Disclaimer: Este fanfic de Harry Potter es una obra de ficción creada por un fan, sin fines de lucro y con el único propósito de entretenimiento. Todos los personajes, lugares y elementos originales pertenecen a J.K. Rowling y sus respectivas entidades legales. No se reclama ningún derecho sobre ellos y no está autorizado para uso comercial.
Capítulo 1: La Carta en la Ventana
Privet Drive era un vecindario de lo más común. Las casas idénticas se alineaban a ambos lados de la calle, cada una con jardines perfectamente cuidados y coches relucientes estacionados en las entradas. No había nada en aquel lugar que pudiera considerarse fuera de lo normal, nada que llamara la atención. La rutina parecía gobernar cada rincón de esas casas, donde cada familia se preocupaba por mantener las apariencias y asegurarse de que todo, desde el césped hasta las cortinas, fuera tan impecable como el de sus vecinos.
El número 4 de Privet Drive no era la excepción. La casa de los Dursley se destacaba por su pulcritud y orden. Petunia Dursley pasaba buena parte del día limpiando, revisando con precisión meticulosa que no hubiera una mota de polvo fuera de lugar. Las ventanas brillaban con un resplandor que hacía que incluso los vecinos se sintieran un poco culpables de no dedicarle tanto tiempo a las suyas. En el jardín, los arbustos estaban recortados con esmero, y el césped no tenía ni un solo hierbajo. Todo en la casa parecía gritar perfección, al menos desde el exterior.
Pero dentro de esas paredes, la perfección se desmoronaba en cuanto tenía que ver con Harry Potter.
Harry había vivido toda su vida en esa casa, en el cuarto más pequeño del segundo piso. Había llegado a un punto en el que su existencia se había reducido a una serie de hábitos metódicos para evitar conflictos. La tensión entre él y los Dursley era un hecho inmutable, algo que siempre había estado ahí. Sus tíos, Vernon y Petunia, lo trataban con frialdad. Nunca habían hecho el menor esfuerzo por ocultar que lo consideraban una carga, un peso que tenían que soportar porque, de alguna manera, era lo correcto.
Vernon, con su voluminoso cuerpo y su cara roja, siempre había sido el más directo al expresar su disgusto. Gruñía cada vez que Harry cometía algún error, por pequeño que fuera, aunque ya no gritaba tanto como lo había hecho cuando Harry era más pequeño. No, ahora Vernon se contenía. Se había acostumbrado a un nuevo tipo de silencio, uno que transmitía su desaprobación de manera tan eficiente como lo habrían hecho sus gritos. Petunia, por su parte, siempre mantenía esa mirada desaprobatoria, esa mirada que dejaba claro que Harry no era más que una molestia en su vida ordenada. Hacía lo mínimo para asegurarse de que comiera y tuviera ropa, pero nunca más que eso.
Harry lo aceptaba como una realidad inevitable. Sabía que los Dursley nunca lo querrían como querían a su propio hijo, Dudley, pero al menos había aprendido a moverse por la casa sin causar demasiados problemas. Había ciertas reglas no escritas que había memorizado con los años: no hablar a menos que te hablen, no molestar a Vernon cuando esté leyendo el periódico, no interrumpir las conversaciones de Petunia con los vecinos. Y, sobre todo, mantenerse lejos de Dudley.
Dudley Dursley era la versión más joven y malcriada de su padre, aunque con una estatura considerablemente mayor para su edad. Desde que eran pequeños, Dudley había hecho un deporte de meterse con Harry. Lo golpeaba, le tiraba del cabello, escondía sus cosas o se burlaba de él delante de sus amigos. Sin embargo, en los últimos años, algo había cambiado. Dudley ya no se atrevía a acosarlo físicamente. En su lugar, había perfeccionado el arte de la burla verbal, lanzando comentarios sarcásticos y riéndose de Harry cada vez que encontraba una oportunidad.
—¡Eh, Potter! ¿Aún sigues hablando solo como un bicho raro? —soltaba Dudley, con una sonrisa satisfecha, mientras Harry pasaba por la cocina.
Harry ignoraba esos comentarios. Ya había aprendido que responder solo le traería más problemas, así que, en lugar de enfadarse, se concentraba en sus tareas o simplemente se escabullía de la vista de Dudley. Sabía que había una razón por la que su primo ya no lo golpeaba como solía hacer antes, y sospechaba que tenía algo que ver con las visitas regulares que recibía del gobierno.
Al menos, eso era lo que Harry pensaba.
Desde que tenía memoria, Harry había notado la presencia de personas extrañas que venían a la casa dos veces al año. Llegaban sin previo aviso, siempre vestidos con ropa elegante, y los Dursley, que normalmente odiaban las visitas, los trataban con un respeto incómodo. Harry, al principio, había pensado que eran funcionarios del gobierno, enviados para asegurarse de que estuviera bien, ya que era huérfano. Quizá era una política del Estado, o al menos eso le había parecido.
Vernon y Petunia nunca hablaban abiertamente de esas visitas, pero Harry siempre podía notar la tensión en el ambiente cuando el día de una de esas inspecciones se acercaba. Petunia limpiaba la casa con aún más ahínco de lo habitual, y Vernon murmuraba por lo bajo, asegurándose de que Harry estuviera "presentable". Las visitas, sin embargo, siempre eran bastante breves. El agente, normalmente una persona de aspecto serio, preguntaba por las condiciones de vida de Harry y si estaba bien. Vernon respondía con monosílabos, asegurándose de no mostrar su disgusto por la situación. Harry pensaba que lo único que quería su tío era que la visita terminara lo más rápido posible.
Lo que Harry no comprendía del todo era por qué el "gobierno" se interesaba tanto en él. Era solo un niño huérfano, sin ningún talento especial que él supiera. Y, sin embargo, esas visitas continuaban, y siempre se aseguraban de hablar directamente con él antes de marcharse.
—¿Cómo te tratan? ¿Comes bien? —solían preguntar los agentes.
Harry asentía y respondía lo que sabía que querían escuchar. "Sí, estoy bien". "Sí, como bien". "Sí, todo está bien". A veces se preguntaba si ellos sabían más de lo que él mismo entendía sobre su situación. Pero después de tantos años, había dejado de cuestionar esas visitas. Eran solo parte de su vida.
Lo más desconcertante, sin embargo, había comenzado hace un par de años, cuando algunos de esos "funcionarios" empezaron a traerle pequeños regalos o mensajes de alguien que afirmaba haber sido amigo de sus padres. Sirius Black. Era un nombre que Harry había visto unas cuantas veces en pequeñas notas que le dejaban, a menudo junto con algún dulce o una pequeña golosina. Sirius siempre firmaba sus cartas con un tono amigable, asegurándole a Harry que, aunque no podía cuidarlo personalmente por "cuestiones legales", siempre estaba pendiente de él.
Al principio, Harry había sentido curiosidad por este tal Sirius, pero no había encontrado la forma de preguntarle a los Dursley sobre él. No quería desatar la furia de Vernon ni el desprecio de Petunia mencionando algo relacionado con sus padres. Así que había guardado esas pequeñas notas y los regalos, pensando que algún día podría entender mejor quién era aquel amigo misterioso.
Harry sabía que su vida no era como la de otros niños. Lo había aceptado desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, había algo en esas visitas, en las cartas de Sirius, y en los pequeños incidentes extraños que sucedían a su alrededor, que le hacían preguntarse si, después de todo, su vida podía ser algo más de lo que los Dursley le habían hecho creer.
A lo largo de los años, Harry había llegado a apreciar su capacidad para volverse casi invisible dentro de la casa. Aprendió a moverse con sigilo, a realizar sus tareas sin hacer ruido y a desaparecer en su pequeño cuarto cuando no lo necesitaban. Pero a pesar de todo, había una inquietud constante dentro de él, una sensación de que algo faltaba, de que había más sobre su historia que no le habían contado.
Los Dursley, sin embargo, nunca se lo dirían.
A lo largo de sus diez años de vida, Harry había aprendido a encontrar pequeños respiros en su día a día, momentos que le permitían olvidarse, aunque fuera brevemente, de la frialdad de los Dursley. La escuela, por ejemplo, era uno de esos lugares donde Harry se sentía al menos algo más libre. Allí, lejos de las miradas severas de Vernon y Petunia, y de las burlas constantes de Dudley, podía ser simplemente él mismo.
La escuela no era perfecta, claro. Dudley y sus amigos también iban a la misma, y aunque ya no le pegaban ni le hacían bromas tan pesadas como cuando eran más pequeños, todavía encontraban formas de hacerle la vida un poco más difícil. Dudley se aseguraba de que nadie en la escuela se hiciera amigo de Harry, lo que significaba que, aunque no lo acosaran físicamente, Harry solía estar solo en los recreos y en las actividades de grupo. Dudley se divertía manteniendo a Harry aislado socialmente, y sus amigos lo seguían, riendo cada vez que hacían algún comentario despectivo.
Sin embargo, a pesar de esto, Harry había llegado a apreciar el tiempo en la escuela. Era un lugar donde, al menos por unas horas al día, podía alejarse de la rutina opresiva de Privet Drive. Le gustaba aprender, y, para su sorpresa, era bastante bueno en algunas materias. Las matemáticas y la lectura se le daban bien, y aunque nunca lo había pensado mucho, tenía una habilidad natural para entender conceptos que a otros niños les costaba más. Pero su desempeño escolar no era motivo de alegría en casa.
Una vez, había llevado a casa un examen en el que había sacado una de las mejores calificaciones de la clase. Se lo había mostrado tímidamente a Petunia, con una pequeña chispa de orgullo en su interior, esperando, tal vez, una sonrisa, o al menos un comentario positivo. Pero Petunia solo lo miró con sus ojos entrecerrados y murmuró algo entre dientes.
—No creas que por sacar buenas notas te voy a tratar mejor, Harry —le había dicho, sin ni siquiera mirarlo de nuevo.
Aquellas palabras lo habían dejado devastado. Se había dado cuenta de que, no importaba lo bien que le fuera en la escuela, nunca lograría la aprobación de sus tíos. Vernon no había sido mucho mejor. De hecho, cuando se enteró de que a Harry le iba bien en la escuela, su rostro se había puesto rojo de ira.
—Espero que no estés tratando de ser mejor que Dudley, Harry —le había dicho—. Porque no lo eres. Ni lo serás nunca. Dudley es especial, y tú... bueno, tú deberías conformarte con lo que tienes.
Harry no entendía por qué sus tíos parecían molestos cada vez que sacaba buenas calificaciones. Era como si cualquier cosa que hiciera bien, cualquier pequeño logro, fuera visto como una amenaza. Sin embargo, por mucho que le dolieran esas respuestas, Harry había aprendido a no esperar nada de ellos. Si bien disfrutaba el tiempo en la escuela y se esforzaba por hacerlo lo mejor posible, había dejado de buscar la aprobación de los Dursley hacía mucho tiempo.
Dudley, por supuesto, era la razón principal de ese resentimiento. Si Harry obtenía buenas notas, era como una afrenta directa al pequeño dictador de la casa. Dudley no era especialmente inteligente, pero no le importaba. Con sus notas mediocres, y a veces desastrosas, Dudley siempre recibía elogios. Si lograba apenas aprobar un examen, Petunia lo abrazaba y le prometía una nueva bicicleta o cualquier juguete que quisiera. Si llegaba a casa con malas calificaciones, Vernon reía y le decía que las notas no importaban, siempre que fuera un "niño fuerte y saludable".
La diferencia en cómo los trataban no podía ser más evidente, y eso se veía aún más claro en los cumpleaños.
Los cumpleaños de Harry siempre habían sido una decepción. Desde que tenía uso de razón, el día de su cumpleaños pasaba sin pena ni gloria. Nadie mencionaba la fecha, nadie le daba un regalo, y, por supuesto, nadie le deseaba feliz cumpleaños. El primer cumpleaños del que Harry tenía memoria fue cuando cumplió cinco años. Había pasado la mañana esperando que alguien en la casa dijera algo, que quizá Petunia le diera un pequeño pastel o que Vernon mencionara el día en la cena. Pero nada de eso sucedió. La jornada pasó como cualquier otro día, con tareas y silencio.
Con los años, Harry había aprendido a no esperar nada, pero eso no hacía que doliera menos. Era como si su existencia en esa casa no tuviera importancia alguna, como si su presencia fuera un mero accidente. A veces, mientras barría o limpiaba, veía a otros niños de su edad celebrando sus cumpleaños en el parque, rodeados de amigos y familiares, con globos y regalos. Harry nunca había tenido un cumpleaños así. Para él, el día solo representaba un recordatorio de lo solo que estaba en el mundo.
Los cumpleaños de Dudley, en cambio, eran un espectáculo. Desde las primeras horas de la mañana, la casa se llenaba de ruido, regalos y risas. Dudley siempre recibía más de lo que podía contar. Sus regalos no cabían en la sala, y muchas veces Vernon y Petunia se pasaban semanas antes de su cumpleaños planeando la fiesta, decidiendo qué hacer para que fuera aún más espectacular que el año anterior.
Cuando Harry tenía ocho años, Petunia había organizado una fiesta en el jardín para Dudley, invitando a todos los niños del vecindario. Había globos de colores por todas partes, una mesa llena de dulces y un enorme pastel de chocolate. Harry lo observó todo desde su cuarto, sentado en el alféizar de la ventana, viendo cómo los niños corrían y jugaban en el jardín mientras él permanecía fuera de la vista. No había sido invitado, por supuesto. De hecho, ese día le habían dicho que se quedara en su cuarto y que no saliera para nada, para que no "arruinara la fiesta".
