Capítulo 3: Hienas.

«Cuando miras directo al abismo, el abismo te devuelve la mirada…» No sé quien lo dijo y no me importa, pero es una gran frase.

Tras nuestro no tan exitosa fuga, lo siguiente fue intentar escapar de la atenta mirada del Viejo Cornudo. La estrategia para esto fue muy simple; evitar cuanto fuese posible el cruce con sus ojos. Para esto, el andar por caminos, pueblos, ciudades, y todo lugar que albergara a fuerzas de la ley, quedó relegado a nada más que necesidad absoluta. La ejecución de esto fue… complicada, sí, pero también bastante exitosa.

«Necesitamos prepararnos, para eso nos esconderemos un tiempo. Por ahora, usted céntrese en mejorar. Yo me encargaré del resto.» fueron las palabras del mayordomo. Su idea era simple; entrenar. Él quería mostrarme la manera de «cuidarme a mí mismo», por llamarlo de algún modo. Y qué mejor forma que andar a través de territorio inhóspito y peligroso, ¿no? Nada forja el carácter como jugar a ser Tom Hanks en el naufrago.

Lo primero fue enseñarme a sobrevivir. Para esto, Erron solía dejar en mis manos la responsabilidad de buscar refugio y comida. Él estaba conmigo, me acompañaba durante viaje durante el día para que no me comieran los mosquitos, pero una vez la noche empezaba a caer, el desgraciado desaparecía de la faz de la tierra. Más que Alfred parecía Batman. No me dejaba solo, sin embargo. Estaba cuidándome; escondido de una manera que para mí era imposible de entender, pero por ahí andaba. Eso no quita el hecho de que la mayoría del tiempo fuese, cómo diríamos en casa, «dejado a la buena de Dios».

Y hablando del rey de Roma, traté de contactar con mi supuesto benefactor, el señor Hombre-Dios. Me sentí como una quinceañera al teléfono esperando cada noche para que apareciese en alguno de mis sueños, pero en su lugar tuve que aguantar la misma tonta pesadilla en la que acababa cayendo al vacío sin motivo aparente; sí, por lo que veo eso también pasa de este lado del charco. No tardé en frustrarme por ello, por lo que tan solo le dejé estar.

En fin… Los primeros meses fueron bastante fructíferos. Aprendí a las malas, pero supongo que era la mejor manera de hacerlo en nuestra posición. El tata solía llevarme de cacería cuando era pequeño, por lo que no empecé desde cero. Un buen par de trucos de su repertorio me fueron útiles. No tardé demasiado en aclimatarme a la vida de salvaje. Pero eso sí, los problemas intestinales por comer porquerías de dudosa procedencia no se hicieron esperar. Dato muy importante, si animales evitan ciertas plantas, EVITALAS TAMBIÉN.

Luego llegaron las sesiones de entrenamiento. Amigo… Erron no se contenía ni un poco. No trato de decir que sus clases no funcionasen, todo lo contrario, aprendí relativamente rápido; el problema era que golpear a un menor hasta dejarlo sangrando en el suelo no me parecía (ni me parece) la mejor manera. Pero qué voy a saber yo, ¿no?

—¡Las peleas justas no existen! ¡El enemigo nunca le va a extender una mano, amo Fil! ¡Ellos son hombres con mucha más fuerza y experiencia que usted y no dudarán en acabarlo a la mínima posibilidad! No hay razón para seguirles el juego. Busque su propia ventaja y llévelos hasta ella. ¡Observe, planifique, y luego actúe!

Una cosa que acabé aceptando es que, las espadas no eran lo mío. No importa cuánto lo intentase, tan solo no conseguía conectar con el estilo ni la forma de mi maestro. Misma razón por la cual, y tras muchos (dolorosos) intentos, acabé cambiándolas.

Conseguimos un set de dagas en el mercado de un viejo pueblo (es mi forma de decir que las robamos). No brillaban por su calidad ni estética, pero eran funcionales. Me sentía más cómodo, y desde luego me movía mejor. Además comencé a practicar el lanzarlas, cosa que siempre me pareció muy fachero en las películas; aunque resultó ser más complicado de lo que aparentaban.

A paso lento pero seguro comencé a moverme en la dirección correcta. Así mismo, a poco más de haber cumplido un año de comenzada nuestra cruzada, el mayordomo decidió dar un paso al frente. Ya había aprendido suficiente, era hora de poner eso a prueba.

Él jamás les puso nombre, pero a mí me gustaba decirles «Misiones de Caza». Consistían en ponerme la pieza de un animal como objetivo y dejarme a mi suerte para conseguirla. No había una forma especifica de resolver esas situaciones, pero de una forma u otra siempre acababa en «duelo a muerte con cuchillo». ¿Fue duro? Bastante, sí. ¿Me golpearon? Como no tienes ideas.

Al principio no encontré muchas dificultades… hasta que la barra subió, y los depredadores aparecieron. Por suerte, solo me dio de cazar a algunos pocos, pero cada vez que se me encomendaba uno mi presión sanguínea subía. Supongo que ese era el punto, y aunque se sentía bien el regresar con la victoria a cuestas, no negaré que más de una vez me encontré gritando y corriendo mientras un perro o gato salvaje me perseguían.

