calma y actuar con precaución.
Año tras año buscan nuevas formas de hacernos sufrir aquí adentro y me pregunto si serían tan creativos si los nombres de sus niños también entraran al sorteo. Es inútil enfrascarme en esos pensamientos, pero es lo único que jamás podrán quitarnos, lo que jamás podrán controlar. Lo que pasa por nuestra mente en las largas jornadas en las plantaciones o cuando, de regreso a casa, nos espera una escasa cena y un catre duro y frío.
Mi incansable deambular me lleva a una encrucijada: por un lado, hay una gran tubería con una rejilla y una caída de agua cuya profundidad desconozco; por el otro, un oscuro pasillo con una luz intermitente a unos 15 metros de distancia. Mi tercera alternativa es desandar mi recorrido y buscar otro camino.
La rejilla está fuera de discusión porque no sé nadar. Regresar me produce un mal presentimiento, pero la oscuridad aviva mis miedos más profundos. No hay una opción lógica o razonable, y me siento paralizado ante la imposibilidad de tomar una decisión. Intento calmarme respirando profundamente y decido dejarlo a la "suerte": cierro los ojos con fuerza, me rodeo a mí mismo en un abrazo que intenta ser reconfortante y empiezo a girar. Siento mi estómago encogerse de miedo, pero me convenzo de que es lo mejor que puedo hacer con lo que tengo. Cuando me detengo, un poco mareado, estoy frente al pasillo oscuro.
Es difícil mantener mi decisión, pero no puedo darme el lujo de quedarme inmóvil aquí, así que, quizá en un arrebato de locura, cojo carrerilla y atravieso el pasillo a toda prisa.
Al final del camino encuentro un largo pasillo, como de una instalación industrial, extendiéndose a ambos lados de la vertiente de la que vengo. Hay algunas puertas grises de metal, señaladas con números, todas iluminadas con un fluorescente. Así como antes la oscuridad, ahora este exceso de luz me da mala espina.
Camino un poco más y decido entrar en la puerta señalada con el número 13. La habitación es una pequeña sala de descanso, con dos sillones mullidos, un aparato de televisión, una pequeña cocina-comedor y algunos electrodomésticos. Silenciosamente, tras trabar la puerta con una de las sillas, reviso los anaqueles y encuentro paquetes de galletas, algunos enlatados y café instantáneo. La cara se me parte en dos, feliz de la suerte que me ha traído hasta aquí. Y aunque sé que esto no durará mucho, pienso sacarle provecho mientras pueda.
¡Hola!
Escribir a Titus en este fic fue algo que me planteé mucho tiempo atrás, pero no pude concretar algo más explícito. Mi idea era darle sentido/motivo a sus acciones. Me lo imaginé como un chico resentido y problemático desde su distrito natal, que nunca consideró darse por vencido. Siento que, para llegar a las atrocidades que cometió en sus juegos, debió tener un pasado traumático.
En definitiva, el estómago capitolino no toleró las inclinaciones "alimentarias" de Titus y se vieron en la necesidad de sacarlo del juego. En principio, se dejaron llevar por la curiosidad y por la impresión de que sería un excelente contendiente. Su primera víctima fue Rowan del D7, a quién atacó durante el baño. Con ella aún no había sentido la escasez de la arena y fue una muerte "normal" en ese contexto. Más adelante, cuando capturó a Esperanza del D9, Titus les recordó la feroz actuación final de Enobaria el año anterior.
Pero lo que vino después no fue nada lindo de ver, la pobre chica tuvo un final lento y tortuoso, ya que Titus empezó a alimentarse de ella sin antes quitarle la vida. Tenía la creencia de que al consumir a su presa viva, absorbía su fuerza y energía en un estado más puro.
Cuando la chica finalmente murió salió de nuevo de caza: esta vez logró atrapar a Levy del D3, pero el chico estaba intoxicado y murió de camino a la guarida de Titus; este se enojó tanto que la emprendió a golpes y pedradas en su contra, destrozando el cadáver y abandonándolo luego en el sistema de cuevas.
Los vigilantes, pasmados, debieron intervenir para detener al delirante tributo. Alejaron a los demás tributos del coto de caza de Titus, quien en su creciente frustración, se mostraba cada vez más bestial y agresivo. Terminó de consumir los restos de Esperanza, se bebió su sangre y se embadurnó de ella. Por su parte, los profesionales fueron advertidos por sus mentores y redujeron sus cazas, mientras los vigilantes remediaban el entuerto.
Por otro lado, los aerodeslizadores no tenían acceso a las cuevas en las que se resguardaba y donde yacían los cadáveres que deseaban recuperar para evitar las profanaciones de Titus, pero al no poder resolver la situación activaron una serie de minas que desataron una avalancha en la que el tributo, finalmente, pereció. La recuperación de los cuerpos tuvo que esperar al cierre de la edición. En esos juegos el tributo vencedor fue Cillian Chadwick del D8.
SS.
