La mejor forma de que te rompan el corazón…

es fingir que no tienes uno.


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Capitulo 10

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Osaka

18 de septiembre de 1997 – 7 p.m.

Aquello debía ser el infierno.

Aún recordaba aquella vívida imagen que había presenciado por accidente en la mañana. La densidad del aire, por el calor, se modificaba cerca del asfalto y, sin embargo, en el interior del parque la sombra de la vegetación templaba las ardientes llamas del verano. Lamentablemente, dos personas que no pretendía jamás volver a ver paseaban y se sonreían una a la otra como si su gesto se hubiera congelado en una eterna y terrible burla del destino. Para aquel entonces el horror no le había impedido ver a la tercera. Aquella imagen se había grabado como tatuaje en su retina y sin la remota posibilidad de dar marcha atrás.

Decir adiós años antes, prender fuego a todos los recuerdos, reponerse de sufrir en silencio no había valido para nada. Algo como aquello ocurría ahora y volvía su mundo del revés abriendo de nuevo la ventana que lo conducía a sus peores pesadillas.

Como si alguna vez la puerta hubiera estado cerrada. Yo en el fondo deseaba… y ahora la realidad ha desmoronado la fragilidad de mi esperanza.

Lanzó una maldición sintiéndose abatido mientras vibraba su pecho.

Duele.

Dolía mucho. Dolió ver cómo abrazaba a esa criatura contra su pecho. Ver cómo sonreía con una felicidad inmensa en su rostro, tan tranquilo, tan bello. Con la plenitud de poseer todo lo que a él se le había negado. Dolía, dolía más que si le arrancaran la piel a jirones. Dolía ser testigo de cómo ella había continuado su vida feliz sin él. Ella sonreía. Ella era verdaderamente feliz lejos de él mientras él era desgraciado.

Ahora que estaba encontrando un tipo de paz que si te lo planteas nunca existió.

Los veía juntos.

Este mundo es así de incoherente, no importa lo que hagas ni cómo lo hagas. No importa a dónde vayas ni cuán lejos lo hagas porque tarde o temprano acabarás en el punto de partida.

Ahora tendría que volver a empezar. ¿Cómo lo hacía? ¿Desde el principio? ¿Desde el final? Estaba tan decaído que no se percató de que alguien entraba en aquella sala cuadrada y espaciosa.

Ukyo Kounji volvía de hacer compras necesarias. Traía un montón de artilugios de logística para la remodelación del viejo gimnasio que habían comprado en Osaka, una suerte de negocio en asociación con Ranma. Llevaba la mano izquierda cargada de bolsas con objetos de ferretería por lo que con la mano derecha abrió la puerta, entró y de un puntapié cerró la entrada. El gimnasio era una antigua sala de baile. Habían colocado un tatami no demasiado grande, acondicionado con espejos a los cuatro costados con barras horizontales de sujeción. Por ello, cuando penetró en la estancia afrontó aquella imagen repetida muchas veces como una broma de mal gusto. Cientos de veces se acumulaba el mismo reflejo, prolongándose hacia el infinito en cada uno de los cuatro costados.

—¿Ranchan?

Le observó plantada desde la entrada. O más bien, observó el guiñapo de hombre que se encontraba de espaldas a ella. Se sostenía con los pies hincados en el tatami. Tenía los hombros encorvados hacia adelante en una postura afligida de dolor. Se mantenía frente al espejo apoyando la mano derecha con el brazo extendido. Y no paraba de mirar su propio reflejo, pero con la mirada perdida, enajenada, una mirada de completa locura.

—¿Estás bien? —preguntó alterada.

No se movió. No parecía respirar. Ningún gesto se configuraba en su cara. Sólo se adivinaba una excesiva tristeza en unos ojos poblados de sombras. Las ojeras violáceas no ayudaban a mejorar su aspecto, ni tampoco su gesto ido, perdido en algún lugar de su mente. Ukyo se acercó a él alarmada y palpó con delicadeza su hombro izquierdo.

—Contesta, por favor.

Pero él no se movió ni un centímetro. Ella entonces lo zarandeó un poco.

—Me estás asustando, Ranma cariño… por favor, contesta…

Volvió a zarandearlo esta vez con más fuerza. El flequillo azabache de Ranma cubrió sus ojos al quedar su barbilla pegada al pecho.

—¡Mierda! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué haces esto?

—Un bebé… —contestó de pronto saliendo del trance—Akane… Ryoga…

—¿Qué? ¿En Osaka? ¿Qué diablos hacen ellos aquí?

—Hace un rato. En el parque… yo… los vi… ellos… Ella agarraba un bebé. Ellos…

Ukyo armó el puzzle del sinsentido de palabras que escupió Ranma. Observó al amor de su vida con horror y lo vio totalmente demacrado, hundido en la absoluta miseria. Porque no parecía existir mejor definición para su estado; estaba sumergido hasta el cuello en las aguas de la miseria.