Ahora quiero aclarar una cosa. A pesar de que lo esté vendiendo como tal, Erron no era ningún desalmado. El tipo… bueno, sí, era bastante frío la mayoría del tiempo, pero creo que en verdad se preocupaba por mí. Incluso cuando fallaba en las tareas, él no me lo recriminaba. Escuchaba mis quejas, y en sus viajes a la ciudad siempre me traía golosinas y alguna que otra tontería más. Apuntaba a mis errores y me obligaba a pensar en ellos, pero fue gracias a eso aprendí a superarlos. Supongo que no era del tipo de persona que esquiva los problemas. Él era… «complicado», por así llamarlo. Pero no, no le voy a perdonar que me rompiese la nariz tantas veces.

No me costó tomar confianza, sin embargo… Erron esquivaba mis preguntas. No fueron pocos mis intentos por hablar de su plan. Traté demasiadas veces de que se abriese conmigo, pero antes de llegar a nada siempre me interrumpía con otra cosa. Lo poco que sabía era ese nombre; Ariel Anemoi. Lo había escuchado antes, juro que oí a Rufford mencionarla en algún momento, pero no podía ubicarla. Y otra cosa era que, más allá de lo evidente, no sabía hacia donde íbamos. En este punto, llevábamos dos años caminando, sin rumbo, sin respuesta ni motivos alguna.

Podré haber tenido el cuerpo de uno, pero yo no era un niño. Podía ver los agujeros en su historia, y estos terminaron afectándome; comenzó a hacerme ruido, y nada bueno puede salir de la pérdida de confianza en un equipo. Y esto solo empeoró luego de «el desastre».

El día comenzó de lo más natural. Esa misma mañana, justo cuando retomamos el viaje, creí oír un muy leve silbido en la brisa. Andábamos por campo abierto, es normal que el viento suene en tu oído al viajar por planicies como esa. Creí que me lo estaba imaginando. Mas cuando mi compañero se detuvo a mitad de la nada, y su perdida mirada se frunció con seriedad hacia un punto distante en el horizonte, supe que algo no andaba bien.

—Amo Fil… —alzó su mano apuntando al oeste.

Tardé en notarlo. Tras enfocar mi visión, distinguí la silueta de un pilar de luz, apenas del grosor de una aguja, elevándose hasta las nubes; una línea azulada que partía el paisaje como si de una regla se tratase. Me pareció extraño, pero a simple vista era solo eso. Y luego empezó a ensancharse… más, y más, y más. Mi pulso se aceleró cuando el pitido en el viento aumento su intensidad. Instintivamente llevé las manos al cinturón, empuñé las dagas, y me lancé al suelo enterrando ambas en el césped.

El viento nos azotó sin piedad. Erron se esforzó por mantenerse de pie mientras la corriente levantaba mi cuerpo como si fuese una hoja de papel. El pilar continuó creciendo, tragándose el horizonte y todo lo que estuviese en su camino. Era un escenario apocalíptico, una vista que haría estremecer a cualquiera. Duró al menos unos quince minutos, y de la misma forma que empezó… acabó. No hubo una explosión, un espectáculo ni una advertencia previa. Tan solo se terminó, como si ya hubiese cumplido con su tarea y no tuviese motivos para seguir existiendo. Y tras esto… el silencio se hizo presente.

—¡¿Qué fue eso?! —mascullé en mi confuso nerviosismo.

—Fittoa… —musitó el mayordomo—. Eso fue en la región de Fittoa.

Ninguno lo sabía en ese entonces, pero… acabábamos de presenciar la muerte de miles de personas. La gente llamó al evento «El Desastre de Mana».

En los días siguientes, mi compañero estuvo más evasivo que de costumbre. Pude notarle especialmente pensativo; le estaba dando vueltas al hecho, eso era evidente. Me atrevo a decir que había noches en las que ni siquiera dormía por pensar en ello. Pero por supuesto, no me iba a comunicar el porqué de ello. Esto había sido algo enorme, y por supuesto no estaba en sus planes; para bien, o para mal.

Una noche de esas en las que decidió no me dejarme solo, se acercó a la fogata y conversamos mientras la comida se calentaba. Esto no era tan extraño, pero el hecho de que fuese él quien empezase la charla sí daba a entender ciertas intenciones ocultad. Sacó de su saco una botella de alcohol, uno bastante caro según lucía la botella, y me ofreció un vaso.

—Tome un poco. No tiene nada de malo ir familiarizándose con el sabor, ayudará un poco a atenuar el frío.

No estoy seguro de qué tan aceptable es ofrecerle vino a un niño de ocho años, pero no iba a quejarme. Extrañaba el beso del pedo, y poca importancia le di a las connotaciones morales, las cosas como son. Además, si tenía edad para andar corriendo con cuchillos (que tampoco), ¿por qué no ir tomar un poco?

—Amargo —carcajeé—. Estaba esperando algo un poco más dulce, pero gracias.

—Sí… Tendrá que perdonarme. Soy más de los sabores amargos, y no planeaba compartirlo con usted. Sin embargo, esta noche es especial.

—¿Ah sí? —alcé una ceja—. ¿Y por qué es eso? ¿Pasó algo? ¿Por fin va a darme un resquicio de su super elaborado plan?

Erron rio ante mi evidente insistencia.

—No lo recuerda, ¿verdad? No me sorprende. Es complicado llevar la cuenta de los días sin un calendario. Hoy, mi señor y amigo, se cumplen dos años de nuestra partida.

No tardé un segundo en reconocer la falsedad en esas palabras. Y el por qué de eso fue que, yo mismo conté los días. Los dos años se había cumplido hace ya unos meses. Esto despertó cierta inquietud en mi persona.

