Aclaraciones:
1- No se permiten adaptaciones ni traducciones de ningun tipo.
2- Los personajes no me pertenecen, los utilizo como entretenimiento creatico y sin fines de lucro.
3- Si hay algun error gramatical/ortografico, me pueden avisar. Se agradecen las criticas constructivas.
4- No cumplo demandas ni exigencias con respecto a cuando actualizo, esto es un hobby y no soy escritor.
5- Si sienten que la historia es plana o aburrida, porfavor pueden irse y leer otra cosa.
6- Escenas sensibles no apta para todo publico, consentimiento dudoso y puede empeorar mientras avance la historia.
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Introduccion:
"O Domine Deus, en tu infinita misericordia creí que la devoción me separaría del pecado, que tu gracia sería mi refugio contra las tentaciones de la carne y del espíritu. Sin embargo, en cada rincón se oculta la traición, disfrazada de amor y de lealtad, mientras lo que prometí resguardar se desmorona bajo el peso del deseo, la envidia y el engaño. Aquellos a quienes llamé hermanos me han abandonado; aquellos a quienes amé han sellado mi condena.
En cada plegaria susurrada, me atormenta una pregunta: ¿es el juicio divino lo que me consume, o el castigo por mis propios pecados?
Amado mío, tú no me dejarás ir... será tu culpa si mi alma se condena al fuego eterno. Pero, ¿acaso la culpa reposa solo en ti? ¿O soy yo quien se ha dejado seducir por el dulce veneno del deseo? En estas tierras donde la fe se ha vuelto ilusión y la traición susurra en la oscuridad, el perdón es un eco distante y el amor, una cruel burla del destino.
Así comienza esta historia, en un tiempo en que la cruz y la espada marcan los caminos de los hombres, y donde, bajo la mirada de lo divino, se libra la batalla más feroz: aquella que arde en las profundidades de nuestras almas.
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La noche es fría. La luna, imponente, se alza en el cielo oscuro como un ojo vigilante. Las estrellas, dispersas, titilan, pero su luz parece distante, ajena a la tierra.
Abajo, la naturaleza reposa. Las plantas cubren los rincones más profundos del mundo, y en el agua, los peces duermen en ríos, lagos y océanos que parecen espejos inmóviles. En las casas, las luces se apagan mientras los hombres arropan a sus hijos, y las mujeres, exhaustas, buscan el refugio del sueño. Los animales se retiran, guardados en corrales y establos; la quietud los envuelve, todos buscando olvidar el peso del día.
El bosque, en su oscuridad impenetrable, oculta a sus criaturas. Los que pertenecen al día se sumergen en un sueño profundo, mientras los seres de la noche despiertan. Las luciérnagas trazan caminos de luz, intentando competir con el brillo del cielo. Los grillos, solitarios, entonan su lamento en una sinfonía que la brisa fría dispersa, envolviendo la tierra en una quietud perturbadora.
Entonces, el silencio se rompe. Pasos frenéticos golpean los senderos; las sombras humanas atraviesan la noche, sus antorchas devorando la oscuridad. Los animales, aterrados, se ocultan, temerosos de que el hombre descargue su ira sobre ellos. Las luciérnagas se desvanecen ante el furioso brillo de las llamas, y la orquesta nocturna queda sofocada bajo el rugido de las pisadas.
Es una huida desesperada.
Ramas quebradas.
Respiraciones entrecortadas. El aire, escaso y gélido, huye de sus pulmones.
Un cuerpo delgado y agotado se esfuerza por seguir en pie, mientras sus piernas temblorosas lo impulsan hacia adelante. El cabello pelirrojo, largo hasta las rodillas, con un flequillo empapado en sudor y sangre, se adhiere a su rostro, nublando su visión. La oscuridad densa y sofocante agrava aún más su ceguera. De pronto, tropieza y, al caer al suelo, sus brazos inician un avance torpe y desesperado, arrastrándolo lentamente mientras el peso de la fatiga lo consume.
Entonces, escucha el sonido del galope a lo lejos. Jinetes montados en bestias lo persiguen. Él es la presa.
El joven, desfalleciente, se arrastra por el suelo. Sus brazos delgados, con las muñecas encadenadas, no frenan su avance. Pero el relincho de un caballo a su costado detiene su corazón.
Lentamente, levanta la cabeza. Se encuentra con la mirada del jinete.
Ojos verdes, fríos como la muerte.
Tiembla de miedo; sus esperanzas son destruidas con una sola mirada.
Una sonrisa cruel distorsiona el rostro de la jinete que lo observa. Baja de las alturas de su montura, disfrutando de la miseria del joven. Se agacha para impedir que escape y, satisfecha, acerca su rostro.
—Corres rápido, pequeño —dice con una voz baja y afilada, mientras su mano se posa en el hombro del joven y, con un gesto brusco, lo obliga a subir con ella al caballo.
