"Inesperado"
Lady Supernova
Capítulo 4
Indianápolis.
—Una verdadera sorpresa... —expresó Albert, mientras saludaba a Terry con un fuerte abrazo—. Así es como yo calificaría este encuentro —El rubio se alejó un poco y miró detenidamente al muchacho—. Sin embargo, creo que tú no estás sorprendido de verme aquí... ¿O me equivoco?
—No te equivocas —respondió Terry con una sonrisa dibujada en su rostro—. De hecho, estoy aquí para darte la bienvenida.
Albert se sorprendió aún más con esa respuesta. Principalmente, porque Archie y Terry no eran amigos. Al menos no hasta donde él recordaba... inclusive, Archie le dejó muy claro que a Terry no lo podía ni ver.
¿Cómo era que de pronto, ellos estaban juntos?
—Discúlpame, Terry, pero no sé si estoy entendiendo —señaló Albert, tratando de sonar tranquilo—. ¿Es que acaso tú sabes en dónde se encuentra Archie?
—Sí lo sé. Y también sé que tú estás aquí para verlo, así que, no te haré perder más tiempo —El joven actor hizo una seña y agregó—. Vamos, te llevaré con él.
—¿Llevarme? —Albert negó moviendo su cabeza de un lado a otro, deseando poder sacudir cualquier pensamiento negativo—. Sigo sin entender, ¿por qué no está Archie aquí, para recibirme? —cuestionó, mostrando temor en sus ojos—. Terry... Si ustedes están metidos en problemas, ¡será mejor que me lo digas ahora!
—Oye, tranquilízate... —El actor le palmeó fraternalmente la espalda y continuó hablándole—. Sé que todo esto suena muy raro, no obstante, cualquier explicación de nuestra presencia aquí, te la dará Archie —Terry, miró con atención a su amigo y de verdad que le divirtió la cara de espanto que Albert puso al mirarlo, jamás lo había visto así—. Tú y yo somos buenos amigos, ¿no Albert? —Albert afirmó y Terry rápido añadió—. Entonces, te pido que confíes en mí y vengas conmigo.
El joven Grandchester le indicó el camino hacia los elevadores y Albert, desconfiado le obedeció, se subió en aquel ascensor y rogó a Dios para que Archie estuviera bien.
—Sigo sin comprenderlo... —indicó Albert, mientras el elevador los transportaba.
Terry sabía a lo que se refería, pero no podía hacer nada para esclarecer sus dudas; el secreto sobre Stear no era suyo, no tenía el derecho de revelar nada. Así que, solo le animó con algunas palabras:
—Albert, hay cosas que uno comprende hasta que se encuentra de frente con ellas.
El hombre estuvo de acuerdo, pese a ello, no respondió. Sabía que Terry tenía la razón, pero la verdad era que odiaba sentirse perdido.
Una vez que la campanilla les indicó que habían llegado al piso elegido, ambos jóvenes salieron del ascensor.
—Por aquí... —indicó Terry, al ver que Albert se iba por el corredor equivocado.
Albert retrocedió y entonces, continuó caminando por el pasillo que Terry le señalaba. Su corazón latía desbocado, estaba tan nervioso que comenzó a sentir una especie de vértigo. No sabía qué esperar de todo eso, lo único que sabía era que ya no iba permitirse el mostrarse débil ante esos dos muchachitos malcriados.
Terry se detuvo frente a una puerta y golpeó tres veces seguidas, Albert miró con atención dicha puerta y cuando esta se abrió y la figura de Archie apareció, no dudó en reclamarle:
—¡Santo cielo! ¿acaso crees que todo esto es gracioso? —cuestionó acercándose a Archie para abrazarlo, solo Dios sabía cuánto había sufrido en esos días, en los que no supo nada sobre su sobrino.
—Lo lamento... —alcanzó a decir Archie, sintiendo un paternal golpecito de su tío sobre la mejilla.
—No jovencito, lamentarlo no es suficiente... ¿Qué demonios está sucediendo contigo?
Los ojos de Albert estudiaron el lugar y al ver a Patricia O'Brien acercándose a él, su preocupación fue en aumento.
¿Qué estaba pasando?
¿Acaso había olvidado despertarse y eso era uno más de sus locos sueños?
—Albert, Archie ha estado ausente por una buena razón... —mencionó la chica después de saludarlo—. Y será mejor que esa razón salga de donde está, ¡y deje de hacernos parecer, como si todos aquí estuviéramos locos! —expresó en voz alta, haciendo que Archie y Terry rieran, no así el rubio, quién estaba más confundido que nunca.
