Capítulo 31: Las dunas del desierto del norte


Hay una paz tensa sobre la tierra de nadie desde que el general permitió que se marcharan aquellos que lo desearan. Los soldados que quedan intentan romper el asedio sin lograrlo, día tras día, noche tras noche, pero las huestes del rey de reyes son impenetrables; Jin Guangyao, por el contrario, sigue intentando infiltrarse en la fortaleza de cuando en cuando, pero está mucho más interesado en cortar toda ruta de suministro que pueda proveerlos de alimento y apoyo mientras amedrenta al resto de los reyes del desierto. Su palabra es ley y ha declarado que Song Lan y Xiao Xingchen son traidores: nadie acudirá en su ayuda.

Algunos días los soldados apostados en las almenas disparan flechas contra el ejército de Jin Guangyao y otros tantos intentan romper la formación, robarles suministros. Pequeñas batallas sangrientas se deciden en la tierra de nadie de la que todos se retiran con la puesta del sol. Entonces, los dos lados ondean la bandera de tregua y acuden a buscar los cuerpos de los caídos y a buscar soldados heridos que aun respiren entre las dunas.

Aquellos días Xiao Xingchen se acerca siempre al ala de la fortaleza que ha sido dispuesta como enfermería y siempre es recibido con las mismas palabras: «No es necesario que nos ayude, Su Alteza». Le gustaría saber cómo lo miran los soldados que se lo dicen: ¿hay lástima, pesar, dolor?

«Quiero ayudar», insiste, y les demuestra que sus manos aun son hábiles para hacer curaciones y poner vendajes, así que le permiten quedarse. Siempre lleva a A-Qing del brazo, que también sabe valerse por si misma en el mundo. Se ha vuelto su única compañía y su ayudante.

Sus pies añoran la arena, el desierto, los parajes en los que se enamoró de Song Lan. Una luna después, cuando la bandera de tregua ondea en lo alto, pregunta a A-Qing: —¿Quieres ir?

Y A-Qing aferra su brazo, quizá deseosa de salir de aquellos aposentos fríos a los que no acude nadie o de la enfermería llena de heridos y moribundos que aferran su mano y le piden una bendición y la llaman hermosa y le cuentan sobre la novia que dejaron detrás, la prometida a la que olvidaron, el anhelo del romance que no tendrán.

En las grandes puertas de la fortaleza ya no les permiten seguir su camino:

—Su Alteza. —El brazo de un soldado lo detiene antes de que pueda dirigirse hasta las dunas—. El general ha ordenado que no salga. Es peligroso.

Xiao Xingchen suspira y mantiene su expresión neutra: no se muestra triste ni cansado, oculta su miedo y su culpa dentro de su corazón, no derrama ninguna de las lágrimas que se ha guardado ante la dura indiferencia del marido que lo ha repudiado en la práctica, aunque no en el nombre.

No puede ver al soldado, no puede adivinar si lo ve con ojos de lástima o pesar, pero en su voz adivina que le duele comunicarle las órdenes de Song Lan. Ha quedado reducido tan sólo a una esposa abandonada y suplicante.

—El general no es mi amo —repone, con la voz calmada—. Soy su esposo, mas no estoy sometido a él.

—Su Alteza, por favor… El general…

—El general no es mi amo —repite, muy firme.

Al final el soldado lo suelta, dejándolo marchar.

Por primera vez desde que volvieron a la fortaleza norte, Xiao Xingchen pisa las dunas del desierto y hunde sus pies en la arena; desea arrodillarse en ella y dejar que los granitos se claven en la piel de sus rodillas hasta que su piel arda las cuencas de sus ojos lloren, hasta que la arena arrase con todas las lágrimas que se ha guardado desde que el general lo despreció. Song Lan, nunca imaginé un mundo en el que no me quisieras, y sin embargo, me obligas a vivirlo.

No se arrodilla, ni se detiene. No alza su cabeza buscando el rayo del sol. Tan sólo camina, esperando escuchar el rumor de un corazón que aun late entre los caídos.

