Disclaimer: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen, son creación de la novelista Kyoko Mizuki. Adaptación del libro "El Gran Gatsby" de F. Scott Fitzgerald.
Advertencia: Debido a la trama de la historia la personalidad de algunos de los personajes de Candy Candy puede variar un poco.
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Capítulo 16
Terry llegó furioso a su lujoso apartamento de la Quinta Avenida. El encargado del edificio le había llamado avisándole que, desde la madrugada, se escuchaba en el interior el escándalo de cosas estrellándose contra la pared y el piso, además de injurias dichas a voz en cuello y, por tal motivo, los vecinos se habían quejado airadamente.
- Señor Grandchester, estábamos a punto de llamar a la policía, pero decidí llamarle a usted primero.
- Gracias, ahora mismo veré que pasa.
Abrió la puerta sigilosamente al comprobar un extraño silencio. Le hizo una seña con la mano al encargado que lo había acompañado hasta el apartamento que podía irse.
- Cualquier cosa yo le llamo- le dijo, cerrando la puerta tras de él.
Empezó a caminar lentamente entre cristales rotos y muebles volteados. Todo dentro era un caos. Un sentimiento de ira se apoderó de su cuerpo y deseó destruir lo que todavía estaba en buenas condiciones.
- ¡Maldita mujerzuela! - musitó, entre dientes.
Se dirigió hacia la habitación y encontró a Susana en la cama dormida profundamente. Se acercó a ella y vio en su rostro rastros de las lágrimas que había derramado gran parte de la noche y lo que llevaba del día.
Frunció el ceño al verla, pero en medio de todo su enojo, percibió dentro de sí una profunda lástima por ella. En el fondo la quería, no podía negarlo. Ella le había ofrecido siempre un amor desinteresado y empecinado. Le halagaba que alguien le quisiera con tanta devoción. No como Candy, que apenas lo toleraba y él a ella. Su matrimonio había sido sólo un capricho para él; había estaba obsesionado con ella desde el colegio sólo porque le había aguantado todas sus groserías y desplantes y a pesar de ello, había sido buena y amable con él. Nadie nunca había hecho y dado lo que Candy durante ese tiempo. Y, aun así, él la había dejado para irse en pos de sus sueños y metas. Jamás la olvido y, cuando la volvió a encontrar, se propuso no dejarla ir sólo por la garantía que había en que ella le soportaría cualquier cosa. Pero no contó con dos cosas: una, que Candy ya no era la misma y dos, que Susana entraría en su vida.
- La extrañaré- pensó al verla tan desvalida. Pero estaba decidido a dejarla y continuar con Candy, no por ella, sino por la pequeña Eleonor.
Susana abrió lentamente los ojos hinchados de tanto llorar. Cuando su mirada enfocó a Terry se levantó de un salto y se abrazó a él.
- ¡Terry! ¡Volviste! ¡Volviste!
- Susana- le apartó de él -No vine para quedarme.
- ¿Qué dices? - dijo, sorprendida, separándose de él.
- ¡Mira todo lo que has hecho! ¡Vine porque estuvieron a punto de llamar a la policía!
- ¡No me importa que me lleven presa! Si tú no estarás conmigo prefiero morir- gritó histérica.
- ¡Cálmate! -le sujetó por las muñecas ¡Estás fuera de ti!
- Terry, Terry ¡por favor no me dejes! - rogó, dejándose caer de rodillas.
- Susana...
- Haré lo que tú quieras, lo que me pidas, pero por favor quédate conmigo- imploró entre sollozos -Lo que dije ayer no era enserio. Yo nunca podría dejarte. Terry, yo te amo.
Terry se quedó perplejo. Susana nunca le había dicho que le amaba y eso le tomó por sorpresa. Siempre lo obvio por su comportamiento, pero jamás lo había expresado con palabras. Con pesar, se puso en cuclillas para ponerse a su altura.
- Susy, escúchame- le dijo, tomando su rostro entre sus manos -Esto no puede continuar bajo ninguna circunstancia.
- ¿Por qué?
- Las razones no son de tu incumbencia. Lo único que debes saber es que ya no nos veremos más- Terry se levantó y se acercó hasta donde ella tenía su ropa y se la arrojó encima -Vístete y márchate de aquí- le dijo secamente -Tu esposo debe estar preocupado por ti.
- ¿Es por ella verdad? ¡Es por la maldita Candy! - gritó.
- Tienes cinco minutos para largarte de aquí. Si no lo haces llamaré yo mismo a la policía. Esperaré afuera.
Desde la ventana Terry la vio marcharse en medio de un mar de lágrimas. Maldijo su suerte, pero intentó hacer acopió de toda su frialdad para no sentir que perdía una parte importante de su vida. Tomó de un golpe el licor que tenía entre sus manos y se dispuso a dar instrucciones al personal de limpieza.
Mientras tanto, en la acera, unos ojos llenos de furia y decepción miraban a Susana caminar por las calles. Echaron una última mirada al edificio de donde la vio salir y sin esperar más, sigilosamente, caminó tras ella.
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Aquella mañana, parte de los titulares de los principales diarios de Nueva York declaraban: "La Mansión Ardley cierra sus puertas. No más fiestas". Al leer los artículos me di cuenta que algunos especulaban de distintas maneras. Entre las versiones que circulaban se decía que: una mujer sospechosa cuya identidad es resguardada celosamente por parte de Ardley, era la causante de aquella decisión por parte del anfitrión. Aquello me erizó la piel ¿Acaso se referían a Candy?
- De manera que esta es la invitación para la obra de teatro.
- Así es ¿Vas a ir?
- Claro.
Albert jugaba con la invitación que le había llevado de parte de los Grandchester para la puesta en escena del "Burlador de Sevilla" que protagonizaba Terry, dándole vueltas entre sus dedos y mirándola con un gesto divertido.
- ¿Por qué no te veo sorprendido de que te invitaran? - entrecerré los ojos.
- Porque ya lo sabía.
- Eso me suponía- dije - Te lo ha dicho Candy ¿no es así? - por respuesta recibí una sonrisa.
- ¿También irás al almuerzo?
- ¡Por supuesto! Claro, si tú estás de acuerdo, joven amigo- se corrigió enseguida.
Esa noche llegué a las siete en punto tal como me había citado el día anterior. Albert estaba de muy buen humor y se la paso hablando casi sin parar durante la cena. Parecía querer hablar de todo y nada a la vez. Se le veía entusiasmado y tal vez ... ¿Enamorado? Decidí investigar un poco acerca del idilio que llevaban él y Candy. Annie, la noche anterior, me había contado que al parecer ellos ya habían comenzado una relación y ahora Candy estaba decidida a dejar a Terry.
- Le he pedido a Annie que se case conmigo- le solté, mientras fumábamos un par de habanos en la terraza que daba una vista a la parpadeante luz verde del muelle de la mansión Grandchester.
- ¿Así? - me miró con una expresión de sorpresa y alegría - ¿Y qué te ha respondido?
- Me respondió que sí- sonreí- pensé que Candy te lo había contado también.
- No, eso no me lo había dicho, supongo que quiso que tú me dieras la noticia.
Mandó a traer un par de copas de coñac para brindar por mi felicidad.
- ¿Y qué hay de ti?
- ¿De mí? ¿A qué te refieres?
- De ti y alguien especial. Sé que Candy es amiga tuya pero no se sí haya alguien más considerando que es casada.
Su rostro se puso tenso.
- ