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Octubre
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Algunos días, Draco casi podía convencerse de que había sido sincero sobre su incapacidad para ser un buen amigo de Granger. La mayor parte del tiempo, sin embargo, se pasaba el día observándola trabajar y contemplando las impresionantes profundidades de su negación, mientras intentaba ignorar las miradas cómplices que ella le dirigía: las sonrisas petulantes que decían ya lo resolverás o no me importa esperar. Pero él no podía entenderla. No podía comprender por qué estaba tan convencida, tan desarmantemente segura, de que eran, o podían ser, amigos.
Por tentador que fuera desechar ese pensamiento, empaquetarlo y silenciarlo con una fuerte dosis de Oclumancia, Draco se obligó a admitir que gran parte de su incapacidad para ser amigo de Granger residía en el hecho de que no quería ser solo su amigo.
Desde luego, no tenía por costumbre pajearse con la imagen de los bonitos labios rosados de su amiga durante la ducha matutina. Eso parecía algo totalmente distinto, arrancado de los escondrijos de su cabeza que una vez había mantenido a raya con autoengaño.
Odiaba aquellos momentos de debilidad, cada vez más frecuentes, pero saboreaba la cruda dosis de deseo que le provocaba la imagen de los rizos salvajes de Granger o sus labios o su ramillete de pecas cuando se permitía una fantasía. Y después, recordaba el brillante cabello castaño oscuro, sus delicados pómulos y sus ojos azules, con el estómago revuelto por lo vil que se había vuelto.
Cuanto más intentaba fingir que Granger y él no podían ser amigos de verdad, más fácil le resultaba a su subconsciente contraatacar, presentando un extenso argumento a favor de que siguieran relacionándose. Maldito subconsciente traidor; Draco sabía que las excusas hacia la amistad no serían más que una pendiente resbaladiza hacia la justificación de algo más.
—Hoy estás ocluyendo, —dijo despreocupadamente al pasar, ya desalojando y permitiéndose el acceso a una nueva sala para desmantelar.
Había estado repasando las notas de sus últimos experimentos, aun luchando por extraer con éxito la magia oscura de la carne sin dañarla. Tenía varios lugares en el pecho que le palpitaban como testimonio de sus últimos fracasos. Se sentó en un sillón transfigurado del vestíbulo y apenas se dio cuenta de que Granger iba y venía de una habitación a otra, haciendo un trabajo rápido en un ala relativamente poco utilizada de la mansión.
Ella siempre parecía saber hasta dónde podía presionar, nunca demasiado, pero hacerle responsable de cualquier norma se había convertido en su procedimiento operativo habitual. Llevaba varios días ocluyéndose, adormeciendo recuerdos errantes de ella mirándolo bajo las suaves farolas del callejón Diagon, intentando forzar el deseo que todo lo consumía de ser aceptado en su vida. Ella le había permitido unos días de su humor, y ahora, lo sacaba a relucir.
Antes de intentar la oclusión, volviendo a su frío y entumecido aliado, simplemente intentaba centrar sus pensamientos en las razones por las que no podían ser realmente amigos. El salón solía venirle a la mente. Horribles recuerdos de sus gritos, imágenes de su tortura. Draco no podía ignorar ni olvidar que su hogar, su familia, había estado tan íntegramente ligada al movimiento que intentó arruinarla. La primera y más obvia razón por la que no podían, no debían, ser amigos: cualquier asociación con él no sería más que la reintroducción de una enfermedad a la que ella ya había sobrevivido.
Su abuelo Abraxas había muerto de viruela de dragón. El ataque que finalmente lo mató no fue su primera experiencia con la enfermedad. La había tenido una vez, años antes, y había sobrevivido. Pero en una segunda infección, la magia de la enfermedad se comportó de manera diferente. Tenía un aspecto diferente, actuaba de forma diferente, pero seguía causándole estragos. Había sido su perdición; un patriarca abatido, destrozado por una cosa que no podían ver y contra la que no podían luchar.