A-Qing lo lleva del brazo, más acostumbrada a moverse en el mundo de la oscuridad. Xiao Xingchen siente el viento en su cara y aquella pequeña e insignificante libertad lo ahoga.

Ha dejado de arrodillarse frente a los aposentos del general o frente a la sala de guerra. Ya no espera al marido que lo ha repudiado y humillado. Se ha resignado al abandono, al palacio frío; se ha abandonado al desamor del otro, aunque él no sea capaz de sentirlo.

«¿Fue tan grande mi afrenta, Zichen?»

Desde entonces duerme hecho un ovillo, con el cuerpo frío, ansiando sentir la piel de aquellos a quienes ama contra la suya, el latido de sus corazones. Quiso amar demasiado; lo perdió todo, traicionaron a su corazón y lo abandonaron, y ya nada queda. Se mueve por el mundo que le ha negado misericordia y piedad, con una joven ladrona que lo lleva del brazo y escucha sus historias y es aquello todo lo que le queda.

«Que haya alguien vivo», suplica, para sus adentros. Y el desierto decide atender su súplica y le entrega el olor a sangre fresca y el sonido de una respiración tan tenue que Xiao Xingchen está seguro de que pertenece a un moribundo. Aquel es el olor y el sonido de la vida: la sangre que aun brota de una herida abierta, la respiración débil de alguien en las puertas de la muerte.

—A-Qing, espera.

—¿Alteza?

—Sentí algo… —Mueve su cabeza, intentando encontrar el origen de aquel olor metálico y desagradable. Intenta recordar las palabras de Baoshan-sanren al entrenarlo con una venda en los ojos: «sigue el sonido del viento y el aroma del bosque; deja que tus pies sientan el terreno, incluso cuando pierdas un sentido, conservas otros cuatro»—. Espera.

Finalmente, lo siente justo debajo de él. Hay alguien vivo a sus pies. Vivo, muriendo.

Se acuclilla en la arena y busca con sus manos el pulso de aquel cuerpo, se pierde entre las extremidades, pero final ente lo encuentra en una muñeca: es muy tenue, pero está allí. En sus manos hay una vida escapándose por a poco.

—¡A-Qing, ayúdame!

—¡Su Alteza, podría ser el enemigo!

Xiao Xingchen entonces busca en sus ropas, sabiendo que, sin importar lo que encuentre, de todos modos, lo llevará de regreso. Pero no lleva ningún emblema: A-Qing, ayúdame, sólo quiero mantener algo con vida, pagar por toda la traición que permití, pagar por mis pecados. Pero nada de eso sale de sus labios.

—Busqué entre su ropa. No lleva la peonia dorada. No puedo…

«No puedo dejar que muera».

Lo lleva a cuestas; en su espalda siente los latidos tenues, aun vivos.


«No es un soldado», dicen en las puertas, cuando lo detienen.

«No lleva los emblemas de Lanling, será mi responsabilidad». Xiao Xingchen no lo suelta. En su espalda, en latido persiste. Tic, tac. No puede permitir que muera.

«El general debe permitirlo, Su Alteza», insiste un soldado. «Un desconocido podría traicionarnos».

Aquella frase se clava en el corazón de Xiao Xingchen y es allí cuando no discute más. No suelta al herido, pero espera, diligente. Tic, tac. El latido sigue allí. Los soldados van a buscar al general para decirle que Xiao Xingchen llegó cargando a un herido desconocido. Vuelven poco después, con las palabras del general en los labios.

«Dijo que, si no lleva ningún emblema, puede pasar», reponen, «el príncipe de la montaña puede hacer lo que quiera; pero dijo el General que, si su terquedad nos ponía en peligro, Su Alteza, lo juzgará él mismo como a uno de sus soldados».