Cuando cumplió nueve años, la historia no fue diferente. Dudley había pedido una bicicleta nueva, y Vernon se la había comprado, a pesar de que Dudley ya tenía otras dos que apenas usaba. Harry lo había observado montando su bicicleta nueva por la calle, sintiéndose tan pequeño como siempre, con las manos vacías y sin nada que celebrar.
Los cumpleaños eran, para Harry, un recordatorio doloroso de su lugar en esa casa. Mientras Dudley era el centro de atención, el niño mimado que lo tenía todo, Harry no recibía ni una sola palabra de afecto o reconocimiento. A lo largo de los años, había aprendido a no esperar nada, a simplemente dejar que el día pasara como cualquier otro.
Sin embargo, ahora que se acercaba su cumpleaños número once, había algo diferente en su mente.
Harry estaba solo en el jardín, sentado en una de las pequeñas sillas que Petunia había colocado allí para las visitas (aunque casi nunca tenían visitas, a menos que fuera alguien importante de la oficina de Vernon). Mientras observaba las hojas caídas a su alrededor, no podía evitar pensar en lo que vendría. Sabía que dentro de unos días, tanto su cumpleaños como otra de esas visitas del "gobierno" estarían a la vuelta de la esquina. Siempre venían dos veces al año, y, de alguna manera, siempre parecía coincidir con momentos importantes en su vida.
El cumpleaños número once no debía ser diferente a los anteriores, o eso pensaba. Ningún regalo, ningún pastel, ningún saludo. Solo otro día para ignorar en el calendario de los Dursley. Sin embargo, había algo más en su mente, una ligera sensación de anticipación que no podía explicar del todo. ¿Sería diferente este año? ¿Había algo que debía esperar? Harry no estaba seguro de por qué se sentía así, pero no podía quitarse de la cabeza que algo importante estaba a punto de suceder.
También estaba la cuestión de la visita del "gobierno". No entendía por qué se interesaban tanto en él, pero sabía que esas visitas tenían algo que ver con su bienestar. Quizá, pensaba Harry, si alguna vez alguien del gobierno se diera cuenta de lo que realmente ocurría en esa casa, podría cambiar algo para mejor. Aunque, en el fondo, no se hacía ilusiones.
Con su cumpleaños número once a la vuelta de la esquina, Harry miraba al futuro con una mezcla de resignación y esperanza silenciosa. No esperaba grandes cambios, pero algo en su interior le decía que este año podría ser diferente. No sabía cómo ni por qué, pero algo dentro de él se sentía inquieto, como si una puerta estuviera a punto de abrirse hacia algo más grande de lo que jamás había imaginado.
Harry estaba acostumbrado a las tareas domésticas. Desde que tenía memoria, los Dursley siempre encontraban algo que hacerle hacer: barrer el jardín, lavar los platos, limpiar el garaje o quitar las hojas secas del césped. Aunque siempre se aseguraban de darle las tareas más tediosas, Harry nunca se quejaba. Sabía que no servía de nada. Además, había aprendido a moverse de manera rápida y silenciosa por la casa y el jardín, realizando todo lo que le pedían sin causar demasiada atención.
Pero había algo que Harry no entendía completamente. A veces, cuando estaba solo o concentrado en sus tareas, sucedían cosas extrañas. Cosas que no podía explicar. Había aprendido a no mencionarlas nunca, especialmente porque sabía cómo reaccionarían los Dursley. Sin embargo, esos incidentes ocurrían con más frecuencia de la que él desearía.
Uno de los primeros incidentes que recordaba claramente ocurrió después de un desafortunado corte de pelo. Tía Petunia tenía una obsesión enfermiza con la limpieza y el orden, y no podía soportar que Harry pareciera "desaliñado", como solía decir. Un día, decidió que el cabello de Harry estaba "demasiado largo y sucio", así que lo obligó a sentarse en una silla en la cocina mientras le cortaba el pelo con unas viejas tijeras de costura. Harry, que ya había aprendido a no protestar, dejó que su tía lo rapara sin decir una palabra.
El resultado fue desastroso. Petunia, con su usual falta de tacto, le cortó el cabello tan corto que Harry casi no pudo reconocerse en el espejo. Le dejó solo unos mechones desiguales, y su flequillo, que normalmente usaba para cubrir la cicatriz en su frente, había desaparecido casi por completo. Dudley, por supuesto, se había reído a carcajadas cuando lo vio.