La mirada azul cielo del joven Andrew, se enfocó en la puerta de uno de los cuartos de la enorme suite. Un particular ruido, llamó su atención, aquel sonido era el que emitía la silla de ruedas de Stear, quien, de un momento a otro, apareció bajo el umbral de la puerta.
—No estoy muerto... —le dijo Stear, en cuanto estuvo frente a él—. Por favor no te desmayes, tío abuelo William... —agregó, soltando una risita nerviosa.
Albert no daba crédito a lo que sus ojos veían, ni tampoco a lo que sus oídos escuchaban, mas, con todo y la incredulidad a cuestas, no dudó en acercarse hasta su sobrino.
Una vez que acortó la distancia, lo miró detenidamente y luego le sonrió.
—Después de todo yo tenía razón... —expresó Stear, al encontrarse con la mirada de Albert—. Eres igualito a Anthony.
—O mejor dicho, Anthony era igualito a mí... —respondió el rubio con una enorme sonrisa y los ojos llenos de lágrimas.
Por largos segundos, ninguno de los dos muchachos dijo nada, ambos se limitaron a mirarse entre sí. Reconociéndose y dando gracias a Dios, por permitirles ese magnífico reencuentro.
—Ahora lo comprendo todo —dijo Stear rompiendo el silencio.
—Y yo... no comprendo nada... —respondió Albert, sacando un pañuelo para limpiarse las abundantes lágrimas que habían rodado por sus mejillas. Atreviéndose, se acercó hasta Stear y no dudó en enredarlo en un abrazo—. ¡Estás vivo, Stear! ¡Estás vivo! —exclamó sintiendo que una parte de su alma se regeneraba.
Stear no respondió.
El llanto no le permitió emitir una sola palabra. Lo único que pudo hacer en aquel momento, fue corresponder al sincero abrazo de su tío. Lo apretó fuerte y lloró junto a él. Celebrando que la vida le hubiera permitido reencontrarse con uno de los hombres que más admiraba.
—No sé qué más decir... —le dijo Stear sin poder controlarse.
—No tienes que decir nada —respondió Albert—. Nada absolutamente... —afirmó animándolo—. A mí lo único que me importa, es tenerte a mi lado. Lo demás no me interesa, no me debes explicaciones.
El peso que Stear cargaba sobre sus hombros, comenzó a desvanecerse. Él sabía que aún había mucho camino por delante, pero sin duda, el encontrarse frente a frente con el pilar de su familia, lo animaba y le hacía creer que el camino sería fácil.
Pronto sanaría por completo. Ya no tenía la menor duda de eso.
Chicago.
«No tienes por qué preocuparte, yo lo arreglaré»
Eso fue lo que respondió Albert, cuando Stear expresó el deseo de acercarse a sus padres y a la querida tía abuela Elroy.
«Te reencontrarás con ellos en cuanto regresemos a Chicago»
Como era de esperarse, Albert tomó el control total del asunto. Él era el jefe de la familia, y la organización era una de sus principales virtudes. En cuanto llegaron a Chicago el rubio convocó a los Cornwell y a la tía abuela Elroy a una reunión, y con todo el cuidado que le exigía la situación, les habló sin rodeos sobre el regreso de Stear.
Al principio, lógicamente, ninguno de los tres estaba convencido de sus palabras, sin embargo, cuando escucharon el testimonio de Archie y también el de George Johnson, no les quedó otra opción más que creer. Ya una vez que los tres aceptaron la noticia, Albert presentó al joven inventor ante ellos.
El reencuentro entre Stear y sus padres, fue muy emotivo, más por parte de ellos que por parte del chico, pues, al haber estado tan alejado de los señores Cornwell, era difícil que le nacieran los sentimientos así de la nada. Como fuera, la vida terminaría por acercarlos porque Adam y Janis, no pensaban perder la oportunidad de disfrutar a su hijo. Según las palabras de la señora Cornwell, tener a Stear con ellos era; «Algo que el cielo les había regalado»
Por otro lado y contra todo pronóstico, la tía abuela, se mostró fuerte como un roble y no necesitó de ningún tipo de asistencia. Ella tomó la noticia de forma muy alegre y peculiar.
«¡Es un milagro!»
