¿Cuánto dura la vida de una flor?

¿Un mes? ¿Una semana? ¿Un minuto?

Después de vivir tantos milenios, se me daba cada vez peor medir el tiempo en el que la vida humana transcurría. Ahora parecía que incluso la belleza de la mejor de las flores desaparecía en un simple abrir y cerrar de ojos sin dejar rastro.

Y, a pesar de todo, él siempre las traía. Rosas rojas recién cortadas, algunas incluso parecía que le quedaban gotitas del rocío en sus pétalos. Como si se acabaran de despertar y aún tuvieran los ojos somnolientos después de un plácido sueño.

La primera vez que había recibido tan espléndido ramo me quedé anonadado. Venir de tierras tan lejanas y parecer casi intactas, realmente el futuro era maravilloso. Sin embargo, no podía prestarle mucha atención. Tenían por delante muchas negociaciones y reuniones para formalizar su "alianza", por lo que dejé las flores en un ostentoso jarrón y volví al asunto que nos atañía.

Para cuando me di cuenta, las flores que antes eran de un rojo fuerte como la sangre se habían tornado de un color amarronado, casi negro. La mayoría de sus pétalos habían caído, dejando un charco de escarlata mancillada.

¿Cómo había pasado el tiempo tan rápido?

—N-No te preocupes, Kiku. —dijo con nerviosismo, el inglés—. No tienes que disculparte tanto, es normal. Quien debería disculparse soy yo por haber tardado tanto con todo el papeleo y que no hayas podido disfrutarlas como es debido.

—Es culpa mía no haber cuidado de ellas apropiadamente. A pesar de todo lo que le ha debido de costar llevarlas intactas hasta este lugar. Realmente lo lamento muchísimo, desperdiciar este bello regalo de esta forma…

—¡T-Traeré más la próxima vez! ¡Así que no te preocupes!

Y efectivamente. Ocho meses (¿o ocho años?) después, otras rosas aparecieron delante de su puerta una vez más.

—¿É-Éstas están bien? Son de un color más tirando a rosa, pero al parecer el otro rosal se enfermó y las flores no eran perfectas pero…

No pude contener la risa.

—Son estupendas. Ese color es precioso, me recuerdan a los sakuras de nuestro país. Muchísimas gracias, señor Arthur.

Tomé el ramo con cuidado, rozando sin querer mis manos con las del inglés. Durante un instante me pareció ver algo extraño en su rostro. ¿Podría ser…? Imposible.

Rápidamente traje el jarrón lleno de agua que tenía preparado y coloqué las flores con delicadeza. Sentía como su mirada no se despegaba de mí.

—Debe resultar difícil conseguir que las flores estén tan frescas luego de tan largo viaje.

—Para nada. ¡El ingenio y la innovación inglesa hacen que algo como eso se consiga sin mayor dificultad!

—Para mí aún parece un truco de magia. Realmente aún tengo mucho que aprender de vuestro mundo.

Seguimos hablando de todo lo que el futuro traería. ¿Surcar los aires? ¿Viajes al espacio? Claramente a mi compañero le entusiasmaban los relatos imposibles. Aunque no podía negar que todo había cambiado mucho en las últimas décadas. Que llegara aquí desde tierras tan lejanas en apenas 50 días hasta hacía poco habría sonado fantasioso, ¿así que quién era burlarse?

Cada vez que hablaba de las grandezas que estaban por venir a Arthur se le iluminaban los ojos. Aquellos ojos que habían visto lo ancho y largo de este mundo, que había contemplado auténticos tesoros y vivido tantas aventuras. ¿Por qué una nación tan rica y poderosa como aquella había mostrado interés a una tan alejada como la nuestra?

Era tan sospechoso al comienzo y muchos de los consejeros me habían advertido de las posibles intencionalidades de aquel acuerdo.

Pero las intenciones de Arthur parecían puras. Era tan extraño pero, en el fondo, un gran alivio contar con él.

Sonreí. Era momento de preparar el té para su nuevo aliado.


—...Comprendo.

Después de una formal despedida, me quedé solo después de hablar con los generales. Aún tenía que digerir la noticia que acababa de oír.

Una alianza con la gran Rusia. Una nación que había resurgido de sus cenizas de la noche a la mañana y cuyo poder en el ámbito internacional aumentaba a pasos agigantados.

Sabía que no podía cambiar la dirección que tomara mi país, eran los ciudadanos quienes tenían la palabra, no yo. Y, sin embargo…

—Disculpe, ¿me podría decir cuánto tardaría este ramillete en marchitarse?

—Una semana aproximadamente, señor. Todas estas flores tienen una belleza preciosa, pero tienen una vida muy corta una vez se han cortado.

—Entiendo…

A pesar de todo, nuestro país no puede hacer aún esos trucos de magia como los que habitan al otro lado del océano. Tampoco es como si las flores fueran a obrar milagros.

