Disclaimer: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen, son creación de la novelista Kyoko Mizuki. Adaptación del libro "El Gran Gatsby" de F. Scott Fitzgerald.

Advertencia: Debido a la trama de la historia la personalidad de algunos de los personajes de Candy Candy puede variar un poco.

Capítulo 6

El verano continuaba y mis actividades transcurrían con normalidad. Trabajaba por las mañanas y en las tardes me dedicaba a estudiar en la biblioteca concienzudamente inversiones y valores.

El trabajo, al final de cuentas, era entretenido, me daba para vivir de una forma holgada y sin preocupaciones. Aunque mi familia me adjudicaba un bono semanal, procuraba que este se fuera un ahorro y mantenerme sólo de mi sueldo. Eso me hacía sentir mejor. A partir de la fiesta en casa del señor Ardley, comencé a salir con Annie Britter con más frecuencia. Me sentía orgulloso de llevarla de mi brazo no sólo por su evidente belleza, sino también por su reconocido talento.

Éramos muy parecidos en muchos aspectos: los dos gustábamos de la moda, los lujos y las buenas fiestas y, aunque me sentía cómodo a su lado, en el fondo también podía reconocer en ella un dejo de falsedad detrás de su insolente sonrisa y su comportamiento arrogante, de la misma forma que Candy tenía una máscara en la que escondía detrás su ser auténtico. A veces, sólo a veces, me dejaba ver algo de la verdadera Annie, aquella chica tímida y modosa que conocí en el San Pablo y eso me gustaba tal vez incluso más. Acabé por no darle más importancia y me dispuse disfrutar de esa cercanía que era cada vez más corta.

Una tarde, decidimos ir a la ciudad para estrenar su nuevo auto. Era tan mala conductora que por poco atropellamos a un grupo de obreros, los cuales, si no hubieran corrido por sus vidas, seguramente alguno de ellos ya estuviera en el cielo. Finalmente aparcamos en un restaurante con una hermosa vista al jardín. Me sentí afortunado de llegar sano y salvo.

- ¡Por Dios Annie, eres un desastre conduciendo! - Protesté molesto -Una de dos, o tienes más cuidado o dejas de hacerlo.

- ¡Tengo cuidado!

- Claro que no, ¿acaso se te atravesaron ese grupo de obreros en tu camino?

- En teoría, sí.

- Eres muy descuidada, imagínate que un día te encuentras a alguien tan descuidado como tú.

- ¡Oh, querido! créeme que ya lo he encontrado y aunque me desagradan mucho las personas así, tengo que decir que tú me gustas mucho.

Me sorprendí ante su declaración Su mirada azul estuvo fija en mí un par de segundos e inmediatamente la desvío. Me acerqué a ella y, sin darle oportunidad a decir una palabra la besé. Primero suavemente, saboreando sus labios. Acaricié su espalda y su largo y hermoso cuello. Lo había deseado desde hace tanto tiempo, tal vez incluso desde que la vi en casa de Candy aquella noche. Ella al principio se mostró como la verdadera Annie, tímida y recatada, intentó separarse, pero la apreté contra mí tomándola de la nuca, casi inmediatamente correspondió a la pasión que comenzaba a elevarse y que nos hizo perder la noción del tiempo y del lugar. Nos besamos por largo rato, no supe cuánto, sólo sé que cuando nos separamos ya había caído la tarde.

Después de ese día la relación entre nosotros cambio, si bien no éramos novios, definitivamente teníamos algo. Incluso a veces sentía que la quería.

-o-o-o-o-o-o-o-o-

Una mañana de domingo, muy temprano, escuché el ruido de un auto proveniente de afuera. Me asomé y vi que se trataba del señor Ardley. Era la primera vez que él me visitaba, a pesar de que yo ya había asistido a dos de sus fiestas, montado su velero y frecuentado su playa.

- Buenos días, joven amigo- me dijo, bajando de su auto, como siempre, impecablemente vestido - ¿Te gusta? - tocó el deslumbrante vehículo -Está hecho a la medida- sonrió.

Contemplé el coche con admiración, se trataba de un suntuoso vehículo color beige resplandeciente con asientos de color azul. Alguna vez escuché hablar a alguien en la playa del famoso vehículo de Albert. En todo el país no había otro igual.