Exclamó Elroy al ver a su sobrino. La fría mujer que siempre había sido, quedó en el olvido, así como también sus estrictas costumbres, pues, al observar a Stear frente a ella no dudó en llenarlo de besos y abrazos.
«Mi niño...»
Mencionó con ternura y con una gran sonrisa, que ni siquiera Albert le conocía.
«¡Dios me devolvió a mi niño!»
Exclamó convencida, mirándolo con emoción.
Ese reencuentro hizo que Stear se quitara todo el peso que cargaba, porque Elroy había sido como una madre para él. Mientras estuvo en combate, todo el tiempo la tuvo muy presente en su pensamiento. Pensaba que había sido un mal agradecido con ella y la verdad era que aún no se perdonaba haberla lastimado tanto. A pesar de toda la pena que sentía, al ver a tu tía tan contenta por su regreso, supo que ya era hora de perdonarse a sí mismo y olvidar el pasado.
—¿Cómo es posible que hayas sobrevivido? Mi niño... cuéntame todo, por favor —pidió Elroy una vez que se quedaron a solas.
—Ni yo mismo sé cómo logré salir del avión en llamas... —aceptó Stear—. Lo que sí sé es que sigo vivo, porque mi apellido era de interés para quienes me capturaron.
La tía abrió mucho los ojos y luego quiso saber:
—¿Por qué dices eso?
—Porque el general de mi división me lo dijo... —Stear cerró sus ojos y recordó—. Al enterarse de que yo era un Andrew, planearon sacar provecho. Del otro lado del mundo también existe la gente ambiciosa. Sin embargo, tuve la fortuna de encontrarme con un honorable alemán, que me ayudó desinteresadamente.
—Y hablando de ayuda —mencionó Elroy, decidiendo darle un giro a la plática—. ¿Quién es ese joven que llegó con ustedes? —preguntó con interés.
—Es Terrence Grandchester... —respondió Stear con gusto—. Y es quien me ayudó a reencontrarme con Archie.
—¿Grandchester? —cuestionó la tía, rememorando el rostro del chico—. ¿El hijo del duque?
—El mismo.
La mujer no dijo nada más, simplemente asintió. Pensó que aquel muchacho era igualito al padre, en su juventud.
Al verla tan pensativa, Stear sonrió travieso y bromeando cuestionó:
—Santo Dios, tía... ¿Acaso usted también caerá rendida ante él?
—¿Cómo se te ocurre semejante cosa? —reclamó la mujer, mostrándose escandalizada.
Stear se encogió de hombros.
—Todas las mujeres lo aman. No veo por qué usted no.
—¡No digas esas cosas, niño! —la tía abuela lo regañó y él rio a carcajadas como en los viejos tiempos.
—Solo es una broma, tía.
—Esas bromas no me gustan.
—De acuerdo... —dijo él, levantando las manos—. No volveré hacerlas.
—Eso espero muchachito —Elroy Andrew observó a Stear y sin pensarlo más, le pidió —. Quiero hablar con él, así que hazlo pasar.
—Me temo que no será posible.
—¿Por qué no?
—Porque él y Archie salieron.
Aquella explicación no fue suficiente para la tía abuela Elroy, sin embargo, no dijo nada.
Stear por su parte se limitó a cambiar la plática. Por nada del mundo deseaba dejar al descubierto a Terry y sus planes, pues, estaba casi seguro de que la tía se volvería loca, al saber que el hijo del duque estaba ahí para llevarse a la hija adoptiva de los Andrew.
El joven rogaba a Dios para que todo aquello tuviera un final feliz y no hubiese mayores complicaciones. La vida era muy corta como para estar postergando lo inevitable, Candy y Terry se pertenecían y él deseaba que pronto estuvieran juntos.
Convento de la Sagrada Familia.
Los ojos verdes de Candy se iluminaron por entero, al saber que había sido elegida para servir la comida en el pequeño hospicio que era parte del convento. La hermana Margaret había decidido llevarla con ella, pues sabía que la joven rubia, tenía más experiencia con los niños, que ninguna otra novicia.
Tessa, por ejemplo, no toleraba mucho a los pequeños, su carácter fuerte y juicioso, terminaba por contrastar con la forma de ser de los chiquillos, no les tenía paciencia y los niños renegaban de Tessa la mayor parte del tiempo. Ellos simplemente no la querían por ser tan gruñona.
