Milo
"Más que en mí mismo".
Durante un instante, Milo se quedó a la deriva. Quería decirle a Hyoga que iba a poner todo su empeño en encontrar una solución a su problema, pero lo único que hizo fue dibujar la curva del mentón con el pulgar y recorrer la extensión de la mandíbula, preso por la suavidad de la piel del ruso. Retiró la mano con cuidado, impresionado por la calidez que emanaba de su cuerpo.
—Yo… —Milo tomó aire —tengo que investigar en mis archivos.
—Gracias —respondió el Cisne.
Milo encendió un cigarro y lo consumió mientras revolvía entre los libros de su sala de estar. No podía dejar a Hyoga en ese estado, puesto que él era responsable de la seguridad y bienestar del joven. Pronto serían compañeros, iguales, con un rango idéntico y custodios de un Templo. Si Hyoga le pedía ayuda, él como guerrero, como griego, y como hombre debía brindársela aunque significara enfrentarse a un futuro incierto.
Aunque significara enfrentarse a sí mismo.
Dirigió la mirada hacia el grueso tomo que descansaba sobre una columna corintia de madera y asintió para sí. En los anales de Escorpio figuraba la mezcla de venenos que se inoculaban a los cadetes, preparándolos para la prueba de la Casa. Si le llevaba la composición a Aristarco, el sanador de la Orden, estaba seguro que podrían sintetizar algún tipo de antídoto para Hyoga.
—¿En qué puedo ser de ayuda?
El Cisne estaba en la puerta, con la túnica salpicada de sangre y el rostro enrojecido. Milo tragó saliva. El crío se veía abatido y cansado.
—Necesito comprobar los ingredientes de la fórmula —respondió el griego, pasando las hojas del libro con cuidado. Era un tomo enorme, escrito por los anteriores caballeros de Escorpio y que contenía el saber y la historia de la Casa.
—¿Fórmula? —Hyoga se acercó con timidez, con los brazos alrededor de la cintura.
—La que compone mi veneno. Un cóctel de ochenta toxinas que me inocularon en cada punto estrellado durante años, convirtiéndome en lo que soy.
—Creí que habías nacido con él —respondió Hyoga.
El griego negó con la cabeza mientras anotaba una serie de datos en un papel. El ruso tomó uno de los libros que reposaban abiertos sobre el sofá, le echó un vistazo y lo dejó en su posición original. Luego, se dirigió al dormitorio y dejó la puerta entreabierta.
"Esta cautela va a terminar por matarme".
—Hyoga, tengo que volver a examinarte la herida del pecho —dijo el griego mientras se terminaba el cigarro—. Por algún motivo es la que se abre con más frecuencia.
—Lo entiendo —respondió el Cisne, recogiendo sus pertenencias de la silla.
Milo aprovechó para lavarse las manos de forma concienzuda, y aprovisionarse con desinfectante, hilo de coser y gasas. Cuando volvió al dormitorio, dejó su carga sobre la cama y ahuecó los almohadones para que Hyoga estuviera cómodo. Apartó la cruz a un lado y le abrió la túnica, dispuesto a examinar la cicatriz. Cuando el griego puso los dedos sobre el pectoral, Hyoga se estremeció y su respiración se aceleró.
—E… estoy desnudo —susurró.
—No te miraré —respondió el espartano.
Hyoga clavó los ojos en el techo mientras Milo se concentraba en la herida, completamente en silencio. Lo último que deseaba era que el ruso sufriera otro ataque de ansiedad.
"Ishikawa-san me matará si le pido más juegos de sábanas, niño".
Milo detectó una cicatriz más antigua en el lugar donde había impactado Antares. Alzó la vista para preguntarle a Hyoga sobre la naturaleza de su descubrimiento pero se arrepintió al instante. El Cisne lo miraba con una mezcla de dolor y de pena tan salvaje que Milo se vio en la necesidad de alejarse de él, controlando las ganas de fumarse todos los cigarrillos del paquete de tabaco a la vez.
—Ikki me asestó un golpe que partió el peto de Cygnus —le explicó con un hilo de voz—. La cruz de mi madre me salvó de una muerte segura.
—Tu hermano —respondió Milo.
—Uno de los noventa y nueve, sí.
Milo subió varios puntos la velocidad de su cosmos hasta alcanzar el Séptimo Sentido. El dedo índice se deformó y se alargó en una suerte de cuña roja que brillaba con intensidad. Acercó la Aguja al impacto y la reacción fue inmediata: la cicatriz se abrió y la sangre apareció al instante. El griego se hizo un corte en su muñeca, dejó caer apenas unas gotas de sangre en la herida de Hyoga y ésta se cerró al momento.