Draco hojeó otra sección de sus notas: una serie de números, un pequeño libro de contabilidad de la cuenta que se le había asignado, una empresa de comercio de ingredientes de pociones semilegales. El tipo de cuenta había sido o bien una afortunada coincidencia por parte de su padre, o bien un meditado intento de reconciliación. Draco no había preguntado. La única vez que se lo había planteado, durante el desayuno de la mañana siguiente al cumpleaños de Granger, se había dado cuenta enseguida de que no quería saberlo.
Como muchas partes de su relación con Lucius: tener que pasar por el filtro de los motivos, las intenciones y las insinuaciones dificultaba aceptar cualquier buena acción sin más. El riesgo de decepción de que a Lucius no le hubiera importado, o no supiera, lo que le había ofrecido, hacía que no saberlo, y por lo tanto no arriesgarse a la decepción, fuera una opción razonable.
Draco optó por vivir en la ignorancia, sabiendo que había elegido una opción cobarde.
Granger salió de la habitación que él habría jurado que ella había abierto minutos antes. Un rubor rosado le subió por el cuello. Su pecho subía y bajaba con la respiración acelerada, pero parecía tranquila y cerró la puerta tras de sí.
Ella le sonrió, con la espalda pegada a la puerta, y luego soltó una risita.
—Solo un armario bastante enfadado. Nada demasiado desafiante. Puede que haya intentado comerme, —soltó otra risita y se tapó la boca con la mano, como si fuera a ahogar el sonido—, pero está bien. No creo que pudiera comerme en realidad, solo agitó un poco los cajones.
Sacudió la cabeza y empujó la puerta, demasiado divertida para alguien que acababa de luchar contra un mueble. Casi parecía estar disfrutando.
Y esa era la razón dos, y tres, y todas las demás por las que no podían ser amigos; Granger era interesante, y divertida, y brillante, y soltaba risitas porque un armario intentaba comérsela, y suspiraba porque las teclas del piano la mordían. Le encantaban los libros antiguos y raros, y era una borracha parlanchina y coqueta. Se hizo muy amiga de Theo e intentó introducir a Draco entre sus amigos. Le devolvió la varita. Arregló el reloj de bolsillo de su abuelo. Le gustaba el helado de caramelo de manzana y tenía pecas que él podía dibujar como constelaciones en su cara. Y era amable. Era indulgente. Había mirado fijamente el recuerdo de Bellatrix Lestrange en el lugar donde la habían torturado. No le importaba el insulto que tenía grabado en el brazo, pero lo cubría de todos modos; él sabía que lo hacía por él. No se merecía nada de eso.
Pero le daría la opción de quitarse la cicatriz si ella quería porque, a la mierda con todo, él quería ser su amigo. Quería ser su amigo y mucho más.
—
Draco ya no podía soportar la Oclumancia. Lo intentaba, pero le dolía la cabeza y el estómago se le retorcía, agarrotado y revuelto. Las pociones preventivas contra el dolor habían perdido su eficacia y, aunque sabía que acabaría por llegar, seguía recurriendo a sus protecciones mentales para protegerse de todo lo que no le estaba permitido pensar o sentir acerca de Granger. Odiaba volver una y otra vez a la Oclumancia: un segundero roto en un reloj que avanzaba lo suficiente como para sentir que había contado el tiempo, solo para ser arrastrado de nuevo hacia abajo por la gravedad, exactamente desde donde había empezado.
Aquella tarde se excusó de sus funciones de supervisión, incapaz de contener el flujo arterial de fantasías sobre Granger. Siempre Granger, ocupando tanto espacio en su cabeza.
Puso cara de confusión cuando le dijo que la dejaría terminar sola, pero no hizo ningún comentario. Él vio el rápido entrecerrar de sus ojos, evaluando los suyos, buscando la oclusión con la que ya se había adormecido. Parecía decepcionada, pero no del todo sorprendida, por lo que encontró.