-Vístete joven amigo, hoy almuerzas conmigo en Nueva York.

Después de un rato partimos a la ciudad. Observé a mi compañero conducir con cierto nerviosismo que no le había visto antes. Se golpeaba una y otra vez la pierna con la palma de la mano dándole cierto ritmo al golpeteo. Me miraba, sonreía y después decía frases atropelladas y muchas veces sin terminar. Este comportamiento me extrañó debido a que él era un hombre más bien ecuánime. Habíamos hablado unas seis o siete veces y, todo ese tiempo, descubrí que no tenía mucho que decirme o tal vez no quería decir mucho, siempre se mostró hermético y reservado. Hasta ese día.

- Dime joven amigo ¿Qué opinión tienes de mí?

Soltó de repente. Me mostré asombrado por la interrogante.

- Pues yo...

- Sé qué te parece extraña mi pregunta, pero me he enterado que has escuchado muchas historias sobre mi persona y no quiero que te hagas un juicio equivocado.

En eso tenía razón, había escuchado tantas versiones y tantas imputaciones en su contra que ya no sabía que creer, pero para mi sorpresa, era consciente de todas esas historias que se hablaban de él.

- Bien- continuó, al verme dudoso -Te voy a contar sobre mí. Juro que te diré la verdad. Toda la verdad- dijo, levantando la mano -Soy hijo de una familia poderosa de la costa oeste. Desgraciada y tristemente todos muertos ya. Me crie en América, pero fui educado en Oxford como tradición familiar.

Lo miré de reojo y pude ver por qué muchos desconfiaban de él, era su forma de hablar. Hablaba con mucha seguridad, pero a la vez con algo de temor, cómo si tuviera miedo de ser descubierto por algo o alguien. Por un momento comencé a pensar que me tomaba el pelo, pero me dirigió una mirada y pude ver en ella una mueca de dolor por su desaparecida familia, eso me convenció inmediatamente de lo contrario.

-Al morir mis familiares heredé una inmensa fortuna- continuó -Después de eso, he vivido como un príncipe cautivo, aun así, me las arreglé para escaparme. Conozco y he vivido en casi todas las principales ciudades de Europa.

- ¿Europa?

- Si, París, Londres, Edimburgo, Roma, Madrid, Estambul. Me gusta mucho el arte y colecciono pinturas de grandes artistas y joyas, en especial las esmeraldas. También fui a África, como no me gusta la caza de animales, lo que hacía es que simulaba que iba tras ellos y los dejaba libres antes de que los mataran. Amo viajar, me gusta mucho la música clásica, sobre todo la de Mozart, por admiración al compositor aprendí a tocar piano, es una de mis pasiones, además me ayuda mucho a olvidar algo muy triste que me sucedió.

Esa historia de África se me hizo tan fantástica que estuve a punto reírme. Me lo imaginé vestido como un príncipe de cuento rescatando animales salvajes en vez de damiselas. Cuando pensaba que la historia no podía ser más increíble...

- Después llegó la guerra. Digamos que fui en una misión especial a rescatar a un amigo muy querido. Lamentablemente él falleció, pero juro que luché con mi vida por encontrarlo. Participé en batallas, pero en la tercera salí herido de gravedad cuando peleé en el frente contra los alemanes. Prácticamente estaba sólo contra un puñado de ellos, pero derroté a los más que pude hasta que llegaron los refuerzos. Casi no salgo vivo de esa. Me dieron una medalla por ese acto y me ascendieron a Mayor.

Metió su mano al bolsillo de su pantalón y sacó una medalla colgando de una cinta. La tomé en mis manos, era una medalla del ejército americano.

- Voltéala- me pidió.

- A W. Albert Ardley, por su valor extraordinario- leí.

-Luego cuando volvía a casa, explotó el tren donde viajaba y estuve un año enfermo. Pero gracias a los cuidados de un amigo muy querido fue que me pude recuperar.

Sacó del bolsillo de su chaqueta una foto de una decena de muchachos jóvenes descansando en una escalinata de algún lugar de la prestigiada Oxford. Entre ellos estaba él, más joven pero no mucho. Recordé que en algún tiempo esa también fue tradición de nuestro clan. A mi generación se nos dio la libertad de ir a la universidad que deseáramos.