Hyoga tragó saliva, visiblemente afectado.
—Cuando volviste a Siberia, ¿te sucedía esto con frecuencia?
—Sólo me escocía —musitó el ruso—. Ardía, molestaba… —enumeró—. Nunca llegó a abrirse, y mucho menos a sangrar.
El griego asintió, con el cosmos aún desatado. Le tomó el pulso en el cuello, notando cómo su piel se erizaba por el contacto. Luego, comprobó las otras marcas —aquellas que Hyoga le permitió ver— y por último le dejó cubrirse.
—¿Puedes ayudarme? —le preguntó casi suplicando.
—Voy a hacer un resumen rápido a ver si se me escapa algo —contestó Milo—. Nos enfrentamos en el pasillo. Uso Kalb al Akrab para detener la hemorragia sobre una cicatriz anterior —enumeró—. Continúas por las Casas hasta enfrentarte al Patriarca, a las marinas de Poseidón, a los espectros de Hades, a los propios dioses en el Elíseo y es ahora cuando todo tu cuerpo reacciona como una caja de resonancia. ¿Es así?
Hyoga asintió.
—Antes de los espectros nos encontramos en la casa de Virgo —añadió Hyoga—. Ambos participamos en… ya sabes.
—Sí, ya lo sé —replicó el griego, al recordar cómo se implicaron en la Exclamación de Atenea—. Una explicación para la ausencia de la sangre es que, aunque nuestros cosmos se alzaron hasta el paroxismo, estábamos en Virgo, y era el aura de Shaka la que estaba impresa en las piedras. Además, cuando un caballero está en plena batalla, no es consciente de sus propias heridas, sólo busca la victoria. Esa sería otra explicación lógica.
Hyoga guardó silencio.
—Espero que Kanon no se presente en mi Casa sangrando como un animal y pidiéndome que lo cure o me amputaré los dedos —gruñó.
—Sé que soy un estorbo para ti. Siento mucho todo esto, Milo —murmuró Hyoga.
—No digas más tonterías —respondió el griego, meneando la cabeza—. Según la carta firmada por Camus, hasta que te conviertas en el caballero de Acuario eres mi discípulo putativo.
Hyoga lo miró atónito.
—Y además, estás bajo mis emblemas —finalizó esbozando una sonrisa—. Te ayudaré.
Las manos del ruso terminaron sobre las del griego.
—Te… lo agradezco mucho.
Tras la hostilidad inicial Milo reconoció que Hyoga no merecía continuar sufriendo. Le preocupaba su estado, ya no por el hecho de que las heridas se le abrieran, sino por el motivo por el que lo hacían. El contacto con su mano le quemaba la piel pero aunque su mente le gritaba que se alejara del Cisne, se quedó allí sentado, experimentando una oleada de sensaciones encontradas mientras enlazaba los dedos del joven con los suyos.
La boca del ruso era carnosa y deseable. Milo deseó probar su sabor, aunque se contuvo de hacerlo. No era odio lo que sentía por el muchacho, y tampoco pena; era algo más profundo, una emoción que no quería volver a vivir.
Sabía lo que significaba emprender una relación con Acuario.
Hyoga retiró la mano y se tapó pudorosamente con el rostro salpicado de rubor. Miró al suelo, visiblemente turbado.
—¿Has visitado Aleko's Island? —preguntó el griego, poniendo distancia entre sus deseos y sus pensamientos.
Hyoga elevó una ceja, inquisitivo.
—Es un bar de ambiente gay —le explicó.
Hyoga tosió tras tragar saliva.
—¿Me estás tomando el pelo? —jadeó el ruso por fin—. ¿Primero quieres saber cuántas veces me masturbo al día y ahora esto?
—No, al contrario —contestó Milo—. Creo saber qué te ocurre. Y qué es lo que te hace tanto mal.
—¿Y qué demonios tiene que ver mi problema con ir a un maldito bar de ambiente? ¿Es que todo tienes que asociarlo al sexo? —replicó furioso—. ¡Pues no pienso poner los pies en ningún lugar de ese estilo, maldita sea!
—Hyoga, si no estoy equivocado, yo soy el foco principal de tus problemas —Milo trató de razonar sin resultados aparentes—. Mi cercanía te está matando.
—No, no puede ser eso —replicó el Cisne, con el rostro desencajado—. ¡No puede ser tu presencia! —la voz se fue elevando hasta terminar en gritos—. ¡Me niego a dejar de verte!