—¿Ya estás lista, Candy? —preguntó la hermana Margaret, haciéndole una seña para que ingresara en la puerta que les daba entrada al hospicio.
—Claro que sí —respondió, corriendo hacia la hermana, como era su costumbre.
La hermana Margaret sonrío sin poder evitarlo. Candy no cambiaba nada. La muchacha guardaba demasiada energía, siempre corría a todos lados. Corría, sin importar cuántas veces la reprendieran y le ordenaran no hacerlo.
—Yo estaré en la cocina, asistiendo a la señora Lewis y tú te encargarás de servirle a los niños.
—Sí... —respondió Candy, ingresando rápidamente a la cocina para saludar a las personas presentes.
La religiosa estaba muy orgullosa de ella. Candy tenía el espíritu de la cooperación a flor de piel, eso le hacía creer que la chica estaba lista para seguir avanzando en el camino para convertirse en monja. Sin embargo, había días en los que veía que Candy no estaba hecha para esa vida.
A causa de eso, la hermana Margaret se sentía muy contrariada, pero, siempre le pedía a Dios para que la iluminara y le permitiera darse cuenta de cuándo una novicia debía abandonar la congregación. Eliminar prospectos no era nada personal, solo era parte de su trabajo.
—Es una gran chica —afirmó la señora Lewis, interrumpiendo los pensamientos de la hermana—. Los niños ya la esperaban. Lo único que hemos escuchado en los últimos minutos es: «¿A qué hora llegará Candy?»
—Es una de nuestras mejores novicias —aceptó la hermana, al tiempo que se ponía a trabajar—. Me alegra mucho saber que los niños son felices con ella.
Un fuerte golpe en la puerta de la cocina interrumpió la plática, la hermana dejó su trabajo de lado y entonces atendió aquella llamada.
—Hermana Margaret... —dijo una regordeta mujer, hablando con dificultad pues recorrer tantos metros le había agotado—. La están buscando... —añadió con recuperando su voz poco a poco.
La religiosa miró el reloj que yacía en la pared de la cocina y entonces frunciendo el ceño, intentó recordar... no tenía ninguna cita y de todos era conocido que ella iba al comedor a esa hora, ¿quién podía buscarla?
—¿Quién me busca? —cuestionó a la mujer, no prestando importancia y retomando su trabajo de limpiar los platos.
—Gente joven... —La empleada abrió mucho los ojos y sin pensar en lo que sus palabras provocarían agregó—. Dicen que fueron sus alumnos en el colegio San Pablo, allá en Inglaterra.
La hermana Margaret dejó caer uno de los platos, segundos después, recobró la compostura e inmediatamente buscó arreglar el desastre ocasionado.
—¿Los va atender? —le interrogó la mujer, con suspicacia.
—Por supuesto que sí, Alicia... —contestó la monja—. Quiero que te quedes con la señora Lewis y le ayudes en lo que necesite.
—Pero... yo... yo tengo otras cosas qué hacer —alegó Alicia mostrándose impaciente.
La hermana la recriminó con la mirada, bien sabía que la mujer, solo deseaba enterarse de lo que sucedería con las visitas. Era su costumbre escuchar las pláticas ajenas. Aquella fea costumbre era algo de lo que no se podía deshacer.
—Eres mi ayudante Alicia y te ordeno que te quedes aquí, para ayudarles a servir... —La petición de la monja fue contundente y Alicia no tuvo más remedio que obedecer—. Voy y vengo, ¿está bien?
—Sí... está bien... —contestó la impertinente mujer, resignándose a quedarse con las ganas de enterarse, de lo que sucedía entre la hermana y aquellos apuestos muchachos que habían llegado.
En el comedor del hospicio, los gritos de los niños retumbaban en todo el lugar. Los pequeños estaban realmente contentos por tener a Candy ahí. Ellos corrían y saltaban, mientras esperaban sus alimentos, todos, excepto un chiquillo que permanecía en uno de los rincones.
—¿Quién es él? —preguntó Candy al ver al pequeño rubio que parecía haber llorado—. No lo había visto antes.
—Se llama Graham y llegó aquí ayer... —le aclaró Olivia, una niña que siempre se acercaba para ayudarla.
—Graham... —repitió la rubia, mientras se sonrojaba.
—¡Te has puesto roja! —exclamó Olivia y luego rio divertida.