La foto, la medalla, ambas cosas parecían auténticas. Entonces... ¿Todo aquello era cierto?

-No es necesario que me creas, joven amigo, aun así, quería que supieras algunas cosas de mí porque hoy te voy a pedir un favor muy grande- me dijo metiendo sus valiosos tesoros a sus bolsillos -No me gustaría que pensaras que soy un don nadie. Tal vez te preguntes por qué me mantengo en el hermetismo, sin relacionarme mucho con otras personas y rodeándome de extraños, lo que sucede es que me paso algo muy triste- repitió -Y de lo que te enterarás más tarde.

- ¿Me lo contarás a la hora del almuerzo?

- No, me enteré que cenarás con la señorita Britter hoy, ella te contará.

- ¿Annie? - Fruncí el ceño molesto - ¿Qué acaso tú y ella...?

- ¡Oh, no joven amigo! - rio -La señorita Britter amablemente me ayudará a hablarte del favor que te pediré, creo que te sentirás más cómodo con ella.

Me mostré un poco molesto, aunque estaba intrigado, no había invitado a Annie a cenar para hablar de Albert, el cual permaneció en silencio por un momento después de notar mi contrariedad.

Entramos a la ciudad a gran velocidad. Mientras pasábamos el puente Queensboro pude ver la ciudad en todo su esplendor. Cada vez que observaba la gran urbe desde ese ángulo, no podía evitar pensar que en ese lugar cualquier cosa podría suceder. En el instante me relajé pensando que sea lo que fuere el favor que me pidiera Ardley, era parte de la magia de aquel lugar aun siendo la más descabellada petición.

Recorrimos algunas calles y atajos que yo no conocía, en lo que un Albert notablemente más relajado me decía que me presentaría a un buen amigo suyo que se reuniría con nosotros para almorzar. Cuando pasamos por la avenida Broadway vi a Susana Marlowe ahora señora Collins caminando por aquella calle, posiblemente se dirigía al apartamento que compartía con Terry.

Un par de calles más, el rápido vehículo se pasó la luz roja del semáforo e inmediatamente se nos emparejo un agente de policía en motocicleta exigiendo que nos orilláramos y paráramos el auto.

- Esta bien, muy bien, joven amigo- le dijo el rubio reduciendo la velocidad, sacó de la bolsa de su chaqueta una tarjeta y se la mostró. Rápidamente el motociclista cambió la expresión de su rostro.

- ¡Disculpe señor Ardley, procurare reconocerlo para la próxima vez! - Acto seguido le regalo una sonrisa y se despidió llevándose la mano a la gorra.

- ¿Qué fue eso? - pregunté sorprendido por lo que acababa de ver.

- Alguna vez le hice un favor al jefe de policía- me guiñó un ojo y seguimos nuestro camino.

Después de un rato, llegamos a un viejo callejón donde muy al fondo había unas escaleras. Bajamos y, el señor Ardley, tocó una puerta donde al instante alguien se asomó, después de ver quien tocaba nos dejaron pasar. Descendimos hacia un sótano ¡y cuál fue mi sorpresa al ver que aquel lugar era todo un centro de reunión escondido en la profundidad de la calle!. Había por lo menos unas 100 personas en su mayoría hombres, comiendo, bebiendo, jugando y observando el espectáculo de unas chicas que bailaban al ritmo de charlestón con escasa ropa.

Rápidamente un mesero se acercó a mi amigo y nos condujo a un lugar reservado. A su paso, Albert saludaba y hacia algunas bromas con los asistentes de ahí, incluyendo al alcalde y el antes mencionado jefe de la policía. Con la impecable educación que lo caracterizaba me presentó con ellos y algunas personas más, pero no salía de mi asombro, cuando se le acercó un hombre alto y robusto que le dio una fuerte palmada en la espalda, ambos se saludaron animosamente.

-Babe, te presento a un gran amigo- le dijo girándose hacía a mí.

Babe Ruth era el beisbolista de los Yanquis famoso por sus cincuenta y cuatro home runs en una temporada. Me sentí abrumado ante el célebre deportista.

Cuando llegamos a la mesa un hombre de baja estatura, regordete y un abundante bigote que ya nos esperaba se paró a saludar a Albert con un cálido abrazo.