—Ah… Claro… ¿Ya dos años? Pareciera que fue ayer cuando Rufford intentó mandarme a conocer a la familia —lancé una risa forzada.

—El tiempo vuela cuando uno está ocupado, y usted ha estado más ocupado que nadie. Ha mejorado bastante, sobre su puntería. Jamás he visto a un niño lanzar cuchillos como usted.

«¿O sea que vio a otros niños lanzar cuchillos? No es que me sorprenda.»

—Heh, bueno… tengo un muy buen maestro, supongo.

Noté cierta picazón en mi lengua al decir eso. La sonrisa en mi rostro desapareció de manera lenta a medida que la imagen de Erron empezó a difuminarse.

Este último suspiró.

—Siento… No poder ser tan honesto con usted como me gustaría, amo Filiu… La situación en la que nos encontramos es muy precaria y no puedo tomar más riesgos. Pero todo tiene su por qué, se lo prometo.

Me empezó a costar entender sus palabras. Sentí como las fuerzas me abandonaban poco a poco. Derramé el vino en el suelo cuando el vaso se me resbaló de las manos, y el vaso cayó a centímetros de la fogata.

—Quiero decirle la verdad, quiero que sepa en qué estamos metidos, pero… Temo que no esté preparado para ello. Es por eso que hago esto.

—Q-Qué me hihihte… —traté de hablar, pero mi boca estaba completamente adormecida.

—Lo estoy probando —Erron resopló—. Este será su primer gran desafío… así que delo todo.

Enorme fue el esfuerzo que puse en ponerme en pie, solo para conseguir que mi cuerpo se desplomase por su propio peso. Apenas sí sentí el golpe. Lo último que vi fue la imagen del mayordomo, con su mirada perdida en el fuego mientras se lamentaba el castigo al que estaba a punto de someterme. E incluso en mi estado, completamente dopado y con medio cerebro apagado, reconocí la emoción predominante en mí. No estaba asustado, por supuesto que no… estaba profundamente aterrado.

No sé cuánto tiempo estuve dormido. Pudieron ser solo horas o tal vez un día entero; es difícil saberlo. Puedo decirte, sin embargo, que en el momento en que recobré la conciencia, sentí el mareo más fuerte de mi vida. Por primera vez entendí lo que sintió la gente del Titanic. Así y todo, no tardé mucho en descubrir que ya no estaba en la planicie.

«La puta que lo pario…» maldecí para mis adentros.

La ladera de las montañas se alzaba frente a mí; una empinadísima pared de roca que se elevaba hasta perderse a plena vista. Junto a esta, una decena de sus hermanas se apilaban formando una barrera impenetrable e inabordable. La vista a mis espaldas no era mejor, pues constaba de un bosque que parecía tragarse la poca luz que entraba a su reino. Y bajo mis pies, una simple, ordinaria y aburrida nota del bastardo que me abandonó en semejante escenario.

«Las respuestas llegarán al final del viaje. Observe, planee, y ejecute con cuidado» dictaba junto al dibujo de la cabeza de un jabalí.

—¡ERROOOOON! —clamé su presencia—. ¡Mierda, hombre! ¡¿Qué carajo te pasa?!

Mi voz se perdió en los sombríos de los alrededores. No hubo más respuesta que el regresar del eco, mismo que parecía burlarse de mi soledad absoluta.

En ese instante, en medio de mi desacato, pateé sin querer una pequeña montañita de grumos que yacía junto a mi pie. Mis ojos reconocieron el fruto al instante; su color morado, su superficie ovalada y sucia, el olor engañosamente dulce que emanaban.

«Moras sedantes. Un puñado de estas cosas alcanza para mandar a dormir a un caballo.»

—¡HAH! Qué gracioso, amigo. «Vamos a drogar a Fil para darle un buen susto.» Y yo que pensaba que eras… ¡UN VIEJO AMARGO DEGENERADO DE MIERDA!

Y de nuevo, no recibí más que el silencio como respuesta. De haber estado cerca, Erron me hubiese golpeado en la cara por lanzar semejante falta de respeto. Esto iba en serio, y sus intenciones eran más que claras. De todas formas, la manera en la cual me lo había encomendado me cayó realmente mal, y ya estaba pensando en lo que le diría cuando me lo encontrase de vuelta.

—¿Qué? ¿Quieres tu cabeza de jabalí? ¡Bueno! ¡Está bien! ¡La voy a conseguir y te voy a meter los cuernos por el…!

No fui capaz de completar la frase. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, un sentimiento de vulnerabilidad repentina. Dicen que los seres humanos conservamos cierto instinto de nuestra etapa como cavernícolas; que dependiendo de la situación, somos capaces de sentir la cercanía del peligro. No sé qué tan cierto sea esto, pero… en ese instante, me volví muy consciente de mis alrededores.

El tata tenía un dicho para esto; «Cuando estés solo, cuidado cuando el campo se queda callado». Traté de escuchar el graznido de las aves, el andar de los animales, o el ruido de los insectos. Nada; el silencio era absoluto. Eso me heló la sangre.

Volteé hacia la arboleda. Mi corazón se aceleró a medida que la presión sanguínea aumentaba. Una silueta canina me observaba desde el reparo de las sombras. Su sola presencia me paralizó. Estaba lejos, oculta a la vez que presente. Podía sentir su mirada clavándose en mi piel, con esos ojos brillantes que parecían brazas al rojo vivo.