Esa noche, Harry se acostó sintiéndose miserable. No solo había sido un mal día, sino que ahora tendría que soportar semanas con aquel corte de pelo horrendo. Cerró los ojos, deseando que todo fuera un mal sueño. Y entonces, al día siguiente, sucedió algo increíble.
Cuando se despertó y fue al baño, lo primero que notó fue que su cabello había vuelto a crecer. No era posible, pensó, tocándose la cabeza con incredulidad. Su cabello estaba exactamente como antes de que tía Petunia lo cortara, un poco desordenado, pero definitivamente más largo y lo suficientemente abundante como para cubrir su cicatriz nuevamente.
Los Dursley no tardaron en notar el cambio. Petunia, al ver el cabello de Harry completamente restaurado, lo miró con una mezcla de incredulidad y horror.
—¿Qué has hecho? —le había gritado, incapaz de comprender lo que había sucedido.
Harry no tenía una respuesta. No había hecho nada. El cabello simplemente... había vuelto a crecer. Pero, por supuesto, los Dursley no le creyeron.
Vernon, por su parte, se limitó a bufar con furia contenida, apretando los puños mientras intentaba controlar su ira. Aunque Harry no entendía bien por qué, siempre parecía que su tío estaba a punto de explotar cada vez que algo extraño sucedía cerca de él.
Pero esa vez no hicieron nada más. Los Dursley intentaron ignorar lo que había pasado. Nadie mencionó el cabello de nuevo, y Harry, aunque seguía sin entender qué había ocurrido, se sintió secretamente aliviado de no tener que volver a pasar por otro corte de pelo desastroso.
Otro incidente extraño ocurrió cuando tía Marge, la hermana de Vernon, vino de visita. A Harry siempre le incomodaba la presencia de Marge. Era una mujer imponente, grande como su hermano, pero con una actitud aún más cruel. Siempre que visitaba a los Dursley, no perdía oportunidad para menospreciar a Harry, regañarlo por cualquier cosa y recordarle que no era parte de la familia.
Además de su actitud, lo que más incomodaba a Harry eran sus perros. Marge nunca viajaba sin llevar consigo a sus bulliciosos bulldogs, especialmente a su favorito, Ripper, un perro malhumorado que parecía tenerle especial aversión a Harry.
Durante aquella visita en particular, los Dursley habían preparado una gran cena en honor a Marge. Todos estaban en el jardín, disfrutando del clima, mientras Marge tomaba vino y hablaba sin parar sobre cómo Dudley era "un muchacho espléndido" y lo orgullosa que estaba de él.
Harry, por supuesto, había sido relegado a un rincón del jardín, donde lo obligaron a servir bebidas y comida a los invitados. Mientras intentaba mantenerse fuera del camino, notó que Ripper, el bulldog, lo observaba con ojos maliciosos. Antes de que pudiera reaccionar, el perro se lanzó sobre él, ladrando furiosamente y persiguiéndolo alrededor del jardín. Dudley y sus padres se rieron a carcajadas mientras veían la escena.
—¡Corre, Harry! —gritaba Dudley, disfrutando de cada momento.
Harry estaba aterrorizado. Ripper lo perseguía, gruñendo y mostrando los dientes. Sin saber qué hacer, intentó alejarse lo más rápido que pudo. Pero, de repente, y sin explicación alguna, el perro dejó de correr. Cuando Harry se detuvo y se dio la vuelta, no podía creer lo que veía.
Ripper estaba colgando de una de las ramas más bajas de un árbol cercano, con las patas traseras agitándose en el aire. El bulldog ladraba frenéticamente, tratando de soltarse, mientras Marge gritaba indignada.
—¡¿Qué has hecho, chico?! —bramó Vernon, corriendo hacia el árbol para rescatar al perro.
Harry no tenía idea de lo que había pasado. Solo sabía que de alguna manera, Ripper había terminado suspendido en el aire. Los Dursley, sin embargo, no buscaron una explicación lógica. Vernon, furioso y rojo de ira, lo culpó de inmediato.
—¡Esto es culpa tuya! —rugió, mientras trataba de bajar al perro—. ¡Siempre causando problemas!
A pesar de que Harry no entendía cómo podía haber hecho que un perro terminara colgando de un árbol, fue castigado de todos modos. Lo enviaron a su cuarto sin cenar, y Vernon pasó el resto de la noche refunfuñando sobre lo "raro" que era Harry y cómo "estas cosas siempre pasaban cuando él estaba cerca".