- Archibald Cornwell, el doctor Martin- nos presentó.

- Mucho gusto, muchacho- me saludó estrechando mi mano -Mi chico favorito me ha hablado mucho de ti.

- El gusto es mío, doctor Martin.

Con un gesto nos invitó a sentarnos en la mesa que ya ocupaba.

- ¿Whisky? - ofreció el mesero.

- Si, con hielo, por favor- asintió Albert -Prueba la langosta joven amigo, es excelente- me sugirió.

- Albert, dile a Jay que mantenga cerrada la boca, me he enterado de algunas indiscreciones que ha cometido, de otra manera no se le pagará.

- Hablamos de eso después, amigo- le dijo, dándole unos pequeños golpes en el hombro concluyendo con el comentario.

- ¿Y cómo va el negocio de los bonos, joven Cornwell? - se dirigió a mí el doctor Martin.

- Bueno, no me puedo quejar.

- Tengo entendido que busca una conexión de negocios.

- Oh no, no, no, no- intervino Albert -No es él.

- ¿No?

- Él es el otro amigo de quien te platiqué- se miraron fijamente.

- ¡Oh! - expresó como comprendiendo algo -Le ruego me disculpe- me sonrió -Me he confundido de persona.

Me sentí incómodo por la equivocación, ciertamente aquel ambiente y el escrutinio del señor Martin, no me eran muy agradables. Cuando llegó la comida permanecimos un rato en silencio. Mientras las bailarinas comenzaban otro número, Ardley se acercó a mí sin dejar de mirar a las chicas.

- Creo que logré enfadarte hace un rato en el auto, joven amigo.

- Bueno, es que no me gustan los misterios, creo que tenemos la suficiente confianza como para sincerarnos, no entiendo porque hacerlo a través de Annie.

- No hay nada que ocultar- Aseguró -La señorita Britter es una gran chica y no se prestaría a nada indebido.

De pronto, miró la hora, se disculpó y se fue de la mesa dejándome solo con su amigo que devoraba con gran apetito su platillo.

- Va a hacer una llamada muchacho, no tarda. Es un chico maravilloso ¿no es así? Bien parecido, educado y un perfecto caballero.

- Si, así es.

- De una excelente familia de la costa oeste. Lástima que todos hayan muerto. ¿Sabías que estudio en Oxford?

- Si, lo sé. ¿Hace mucho que lo conoce?

- Hace varios años. Cuando volvió de la guerra- contestó, con aire de satisfacción -Desde qué lo conocí supe que había encontrado a un ser humano excepcional. Él es del tipo de hombre que le presentarías a tu hermana- Reímos por el comentario -Albert Ardley es muy mirado por las mujeres. No es para menos, tiene un porte estupendo, sin embargo, no debe preocuparse, él no se permitiría ninguna libertad con la mujer de un amigo.

- Yo no soy casado- le confirmé, me miró y esbozó una sonrisa maliciosa.

- Pero tal vez lo esté algún día- murmuró.

- ¿Todo bien caballeros? - Preguntó Albert.

- Sí- contesté -Hablábamos de las mujeres de los amigos.

- ¿Las mujeres de los amigos?

-Bueno, mi trabajo aquí ha terminado- el regordete hombre se bebió de un sorbo su trago y se levantó de la mesa -He comido muy a gusto, pero me voy antes de que se arrepientan de haberme invitado.

- No tengas prisa, Martin- le dijo, sin entusiasmo.

- Eres muy amable hijo, pero mejor los dejo para que hablen de deportes y mujeres- sin decir más, levantó la mano, nos envió una bendición y se marchó.

- Lo siento Archie, a veces se pone sentimental, es todo un personaje.

- ¿Quién es? ¿Es un actor acaso?

- ¿Martin? No, él es médico retirado, ahora es un hombre de negocios y un jugador- Me hizo una seña con el dedo para que me acercara -Él fue quien amaño la serie mundial del 1919- susurró

- ¡¿Qué?!, supe de los rumores que la serie había sido arreglada, pero jamás pensé que fuera cierto ¿Cómo lo hizo? ¿Por qué no está en la cárcel?

