Prólogo:

Mi vieja siempre decía que la vida es como una botella de Manaos; nunca sabes cuantas piedras vas a tener en los riñones. Nunca llegué a entenderlo, la verdad. La rutina para un pibe de campo no ofrece demasiadas emociones, aunque siempre es preferible ante las complicaciones del citadino promedio (en especial de porteños hablamos). Nunca me consideré una persona de grandes ambiciones, aunque sí es verdad que he llegado a fantasear con algo mejor que envejecer cuidando la quinta familiar; que puestos a aclarar, no es que la idea fuese atractiva desde el vamos. Puede ser por esto, o por los genes de pueblo que mi santa madre terminó heredándome, que mi tata siempre intentó cuidarme de los peligros del mundo «civilizado»; o como él decía, «cuidado con los provincianos, son todos unos atorrantes».

Mi viejo; hombre familiero, de tradiciones, boina y alpargatas. Me gusta pensar que él sabía que tarde o temprano me iba a mandar una cagada importante y le iba a tener que decir a su señora que, desde ese momento habría un plato menos en la mesa. Pero, estoy muy seguro de que nunca pensó que terminaría abajo de la rueda de una Rapi-Moto; ignorando el hecho de si realmente sabía qué eran estas.

¿Qué queres que te diga? Hay veces que me sorprendo a mí mismo…

Ahora. Es bien sabido que los campesinos son hombres de religión por naturaleza; el tata de mi tata se lo inculcó, y él hizo lo mismo conmigo. Imagínate entonces mi sorpresa cuando, tras sentir con lujo de detalle la marca de la rueda sobre mi cabeza, acabé descubriendo que cuando la música se termina, en realidad sigue el baile; pero… no es precisamente tango de lo que hablamos.

—Felicidades, señora. ¡Es un barón!

En ese mismo momento, me vi a mí mismo en los brazos de lo que en un primer momento pensé eran una pareja de gigantes. Naturalmente, y como haría cualquier persona en mi situación, grité desde lo más profundo de mi alma. Mas fue con ese mismo chillido, mismo que resultó bastante más agudo de lo esperado, que me percaté de la gravedad de mi situación. Y miré entonces mis manos, percatándome de que las zarpas roñosas con las que ayudaba al tata con el campo habían sido reemplazadas por manitos frágiles y aniñadas.

«No me la contés… ¡La palmé en serio, la concha de mi madre!» clamé dentro de mi cabeza.

No podría explicar con palabras la tormenta de emociones que abrumó a mi pequeño corazoncito en ese instante, pero sí puedo asegurar una cosa. El llanto que de mi nueva garganta de emanó no fue concebido con la intención de guardar las apariencias; en realidad, fue bastante sincero…

—Vaya bebé más llorón… Seguro heredaste el carácter de tu padre —masculló la que era ahora mi madre, con un tono cansado pero que bordeaba la indiferencia.

¿Cómo se lo explico, señora? ¿Qué cara pondría si supiera que su hijo tiene en realidad el conocimiento y la madurez (ponele) de un adulto joven? ¿Cuán grande hubiese sido su temor y confusión? Puede ser que incluso mayor a la que en esos momentos me asfixiaba. Aunque, siendo sincero, de haber podido comunicarlo, no hubiese sido algo que alguien pudiese creer. Yo el primero, y eso que se trata de mí.

Tras esto, me pusieron un nombre; Filiu Vulture, o Fil, como me gusta acortar. En mi situación, muchos hubiesen abrazado esto como un nuevo inicio, o una chance para empezar de cero y encontrar las nuevas posibilidades que se le ofrecen, pero yo no era así. Al contrario, esta aborrecí esta idea. Odié ese nombre desde el vamos, y no estaba dispuesto a reconocer como progenitores a nadie que no fuese los que ya conocía. Ese fue el inicio de los problemas, y como dice el dicho, «el que mal empieza, mal acaba».