La rubia negó y sonriendo con nerviosismo se obligó a dejar aquella plática. La pequeña Olivia, no tenía la culpa de sus traumas y obviamente no le hablaría sobre Terry. Pero claro, la chiquilla no tenía la mínima intención de olvidarse del tema y Candy lo supo cuando la niña habló de nuevo.
—¡Seguro que conoces alguien con ese nombre! —exclamó, emocionada.
Candy asintió y con simpleza respondió:
—Un amigo mío se llama así... bueno, en realidad, ese es su segundo nombre.
—¿Es tu novio?
Candy dijo que no y obligó a la chiquilla a dejar ese tema.
—Yo no tengo novio. Las novicias no los tenemos, te lo he dicho muchas veces. Ahora ayúdame a organizar los platos.
—Yo no entiendo. Tú eres muy bonita, ¡y todas las muchachas bonitas tienen novio! —exclamó Olivia, recordando que en su vecindario así eran las cosas—. Mi hermana no es tan bonita y tiene un novio. —La chiquilla comenzó a organizar los platos, al tiempo que confesaba—. Ella se casará y cuando eso suceda vendrá por mí. Me sacará de este lugar, me lo ha prometido —dijo convencida.
—Me alegro mucho por ti —Candy acarició la mejilla de la niña, sintiéndose identificada con aquella necesidad de estar con la familia—. ¿Qué te parece si le damos la bienvenida a Graham? —preguntó Candy a Olivia, ésta asintió con emoción y se dejó llevar por Candy.
—Vayamos entonces, no es bueno que alguien esté tan triste —expresó la chiquilla corriendo junto a la rubia.
Cuando la hermana Margaret salió de aquella cocina y tomó el corredor de vuelta al convento. Caminó tan rápido como pudo, pues, la información que Alicia le había dado la dejó un tanto intranquila.
¿Gente joven? ¿Ex alumnos del colegio? Se preguntó con algo de temor. Rogaba a Dios para que no fueran Neil y su hermana Elisa, deseando molestar a Candy nuevamente...
Cuando la rubia llegó al convento, Neil Leagan alegó ser su prometido y dijo no estar de acuerdo con que la chica ingresará al enclaustramiento. Elisa, por su parte, apoyó a Neil con insistencia, logrando así que las dudas sobre la vocación de Candy crecieran.
La hermana Margaret le pidió encarecidamente a la madre superiora, que le diera una oportunidad a la muchacha, porque, sabiendo los antecedentes de los Leagan lo más seguro era que estuviesen mintiendo. La madre superiora aceptó, pero, a pesar del voto de confianza para Candy, pidió a cambio que la hermana Margaret se encargara de vigilarla muy de cerca.
Sacudiendo la negatividad que ya se estaba apoderando de su mente, la hermana optó por olvidarse de las cosas malas y se apresuró para llegar a su oficina. En cuanto dobló en el corredor que la conducía a su recinto, las figuras de dos chicos llamaron su atención, ambos estaban sentados en la banca, platicando.
Por la distancia y porque su vista ya no era tan buena, ella no reconoció a los jóvenes, fue hasta que se acercó, que pudo darse cuenta de que se trataba de Archibald Cornwell.
—Buenas tardes, hermana Margaret... —expresó el muchacho, sonriéndole—. ¿Cómo está usted? Espero que no estemos importunando.
Ella sonrió y enseguida le dio un apretón de manos.
—Hola Archie, estoy muy bien hijo. Y por supuesto que no me han importunado —La monja observó al acompañante de Archie y al encontrarse con una linda sonrisa y unos bellos ojos azules mirándola, de inmediato reaccionó—. Terrence... ¡Santo Dios! Eres tú.
La religiosa esbozó una radiante sonrisa y olvidándose de cualquier tipo de protocolo, se acercó al castaño para abrazarlo. Terry también le sonrió y sonrojándose, aceptó de buena gana el abrazo de la bondadosa hermana.
—Has crecido tanto... —le dijo ella con emoción—. Apenas puedo creer, que seas aquel niño travieso, que conocí en el colegio San Pablo, ¡me da tanto gusto verte, Terry!
—A mí también me da mucho gusto verla, hermana Margaret —respondió Terry mientras la miraba con añoranza, recordando los días de colegio—. Me he llevado una grata sorpresa, al saber que usted está aquí.
—Para mí, también ha sido una sorpresa el recibir la invitación para venir a este convento —aceptó con una sonrisa—. Pero me ha ido muy bien, así que no puedo quejarme.