- Lo hizo porque vio la oportunidad y la tomó. No creo que llegue a pisar jamás la cárcel, es un hombre muy inteligente y no se le ha podido comprobar nada, además...- al escuchar una voz que decía mi nombre, Albert interrumpió su comentario. Levantó su vista observando con seriedad al hombre que se acercaba, me giré a ver a la persona que me llamaba.

- ¡Archie!, ¡Archie! ¿Dónde te has metido?

- ¡Terry!

- ¿Cómo has estado? Candy está furiosa porque no has llamado.

- Lo siento, iba a llamar. Mira, te presento a mi amigo el señor Ardley. Mi primo Terrence Grandchester.

- Mucho gusto, señor Ardley- dijo apenas mirándolo.

- El gusto es mío.

Se dieron la mano y en el rostro de Albert apareció una tensa expresión de incomodidad que no le había visto nunca.

- Es curioso verte aquí.

- El señor Ardley me invito a comer- Me volví hacia él, pero, para mi sorpresa, había desaparecido.

-o-o-o-o-o-o-o-o-

Llegué al Hotel Plaza para cenar con Annie. No podía disimular la molestia que me provocaba el hecho de que ella hubiera accedido a hablar por Albert para pedirme aquel dichoso favor. Con el ceño fruncido pregunté por ella al maitre que me recibió en la puerta.

- Buenas noches, señor ¿tiene reservación?

- Busco a la señorita Britter, me está esperando.

- Con gusto, señor. Venga por aquí.

Lo seguí y casi inmediatamente vi a Annie sentada en una mesa con un cóctel en una mano y un cigarrillo en la otra, soltó una bocanada de humo mientras miraba distraída a la calle desde la amplia terraza. A pesar de que no fumo, a ella la veía extremadamente sensual cuando lo hacía. Tuve cuidado de acercarme sin que me viera.

- ¿Me puedes explicar que hay entre tú y Albert Ardley? - murmuré en su oído, sorprendiéndola.

Annie dio un salto del susto, me senté frente a ella y la miré enfadado.

- ¿Te quieres calmar?

- No, no puedo, ni quiero. Primero me lleva a pasear en su lujoso auto, luego me invita a comer con un hombre extraño y todo para decirme que mi cena de hoy es para que tú me cuentes cosas sobre él.

- Bajá la voz, la gente nos mira- volteó incómoda para todos lados.

- ¿Quieres que baje la voz? Muy bien quieres que baje la voz...- reí irónicamente - ¡Entonces dime cuál es ese dichoso favor, porque resulta qué...!

- ¡Albert quiere que invites a Candy a tomar el té! - dijo, de pronto.

- ¿Candy?... Y ¿Albert? - repetí los nombres sorprendido - ¿Por qué? ¿Acaso ellos se conocen?

- No sé por dónde empezar- suspiró -Aquella noche en la fiesta, recordé que ya lo conocía de años atrás. Hace seis años aproximadamente. Candy y yo estábamos de vacaciones en Lakewood en la mansión de unos familiares suyos. Por aquellas fechas los jóvenes soldados que se estaban entrenando para ir a la guerra tenían su campamento cerca de ese lugar y Candy era la chica más popular entre ellos. Un día, después de estudiar algunas partituras en el piano, salí a caminar por lo hermosos jardines llenos de rosas del lugar. A lo lejos, vi a mi amiga que charlaba muy animadamente con un joven teniente que no había visto nunca. Estaban sentados cerca del lago, lejos de las miradas curiosas. Hablaban tan absortos el uno en el otro que no se dieron cuenta de mi presencia hasta que estuve a dos metros de ellos.

- Hola Annie- Me saludó - ¿Vas a ir a la ciudad? No estoy segura de ir contigo esta vez. Si tienes que ir no me esperes.

El soldado la miraba mientras ella me hablaba, lo hacía de esa manera con que todas las chicas soñamos ser miradas algún día. Me pareció algo muy romántico en ese momento, no he podido olvidar esa escena todavía- Sonrió ante el recuerdo -El nombre del teniente era Albert Ardley. Tardamos años en volver a vernos, hasta que nos reencontramos en Long Island, sólo que no caí en la cuenta que él y el chico que conocí en aquella ocasión eran la misma persona.

- ¿Pero entonces que paso con ellos? - cuestioné, intrigado.