No corría exactamente por los pasillos de la mansión, pero su paso podía considerarse enérgico. Le palpitaba la cabeza cuando retiró sus protecciones mentales, dejando que el calor inundara sus venas. Se había acostumbrado a la gélida quietud. La repentina oleada de emoción en sus venas casi le abrasó, quemándole por dentro y por fuera. Ya se había desabrochado varios botones de la camisa cuando entró en los jardines, con la intención de escapar a los invernaderos para comprobar sus muchos y variados ingredientes de pociones para experimentar.
Una llovizna le recibió. Se detuvo ante la puerta y levantó el brazo, dejando que la lluvia salpicara su mano extendida. Casi esperaba oír un silbido, ver cómo las gotas se evaporaban y se alejaban del fuego de su piel.
Lanzó un amuleto repelente al agua y se dirigió a los invernaderos, desmantelando aún más el resto de Oclumancia que había dejado que le consumiera. Entró en el invernadero, sofocado inmediatamente por la humedad del interior.
Una de las cicatrices de su pecho palpitaba. Draco suspiró; se desabrochó el resto de la camisa y presionó suavemente contra un contorno rojo que se desvanecía. Su peor cicatriz le cruzaba las costillas en el lado izquierdo del cuerpo, extensa y dolorosa por su intento de extirpación. Palpó, tratando de hacerse una idea del estado de cicatrización.
A pesar del lento y pesado proceso de experimentación, pruebas y fracasos, una y otra vez, Draco también vio progresos, por infinitesimales que fueran. La cicatriz de las costillas casi parecía normal, se sentía normal. Y cuando intentó quitársela con una solución para cicatrices corriente, casi funcionó. Hasta que empezó a arder por la magia oscura residual que se rebelaba contra él, claro.
—¿Por qué están tan... irritadas?
Draco levantó la cabeza y se dirigió a la entrada del invernadero, donde Granger estaba de pie, con la puerta medio abierta y los ojos desorbitados al contemplar el espectáculo de horror que tenía en el pecho: cicatrices plateadas con bordes rojos, morados, azules o verdes, en diversas fases de traumatismo y cicatrización, con algunas quemaduras dispersas entre ellas.
Se cerró la camisa, apretando la tela con la mano izquierda.
Joder.
Sentía la cabeza floja, en carne viva, como si una mosca se hubiera instalado en ella y necesitara desesperadamente un amuleto silenciador. De todos modos, trató de activar la Oclumancia, presa del pánico por el peso de su evaluación.
Lo congeló y lo desprendió; el pánico quedó en un fragmento en algún lugar profundo de su subconsciente. Granger dejó que la puerta se cerrara tras ella y cruzó la habitación antes de que él pudiera parpadear.
—Basta, —dijo—. No hagas eso, por favor, deja de ocluir, dioses. —Se le hinchó el pecho, respiró hondo mientras se pasaba las manos por la masa de rizos: un cenagal de giros y espirales en el que él quería perderse.
Aisló también ese sentimiento y lo desechó.
—Draco, para. Por favor, —le puso la mano en la suya, la que le sujetaba la camisa. Él dio un respingo; sentía su piel como el fuego. Pero, aunque él soltó la mano, ella no lo hizo, y su suave palma se apoyó en el pecho expuesto de él.
Se congeló.
—Te estás congelando.
Así era.
Excepto donde su mano lo tocó. Allí estaba fundido: se agitaba, se derramaba y se extendía.
—Por favor, —volvió a decir ella, y cuando sintió que iba a apartar la mano, él alargó la suya para mantenerla en su sitio, con los dedos enroscándose suavemente alrededor de su muñeca. Su Oclumancia se estrelló en una avalancha bajo su orden, incapaz de negársela.