Un silencio se instaló entre ellos y entonces, Archie fue quien se atrevió a romperlo, le dio un fuerte codazo a Terry y éste tuvo que reaccionar.
—Tenemos que hablar con usted... —anunció Terry con calma, al tiempo que la monja les dirigía una mirada comprensiva y los invitaba a pasar a su oficina.
Una vez que estuvieron en la comodidad de su espacio, el castaño se armó de valor y no dudó en exponer su tema.
—Sé que Candice, ha venido aquí por voluntad propia y que quizá le parezca incomprensible lo que le estoy pidiendo —expresó el joven—. Pero le pido que lo considere, porque lo que tenemos ella y yo, no puede ser ignorado. —concluyó con gallardía.
La religiosa le sonrió con cierta ternura, comprendiendo por completo lo que Terry trataba de decir.
—Lo que me has dicho, es algo que ya me imaginaba... —aceptó ella—. Y aunque no lo creas, tu presencia aquí y tu petición de charla, es un acto muy común —le dijo la hermana Margaret con amabilidad—. Muchos jóvenes se presentan aquí y se enfrentan a nosotras con tal de salvar a sus novias. Obviamente, algunas chicas no han venido por gusto al convento y eso es algo que comprendemos.
—¿Ustedes no las mantienen a la fuerza aquí, verdad? —cuestionó Archie con temor.
La hermana negó y sonriente le respondió:
—Varias muchachas vienen aquí porque son obligadas por sus padres, algunas lo confiesan y se marchan al cumplir la mayoría de edad, otras guardan silencio y se resignan a ser novicias, pese a ello, tarde o temprano salen de la congregación. Puedo asegurarte que al final ninguna novicia que no esté convencida, toma los hábitos de forma definitiva.
—En cuanto a Candy... ¿Usted cree que tiene la vocación? —preguntó Terry con seriedad.
—Si no la conocería te diría que sí, mas, porque la conozco, mi respuesta es un rotundo NO. He observado que a pesar de sus grandes esfuerzos, hay algo que no la deja crecer —La hermana Margaret observó a Terry y con sinceridad agregó—. Y ahora sé con certeza, cuál es la causa de tanta distracción.
Archie soltó una carcajada y Terry se sonrojó sin remedio. Aquello le hacía sentirse culpable y halagado al mismo tiempo.
¿Él era el culpable de que la Señorita Pecas no tuviera vocación de religiosa?
Al final también tuvo que reírse.
Después, al recobrar la compostura, cuestionó con impaciencia.
—Entonces... ¿Podrá ayudarme, hermana?
—Terry, la madre superiora, es la única que puede permitir que Candy salga de aquí —respondió la monja.
Terry frunció el ceño y cuestionó:
—Y supongo que ella es algo difícil.
—No del todo. La madre superiora tiene una idea muy particular sobre las novicias. A ella le gusta ponerlas a prueba todo el tiempo... —La hermana sonrió y le confesó—. Estás de suerte, Terrence. Yo soy quien se encarga de hacer los reportes sobre las alumnas y sus avances, si están estancadas, yo tengo la obligación de decírselo.
—¿Se puede considerar que Candy está estancada? —inquirió Archie.
—Es bastante aplicada, pero hay ocasiones en las que no puede desprenderse de su actitud rebelde, la madre superiora la tiene en la mira y ahora mismo, espera el reporte que le entrego cada fin de cursos... —La monja respiró hondo y al final reveló—. Tendré que ser honesta y expresarle lo que pienso sobre Candy, claro que también le hablaré de ti, Terrence y de nuestra plática, ya veremos lo que ella dice.
—¿Cuándo cree que podemos tener una respuesta?
La hermana Margaret ni siquiera lo pensó y les dijo:
—Mañana mismo.
Un par de golpes sobre la puerta de la oficina, llamó la atención de la religiosa y la voz que se escuchó después del toque, simplemente los hizo callar a todos.
—Hermana Margaret... —expresaron desde el otro extremo.
Aquella voz era inconfundible... los tres sabían de quien se trataba.
—Soy Candy, ¿puedo pasar? —cuestionó con calma, haciendo que el corazón de Terry, prácticamente se detuviera—. Hermana Margaret, ¿está ahí? —insistió la muchacha, golpeando la puerta una vez más.
«¿Será que ha regresado al hospicio?», se preguntó la rubia y traviesa joven, poniendo una mano sobre la manija de la puerta.