«Una hiena…»

Llevé las manos hasta la empuñadura de mi daga. Hasta ahora, jamás me había encontrado con una de ellas, pero conocía muy bien su forma de actuar. Las estudié en casa por mero gusto personal. Se hacen ver como animales tontos, pero es todo lo contrario; son muy inteligentes. Ellas aíslan y atacan en grupo cuando su presa se encuentra débil o distraída. Esta, por su parte, parecía estar sola. Pero no había manera en que me confiase. Debía empezar a moverme.

Ese fue mi primer llamado de atención.

Empecé a cruzarme con la fauna local. Frente a mí se mostraban plantas de extraño color y textura; arbustos con espinas de al menos diez centímetros que se escondían en su verdor, árboles huecos con aspecto humanoide que parecían moverse cuando uno no los veía, entre otras maravillas que claramente ayudaban a sentirme tranquilo.

La falta de otras criaturas tampoco ayudaba. Sin importar cuan aislado sea un sitio, siempre sueles encontrar pequeños roedores y alimañas carroñeras rondando la zona. Aquí, sin embargo, no había nada. Se sentía demasiado artificial; aparentaba rebosar de vida, pero carecía por completo de ella.

Este no era un bosque ordinario, y mientras más avanzaba más me daba cuenta de ello. Era como si cada centímetro del mismo se esforzase por hacerme saber que no era bienvenido.

«Extraño el ruido de la ciudad…» me dije, recordando el ruido de los autos y los insultos de la gente. Sabes que la estás pasando mal cuando empiezas a añorar esa mierda.

Así mismo pasaron las horas. Gracias a la sombra de las montañas y el reparo de la arboleda, tuve mucho menos tiempo de luz del que hubiese esperado. No tardé demasiado en armar una antorcha; no fue muy complicado gracia a la gran cantidad de yesca y ramas secas en los alrededores. Eso facilitaría mi andar, sí, pero también me haría un blanco evidente. ¿Blanco de qué? Bueno, mi cabeza se encargó de buscar la respuesta a esa pregunta…

«Un jabalí…» empecé a maquinar. «¿Por qué? ¿Cuántas veces me va a hacer cazar ese bicho? Para colmo mira donde me fue a dejar… ¿Qué le pasa a este tipo?»

Cada una de mis pisadas resonaba a través del lugar como si fuese arboles resquebrajándose. Incluso el ruido de mis pensamientos parecía sobreponerse a la quietud; como si estos pudiesen ser oídos a pesar de estar solo en mi cabeza. El principal problema de tanta quietud es que, quedas a merced de la ansiedad de tu mente. Y para alguien como yo, digamos que la creatividad me jugó en contra.

El recuerdo de hace dos años regresó, una y otra vez. Me vi caminando a través del campo, distraído con mis estupideces mientras era perseguido por los hombres a los que no podía ver ni oír, pero que su presencia se hacía notar. El mismo presentimiento golpeaba a mi puerta ahora; el de ser asechado, observado y… cazado.

Tragué saliva intentando calmarme.

«Con solo un par de metros de visión, si algo me saltase no tendría más que un par de segundos para reaccionar…»

Volteé una y otra vez a mi alrededor, encontrando no más que dos sombras que se movían en las tinieblas; la mía, y la de aquél animal. La hiena. Siempre estaba ahí, en la distancia, escondida pero visible, haciéndose notar. Nunca escuché sus pasos, nunca la vi acercarse, ni siquiera moverse. Pero sí su risa. Ese maldito sonido penetró en mi mente como un taladro. Solo estaba ahí, mirándome, burlándose de mí miedo, esperando al momento preciso para atacar. Jugaba conmigo, tal vez.

Mantuve siempre una mano sobre el mango del cuchillo. Sentí mi pulso temblar cada vez que nuestras miradas se encontraban. ¿Estaba ella sola? ¿Con cuantas tendría que pelear si resultaba que no? ¿Podía ganar? ¿Tenía la posibilidad de ganar siquiera? ¿Estaba Erron conmigo o…? ¿O me había abandonado?

«¿Qué estoy haciendo?»

Apuré el paso a la par que oía mis latidos acelerándose.

«A lo mucho soy un pibe de campo. No sé pelear, no sé defenderme. ¿Por qué estoy jugando a esto?»

Empecé a sudar frío. Mi confianza se perdía a cada zancada; el miedo apoderándose de mi raciocinio.

«No… no, lo soy… Ese no soy yo. Soy un niño, tengo ocho años, carajo. ¿Qué mierda estoy haciendo?»

Comencé a correr. No sabía de qué ni hacia donde, solo sabía que no podía quedarme en aquel lugar. Tenía que encontrar la salida, escapar de aquel infierno verde. Mandé al diablo cualquier intento por mantener la calma, y me dejé llevar por los instintos. Mis jadeos probablemente podían oírse a kilómetros a la redonda; un ruido que solo sería superado por lo que ocurriría a continuación.

Pateé la raíz de un árbol. Vi la antorcha volar frente a mis ojos antes de golpear el suelo y apagarse como un fosforo. Rodé sin control, y mi mala fortuna me llevó a aterrizar sobre uno de aquellos arbustos espinosos. Sentí las agujas traspasando mi carne, perforando músculos y nervios. Al principio no hubo dolor. La adrenalina estaba fluyendo, y el pánico no me dejó sentirlo. Pero aun así grité, alcanzando a aturdirme a mí mismo mientras el sonido viajaba hacia el infinito.