Ella debió reconocer el cambio porque se ablandó, la rigidez de su mano se relajó contra su pecho. Si ella le marcaba con esa mano a él no le habría importado llevar su marca, mejor que la otra.
—Yo también las tengo, —dijo—. Más que solo una. —Levantó el brazo izquierdo en un gesto de debilidad. Señaló una fina línea en su cuello en la que él nunca se había fijado—. El mismo cuchillo.
Parpadeó. Se preguntó cuánto duraría aquella suspensión de la realidad: la mano de ella en su pecho, la de él sujetándole la muñeca, tan cerca que podía oler algo cálido, dulce y vagamente avainillado que se desprendía de su pelo y su piel. Era como si hubieran hecho una pausa en el tiempo, tal vez una nueva función del giratiempo de Theo, que les permitía hablar, moverse y existir dentro de una burbuja en la que, por un momento, las consecuencias parecían tan intrascendentes.
—Yo también tengo una en el pecho. Del Departamento de Misterios. Fue una maldición desagradable, pero... Dolohov, estaba silenciado en ese momento, así que podría haber sido mucho peor.
Te quitaré esa también, quiso decir. Quería borrarlo todo, cada recuerdo, cada cicatriz, que hacía que sus ojos se volvieran así, atrapados en lo desagradable de un pasado que no debería haber tenido que soportar.
—¿Qué les pasa? —preguntó. La yema de su dedo índice se movió contra su piel, rozando la cicatriz que había debajo.
—He estado experimentando.
Le sostuvo la mirada, intentando ignorar la letanía de razones por las que cualquier acercamiento a Granger era una mala idea. ¿Cómo podía serlo? Cuando sus manos le encendían y quemaban la niebla de su cerebro. Cuando ella parecía la bondad, la integridad y la esperanza, con un halo de rizos ridículos y una constelación que rogaba que le dibujaran en la cara. Quería besarla. Quería abrazarla. Quería tenerla en cada superficie de aquel invernadero, aprendiendo los suspiros y sonidos que ella reservaba para los amantes.
—¿Experimentando contigo mismo? ¿Con qué? —preguntó ella. Él sabía que no se imaginaba el tono tranquilo y jadeante de su voz.
—Estoy intentando extraer la magia oscura de las cicatrices. Para que puedan ser eliminadas.
Un relámpago y el crujido de un trueno ahogaron el sonido de su sorpresa: una respiración entrecortada que él tuvo el placer de contemplar de cerca.
Su madre había supuesto que la poción era para él. ¿Pensaría Granger lo mismo?
La lluvia sobre el techo de cristal del invernadero le recordó a Draco los latidos de su propio corazón, martilleándole los oídos: latidos erráticos y salvajes.
El sonido parecía seguir el mismo camino que el tiempo, saliendo del espacio que los rodeaba, dejando un espacio vacío donde el tiempo se detenía, y él casi podía oír el sonido de los parpadeos de Granger, de sus pensamientos.
Su mano derecha se movió a instancias de unos instintos que no podía controlar, y sus dedos buscaron la cintura de ella en un vacilante casi roce. Pero ella se dejó llevar hacia él, y él hacia ella, y cuando volvió a mirar, casi se tocaban de pies a cabeza, con la mano de ella aún en el pecho de él entre los dos.
Tragó saliva: un hombre colgado del último hilo de su autocontrol. Con una respiración profunda o una brisa fuerte, su nariz tocaría la de ella, su boca estaría igual de cerca. Empleó hasta el último gramo de su desencadenada contención.
—Necesito que me digas que pare, —dijo, y el acto de dar vida a esas palabras casi rozó sus labios. Sus ojos se cerraron y el hilo que lo sostenía, lejos, se rompió.
Entonces volvió a abrir los ojos, con los labios tan cerca de los suyos que sus palabras se intercambiaron más por la carne que por el aire.
—Estás comprometido.