Al final, no lo dejan pasar, con reticencia. Apenas si hay raciones suficientes para los soldados que han permanecido en la fortaleza. Pero Xiao Xingchen no responde ante el general y poco pueden hacer para detenerlo una vez que éste ha declarado que el príncipe puede hacer lo que quiera, así que lo dejan llevarse al herido hasta sus aposentos y le permiten regresar por un par de vendas y unos cuantos ingredientes para hacer sopa medicinal. No es demasiado, pero es mejor que nada. «Lo siento, Alteza, no puedo darle más. Las raciones son para todos». Xiao Xingchen acepta aquello que le dan con una sonrisa amable y vuelve hasta su pabellón, paso a paso, lentamente. Tic. Tac. El latido sigue allí, aunque cada vez más tenue. La sangre chorrea detrás de él y le empapa el hanfu blanco.

Coloca al enfermo sobre su propio lecho y se dirige hasta la mesita en la que su joven acompañante puso todas las raciones que le dieron los soldados.

—A-Qing, ayúdame.

Le pasa un vial con ungüento, pidiéndole que lo abra. La joven, ya acostumbrada a aquella rutina, se apresura a tomarlo entre sus dedos. Mientras tanto, las manos de Xiao Xingchen se enredan con el cinturón del hombre inconsciente hasta que logra quitárselo y abrir las capas interiores de sus ropajes. Tiene un par de costillas rotas y algunas heridas en el vientre, descubre, después de revisar, poco a poco. Después sigue con sus brazos y en uno de ellos descubre un hueso roto. Al tocarlo, el hombre suelta un quejido de dolor; Xiao Xingchen está aplicándole el ungüento cuando lo siente despertar.

—No te estoy haciendo daño —se apresura a decir—, estarás bien. Permíteme curarte.

Sin embargo, el hombre intenta soltarse casi con desesperación, aun si le causa dolor. No dice nada, pero su gesto es muy claro.

—No te haré daño —insiste Xiao Xingchen—, permíteme curarte. —No se atreve a acercarse de nuevo, para no se rechazado otra vez. Decide aproximarse al asunto con calma, regalarle su paciencia a un desconocido herido es lo menos que puede hacer. Así, pues, busca con su oído los pasos de la joven hasta que le parece encontrarla y dirige su rostro a la dirección en la que le parece escucharla—: ¿A-Qing? —llama a la joven—, ¿puedes preparar sopa medicinal?

—Sí, Su Alteza.

Xiao Xingchen entonces busca de nuevo el brazo herido del hombre. Encuentra su mano y la aferra, intentando transmitirse seguridad. Todo estará bien, quiere decir, pero el pensamiento queda cortado cuando siente algo extraño en aquella mano y, preocupado, no permite que el herido vuelva a soltarse.

Al apretar siente el dedo de madera y la tela que lo cubre; se queda congelado y el ungüento de la otra mano se le cae estrellándose en el suelo y el vial se rompe en mil pedazos. Reconocería aquella mano en cualquier lugar del mundo.

—¡Su Alteza! —grita A-Qing, pero Xiao Xingchen apenas si la escucha correr hasta donde yace el vidrio caído y el ungüento desperdiciado; no es capaz de prestarle atención a su entorno.

Xiao Xingchen suelta aquella mano y sus manos se aproximan hasta su rostro, temblando. Tiene miedo de tener razón. El hombre herido no dice nada. No puede moverse a tiempo para evitar que los dedos de Xiao Xingchen se posen sobre su piel y lo reconozcan, poco a poco.

Los pómulos, sus labios carnosos, la nariz, sus párpados, la suavidad de su piel. Los dedos del príncipe recorren la piel que conocen tan bien, los mismos rasgos con los que sueña, el mismo rostro de sus lamentaciones, la misma piel que añoran sus labios tercos.

Xiao Xingchen lo reconoce, y llora.

—¿Xue Yang? —murmura. De sus ojos brota sangre que sabe a óxido en sus labios.

Dímelo, dímelo, dímelo, admítelo, por favor, dime que es mentira, dime que no eres tú, dime que me equivoco, dime que no me conoces. Dime que nunca nos hemos cruzado. Admite la verdad, dímelo, por favor, Xue Yang, tan sólo dímelo y luego aférrame, quizá sea tan patético que te recibiré entre mis brazos, abandonado la dignidad que aún me queda. Dime lo que sea: te creeré.