Tuve tiempo de sobra para figurar mi entorno. El nuevo lenguaje era, como diría el tata, «una bosta»; me tomó más años de los que estoy dispuesto a admitir el aprender a hablarlo con «propiedad», como se me obligó a hacerlo. Y eso es otra cosa, más temprano que tarde descubrí que el seno en que había caído era el de una familia perteneciente a un grupo bastante selecto; o sea, eran bien chetos y estaban podridos en guita.

La familia Vulture resultó tener cierto renombre a lo largo y ancho de Asura; nombre que luego descubrí pertenecía a este extraño reino. Según tengo entendido, sus actividades se mantienen alrededor de la ganadería y el comercio, pero su fuerte está en el arreglo político que cualquier otra cosa. No está ni cerca de ser de las familias más notables, pero por lo que pude intuir, varias de ellas nos deben favores.

Ahora, sobra decir que las intenciones de esta gente no era otras que las de, con el paso del tiempo, ponerme a la cabeza de su organización. Por lo tanto se me fueron impuestas ciertas expectativas, como podría ser vestir, hablar, actuar bajo ciertas normas y tener algo de idea a la hora de pelear para no convertirme en Julio Cesar. Esto, en un principio no hubiese representado un problema, de no ser porque sus maneras eran, «incorrectas» por decir lo mínimo.

Por ejemplo, perdí la cuenta de cuantos golpes de regla en los dedos acabé ganando a causa de pronunciar mal la palabra «concurrente», o cuantas veces me mandaron al rincón por no sentarme derecho. Mierda, ni siquiera me dejaron la posibilidad de salir al patio de la casa, y ni hablar de ir más lejos que eso.

En términos simples, pasé de ser pibe de campo a perrito cheto.

En cuanto al cariño de mis supuestos padres, yo diría que era similar al amor que se tenían entre sí; o sea, había suerte si no intentaban arrancarse los ojos entre sí. Podían pasar días sin que ninguno de los dos me dirigiese la palabra, y tan feliz estaba con esto que aprovechaba cada interacción para crear un bonito ambiente familiar. Como cuando Rufford (mi nuevo padre) no dejaba de insistir con el uso apropiado de los cubiertos; acabé lanzándole el plato de comida a la cabeza. O cuando recibí la paliza de mi vida por parte de Evelyn (mi nueva madre) cuando me desafió a un duelo de esgrima para, según ella, probar como iban mis clases.

No pasó un solo día sin que añorase el volver a mi vieja vida. Tanto lujos a mi alrededor y yo no era dueño de disfrutar de ninguno de ellos. Hubiese preferido pasar el resto de mis días en aquella humilde pobreza antes que vivir encadenado en un ese circo de locos. De repente, los techos de chapa y la caca de animales no sonaban tan mal. De nuevo resonaron las palabras del tata cuando decía que uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde.

Dicho esto, está de más aclarar que no tardé en comenzar mi búsqueda por algún tipo de escape. Una cosa era cierta, por muy tentador que una vida en la nobleza pudiese sonar, no tenía pensado quedarme en esa casa hasta los dieciocho; y de ser posible escaparía antes que siquiera cumplir diez años.

Pero de nuevo, la vida… es como una botella de Manaos, y yo estaba a punto de encontrar las primeras piedras.

Una buena noche de invierno fui despertado por el llamado de la naturaleza. El arrullador silbar del viento a las afueras me tentaba con la necesidad de ignorar la presión en mis bajos, y por un momento, el mojar la cama parecía un pequeño precio a pagar con tal de no despegarme de ella. Pero como no soy un animal, decidí optar por la opción más lógica.

«Incordio…»

Desde que recuperé la capacidad de caminar, sentí cierta fascinación por el atisbo del mundo de un niño de seis años. Todo parecía gigante a mi alrededor. Era un poco aterrador, pero tenía un encanta particular. Sin embargo, fue esa misma noche cuando aquella perspectiva se puso en mi contra. El atisbo del pasillo que tantas veces había recorrido se sentía más opresivo de lo normal. Eché la culpa al silencio, la sugestión, o tal vez a algún instinto oscuro despertado de la mano del peligro. El punto es que, sin saber el porqué de ello, pude sentir que algo no andaba bien.