Y fue como si un rayo hubiera hecho añicos el techo de cristal que tenían encima, empapándole de un agua de lluvia helada que reinició el tiempo y agudizó su cerebro azotado por la lujuria.
Dio un paso atrás, forzando un pie, luego el otro, para crear espacio entre él y una mala decisión.
Joder.
Desapareció antes de que tuviera la oportunidad de cambiar de opinión.
—
Astoria y Narcissa habían elegido el solárium para el almuerzo de planificación de la boda. Habían decidido no complicarse con encantamientos calentadores en el aire fresco de octubre mientras hacían malabarismos con la distribución de los asientos, el acompañamiento musical y una lista de vinos más larga que varios de los libros que había en la biblioteca de la mansión. Narcissa insistió en la presencia de Draco porque, por supuesto, debía participar.
Porque Hermione había estado muy, muy acertada en su percepción.
Estaba, de hecho, comprometido. Además, de alguna manera había acabado exactamente donde había estado años atrás: en su hogar ancestral haciendo lo que sus padres le pedían incluso cuando se había dado cuenta de que no quería hacerlo. O, en este caso, nunca había querido.
Desde las ventanas del solarium, diseñadas para sumergir al espectador en la mayor parte posible de los terrenos sin abandonar la comodidad de la mansión, Draco podía ver los invernaderos más allá de la rosaleda. Si giraba la cabeza lo justo, el techo de cristal brillaba con una intensa luz del sol del atardecer, haciéndolo imposible de ignorar u olvidar. La maldita cosa se burlaba de él mientras escuchaba a medias una conversación sobre cuartetos de cuerda.
Y así sería su vida: escuchando a medias conversaciones que no le interesaban. Seguir una agenda de eventos sociales. Una mujer encantadora a la que tendría que aprender a querer. Previsibilidad. Complacencia.
Se obligó a apartar la mirada del burlón invernadero y volver a la comida que compartía con su madre y su prometida. Se sentía tan impersonal, tan irreal. No muy diferente de lo que sintió al sentarse y oír a su madre decirle que al Señor Tenebroso le gustaría que tomara la Marca, para recuperar el favor perdido por su padre.
Astoria dijo algo sobre Vivaldi.
Narcissa hizo un comentario sobre el cabernet.
Draco se quebró.
—Astoria, —dijo, girando en su silla para mirarla más directamente. Extendió la mano y la tomó entre las suyas. Sus dedos se crisparon; podría romperlos—. ¿Quieres casarte conmigo?
Su expresión de desconcierto ante el repentino contacto se agravó, doblándose sobre sí misma al fruncir las cejas. Ladeó la cabeza y soltó una risa nerviosa, desconcertada, antes de transformarla en esa risita de socialité que él tanto odiaba. Se recompuso rápidamente, casi con facilidad.
—Ya estamos comprometidos, —dijo con una sonrisa. Inclinó la cabeza hacia la mesa que había entre ellos, repleta de sugerencias para la distribución de los asientos y el maridaje de vinos—. Un poco más que comprometidos, en realidad.
—No... quiero decir. Si hubieras podido elegir, ¿me habrías elegido a mí?
Draco se tensó ante la brusca inhalación a su izquierda. La indignación de su madre cortó su determinación con más eficacia que undiffindo bien lanzado. Siguió adelante a pesar de los jirones desgarrados en sus velas.
—¿Lo haría? Draco, eres mi prometido...
Le apretó las manos y se inclinó hacia delante, tratando de bloquear los sonidos de desaprobación procedentes del otro extremo de la mesa, donde la sorpresa de su madre probablemente se había tornado en ira. Draco se asombró de su propia audacia; solo podía imaginar los sentimientos de su madre al respecto. Pero ya había empezado, ya había tomado este momento, y todos los que siguieran, como rehén para sí mismo. Tenía que preguntar. Tenía que saberlo. Tenía que hacer algo más que sentarse y aceptar lo que le dieran, por mucho que lo odiara, con una sonrisa que cubriera su silencioso desacuerdo.