- No lo sé con exactitud. Solo supe que él se fue a la guerra y que la mucama de madame Elroy la sorprendió haciendo sus maletas para ir a Nueva York a despedirlo, pero se lo impidió. Se encerró en su habitación y tardó varias semanas en volver a hablarle a la familia. Se escribían frecuentemente. Ella lo espero cuando terminó la guerra, pero por alguna razón desconocida Albert no volvió. Un año después, durante una visita que me hizo aquí a la ciudad, decidimos ir al teatro y ahí se reencontró con Terry. Hace mucho que no se veían y él quedó asombrado por la belleza de mi amiga. Sin perder el tiempo fue hasta Chicago y pidió permiso para cortejarla, cosa que fue aceptada con mucho agrado por la señora Elroy. No es secreto que los Andrew gustan de las uniones provechosas y, codearse con la nobleza inglesa, era algo que no desaprovecharían. El día que se comprometieron, además del anillo de compromiso, Terry le regaló un collar de diamantes valuado en trescientos mil dólares. Yo no vi a Candy del todo entusiasmada, por lo menos no como la vi con el joven teniente, al contrario, a veces la veía taciturna, sin embargo, nunca le pregunté nada. Un día antes de la boda la fui a buscar para arreglarnos para la cena de ensayo, yo era su dama de honor, cuando entré la vi tumbada en la cama totalmente borracha y llorando desconsoladamente, en una mano tenía una carta.

- ¡¿Qué te pasa Candy?!- le pregunté asustada, nunca la había visto así.

- Ten hermanita- extendió su mano y me dio el collar de diamantes que Terry le había regalado -Más tarde, durante la cena, le devolverás esto a Terry y les dirás a todos que Candy cambió de opinión. ¡Yo, Candy, he cambiado de opinión!

Sin decir más se echó a llorar nuevamente. Me sentí tan preocupada que salí a buscar ayuda y por fortuna me encontré con Dorothy, su doncella. Entramos, cerramos la puerta con seguro y después la metimos a la bañera con agua fría. Se negó a soltar la carta, se metió con ella estrujándola fuertemente en su mano, muchas veces se la llevó al pecho y gruesas lágrimas caían de sus ojos. Lentamente aquella misiva quedó hecha añicos. Cuando los trozos de papel flotaban por el agua, ella acarició los que estaba en la superficie y los junto, hizo una bola con los restos de papel y los dejó en la jabonera. Después de sacarla de la bañera y viendo que se encontraba un poco mejor, Dorothy bajó por un té para tranquilizarla. A pesar de que nos quedamos solas ninguna de las dos habló, nos quedamos en silencio, no me atreví a preguntarle del contenido de aquella carta y ella tampoco me dijo nada. Sólo la abrace mientras sollozaba quedamente. Al otro día, Candy White se casó con Terrence Grandchester con la más grande opulencia de la que Chicago había sido testigo.

- ¡Vaya!

- Después de la luna de miel la volví a ver. Fue extraño, porque después de aquel suceso Candy pareció ser otra. Me atrevo a decir que incluso se le veía enamorada de Terry. Me alegré por ella. Cuando íbamos a alguna obra donde él actuaba, ella se mostraba como una esposa orgullosa de su flamante marido. Hasta que un día él tuvo un accidente en el auto, iba con una mujer, una admiradora suya, venían de regreso de un fin de semana romántico. Aun así, unos meses después Candy se embarazó de la pequeña Eleonor. Terry ama a su hija más que nada en el mundo de eso no me cabe duda.

Salimos de aquel lugar y caminamos del brazo lentamente por la Quinta Avenida. Mientras Annie me seguía dando detalles, una duda me vino a la mente.

- Es una extraña coincidencia ¿no crees?

- ¿Cuál?

- Que él viva justo al otro lado de la bahía.

- No, no es una coincidencia. Albert compró esa casa para estar cerca de ella. Ha dado todas esas fiestas con la esperanza de que ella aparezca en alguna. Él iba por ahí preguntando discretamente si alguien la conocía. Hasta que dio conmigo.

- Y todo eso por una chica que no ha visto en seis años...

- Así es, ¿no corta el aliento? En fin, ese es el favor que te quiere pedir, que la invites a tomar el té para que pueda aparecerse por ahí.