Cada vez que ocurría algo fuera de lo común, los Dursley intentaban actuar como si nada hubiera pasado. Sin embargo, era evidente que tanto Vernon como Petunia estaban aterrorizados por la idea de que Harry pudiera estar "desarrollando más su rareza", como solían decir. No lo decían abiertamente, pero Harry podía sentirlo en la forma en que lo miraban, como si esperaran que en cualquier momento ocurriera algo que no pudieran controlar.
Vernon, en particular, tenía dificultades para contener su enojo. Harry había notado cómo su tío apretaba los dientes y los puños cada vez que algo extraño sucedía a su alrededor. Había un fuego contenido en los ojos de Vernon que asustaba a Harry, aunque su tío nunca se permitía explotar como lo hacía en otras ocasiones.
La razón de esa contención, aunque Harry no lo sabía del todo, tenía que ver con las advertencias del "gobierno". Desde que comenzaron las visitas semestrales de los "funcionarios", Vernon y Petunia habían aprendido a manejar mejor su temperamento. Los días en que Vernon solía gritar a todo pulmón habían quedado atrás. Ahora, aunque la frustración estaba claramente presente, Vernon se contenía, temeroso de lo que podría pasar si alguien se enteraba de cómo trataban a Harry.
Cada vez que ocurría un incidente, Vernon se ponía rojo de rabia, pero en lugar de gritarle o castigarlo como solía hacer antes, se limitaba a bufar y murmurar entre dientes. Petunia, por otro lado, intentaba fingir que no había visto nada, aunque Harry notaba el temblor en sus manos cuando algo fuera de lo normal sucedía.
Era evidente que los Dursley temían lo que fuera que estuviera ocurriendo con Harry, pero ninguno de ellos lo mencionaba abiertamente. Para ellos, era mejor fingir que todo seguía siendo normal, incluso cuando las pruebas de lo contrario comenzaban a acumularse.
Harry, sin entender completamente lo que estaba sucediendo, simplemente aceptaba la situación. No podía explicar los incidentes, pero había aprendido a no mencionarlos y a fingir que no habían ocurrido, como lo hacían los Dursley. Sin embargo, en el fondo, sabía que algo dentro de él era diferente, aunque no tenía idea de qué era.
Era una mañana soleada y tranquila en Privet Drive, pero la calma aparente no coincidía con el nerviosismo palpable dentro del número 4. Harry estaba en el jardín delantero, barriendo hojas secas, mientras sus pensamientos vagaban hacia su inminente cumpleaños número once. Aunque no esperaba nada especial de los Dursley, sabía que pronto llegaría otra cosa que sí esperaba: la visita semestral de Kingsley Shacklebolt, el "funcionario" del gobierno que le traía algo más que preguntas rutinarias.
Desde hacía unos años, cuando Kingsley era el encargado de la visita, Harry siempre recibía alguna carta o incluso dulces de parte de alguien llamado Sirius Black, quien le había escrito varias veces prometiéndole estar pendiente de él. Aunque Harry no sabía mucho sobre Sirius, estaba acostumbrado a recibir estos mensajes cada vez que Kingsley lo visitaba, por lo que la expectativa ya no lo desconcertaba. Sin embargo, esta vez había algo distinto en el aire, una especie de anticipación que Harry no podía ignorar.
Estaba perdido en estos pensamientos cuando vio llegar el coche negro y discreto que se estacionó frente a la casa. El corazón de Harry no aceleró, pero una calma expectante lo invadió. Kingsley Shacklebolt salió del vehículo con su habitual presencia imponente, vestido con un traje oscuro perfectamente ajustado. Harry, reconociéndolo de inmediato, continuó con su tarea sin prestar mucha atención, sabiendo que pronto sería llamado al interior de la casa.
Vernon ya había notado la llegada de Kingsley y se apresuró a abrir la puerta, con su sonrisa tensa y forzada.
—¡Ah, buenos días! —dijo Vernon, con su habitual esfuerzo por sonar cortés pero sin disimular del todo su incomodidad.
Kingsley inclinó la cabeza con un gesto respetuoso, pero su rostro mantenía la habitual neutralidad. Entró en la casa sin ceremonias, mientras Vernon y Petunia, que había salido rápidamente de la cocina, se colocaban a su lado como si intentaran contener cualquier cosa que pudiera salir mal durante la visita.
—Señor Dursley, señora Dursley —saludó Kingsley con su voz profunda y calmada, tomando un rápido pero detallado vistazo a la casa, como era su costumbre.
Petunia, con las manos entrelazadas en su delantal, asentía nerviosamente mientras Kingsley realizaba su habitual inspección rápida pero precisa. Sabían que todo estaba en orden, pues Petunia se había asegurado de limpiar cada rincón de la casa durante la mañana, pero la presencia de Kingsley, a pesar de ser educada, siempre traía una sensación de inquietud.