El sonido del chisporrotear de las llamas de la chimenea llegó a mí a medida que me acercaba al final. Vi su apenas perceptible resplandor asomándose por la esquina ultima del corredor, y sentí cierta calidez por su presencia. Mas, al acercarme, pude oír un cuchicheo distante que viajaba a través del eco de la sala contigua; un murmullo suave, que intentaba no ser oído por aquellos ajenos a la conversación. Sin embargo, algo con lo que mis nuevos progenitores no contaban, era que el oído de alguien tan joven tenía una sensibilidad bastante mayor a la suya.

—El muchacho es un desastre —masculló Rufford—. No atiende a razones, y siento que cada vez está menos comprometido con nosotros. ¿Cuán ingrato puede llegar a ser?

—No me sorprende —carcajeó Evelyn—. Es hijo tuyo, después de todo. Es despectivo, y desobediente, tal y como su padre.

Estaba borracha, pude notar el extraño siseo en su tono.

—La diferencia es que yo conozco mis límites, y sé cuándo y cómo comportarme. Tú, por otro lado…

—No trates de echarme la culpa. Ya viste como salieron los otros, eran prácticamente iguales a ti.

«¿Otros? ¿Qué otros?» acoté para mis adentros.

—Tal vez… pero sí es diferente. Este es bastante más agresivo que los demás. Tiene un fuego muy interesante, pero carece de la capacidad para enfocarlo. Puede que sea buena idea el adelantar la decisión final.

Una carcajada estridente llegó hasta mí, hija del humor tan asqueroso de Evelyn.

—Awwww, mi pobre Rufford está cansado de aguantar a su chiquillo de seis años. ¿Será que el paso de los años te empieza a afectar? ¿Los empiezas a sentir?

—Basta —exigió levantando un poco la voz—. Trato de tener una conversación seria contigo, y tú sigues intoxicándote con esa basura. Tal vez Filiu necesite un poco de compañía.

—¡Ha! Como si pudiese asustarme con eso. ME NECESITAS —blandió con frialdad—. Y yo te necesito a ti. Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas?

Un silencio escabroso llenó el ambiente antes que Rufford volviese a hablar.

—No importa. Tampoco es como si las cosas fuesen a cambiar de repente. Él no se va a reformar, y yo no necesito un heredero que se ponga en mi contra.

—Pues por mí que se lo coman las bestias.

Estaban de acuerdo; tras tantas peleas, por fin estaban de acuerdo en algo. Esa escena bastó para despertar el pánico en mí. Sentí el latir de mi corazón acelerándose, y la necesidad de correr fue tan fuerte que no pude evitar zapatear un poco. Y ante su eco, la atmosfera se volvió incluso más tensa. La charla se detuvo; las voces de Rufford y Evelyn desaparecieron, como si ellos hubiesen sido arrancados de la misma creación. Ojalá hubiese sucedido.

Una gota de sudor frío rodó por mi mejilla ante la posibilidad de haber sido descubierto. Apreté los parpados, y acerqué una oreja contra la pared. Nada. El inquietante chisporrotear de la maldita chimenea era lo único que nos separaba del mutismo absoluto. Esto, sin embargo, no alcanzó a durar. Lo oí entonces, y mis ojos se abrieron como un par de platos. Fue una diminuta cacofonía, un sonido tenue que bastó para sacarme un par de canas. Tras minutos de insufrible quietud, oí el agudo y disruptivo chirriar de una tabla de madera levantándose… a apenas unos centímetros de mí.

«¡CORRE!» exigió la voz en mi cabeza.