La noche fría empieza a resonar con truenos. Llueve, como si los cielos lloraran por las acciones de los injustos.
El cabello pelirrojo ondea con el viento, lo que empieza a estorbarle a la jinete. Sin vacilar, agarra una navaja, toma un mechón hasta la nuca y lo corta, lanzando los restos mojados al viento antes de subir una colina alta, donde, en la cima, los espera una multitud.
El joven siente que ha sido despojado de lo único que le quedaba. Su cuello se siente frío. No pasa mucho antes de ser pateado lejos del caballo y atado a una estaca de madera. Está descalzo, herido, hambriento y encadenado en el centro de un peñasco. Pero no es el único: otros dos chicos están en su misma situación.
A su derecha, un joven de piel canela y ojos verdes está atado como un perro, con las manos y pies encadenados, una extraña máscara de hierro cubriendo su mentón y boca, dejando expuestos los ojos y el resto del rostro. Parece que los guardias enterraron los grilletes de las cadenas de sus pies para impedirle escapar. Aunque tiene más heridas que el pelirrojo, sigue moviéndose y gruñendo cuando lo golpean.
A su izquierda, otro chico parece ya muerto; ni un sonido sale de él. Su mirada está perdida y apagada. Su tez enfermiza y amarillenta, su cabello rubio deslucido y sus ojos azules opacos, casi negros, lo hacen parecer un cadáver. Si no fuera porque ajusta la cadena de su cuello con sus manos y abre un poco la boca para tragar algunas gotas de lluvia, cualquiera creería que ya no vive.
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Dentro de uno de los aposentos preparado en la colina, las velas alumbran débilmente el interior de la oscura cabaña. En una pequeña sala ornamentada con reliquias sagradas, el obispo se termina de vestir con túnicas ceremoniales. Sus movimientos son lentos, meticulosos, como si cada pliegue de la tela llevara consigo el peso de siglos de tradición. Termina de abrochar su capa dorada y, con una última mirada al crucifijo colgando en la pared, se dirige hacia la puerta.
Al abrirla, una ráfaga de viento frío y lluvia lo recibe. Afuera, la jinete lo espera en silencio, con su expresión inmutable. El obispo la mira de reojo, y con una leve inclinación de cabeza, le ofrece una reverencia respetuosa. A pesar de su rango eclesiástico, reconoce la importancia de su presencia en esta ceremonia.
—Su Alteza —murmura, antes de comenzar su caminata hacia el altar improvisado, donde los prisioneros ya lo esperan.
El obispo avanza entre los murmullos apagados de la multitud. Su andar es solemne, sus sandalias rozando el suelo empedrado. El brillo de las antorchas le ilumina el rostro, haciendo que sus arrugas se profundicen. Al llegar frente a los tres jóvenes encadenados, levanta las manos al cielo, como si el mismo Dios descendiera para presenciar el juicio.
No muy lejos se encuentra el Archidiácono, dando instrucciones y organizando a los guardias, que la multitud llena de plebeyos acate las órdenes antes de que el Obispo inicie.
—¿Está todo listo? ¡Preparen las ofrendas para los sacrificios! —La voz profunda del Archidiácono ordena. El silencio se extiende entre la multitud.
La muchedumbre deja de susurrar y, en cambio, los miran con ansias.
El Archidiácono, un viejo astuto y hambriento de poder, ve en esta intervención divina la oportunidad de ascender en la jerarquía eclesiástica.
—Observad la mirada del demonio —dice el Obispo, señalando al joven de cabello cortado, cuyos ojos rojos brillan intensamente con desprecio— Vuesto disfraz no nos engaña; los ojos del averno te delatan.
El Obispo coerra los ojos y recita unas oraciones en latín con dureza e invocando protección: Exorcizo te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omnis phantasia, omnis nequitia omnisque dolus adversarii eradicetur! Maledicta sit terra, fructus eius mortuus sit. Discedite, a rege tenebrarum, nullam potestatem habes in servis Dei! — clama con adoración para habrir los ojos y seguir– ¡Os despojais de su cuerpo mortal y se os condeno a la excomunión! —grita, señalando con su cruz a los tres apresados.
La multitud vitorea, feliz y triunfante. Los nobles se muestran complacidos, y los guardias, poderosos.
Hay tres figuras importantes que observan todo el rito a unos pocos metros de distancia.
La jinete que trajo al último apresado, una rubia vestida de novicia, y una dama de cabello rojizo con ropas nobles. Cada una sostiene una daga de oro con una empuñadura envuelta en un rosario de plata. Mantienen sus miradas fijas en el suelo, rezando sus plegarias antes de que el obispo complete su labor.
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Espero hayan disfritado la lectura, nos leemos luego...