—No… Ranchan… tú mismo dijiste que ella no te importaba más—musitó dolida.

—Ella sonreía.

A Ukyo parecía dañarle su estado. Se acercó visiblemente compungida mientras Ranma se mantenía en esa posición de dolor; flagelándose a sí mismo con el látigo de los recuerdos, tan vulnerable, tan pálido, nada que ver con el joven gallardo del que una vez se enamoró.

—Siempre va a ser ella, ¿verdad, Ranma—espetó.

Sin ninguna duda. Siempre iba a ser ella. Cuando creía haberla olvidado su felicidad se esfumaba lentamente, se convertía en vapor velado y falto de densidad. Se escurría entre sus dedos y desaparecía como el agua desaparece por los conductos de desagüe. Entonces sintió la oscuridad crecer en él. Era rabia. Ira. Cólera. Desesperación. Infelicidad. Y tan si quiera ella lo imaginaría nunca, ni lo vería de lejos como él la había hoy observado. Ella era ajena a todo su dolor y brillaba como una estrella con su eterna sonrisa. Y aun así se sentía incapaz de odiarla. Incapaz de hacer nada. Abducido por aquel sentimiento que lo atraía hasta el ojo del huracán.

Todas esas emociones fluían como la lava cuando Ranma de repente se irguió frente al espejo y apretó los puños mirándose con rabia. Y la rabia fluyó como la lava a través de su cuerpo desde su corazón hasta los músculos de sus brazos, hasta completar la explosión. Fue entonces cuando propinó tal puñetazo que transformó los asideros en astillas de madera y el espejo se desprendió en cientos de fragmentos. El tiempo se detuvo y Ranma maldijo en silencio, rodeado de cientos de fracciones de espejo que quedaron flotando ingrávidas a su alrededor. Gimió entonces y fue un gemido lleno de dolor. Un sonido de alguien a quien se le ha roto el alma. Ukyo no pudo resistirlo y tapó su propio rostro con las manos, intentando frenar sin éxito las lágrimas que se agolpaban en las comisuras de sus ojos.

—Ranma, por favor, sólo… déjala ir.

Él pareció ceder ante un peso inmensurable. La enorme carga se amparó en su espalda y le obligó a caer de rodillas sobre un tatami lleno de fragmentos de cristales rotos; el cabello inundó de sombras su rostro. En esta posición, sobre sus rodillas y sobre las palmas de sus manos, comenzó a ser consciente del real lastre de la desgracia, el bagaje que soportaría hasta el fin de sus días.

Ruinas. Ni si quiera. Soy el polvo volátil de las ruinas de lo que una vez fui.

—¡Déjala ir de una maldita vez, Ranma!—Ukyo hecha un mar de lágrimas se deshizo de las bolsas y se precipitó al suelo para abrazarlo. Las lágrimas cedían, fluyendo por su barbilla, deslizándose hasta las mejillas de Ranma. No supo cuánto había pasado cuando él se movió ligeramente de su posición desprendiéndose de sus brazos.

—Creía que podía empezar desde cero, pero este no es el punto de partida.

—No Ranchan… no digas eso…

—Lo siento Utchan, no puedo hacerlo.

—¡Claro que podemos! ¡El gimnasio irá de maravilla! —rompió el abrazo separándose y lo miró entre lágrimas, pero optimista, sonriente. Sin embargo, al ver el rostro del muchacho poco a poco su confianza fue muriendo—Podemos hacerlo, Ranchan, ¿verdad?

Ranma, ni sin cierto trabajo, consiguió volver a levantarse y quedó de nuevo de pie frente al fracturado espejo. Se observó en uno de los fragmentos que habían quedado adheridos; la camisa negra china con un dragón rojo, el cabello revuelto y empapado por el sudor, los mechones salpicando de sombras su rostro... Y sin rastro alguno de dolor. El otro Ranma, el de su reflejo, sonreía. Sonreía con ojos grises sin pupilas, ojos oscuros y hechos de la misma materia nebulosa de la que proceden las sombras. El Ranma de este lado frunció el ceño y parpadeó varias veces; el Ranma del otro lado le imitó pero sin perder esa infame sonrisa. Era jactanciosa, era soberbia, era déspota.

Tengo que continuar o sucumbiré en las llamas de la locura de este infierno.

En aquel momento Ranma lo vio todo claro. Todo lo que debía de hacer. Debía seguir su camino. Él solo. Debía olvidarse de todo lo que tenía que ver con ella.

Empezando por las artes marciales.

—Siento haberte involucrado en esto Utchan. Pero no puedo.

—No…

Ella alargó un brazo como queriendo tocarlo, pero no llegó a hacerlo. Él comenzó a andar dándole la espalda y lo supo. Ranma lo supo, supo que estaba quebrando su débil conexión con el mundo, pero era lo que quería hacer.

Era lo que debía hacer.