Levanté ambas manos para taparme la boca, enmudeciendo el sonido de mi voz. No pude ver nada más que oscuridad. Solo las siluetas del espeso bosque se dibujaban, en un gris suave casi imposible de distinguir. La noche me había tragado.

Ahí me quedé, paralizado en aquel sitio, permitiendo que las gotas de sangre rodasen por mis muslos. Fue entonces cuando, por primera vez, conocí lo que era el auténtico terror. No te voy a mentir, mi amigo; me vi más que muerto. Pensé que hasta ahí había llegado, y por lo tanto… simplemente me dejé estar. Apreté los parpados, y no hice más que esperar.

No me moví, no tenía la voluntad para sobreponerme al miedo… pero tampoco dejé que las lágrimas rodasen de mis ojos. Si se iba a terminar, no iba a darle la satisfacción a «esa cosa» de verme llorar. Fruncí el ceño, bajé los brazos, y me entregué por completo. Y sin embargo… sus fauces de la muerte nunca llegaron.

Los minutos pasaron frente a mí sin que nada ocurriese. Nadie saltó a comerme, nada intentó tomar mi vida. Me dejaron ahí, tirado y abandonado, como si no fuese digno siquiera de tener ese final. Y tras un buen rato, abrí los ojos. Al realizar lo que estaba pasando, mi pobre cabecita hizo lo que pensó era correcto. Me reí. Me reí de mí mismo, de la situación, de todo por lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué, pero… mierda… incluso ahora me siento como un idiota al respecto.

—Sos un payaso… —me dije entre carcajadas— Mira lo que hiciste. Mira el quilombo en el que te fuiste a meter.

No puedo decir que estaba tranquilo, pero sí sentí cierto alivio a la hora de respirar. Bajé entonces la mirada, encontrándome con las tres espinas clavadas en mi muslo derecho. Suspiré ante la tarea que tenía en frente. «Al mal tiempo buena cara» decía el tata. Apreté los dientes, aguanté la respiración, y me mentalicé antes de actuar. De manera lenta y pausada, alcancé a una de las desgraciadas. El solo roce con mi mano me hizo estremecer. Esto iba a doler, puta que si iba a doler. Aferré mis dedos a su alrededor, y tiré de ella sin pensar demasiado.

¡NNNHHHGGG!

Ahogué un grito de dolor absoluto cuando la condenada salió. Jamás, ni en esta vida ni en la anterior, había experimentado algo similar. De nueva cuenta me encontré haciendo un esfuerzo por suprimir las lágrimas, aunque esta vez era más por conservar el poco orgullo que me quedaba.

—Que la pario… Buenoh… dos más.

Volví a comenzar el proceso, mas esta vez no hice a tiempo a tomar la espina. Esta vez, me vi interrumpido por algo inesperado. Mi corazón se hundió en mi pecho. Disparé la mirada hacia la oscuridad, clavando los ojos en el vacío de negrura que ocultaba la fauna. Y se preguntarán, ¿por qué? Bueno… resulta que, en medio de aquella tortura, alcancé a escuchar el leve sonido de algo aplastando hojas secas.

«La hiena…» pensé al principio. Oh… pero qué equivocado estaba.

Me apresuré a tratar de reincorporarme. Ignoré el dolor y me puse de pie casi al instante. Eran pisadas, pero no de animal. Ese no era el ruido de una criatura cuadrúpeda. Era pausado, lento, proveniente de un cuerpo pesado y gigante. Y sí, como podrás suponer, la cereza del pastel; venía hacia mí.

Desenvainé las dagas, y me esforcé por andar en dirección opuesta. Caminar me resultó un suplicio, pero no iba a quedarme a averiguar qué era esa cosa. Escuché sus zancadas, cada vez más sonoras, cada vez más próximas a cruzarse conmigo. No era muy rápido, pero yo tampoco. Luego llegaron sus graznidos, el repicar de sus dientes, el insoportable abanicar de sus brazos abriendo camino a través del verdor. Una cosa era cierta; no era un animal. Era un «monstruo».

Entonces, escuché su rugido. El eco del mismo me impactó de lleno, un sonido tal que me hizo saltar del susto. Me abalancé hacia un costado, accidentalmente esquivando el manotazo venía a por mí. En su lugar, arremetió el suelo. Sentí la onda expansiva del golpe; un ataque que hizo temblar la tierra y me empujó contra los árboles. Y fue ahí cuando lo vi. Vi a la bestia que con su sola presencia reactivó la adrenalina en mi sistema.

Medía al menos dos metros. Sus orejas alcanzaban a rasgar las ramas de los árboles. Sus piernas eran cortas, pero sus brazos y pecho eran gigantescos. Tenía ocio, colmillos y pezuñas, y su cabeza… fue su cabeza lo que me hizo caer en cuenta. Esa cosa tenía el cráneo de un jabalí. Él era mi objetivo de caza.

—No puede ser… —musité poniéndome de pie.

El colmilludo se abalanzó sobre mí, alcanzando a recorrer una gran distancia gracias al alcance de sus brazos. Conseguí esquivarlo, pero el ataque hizo estallar la madera del tronco a mis espaldas. La onda expansiva me atrapó, y las astillas se dispararon contra mí. Sí, más agujeros; justo lo que necesitaba.

