Gracias a mi cómplice Li por su lectura previa. Los errores siguen siendo míos.

Disclaimer la mayoría de los personajes mencionados son propiedad de Stephenie Meyer.

Capítulo 13

Edward

Nuestros besos y caricias se han vuelto frecuentes en la última semana. Sé que en cualquier momento sucumbiremos en nuestros deseos, por ello he tomado una decisión para que deje de sentirse cohibida.

― ¿Tomas anticonceptivos?

No sé si mi pregunta le molesta o la avergüenza, veo que sus ojos marrones se abren al punto máximo y sus mejillas adquieren un bonito tono rosa.

Su expresión me arranca una sonrisa. Y mi vista se pierde en el bronceado de su cuerpo.

Aunque sigue usando mi ropa, estoy amando la forma en que mis camisas lucen en ella.

Arruga la nariz. Es un gesto común en ella.

― Edward, nunca te andas con rodeos ―reconoce―. Sí, estoy con el DIU. ¿Por qué?

― Soy un hombre responsable ―dejo en sus manos mi certificado médico―. Estoy limpio.

― Yo-yo… ―balbucea, negando―. Jamás te pedí uno.

― Quiero que te sientas segura, no tengo ninguna enfermedad y yo quiero estar convencido de que no habrá un bebé.

Rueda los ojos. Y deja el certificado encima de la cama.

― Edward Cullen le tiene miedo a la paternidad ―afirma―. Quien diría que el hombre calculador e inquebrantable teme ser padre ―la sorna en su voz no me agrada, no soy un cobarde.

Mi brazo rodea su cintura cuando pasa frente a mí. Ella se estremece, lo hace cada vez que la toco.

― Tener un bebé no es ningún juego, Isabella. Así que dime lo que quieras, pero no traeré un hijo mío al mundo por accidente. Cuando sea padre, será porque ambos lo deseemos, no antes.

― ¿Ambos? ―me mira con sus cejas muy juntas.

Isabella me hace reconocer que inconscientemente quiero un hijo con ella.

― Es un decir ―trato de enmendar lo que he dicho, pero mi voz no suena convincente―. Lo que quiero explicar es que no podemos traer un hijo por descuido.

Suspira.

― No sucederá ―murmura ensimismada.

La sostengo por la cintura y la siento encima de la mesa del tocador mientras me acomodo entre sus piernas. Atraigo su rostro, necesito ver sus ojos y perderme en su dulce mirada.

― ¿Qué sientes cuando nos hemos besado? ―de nueva cuenta soy directo.

Se aborchorna, su rostro se tiñe de bermellón.

― No tienes porque avergonzarte, Isabella. Las sensaciones sexuales son normales, está en nuestra naturaleza. ¿Quiero saber qué sientes cuando exploro tu piel?

― Para mí es nuevo. Tanto tiempo reprimí mis emociones, que ahora que me tocas siento que voy a morir de una combustión espontánea. Mi cuerpo vibra…

Deslizo la punta de mis dedos por su muslo izquierdo, se estremece. Distingo cómo su pecho sube y baja ante mi toque; no está asustada cómo he creído en un principio sino que está experimentando su despertar sexual.

― ¿Quienes qué sigamos practicando? ―pregunto en su oído, lamiendo su oreja.

Su cuerpo se agita.

― Sí. Por supuesto, me gusta, es… placentero sentir.

No me resisto. Mis labios buscan los suyos, fundiéndose en un beso sin limitaciones y salvajismo.

Mi boca está comiéndose a la suya mientras no paro de besarla. Estoy concentrado en que viva su sexualidad sin tapujos, mi mano que aún sigue en su muslo se arrastra en busca de más…

La estorbosa tela que usa de algodón la remueve fácilmente con mis dedos, me adentro en su centro y empiezo a estimularla sin dejar de besar sus labios.

Su cuerpo empieza a moverse conforme mis dedos la penetran. Está siguiendo mi ritmo, me separo un poco para ver su rostro y me quedo hipnotizado al ver que mantiene sus ojos cerrados y sus labios (ahora hinchados) entreabiertos.

Es la imagen más erótica que puede tener una mujer.

Aunque si hablamos de erotismo, no puedo pasar por alto el sonido de mis dedos empapados por sus jugos es lo único que se escucha en la habitación junto a algunos suaves gemidos que se escapan de su garganta. Es lo más caliente que puedo soportar.

Estoy tan duro que sé que estoy teniendo un problema de bolas azules. De pronto sus uñas me distraen al encajarse en mis hombros, gimo fuerte, ella está aferrada, no sabe cómo canalizar lo que está sintiendo, lo veo en su cara asustada.

Sus ojos están muy abiertos y de nuevo hay vergüenza en ellos.

― Déjalo ir, nena ―susurro en su oído― es un orgasmo.

Isabella se abraza a mis hombros, escondiendo su cara en mi pecho. Su cuerpo no deja de moverse al vaivén de mis dedos.

Ella ahoga un grito en mi piel. Justo cuando su cuerpo entero se tensa y su clímax cubre mis dedos.

Se desploma encima. La abrazo con fuerza, sintiendo la sudoración de su rostro pegada a mi pecho.

― ¿Cómo te sientes?

Escucho su risa suave y nerviosa.

― Ni siquiera puedo hablar ―murmura―, estoy rendida.

La llevo en brazos a la cama. Es tierno que su cabeza se apoye en mi pecho, la dejo lentamente encima del colchón y me tumbo a su lado. Cubriendo nuestras piernas con las sábanas.

Desvío mis ojos de sus senos. No se ha dado cuenta que la camisa está desabotonada y aprecio sus pezones rosas aún erectos.

― Gracias ―dice, y no puedo evitar pasar mis nudillos por la rojez de sus mejillas, están muy calentitas y suaves.

― No tienes por qué agradecer. Toda mujer debería experimentar lo delicioso que es el sexo.

Sus labios se vuelven en línea recta. Se mantiene pensativa y su ceño se frunce.

Llevo mi dedo a la arruguita de su ceño y deshago su expresión.

― ¿Qué pasará contigo? ―indaga.

Inhalo hondo.

― Lo importante eres tú.

Frota sus dedos entre sí. Por su cara puedo saber que tiene más dudas.

― Pregunta lo que quieras ―la insto.

― ¿Cuándo me enseñarás a montarte?

La risa me invade y la carcajada se escapa retumbando en el camarote. Me revuelco en la cama, las sábanas se enredan en mis piernas ―exhalo y me quedo encima de su cuerpo.

Veo directamente sus ojos.

― Puedes hacerlo cuando tú quieras ―digo―, sedúceme. Que estoy dispuesto a todo.

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