Me conmovió mucha aquella petición. Había esperado todos esos años y comprado una mansión donde obsequiaba a lo grande noches de diversión y placer a gente desconocida y por demás malagradecida, y todo por ganarse el derecho a "aparecer" una tarde a la hora del té.

- ¿Él creyó necesario que me contarás todo esto sólo para pedirme un simple favor?

- Temió que te sintieras ofendido si lo hacía directamente por ser primo de Candy. Además, sabe que eres amigo de Terry y eso lo frenó aún más. Aparentemente es un hombre duro, pero la verdad es que tiene un corazón bastante blando.

Suspiré hondamente.

- ¿Crees que deba hacerlo? Es decir ¿Crees que Candy quiera verlo?

- Ella no sabrá que él irá, sólo quiere que la invites una tarde y hará el resto.

Llegamos al auto y antes que nada le quité las llaves. No permitiría que ella volviera a conducir, por lo menos no conmigo arriba del vehículo.

- ¿A dónde vamos? - Pregunté antes de subir.

- Te invito una copa en mi departamento.

Sonreí al escuchar aquella invitación, sin demora, me acerqué a ella y la recargué en el auto pegando mi cuerpo al suyo sin dejar espacio entre los dos. Contemplé su hermosa cara y sus expresivos ojos azules. Comencé a acariciar su suave mejilla y, lentamente, acerqué mi cara hasta que rocé sus labios.

Ella respiraba agitadamente por mi cercanía, cerró los ojos y, al notar que no la besaba, se mordió el labio inferior invitándome a hacerlo. Ese sencillo gesto hizo que me volviera loco y deseara hacerle el amor ahí mismo. La besé inmediatamente con pasión, casi con brusquedad, quería saciar, aunque sea por ese momento el anhelo de tenerla. Para mi sorpresa, ella me correspondió de la misma manera. Bajé mis manos por el costado de su cuerpo sintiendo sus tenues curvas, me detuve en su cadera tomándola firmemente y acercándola hacía a mí esperando que notara mi ardiente deseo. Emitió un leve gemido al sentirme.

- Vamos ya- me dijo, entre jadeos.

Nos separamos y le abrí la puerta del auto para que subiera. Una vez adentro me acerqué para besarla nuevamente, al separarme ella tomó mi cara entre sus manos.

- Archie ¿me quieres? - me preguntó, mirándome fijamente a los ojos.

- Sí- le contesté, pues a partir de ese momento era la verdad.

-o-o-o-o-o-o-o-o-

Las notas del tercer movimiento de Serenade for winds de Mozart, sonaban de manera tenue en la silenciosa habitación de Albert. Esa melodía en especial, lo relajaba y le daba los momentos de paz que tanto ansiaba su mente.

-Es como escuchar a Dios- pensaba -La fascinante voz de Dios.

Cerró los ojos para disfrutar mejor del maravilloso sonido que los instrumentos de viento regalaban a sus oídos. Sin duda, ese era un regalo del que siempre le estaría agradecido al doctor Martin.

-Toma, es más tuyo que mío- le dijo, dándole aquel disco para gramófono que utilizó en repetidas ocasiones para tranquilizar su amnésico cerebro.

La música del famoso compositor, había sido parte de la terapia para sanarlo y, sin duda, había dado excelentes resultados.

El encuentro con Terrence Grandchester lo había alterado mucho. Sintió que la tierra se le abría por debajo de sus pies cuando lo vio acercarse a ellos. Jamás lo había visto tan de cerca y mucho menos había estrechado su mano. Esa mano que por derecho propio le permitía tocar el cuerpo de su más preciado tesoro, de la mujer que amaba, su dulce Candy.

El sólo pensar en ello trajo nuevamente aquel desasosiego que le hizo huir del restaurante. Además, la espera ante la charla que tendría la señorita Britter con Archie lo tenía inquieto ¿qué pasaría si él se negara a hacerle el favor? Todo se le complicaría sin duda. Respiró profundamente y trató de concentrarse nuevamente en la música. Una vez que término, se escucharon unos golpes en la puerta.

- Adelante.

Al instante entró George, el cual había esperado pacientemente a que la melodía acabara. Pocas cosas sacaban de quicio al pacifico Albert, una de ellas era ser interrumpido en sus momentos de relajación y, cualquier persona, incluyéndolo a él, tenía estrictamente prohibido alterar de alguna manera esta actividad.