Suspiró.
Tenía los ojos azules, muy parecidos a los de su madre.
—Sé que estamos prometidos, pero... no quiero ser cruel. Pero... joder, creo que voy a serlo. Ha sido una pregunta egoísta, te pido disculpas. —Hizo una mueca, torpe como un tonto. Su madre le recriminó el uso de un lenguaje soez; él la ignoró y siguió adelante—. Tal vez esperaba que tu respuesta fuera un no rotundo y que así me resultara más fácil decir que no te habría elegido.
—¡Draco! —Narcissa se levantó de su asiento, haciendo sonar los cubiertos. Levantó la voz lo justo para informarle de que hablaba muy, muy en serio. Pero ya no podía detenerse. Como una tormenta de fuego, como una inundación, como un estallido de magia incontrolada.
—Ahora no, Madre, —dijo, un sentimiento de independencia le recorrió por dentro—. Me estoy tomando un momento para tomar las riendas de mi propia vida.
Astoria miró a Narcissa, buscando algo. Draco no se inmutó, no se movió. Concentró toda su atención en Astoria, esperando a que ella retomara la conversación que solo podía darse entre ellos dos, por mucho que su madre prefiriera involucrarse. Sus dedos se flexionaron bajo los suyos cuando volvió a mirarlo.
Ya había cavado demasiado hondo, seguía paleando.
—No te conozco. No tengo motivos para conocerte fuera de este acuerdo. Y estoy seguro de que eres encantadora. Por lo que he visto, claramente lo eres, pero...
—No te habría elegido a ti, —dijo ella.
Sus palabras salieron fuertes, seguras y aliviadas. Parecía la primera cosa realmente genuina que existía entre ellos.
—Me gustaría tener la oportunidad de elegir, —dijo—. ¿A ti no?
Ella asintió y soltó una respiración superficial y nerviosa. Draco casi se sintió mal; acababa de dinamitar su vida. Solo por pura suerte de las circunstancias ella había accedido.
Le soltó las manos y se sentó, creando espacio, pero sintiéndose más cerca de ella que nunca. Se volvió hacia su madre.
Narcissa se quedó muy quieta, con una respiración controlada que le movía el pecho lo justo para confirmar que no había sido aturdida. Sus labios casi habían desaparecido, formando una fina y tensa línea mientras bullía. Más que eso, sus ojos lo escudriñaron: confusión y rabia, como si estuviera mirando a un extraño, tratando de encontrarle sentido a lo que acababa de hacer, a quien acababa de ser.
—Siento haberte hecho perder el tiempo, Madre.
Se levantó de su asiento y se inclinó para darle a Astoria un beso en la mejilla. Dio medio paso hacia su madre para hacer lo mismo, pero se detuvo cuando ella levantó una sola mano, tan rápida como un golpe de víbora, advirtiéndole que no se acercara. Inclinó la cabeza, acusando recibo, y abandonó el solárium con un compromiso menos.
—
Ver a Granger al día siguiente del almuerzo en el que, efectivamente, prendió fuego a su vida y se marchó, la primera vez que la veía desde las cosas que pasaron y no pasaron en los invernaderos, fue como atravesar una niebla que por fin se despejaba.
Y el día fue horrible.
El desayuno con sus padres había sido un asunto doloroso y silencioso. Incómodo y embarazoso, ya que ni su madre ni su padre le dirigieron la palabra. Ninguno de los dos reconoció que Astoria y él habían disuelto su compromiso matrimonial el día anterior. Lucius se concentró en el Profeta con una fuerza casi mortal, respirando profunda y tranquilamente por la nariz, con unos labios que solo abandonaban su retorcido fruncimiento para deleitarse de vez en cuando con su té.