Después de revisar la planta baja, Kingsley se volvió hacia Harry, quien ya había entrado a la casa en silencio y esperaba pacientemente junto a la pared.
—¿Cómo estás, Harry? —preguntó Kingsley, bajando un poco el tono de su voz.
—Bien, señor —respondió Harry de manera automática. Estas visitas, al menos con Kingsley, siempre seguían el mismo patrón, y Harry estaba acostumbrado a la breve conversación.
Kingsley asintió, pero no se detuvo mucho tiempo en el intercambio. A lo largo de los años, había establecido una especie de conexión con Harry, aunque de manera implícita, y sabía que el niño no estaba acostumbrado a extenderse en sus respuestas. Sin embargo, antes de que Kingsley se dispusiera a marcharse, sacó de su chaqueta un pequeño sobre y lo entregó a Harry con la misma discreción que en visitas anteriores.
—Esto es para ti —dijo Kingsley, sonriendo levemente mientras le pasaba el sobre.
Harry lo tomó con naturalidad, pues era habitual recibir cartas de Sirius Black cuando Kingsley era quien venía a realizar la visita. Aunque cada mensaje de Sirius siempre traía algo de esperanza, Harry ya estaba acostumbrado a recibir estos pequeños signos de atención y cariño.
Kingsley no esperó a que Harry reaccionara; ya sabía que el chico abriría la carta más tarde, en la tranquilidad de su cuarto. En lugar de eso, se despidió de los Dursley, cuya tensión seguía siendo palpable.
—Nos veremos en la próxima visita —dijo Kingsley con calma mientras se giraba hacia la puerta.
Vernon, todavía nervioso, asintió rápidamente, sin hacer preguntas sobre la frecuencia de las visitas. Aunque Kingsley no mencionó que en seis meses Harry ya no estaría allí, Harry tampoco le prestó mucha atención a ese detalle en particular. Para él, esta visita no era más que una rutina más en la extraña vida que llevaba con los Dursley.
Cuando Kingsley se marchó, Harry subió a su cuarto y, con la calma que lo caracterizaba, se sentó en su cama antes de abrir el sobre. Las cartas de Sirius siempre despertaban una sensación de curiosidad en él, pero a lo largo del tiempo, Harry había aprendido a no emocionarse demasiado. Era una especie de ritual ya conocido.
Desplegó el papel dentro del sobre y leyó la carta con cuidado. La letra era rápida y un poco torpe, pero clara:
"Querido Harry,
Este año es importante, y estoy más emocionado que nunca. Si todo sale como espero, probablemente podamos conocernos en persona antes de que acabe este año. Estoy haciendo todo lo posible para que eso suceda, y no puedo esperar para verte. Hasta entonces, sigue fuerte.
—Sirius Black."
Harry no se sobresaltó ni se quedó pensando demasiado. Las promesas de Sirius siempre traían consigo un toque de esperanza, y aunque la posibilidad de conocerlo en persona era algo nuevo, Harry no estaba completamente seguro de qué significaba eso. Sin embargo, lo guardó con cuidado, como hacía con todas las cartas anteriores. Las palabras de Sirius siempre lo reconfortaban de una manera que nada más en su vida lo hacía.
Con su cumpleaños número once tan cerca, y con la carta de Sirius en su poder, Harry se permitió pensar por un breve instante que, tal vez, este año algo cambiaría. Pero al igual que con todas las otras cartas, no se ilusionó demasiado. Después de todo, su vida en Privet Drive nunca había sido algo en lo que pudiera confiar plenamente para tener sorpresas agradables.
Al día siguiente el sol apenas empezaba a colarse por las cortinas mal ajustadas del pequeño cuarto de Harry cuando abrió los ojos. Era un día como cualquier otro. No había globos, no había pastel, y definitivamente no había un "feliz cumpleaños" esperando por él en el comedor. Harry cumplía 11 años, pero no había motivo alguno para que ese día fuera diferente de cualquier otro en la casa de los Dursley.
Harry se quedó un momento acostado, mirando el techo sin realmente verlo. Sabía que no debía esperar nada. Todos sus cumpleaños anteriores habían pasado en silencio, y este no sería diferente. Pero había una parte dentro de él, una pequeña y terca esperanza que, a pesar de todo, se negaba a desaparecer. Quizá este año sería distinto. Quizá alguien, incluso los Dursley, recordarían que era su cumpleaños.