Las noticias llegarían a sus oídos más rápido de lo que ningún barco podía zarpar. Su alianza era frágil, un paso en falso y todo por lo que habían trabajado se esfumaría.

Las reuniones con sus superiores que los dejaban agotados. Las charlas entre distintos tipos de té a la luz del atardecer. Las escapadas por una ciudad tan enorme y pintoresca, con tantas cosas nuevas que lo abrumaban. Los paseos bajo los cerezos a primera hora de la mañana, cuando aún podían desatender sus quehaceres, los dos solos.

—¿Señor?

—Lo lamento, estoy buscando unas flores que puedan durar al menos un par de meses tan preciosas. Pero entiendo que pido imposibles ahora mismo. Una flor que no se marchite por meses en este mundo son fantasías. Muchas gracias por su ayuda y disculpe las m-

Ya se dirigía a la salida cuando escuchó

—Creo que sé cómo puedo ayudarle.


Ya había caído la noche cuando llegué al puerto después de aquel ajetreado viaje. Las estrellas lo saludaron al poner por fin los pies en la tierra.

A pesar de los kilómetros, seguían siendo hermosas.

Un carruaje lo estaba esperando. A pesar de todo, su viaje aún no había acabado.

Tomé el equipaje. Al haberme ido de manera tan brusca y sin avisar, no había traído a ningún ayudante consigo. Sabía que era peligroso pero no importaba, sólo quería acabar con este dolor en mi pecho cuanto antes.

Las horas pasaron mientras escuchaba el galopar de los caballos. No podía ver nada del exterior por la basta niebla y oscuridad, pero no importaba. Sabía que lo mejor en ese momento era descansar hasta llegar a su destino, pero el corazón palpitaba cada vez más rápido a cada minuto.

"¿Cómo se me había ocurrido hacer tal tontería?" es lo que debería estar pensando. No era así, no podía presentarme como si nada.

Pero lo que mi mente pensaba era una infantil súplica que llevaba ¿meses? ¿años? ¿décadas? rondándome la cabeza.

"Quiero verle."


—¿Señor Honda? No sabíamos que vendría a nuestro país. Ahora mismo llamo a alguien para que recoja su equipaje. Entre, por favor.

—D-Disculpe las molestias. ¿Sabe dónde se encuentra el señor Kirkland?

Había dicho esas palabras tratando de sonar de la forma más natural posible pero parecía que el sirviente dedujo la urgencia que me carcomía.

—Está ahora mismo por el jardín exterior. Últimamente el amo pasa las noches mirando las estrellas, pero puedo pedir que vaya alguien a-

Antes de que pudiera terminar la frase, empecé a correr. El jardín era realmente hermoso, con secciones donde crecían toda clase de árboles y plantas de todas partes del mundo. Aún recordaba las curiosidades de todas y cada una de esas plantas que me había contado el inglés con una gran sonrisa.

Desgraciadamente, con una noche tan oscura como esta, apenas podía ver el camino por donde avanzaba. Pronto llegó a la hierba más alta, donde no había nada plantado aún.

Que poco decoro estaba teniendo: llegando sin avisar, dejando al sirviente sin haberse presentado apropiadamente y ahora manchando la ropa con el sudor y la tierra de esta basta colina. A pesar de la fría noche, mi cuerpo no hacía más que calentarse por tan arduo ejercicio.

Siendo alguien tan reservado y que prefería el interior de su hogar, correr indefinidamente pasaba factura. ¿Cuánto tiempo había estado corriendo? Parecía que varias dinastías habían pasado desde que se había puesto a buscar al rubio.

¿Acaso estaba corriendo en círculos? Los músculos me pedían un respiro, que parase para que explotaran y se rompieran.

Pero no podía. Estaba cerca. Muy cerca.

Fue entonces cuando vio. Ese cabello rubio, como si de una estrella caída del cielo se tratase.

Revisé el bolsillo de mi kimono. ¿Y si lo había perdido luego de aquel maratón? Pero suspiró aliviado al ver que ahí seguía.

La gerbera amarilla perfectamente prensada.

Tomé aire y volví a correr. Sólo tenía que subir aquella pequeña cuesta. Sólo un esfuerzo más y lo podría ver.

—Las estrellas son tan deprimentes…

Podía explicarlo todo. Aunque no pudiera decidir nada sobre su alianza oficial como países, el miedo de perderlo, de que no pudiera vivir con él más buenos recuerdos. Se negaba a sacrificar todo eso.

Nadie que no fueran ellos dos decidiría su relación a partir de ahora. Ese sentimiento seguiría. Daba igual cuantos años y calamidades pasasen, estaría ahí sellado e inalterable, como esas flores amarillas.

—¡I-Inglaterra-san!