Distrito de Shinjuki. Tokio.

17 de febrero de 2003

6:00 am

Los olores se extendían en un espectro eterno. Pero por encima de ellos se alzaba uno, el olor a la flor del cerezo en primavera. Era también muy parecido al olor de la brisa del mar en una noche de calor. Y también al olor del pelo recién lavado. Sin duda alguna representaba el olor del amor.

Ese olor se cobijaba en su pecho mientras distantes notas de una melodía de fondo arrullaban sus oídos. Las difusas notas lentamente fueron tomando forma hasta concluir los rasgos de aquella canción; su voz. Su voz como una mezcolanza entre suave y dulce se alzó sobre el murmullo del silencio y por encima de la oscuridad.

—Ranma—dijo—…Ranma…—repitió.

Y entonces todo se configuró bajo sus vistas. Ella, su silueta, sus brazos, sus piernas. Él caminando a través del sendero de la oscuridad. El rostro algo transformado por el recelo. Un río lleno de estrellas, como un pedazo de cielo. Y las palabras salieron solas.

—Finalmente nosotros somos como ellos.

—¿Cómo quiénes?

Ranma forzó una melancólica sonrisa en medio de la oscuridad. Lo vio claro, haciendo gala de sus recuerdos acorde con su propia estupidez.

—Como los amantes de la vía lactea. Nos hemos encontrado.

Él la apretó suavemente pero firme contra su pecho como si fuera un objeto muy delicado y muy valioso.

—Ranma, todo está muy oscuro, no veo nada.

–¿Confías en mí?

—Sí. Siempre.

—Agárrate fuerte.

—Está bien. No me soltaré.

—Br-bruta no ha-hace falta que aprietes tanto, ¡no me dejas respirar!

—Pe-¡perdón!

—¿Estás bien?

—Sí. Muchas gracias…. Gracias de veras, Ranma.

Él no siguió hablando. Desvió su contemplación huyendo de aquellos ojos brillantes que lo observaban con pudor y lidiando contra el calor de sus propias mejillas. Continuó desplazándose a través del etéreo y oscuro camino salpicado de estrellas. Aquello en aquel entonces no le pareció extraño; miraba de soslayo hacia los lados y no existía horizonte ni se perfilaba algún paisaje. Por tanto, solo corría hacia aquella luz, con ella en brazos, guiado por el punto de resplandor que sí se dibujaba hacia el frente. Con la única iluminación procedente de miles de estrellas que, bajo sus pies, colmaban el angosto y somero riachuelo que pisaba a modo de camino hacia la eterna luz. Y que moría en ese mismo punto de infinita luz.

—No tienes miedo, ¿verdad?

Ella negó con fuerza. Sus cabellos, de nuevo cortos como en el pasado, como en sus sueños, flotaron en el aire y le hicieron cosquillas.

—Sé que siempre estarás ahí.

Su corazón palpitó henchido de orgullo.

—Perdóname—agregó ella—Nunca debí abandonarte.

Un suspiro salió directamente desde el centro de sus pulmones. Fue como un lamento, como un pequeño y suave clamor.

Ojalá esto no sea un sueño. Si esto fuese un sueño, quisiera vivir cautivo.

Y en aquel preciso instante despertó.

La realidad no es más que el consuelo de los infelices.

Tembló al recordar la imposibilidad de encontrar rosas rojas en aquel desierto baldío en lo que se había convertido su vida. Se levantó como hacía cada mañana, sin ansiedad, sin apetencia o ilusión. Caminó como marioneta hacia el baño y luego de ducharse regresó al cuarto para echar mano al armario. Eso era, una marioneta. Un títere manejado por la corriente de la fatalidad, creado por el azar y por el automatismo rutinario que daba a su vida un sentido ficticio, irreal. Se sentía como un cadáver que todavía no se ha percatado de que está muerto, viviendo la vida como si fuese un ensayo.

Caminó hasta la oficina donde trabajaba con las vísceras enfriadas por la templanza. El día tenía una claridad inusual, la palidez del cielo se reflejó en sus propios ojos.
Llegó a la oficina con antelación y saludó con respeto a todos los compañeros a lo largo del pasillo hasta alcanzar su despacho. Olía profundamente a colillas sucias y a humo de cigarrillos así que su cara se arrugó en una mueca de asco. Dejó el maletín a un lado, se desaflojó lo apretado del nudo de la corbata y se sentó con un gesto de indiferencia. Aquel trabajo no le producía ningún tipo de placer y no hacia ningún esfuerzo por disimularlo. Estaba encendiendo el ordenador cuando encontró una nota a mano en la zona más baja de la pantalla. Al principio reconociendo la caligrafía se sintió molesto. Después al leer el mensaje su corazón dio un vuelco.

«Te ha llamado un tal Hibiki. Te ha dejado un recado conmigo así que hoy no te escapas. Te espero en mi mesa para dártelo.

Fdo. Ataru 3»