Clavé una de las dagas en el suelo para recobrar el control. No podía correr lo suficiente como para escapar. Debía ingeniar algo diferente cuanto antes.

Lancé el primer cuchillo apuntando a sus rodillas. Apenas le hice un rasguño; la hoja rebotó como si hubiese golpeado contra la roca. Sus músculos eran demasiado gruesos, tendría que acercarme si quería hacer algo. Claro está que eso no era una opción.

En respuesta, la criatura rugió con ira. Bajó la cabeza, apuntando sus colmillos hacia mí antes de embestir con todo. Me paralicé. Como comparación, aquello fue como si estuviese parado frente a las vías de un tren. Estuve a nada de ser empalado u aplastado. Digamos que el instinto de supervivencia pudo más que el miedo. Esquivé el ataque principal, pero el maldito me asestó con el reverso del antebrazo. Una vez me caí del techo de mi casa; estaba ayudando al tata a arreglar las goteras, y una de las tejas se desprendió y caí unos tres metros. Bueno… ese ataque dolió más que eso.

Podría jugar que al menos un par de costilla fueron rotas por aquel impacto. Grité, tanto a causa de este como de la propia desesperación, y el colmilludo me regresó el cumplido. Escuché sus pezuñas rasgando la tierra, antes de que sus pasos aceleraran de nueva cuenta. No podría esquivar otra embestida. Entonces, frete al pavor de una muerte horrible e inminente, me serví de la viveza y el instinto de mal perdedor. Tomé la última daga entre mis dedos y la lancé junto a la última chispa de esperanza que quedaba.

Juro que nunca vi un cuchillo volar tan pendo; era como verlo en cámara lenta. Habrá sido apenas una fracción de segundo, pero para mí fueron como horas. Cerré los ojos antes de ver el resultado, y lo único que confirmó mi acierto fue el chillido del monstruoso jabalí. Acerté, justo en el ojo.

Eso no lo mató. No existía un mundo donde un ataque así fuese suficiente, pero sirvió para tumbarlo. Su embestida tambaleó, y llevó ambas manos al rostro para tratar de retirar la daga de su cuenta. Inmediatamente me lancé a los arbustos, sin siquiera fijarme si eran seguros para ello. Me arrastré, gateando como un bebé y haciéndome tan pequeño como fuese posible.

Junté piernas y brazos, y apreté los parpados, dejándolo todo a la suerte. Una vez más, no sé a qué, ni a quien, pero dediqué mis plegarias a quien quisiese oírlas. Mierda, incluso hubiese aceptado dárselas a Hitogami en ese momento, ese era mi nivel de desesperación.

Ahí me quedé; inmóvil, indefenso, tieso como estatua. Oí el cada vez más enrabiado gemir del jabalí. Oí mientras ahondaba los alrededores en búsqueda de mi presencia. Oí sus pisadas, mismas que resonaron a apenas centímetros de mí, y oí el caer de las gotas de saliva en su boca. Y tras tanto… ¿quieres saber qué más oí? Pues… nada; el silencio, la quietud, y los latidos de mi aterrado corazón. Y cada vez más suaves y pausados fueron estos; cada vez más tranquilos, y débiles a cada instante en que las emociones se extinguían, y mi conciencia se dejaba guiar por el cansancio. Me gustaría decir que encontré el sueño por cuenta propia, pero… la verdad es que me desmayé.

Tras esto, un tiempo pasó. No sabría decirte cuanto, pero para mí fueron horas de intensa negrura. Fui arrastrado al mundo de los sueños, lugar donde la gente descansa y se tranquiliza, pero no la gente como yo. Y ahí, tras tanto tiempo, tuve el reencuentro que tanto había estado esperando; tarde, pero podríamos decir que ocurrió en un buen momento.

—¡Hey, mi buen amigo! ¡Abre esos ojitos de sapo!

Aún estaba alterado, cabe recalcar, y la voz del Hombre-Dios no fue reconfortante de ninguna manera. Gruñí con pesadez mientras me levantaba del suelo de tierra, y crucé miradas con el hombre de completa blancura. El desgraciado estaba igual que la vez anterior; sentado, con un semblante tranquilo y el mate en una mano.

Mi primera reacción fue… bueno, la esperada.

—¡PEDAZO DE HIJO DE PUTA! —le grité apuntando a su cara—. ¡HASTA QUE APARECISTE!

—Qué extraña forma de saludar que tiene tu gente, pero aquí solemos usar un simple «buenos días». Te sugiero que lo tomes en cuenta.

—Buenos días, pedazo de hijo de puta —refunfuñé tratando de calmarme—. Llevo meses queriendo hablarte. ¿Te acordaste por fin de tu supuesto «amigo»?

—No soy un perro para que puedan llamarme —se encogió de hombros sin borrar su sonrisa—. Tengo cosas mucho más urgentes que sentarme a conversar contigo, amiguito. No eres el único que necesita mi ayuda. Además, y por lo que pude ver, te las has estado arreglando bien sin mí.

—¿Bien? PERDI EL TABIQUE DE LA NARIZ —fútilmente traté de mostrarle antes de recordar que este era mi viejo cuerpo.

—Ah sí, recuerdo eso. ¿Qué tal el nuevo amigo que te di? Te está enseñando bien, ¿eh?

—Me está matando, ¡de la forma más literal posible! Me dejó a mi suerte contra ese… bicho raro, jabalí, furry. Y perdona si sueno un poco «agresivo», es que vengo de ser casi empalado.