Con un suspiro, se levantó de la cama y se vistió con la misma ropa vieja de Dudley, demasiado grande para él, y salió del cuarto. Bajó las escaleras, escuchando los sonidos familiares de la casa: el periódico crujiente en manos de Vernon, el tintineo de los platos en la cocina mientras Petunia preparaba el desayuno, y la televisión de Dudley, que ya estaba a todo volumen en la sala.
Cuando entró en la cocina, Petunia ni siquiera levantó la vista de la sartén.
—¿Qué estás esperando, Harry? —dijo, su tono frío y distante—. ¿Tienes pensado quedarte ahí parado todo el día? El jardín no se va a limpiar solo.
Harry bajó la cabeza, sintiendo cómo su estómago se hundía un poco más. No era una sorpresa que no le dijeran nada, pero de alguna manera, dolía más de lo que esperaba. No había esperado regalos ni una fiesta, pero al menos un reconocimiento, una palabra, un "feliz cumpleaños" habría hecho una diferencia.
—Voy ahora mismo —respondió Harry con un hilo de voz, sabiendo que cualquier protesta solo empeoraría las cosas.
El día transcurrió sin sorpresas. Harry pasó buena parte de la mañana en el jardín, quitando las malas hierbas y barriendo el camino de entrada. Dudley, por supuesto, no perdió la oportunidad de molestarlo.
—¿Qué pasa, Potter? —gritó Dudley desde el porche, con una sonrisa burlona—. ¿Esperabas algo hoy? ¡Oh, espera! —añadió en tono exagerado—. ¡Es tu cumpleaños! ¿No es así?
Harry lo ignoró. Era lo mejor que podía hacer cuando Dudley se ponía así. Hacía tiempo que había aprendido que no servía de nada responder a sus provocaciones. El jardín se convirtió en su único foco mientras intentaba no pensar demasiado en el hecho de que, efectivamente, era su cumpleaños.
A la hora del almuerzo, entró nuevamente a la casa, esperando encontrar algo de comer, aunque sabía que los Dursley no lo habrían esperado. Vernon estaba sentado en su silla favorita, leyendo el periódico como siempre, mientras Petunia ponía la comida en la mesa. Nadie se molestó en ofrecerle nada, así que Harry se limitó a tomar un trozo de pan y algo de agua antes de salir de nuevo al jardín.
El resto del día pasó de la misma manera. Harry se mantuvo ocupado con pequeñas tareas que le habían asignado los Dursley, intentando no pensar en cómo había imaginado, al menos por un segundo, que este cumpleaños sería diferente. La familiar sensación de soledad lo acompañaba como una sombra, una constante en su vida en Privet Drive.
Era casi de noche cuando Harry subió las escaleras para regresar a su cuarto. Dudley ya había empezado a jugar videojuegos en la sala, y Vernon y Petunia conversaban en la cocina, como si el día hubiera sido completamente normal. Harry cerró la puerta de su cuarto con suavidad, listo para terminar el día como había comenzado: en silencio.
Pero cuando se dio vuelta, algo llamó su atención.
Sobre la ventana, descansaba una pequeña carta, cuidadosamente colocada. Harry frunció el ceño, preguntándose cómo había llegado allí sin que él lo notara. Se acercó despacio, sintiendo una mezcla de curiosidad y algo más que no podía definir del todo.
La carta era sencilla, con su nombre escrito en tinta verde brillante:
Harry Potter,
El Cuarto Más Pequeño,
Segundo Piso,
Privet Drive 4,
Little Whinging, Surrey.
Harry miró la carta por un largo momento, sin atreverse a abrirla de inmediato. Había algo diferente en esta carta, algo que lo hacía sentir una inquietud extraña. No era como las notas que a veces recibía de Sirius a través de Kingsley Shacklebolt. Esta carta era diferente.
El sobresalto lo hizo recordar las veces anteriores, cuando cosas inexplicables ocurrían a su alrededor. ¿Qué significaba esta carta? ¿Quién sabía exactamente dónde dormía? Nadie había mencionado su cumpleaños en todo el día, y sin embargo, aquí estaba: una carta, cuidadosamente dejada, con su nombre y dirección exactos.
Con el corazón latiendo un poco más rápido de lo habitual, Harry se sentó en la cama, sosteniendo la carta en sus manos, pero sin abrirla todavía. Las preguntas se acumulaban en su mente, y una extraña mezcla de emoción y temor lo invadía.
El día de su cumpleaños número once no había sido como lo había imaginado, pero la misteriosa carta en su ventana prometía algo que Harry no podía prever. Y aunque no sabía lo que la carta contenía, no podía evitar sentir que, de alguna manera, su vida estaba a punto de cambiar.