Draco no se atrevió a marcharse hasta que sus padres lo excusaron, ya que había sobrepasado con creces las libertades que podía tomarse con su paciencia. Por lo tanto, no abandonó el comedor hasta cinco minutos después de las nueve, y la despedida se convirtió en una discusión sobre quién hablaría primero.
Narcissa finalmente cedió con un escueto y silencioso "Puedes irte", con los ojos fijos en una rodaja de melón que tenía delante.
Se encontró con Granger a mitad del pasillo, en dirección al ala en la que habían estado trabajando la semana anterior. Sus pasos resonaron con fuerza en el espacio, evidenciando un pisotón de fastidio.
—Llegas tarde, —dijo, y no en tono de broma. Sonó más como una acusación, como un maleficio que quería lanzar.
Y en lugar de una respuesta razonable, Draco cayó en viejos hábitos familiares. Era tan fácil hacerlo sin la Oclumancia, sin los esponsales, sin que nada lo controlara. Ella dio un golpecito con el pie, observándolo como si esperara a medias que la hechizara. Tenía la varita en la mano, con los nudillos enrojecidos al apretarla. Su pelo había cobrado vida propia.
—Tu pelo parece un nido de duendecillos.
Puso los ojos en blanco y soltó un suspiro frustrado, dándose la vuelta y alejándose de él. Lanzó su respuesta por encima del hombro, con la voz tensa y rozando la estridencia.
—Muy maduro, Malfoy.
Es cierto que no había sido excepcionalmente maduro. Pero también se sintió extrañamente como la primera vez que realmente había hablado con ella, fuera del dominio de otra persona. Le entusiasmó.
No era como si pudiera empezar con Puse fin a mi compromiso porque me di cuenta de que no podía seguir haciendo lo que todo el mundo me decía que hiciera. Pero también lo terminé, en gran parte, porque no puedo dejar de pensar en cómo prácticamente te has mudado a mi casa, a mi cabeza, al espacio dentro de mi pecho que podría llamar tentativamente mi puto corazón.
En vez de eso, se metió con su pelo y se reía de cómo se alejaba. Ponía los ojos en blanco cuando ella hacía algo totalmente exasperante. Se quedaba demasiado cerca y escuchaba atentamente mientras ella lanzaba sus hechizos y realizaba sus diagnósticos, aprendiendo tanto si quería como si no. Dejaba que le regañara y corrigiera los movimientos de su varita cuando la imitaba incorrectamente. La llamó sabelotodo cuando le obligó a escuchar todo el historial de sus hechizos de diagnóstico porque, al parecer, el contexto era importante.
Se dejó llevar por el cálido aroma a vainilla de ¿su... champú? ¿Loción? ¿Perfume? Y dejó que pasara el día, plagado de bromas y frustraciones y conversaciones relativamente tensas, porque por fin se sentía como el primero que podían tener sin que todo lo demás se interpusiera. No dijo nada sobre sus esponsales, o la falta de ellos.
Simplemente existía, por primera vez en mucho tiempo, para sí mismo.
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Nota de la autora:
Gracias, gracias, gracias a todos los que me leen, comentan y se lo pasan en grande conmigo. Estoy realmente impresionada por las conversaciones, el entusiasmo general y lo mucho que me ha costado escribir y publicar este fic, y eso que no hemos hecho más que empezar. Espero que hayáis disfrutado de este capítulo.
Y, por supuesto, ¡muchas gracias a icepower55, Endless_musings y persephone_stone por su inagotable apoyo!
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Nota de la traductora:
Me acabo de dar cuenta de que al publicar hace cosas raras con las palabras y frases en cursiva y no me había dado cuenta hasta hoy. He modificado ya todos los capítulos de este fic para arreglarlo y parte de Wait and Hope. Perdón por las molestias que puedan haber causado al leer, me da mucha pena que se me haya pasado durante tanto tiempo. Por favor, si veis cualquier error no dudéis en comentármelo, lo arreglaré en cuanto me sea posible. ¡Gracias!