Una vez adentro, encendió una lámpara con luz suave que iluminó parcialmente la oscura habitación. Albert permanecía con los ojos cerrados y las manos sobre su regazo en una aparente tranquilidad. Poco a poco dejó ver su celeste mirada y lentamente la dirigió al hombre que estaba a su lado.

- William ¿Estás bien? ¿Cómo te fue con el chico Cornwell?

Albert se incorporó de su lugar en silencio y se dirigió a una pequeña mesa donde había un servicio de licor y habanos. Tomó uno y lo prendió al tiempo que servía un par de copas. Le ofreció una a su amigo. Después de darle un trago a su whisky, volvió al sitio donde estaba sentado.

- No lo sé.

- ¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué le has contado?

- La verdad.

- ¡¿La verdad?! ¡¿A qué verdad te refieres?!- preguntó, sorprendido.

- La única que hay, George.

- ¡Por Dios William! ¿Qué has hecho? - exclamó, levantándose de su lugar.

- No te preocupes, como era de suponerse, no me creyó.

- ¡Eso no importa! - contestó enojado - ¡¿No te das cuenta de tu imprudencia?!Podría costarnos la vida y la del joven Archibald si se llegara a filtrar esa información! imagínate que le comenta a Neal Leagan y él les cuenta a los miembros del consejo, ¡Cielo Santo, William!

Albert bajó la mirada, sabía que en parte su tutor tenía razón, pero para lo que él deseaba era más que justificado el haberse sincerado con Archie.

- Creo que has olvidado que para mí es importante esa parte del plan, mucho más significativo que todo lo demás. He esperado años por ese encuentro y haría todo por tenerlo- se defendió.

- ¡Escúchame bien William Andrew! no permitiré que pongas en riesgo tu vida y todos nuestros planes de recuperar lo que te pertenece por una ilusión. No sólo se trata de ti, muchas personas dependen de esto. Entiendo perfectamente que la ames, pero eso no justifica tu insensatez. ¡Piensa! Si te descubren ¡¿De qué le servirás muerto?!

- ¡Basta, George! ¡No me trates como si fuera un tonto adolescente enamorado! - le dijo, alterado.

- ¡Entonces no te comportes como uno! - gritó, dando un golpe con la palma de la mano en la mesa.

Ambos hombres se quedaron en silencio mirándose fijamente. Johnson dio media vuelta para salir de la habitación.

- Lo olvidaba- le informó, desde la puerta -Él jueves vendrá Ernest Andrew, espero que para ese entonces tengas la cabeza suficientemente fría para hablar con él- sin decir más, salió del lugar.

- ¡Maldición! - exclamó, al tiempo que un vaso con whisky se estrellaba contra el suelo.

Se llevó las manos al rostro mientras lanzaba un quejido de frustración. Respiró profundo varias veces tratando de calmarse. Un instante después, sus ojos se posaron en su preciado gramófono. Se acercó al aparato y nuevamente puso aquella melodía que sedaba sus emociones.

- Háblame, háblame otra vez, Dios- suplicó, derrumbándose en el sillón.

-o-o-o-o-o-o-o-o-

Después de relajarse un poco tras la discusión con George, Albert caminó por toda su mansión recorriendo cada una de las habitaciones dejando a su paso las luces encendidas. Poco a poco aquel enorme lugar se fue iluminando como si fuera un enorme árbol navideño.

De vez en cuando se asomaba a la ventana para confirmar si Archie había vuelto de su cena con Annie Britter. Pasaba de la media noche y el joven aún no volvía. Impaciente, decidió bajar al jardín y admirar el paisaje estrellado que le regalaba aquel cielo despejado.

Luego de un rato, escuchó el sonido de un auto que se dirigía a la casa de su vecino. Al ver las luces acercarse, corrió hacia la casa contigua para poder hablar con su sobrino. Estaba nervioso por la respuesta que obtendría. Cuando llegó al lugar simuló que veía su mansión desde ese ángulo. Una vez que lo tuvo cerca se giró a verlo y le regaló una sonrisa radiante y aparentemente tranquila.

- ¿Albert?

- ¡Oh! Buenas noches, joven amigo.