Pero sus dedos no mienten. Podría reconocer aquel rostro incluso en la muerte y el olvido. Incluso al cruzar el puente que una la vida la muerte y beber de las aguas de la memoria sería capaz de recordarlo.

Entonces, el desconocido habla por primera vez y Xiao Xingchen escucha la admisión cruel de que le ha salvado la vida a aquel que los ha condenado a todos:

—Daozhang.

Xiao Xingchen llora lágrimas de sangre, el ungüento yace tirado en el suelo mientras A-Qing intenta rescatarlo, y el esclavo moribundo se refugia en el silencio.

—¿Cuánto más me torturarás? ¿Cuándo será suficiente, Xue Yang? ¿Cuándo encontraré la paz? ¿Cuándo podré odiarte en paz?


Xiao Xingchen se arrodilla cerca de donde se rompió el ungüento tras asegurarse de que sus rodillas no se posarán sobre ningún cristal traicionero.

—A-Qing, no te lastimes por mi culpa —dice.

Su voz es delicada y cuidada, pero sus pausas lo delatan: su garganta tiembla y sus palabras arriban al mundo tristes y dudosas. Impide que la joven limpie aquello que está rojo, le quita el trapo de las manos. No puede hacer otra cosa.

—Déjame, Alteza…

—No te lastimes por mi culpa, lo haré yo.

—Iré… Iré… conseguiré que te den otro, Alteza. —Las palabras de A-Qing chocan unas con otras, en desorden—. Les diré que puedo ayudarles a preparar más medicina. Haré que… —Sus pasos se alejan sin que haya terminado la frase.

Xiao Xingchen no puede saber lo que ocurre. Xue Yang yace aun en su lecho. Quizá piensa en cómo huir o en cómo atravesarle el corazón. Quisiera odiarlo. Tener la claridad de mirarlo dentro de sí, extirparlo de su corazón y desterrarlo de su mente. Desearía ser capaz de abandonarse al desprecio.

Pero lo único que puede hacer es arrodillarse ante lo roto y dejar que los cristales se claven en sus dedos al limpiarlos torpemente.

—Daozhang…

No es una súplica, pero tampoco es una llamada. Es tan solo una palabra dicha al viento.

Xiao Xingchen se detiene, pero no alza la cabeza. No busca el sonido del rostro que nunca podrá volver a mirar.

—No me llames así.

—Daozhang.

Xiao Xingchen aprieta tanto los nudillos que se clava las uñas en la palma de la mano. En el piso aún están los restos del ungüento, los cristales, su corazón en pedazos, la traición estrellada frente a él. Le cuesta respirar; le duele aquella palabra, aquel título, los sueños perdidos en el pasado, el dolor frente a él. Quiero odiarte, permíteme odiarte. Si no puedes darme nada, al menos concédeme ese deseo, Xue Yang.

—Tú y yo… Tú y yo. No nos debemos nada. —Sus frases se cortan sin terminar, empiezan en el punto medio, entre la nada y el todo—. No morirás. Pero. Tú y yo…, Xue Yang… No nos debemos nada.

Ni amor, ni cariño, ni lealtad.

—Daozhang.

Lo dice sin inflexión. Xiao Xingchen no puede reconocer dolor o tristeza en su voz, pero tampoco puede reconocer amor, ni siquiera cariño. No queda nada en esa palabra, aunque aún tiemble al oírla.

—No me llames así.

Tienes que vivir, Xue Yang; yo he de aprender a odiarte.


Notas de este capítulo:

1) Bueno, pues ya hubo un reencuentro y están los tres en el mismo espacio físico. Ahora en el mismo espacio mentalmente… Ese es otro asunto.

2) En fin, una lástima que aquí no existan psicólogos: uno se haría rico con estos tres.


Andrea Poulain