Mandé al carajo cualquier intento de sigilo. Salí disparado en dirección a mi cuarto como alma que lleva el diablo. En ese momento, el pasillo que anteriormente medía un par de metros parecía ahora alargarse hasta el infinito. Oí las pisadas de Rufford, sus botas rasqueteando el suelo como las garras de un animal salvaje. Fueron apenas unos segundos, una carrera que no duró más que un abrir y cerrar de ojos, mas puedo asegurarte que se sintió como una eternidad.

En el instante en que puse un pie en la entrada del cuarto, una leve onda de viento acarició mi nuca. Sentí la sombría y tenue brisa del abanicar de una mano fría y despiadada, y mi piel se erizó. Sin pensarlo una sola vez me aferré al picaporte, azoté la puerta y me apresuré a poner el cerrojo.

—¡FILIU! —la voz de Rufford estalló en medio de la noche— ¡ABRE EN ESTE MISMO INSTANTE!

El picaporte se agitó antes que la madera fuese violentada por el bruto al otro lado de la misma. El cerrojo vibró y tornillos saltaban con cada una de sus envestida. Me apresuré a ayudar la estructura empujando la silla de mi escritorio, pero una cosa era evidente. No iba a aguantar mucho.

—¡Estás en grandes problemas, hijo! ¡Por tu propio bien abre esta maldita puerta!

Volteé a mirar a mi alrededor. Mi mirada cayó repetidamente sobre la ventana. Me acerqué a ella, contemplando una caída de al menos cuatro metros hasta el suelo de piedra. De haber sido mi otro yo, tal vez lo hubiese conseguido; habría sufrido algunos golpes, pero nada que me impidiese correr o arrastrarme lejos. Pero con este cuerpo tan pequeño, siendo tan pequeño y frágil, no habría oportunidad de sobrevivir.

—FILIU. ABRE. LA. PUERTA —exigió una última vez, envistiendo con incluso más fuerza que antes.

Astillas saltaron de la puerta y el quejido de las bisagras retumbó a mi alrededor. Estaba contra la espada y la pared. Pocas eran mis opciones, así como el tiempo que me quedaba. Mi elección no estaba clara… pero era el momento de tomarla. Arranqué las sábanas de mi cama, abrí la ventana y até un extremo al marco. Era hora de hacer mi jugada.

Finalmente, la entrada cedió. La figura del viejo bastardo al que debía llamar padre apareció en mi habitación, gruñendo y mirando a su alrededor con una mirada asesina. Gritó mi nombre y otra vez antes de notar la escena de mi escape. Se abalanzó sobre ella, y en el lugar se mantuvo tratando de divisar cualquier figura que se escondiese en las sombras. Su frustración creció y creció, llegando a su punto máximo con la realización de que no era capaz de encontrarme. Y golpeó entonces el marco, dejando salir su ira con un rugido abrumador.

—¡AAAAAAHHHHHH! ¡FILIUUUUUUUUUUUU!

Sus pisadas hicieron estremecer el suelo mientras el bastardo se alejaba. Mi corazón, mismo que aún latía con pavor, dejó existir un ápice de tranquilidad. Una picara sonrisa alcanzó a dibujarse en mi rostro cuando el idiota se fue sin revisar más allá de lo evidente. Escuché el eco de sus gritos, reclamando e insultando a la puta que tenía por padre, y luego exigiendo a la guardia que me encontrase cuanto antes fuese posible. Ahí fue cuando supe, que era el momento.

De manera lenta y cuidadosa, abrí las puertas del ropero y abandoné su protección. Miré a mi alrededor, y ni corto ni perezoso me dispuse a hacer un rejunte de pertenencias; solo lo más importante para el viaje.

Sí, es verdad. Puede que yo no fuese un espadachín nato, puede que no tuviese los modales ni la elegancia que ellos hubiesen deseado, ni mucho menos el valor para dirigir una empresa. Pero, siendo hijo de familia gaucha, sí tenía algo que nadie fue capaz de ver…

—¿Grandes problemas? —reí en silencio—. Grandes tus cuernos, viejo puto.

Mi maldita viveza argentina.