—¡Candice! —le llamaron con severidad, antes de que ella abriera—. ¿Cuántas veces te he dicho que no debes abrir una puerta sin permiso?
La madre superiora reprobó aquella acción, Candy obediente, bajó la mano y retrocedió.
—¿No se supone que la hermana Margaret está en el comedor? —preguntó la perspicaz religiosa, a lo que Candy respondió:
—Ella tuvo que salir... y... necesito su firma en este recibo —Candy extendió un recibo y un cheque.
—Es un donativo —expresó la madre—. ¿La hermana tuvo que salir? ¿Por qué? —preguntó con algo de enojo.
—No lo sé... —contestó Candy con voz tímida.
La madre superiora, tocó la puerta de la oficina y entonces, una respuesta afirmativa se escuchó:
—Adelante... —dijo la hermana Margaret, con voz firme y segura.
La madre ingresó rápidamente y Candy detrás de ella.
—Lo lamento, madre superiora —se disculpó la hermana, colgando el teléfono—. Tenía una llamada que atender —mintió y se sintió terrible por hacerlo—. ¿Qué sucede, Candy? ¿Quién se ha quedado atendiendo el comedor?
La rubia se acercó y le entregó el documento.
—Alicia, ella dijo que recibió órdenes expresas de no abandonar su puesto... y... bueno... el hombre que lo trajo necesita que alguien firme el recibo.
Candy se sonrojó al sentir que era observada por la madre superiora. Sinceramente le era demasiado difícil complacer aquella mujer, siempre había algo por lo cual la regañaba, no importaba cuánto se esforzara para seguir las reglas, de todas maneras la reprendían.
—Está bien Candy, gracias por traerlo... —respondió la hermana, demostrando que no había problema.
—Candice, si ya terminaste retírate y ve de inmediato al comedor, Alicia Wilder no sabe nada sobre servir platos y tratar con niños —exigió la madre, a lo que Candy de inmediato contestó:
—Sí... madre superiora.
La hermana firmó el recibo y disimulando se levantó de su asiento.
—Yo también me retiro, para continuar con mi labor —sonrió con naturalidad al ver a la madre—. Le dejaré el cheque, ¿de acuerdo?
La madre superiora, echó un vistazo a la oficina y después miró a la hermana.
—Me dijeron que alguien la buscaba, ¿atendió a dichas visitas?
La monja asintió, mientras la superiora la miraba con curiosidad.
—Ellos tenían algo de prisa —explicó, caminando hacia la salida—. Ahora, debo llevar este recibo, no hay que hacer esperar a nuestro benefactor —concluyó la hermana.
—Por supuesto. Por favor, no lo haga esperar más.
La madre superiora salió de la oficina y la hermana Margaret también. Ella al hacerlo en último lugar, tuvo la oportunidad de hacer una discreta seña, a quienes se habían escondido en el armario, dándoles la confianza para salir en cuanto ella se fuera.
Cuando los jóvenes ya no escucharon ruidos salieron del escondite y sin esperar ni un solo segundo se reclamaron:
—¡Estuviste a punto de arruinarlo! —renegó Archie, murmurando con enojo.
—¡Tú tuviste toda la culpa! Debiste esconderte en otro lado...
—No me refiero a eso. Ambos cabíamos ahí, perfectamente —Archie le observó con una mirada recriminadora y entonces agregó—. Te juro que la bruja esa que llaman «madre superiora», estuvo a punto de descubrimos... ¿Tenías que dejar abierto el armario?
Terry no respondió. Para él era imperativo llevar a cabo aquella acción, ¡no iba conformarse con escuchar a Candy y no verla!
«Bendito Dios...» se dijo Terry en sus adentros, al recordar el perfil de la muchacha. Era patético y lo sabía... estaba volviéndose loco y nada más con ver solo un ángulo de la chica pero... ¡No le importaba!
—¡Hey Romeo! —le dijo Archie con prisa—. Es nuestra oportunidad de salir. Por favor, deja los sueños para más tarde, te prometo que pronto estarás con tu Julieta —añadió en tono burlón.
Terry lo pensó por unos segundos y decidió que no quería irse... ¿Por qué salir de ahí? ¿Si su vida entera estaba en ese lugar?
—Grandchester... ¡No estoy para bromas! —exigió Archie, despertando al actor de su fantasía—. ¡Vámonos ya! —exclamó enviando al castaño por delante y apresurando sus pasos para salir rápidamente de aquel convento.