—Te la puso difícil, ¿eh? Bien, los hombres se forjan en al fulgor de las dificultades. O eso dicen por ahí.

Su actitud tan despreocupada no dejaba de molestarme.

—¿Me vas a decir eso nada más? ¿Qué pasó con la ayuda? ¡Pensé que teníamos un trato!

—sh sh sh sh, easy partner —alzó una mano para detenerme—. El trato se mantiene, así como el favor que me debes. Es por eso que estoy aquí, para cumplir mi parte y brindarte algo de mi sabiduría milenaria.

—Sabiduría «milenaria»? —alcé una ceja con escepticismo—. No necesito consejos, ¡necesito ayuda! ¡No puedo escapar del bosque solo!

—¿Y por qué no? —replicó con dándole un sorbo al mate—. ¿No tienes ya ocho años? Vas sobradísimo. Además, creo que no estás viendo las cosas con perspectiva.

—¡¿QUE?! —clamé indignado.

—Perspectiva. Mira, voy a ser tan directo cómo es posible. Sí, es verdad, NO HAY FORMA DE QUE GANES ESA PELEA.

Las palabras fueron ahogadas en mi garganta al oír aquello. Incluso con aquel cuerpo imaginario, sentí que iba a sufrir un ataque de nervios. No estoy seguro de si eso es posible, pero al menos lo sentí.

—Pero… —continuó la deidad, blandiendo una maliciosa sonrisa—. Ahí está el truco. No necesitas «pelear» para ganar.

—¡Ah, claro! ¡Evadir el problema! ¿Cómo no se me había ocurrido? —repliqué con sarcasmo.

—¡No, tonto! Ugh… tan listo para algunas cosas y tan lento para otras. ¿Quieres que te lo explique con palitos? Bien.

La deidad se paró ante mí y rondó los alrededores con la frente en alto, dictando su palabra como si se tratase de un profesor hablándole a su alumno.

—Te quiere ventilar al jabalí, ¿verdad? Darle un poco de lo suyo, ya sabes.

No, no quería tener que enfrentarme de nuevo con ese maldito. Sin embargo, había algo que sí quería. Quería saber por qué Erron me había abandonado, por qué me forzó a hacer esto, por qué estaba siendo tan misterioso; quería respuestas, y las quería claras y concisas. Y estaba seguro de que volver con las manos vacías no iba a hacer que se abriese a mis preguntas.

Suspiré y asentí con la cabeza.

—Bien. El problema es que eres demasiado débil. Eres horrible peleando, no sabes esquivar bien, no tienes experiencia, y ni siquiera sabes usar magia.

«Ah, magia, por supuesto que existe la magia en este mundo…»

—PERO… conoces el terreno. Has estado rondando esta tierra por dos años, eres capaz de reconocer lo que te rodea. Y más importante… «Eres astuto».

Volteé a mirarle.

—Observa, planifica, y luego actúa. Erron siempre me dice lo mismo, pero él se refería a hacerlo durante las peleas.

—¿Lo hacía? —me sonrió burlón—. ¿Y qué otra cosa te enseñó a hacer?

—Eh… a buscar plantas, a rastrear animales, a esconderme, poner… trampas…

Entonces me golpeó. La realización llegó de repente, como un golpe directo al rostro. Y al darse cuenta de ello, la sonrisa de Hitogami se ensanchó.

—No te estaba enseñando a pelear, amiguito… te enseñaba a «ganar». Y ganar… pues es ganar. No importan los métodos, no importa el cómo. GANAR ES GANAR, Y PUNTO.

Estas palabras se grabaron en mi cabeza casi al instante. Procedí a pararme, esta vez mirándole con un poco más de confianza.

—Bieeen, me gusta esa cara. Pero hagámoslo divertido. Ponle un nombre. ¿Cómo es eso que siempre repites? Tu…

Viveza argentina.

El desgraciado se rio al oír aquello, pero no necesariamente como burla.

—Me gusta como suena —carcajeó con malicia—. Ahora, te quiero ver usar esa «viveza argentina» en acción. Así que… arriba arriba.

Mis ojos se abrieron casi al instante de haber oído aquello. El cansancio más grande que había sentido jamás yacía a mis espaldas. La escarcha nocturna había humedecido toda mi ropa. Las heridas en mi pierna, espalda y brazos habían disminuido el sangrando, pero no quitaba el hecho de que estaba sentado en un charco de la misma. Era un desastre, pero… cuando emergí de la maleza, me sentí decidido.

La mañana apenas estaba comenzando; el resplandor del sol aparecía por entre las hojas. Alcancé a divisar la primera daga que lancé, ahora descansando en el suelo a la espera de nuestro reencuentro. Me mordí el labio, y sin darme a la espera arranqué las espinas en mi muslo y vendé las heridas.

Me tomé unos momentos para contemplar los alrededores. Yo era débil, estaba desganado, herido, con hambre y frío. Pero tenía un plan. O bueno, un par de ellos, en realidad. Era hora de ponerse a trabajar.

Iba a salir de ese bosque, cueste lo que cueste.

Tras el pasar de las horas, el velo nocturno volvió a caer. El eco de mi voz viajó a través del silencio una vez más. El brillo de la antorcha resplandecía en medio de la arboleda, invitando a que cualquier criatura se acercase a su encuentro. Y por supuesto, la bestia de mis pesadillas no tardó en hacer acto de presencia.

