La mejor forma de que te rompan el corazón

Desde que les empezaron a ahogar los malentendidos se convirtieron en marionetas. Muñecos que se escurrían por la oscuridad movidos por los hilos de un algún dios caprichoso.

Prólogo.

Cuando amas lo que tienes, tienes todo lo que quieres.

Eso dice la ley bajo la que se tiene que vivir toda la vida. Es permanente. Es universal. Está anidada en nuestros corazones. Y, sin embargo, esta condición no sirve más que para lamentarse de lo no obtenido. Aunque para el resto puede haber funcionado, para aquellas personas en las que nunca el tiempo es perdido lo no obtenido conlleva sólo sufrimiento. Y es que el sufrimiento no es más que otro acompañante de por vida una vez que te asfixian los malentendidos. Pierdes lo que más quieres.

Cuando ese tipo de cosas ocurren, los días vienen y van. Y mientras crees que la vida pasa. Te dejas envolver por la tormenta de arena que supone el destino. Hasta que desapareces. Hasta que te arrastra con esa caótica arena fina, como polvo de hueso, al lugar donde bailas la danza de la oscura ansiedad.

Si de pronto todo se oscurece, esperas que algún día, tarde o temprano, se ilumine. Y mientras esperas los días se hacen más cortos, las noches más largas, las luces se apagan y la piel se endurece, se enquista. De pronto andas convertido en una crisálida y amparado por la protección de muchas capas. Envuelto en una membrana impermeable que poco deja pasar, que protege lo amargo, resbala lo cansado, impide que atraviese lo duro, lo desconocido, lo maldito. Pero también lo bello. Esta membrana no te deja caminar derecho por el mundo ni encontrar esa fragua donde forjar lo que tienes que forjar. Y te dejas arrastrar por el viento. Te conviertes en veleta. En un ser imperfecto.

Eso era en lo que me había convertido.

Y eso era en lo que ella se había convertido.