El retumbar de sus pezuñas y de sus vengativos gruñidos se acercaron al lugar, dispuestos a acabar lo empezado. Esta vez no se contuvo. Cargó a la primera de ver el resplandor de la antorcha, embistiendo y destruyendo cuanto estuviese en su camino con la determinación de un bruto. Tomó carrera y salto sin miramientos, aplastando a su objetivo con el enorme peso de su cuerpo. La antorcha cayó, y el fuego se apagó… pero claro. Ese no era yo.

Noté el nacimiento de su confusión al distinguir el cumulo de ramas y astillas en el que había aterrizado. Resulta que, una vez que tus ojos se acostumbran a la oscuridad, no es tan difícil el guiarse por medio de las siluetas. Pero si hay una fuente de luz en medio, pues los objetos que la rodean suelen difuminarse bastante.

—Pasa amigo~

De inmediato se volteó, buscando el origen de mi voz, momento en el que recibió una espina directamente en su ojo bueno. Sentado en lo alto de los árboles, observé mientras la criatura chillaba y se estremecía por el dolor, pero esta no la detuvo. Ahora ciega pero más enojada que antes, cargó en dirección al madero para tratar de derribarlo.

Me puse en marcha. Salté de rama en rama hasta ponerme a salvo de su enfado. Siendo un bosque tan espeso, no era difícil movilizarse a través de su techo. Estaba seguro desde aquella posición, con la desventaja obvia de que no podía contraatacar. Y es que esa es la mejor parte; no tenía la necesidad de hacerlo.

—Ojo por donde vas, loco. Se te puede meter una basurita en el ojo —me reí de su intento.

Continué lanzándole las espinas que tomé de los arbustos. Sus músculos eran demasiado firmes para ser perforados, pero no su piel. He ahí la magia. Veras, pocos saben que la piel de nuestros rostros es mucho más sensible que la del resto del cuerpo; es más fácil lastimarte afeitándote la cara que los brazos, por ejemplo. Teniendo en cuenta esto, ya te imaginarás a donde apunté.

De nuevo, esto no lo mataría, pero haría algo mejor. Se puso completamente furioso, decidido a acabar conmigo como fuese. Estaba ciego, y no solo de forma literal; era una fiera.

Sus enormes brazos golpeaban los troncos, los arbustos, las ramas, todo lo que estuviese entre él y yo. Lo que no sabía el pobre, era lo que tenían esos obstáculos. Y es que, me tomé mi tiempo para llenar los alrededores con trampas de espinas. Sí, yo no podía clavárselas, pero gracias a su fuerza desmedida, las malditas se encajaban en su carne como si nada; tres o cuatro a la vez, tanda tras tanda, incrustándose en manos, dedos, rodillas y pezuñas.

Ahora el toque de gracia. Verás, esas no eran solo espinas salvajes. Estaban recubiertas por algo, un líquido morado y espeso que conocía muy bien; el jugo de las moras sedantes. Por supuesto, con un cuerpo tan grande como el suyo, haría falta una buena cantidad de ellas para que comenzase a hacer efecto. Bueno… solo digamos que, llegado cierto punto de la pelea, más que un jabalí, parecía un puercoespín.

Empezó a tambalearse. Su fuerza disminuyó y sus movimientos se tornaron torpes. En ese momento, preparé mi daga. Tendría solo un intento para esto, por lo que debía salir perfecto a la primera. Pero el malnacido no me lo dejaría fácil. Y es que, de la misma manera que pasó conmigo, la pérdida de su confianza le orilló a huir.

Empezó a alejarse de la zona, pero su andar era demasiado lento para escapar. No me costó nada el seguirle la pista. Lo seguí, acercándome poco a poco y haciendo tanto ruido como fuese posible mientras el efecto sedante continuaba. Los roles se invirtieron. Ahora, yo era el que perseguía; yo era el cazador, y él la presa.

Una vez estuve noté el temblar en sus rodillas, la inminente perdida del conocimiento y el porvenir desmaye de mi enemigo, me vi en la posición de asestar el golpe final; y lo hice. Apunté a su nuca, en el lugar exacto donde los nervios conectan la cabeza y el cuerpo. Me aferré al arma en mis manos, y salté.

Sentí el momento en el cual la hoja entró. Sentí cuando el metal cortó las conexiones de su columna, cuando sus nervios saltaron y sus pulmones se vaciaron en un rugido de horror y muerte. Sentí su cuerpo caer, inerte, tieso… derrotado.

Yo era débil. No había razones para creer que podía ganar esa pelea. ¿Pero a quien le importaba eso? Yo necesitaba ganar, yo DEBIA ganar, porque yo DEBIA vivir… porque quería vivir. Por eso mismo presenté pelea a las posibilidades… y por eso triunfé.

Me paré sobre el cuerpo del jabalí y lancé un grito al cielo, liberándome de las emociones que me habían atormentado y desafiando a cualquier otra bestia que quisiese imponerse ante mí.

Y tras esto, la vi. Sentada en la oscuridad, testigo de lo que acababa de acontecer; ahí estaba aquella hiena. Pero esta vez no tenía miedo. Esta vez, la mirada en sus ojos, viendo directamente a su abismo mientras este mostraba sus colmillos. No parpadeé. No titubeé esta vez. En cambio, fue ella quien lo hizo. Sus ojos, rojos como las puertas del infierno, se apagaron hasta desaparecer entre las sombras.

Se fue… pero no murió.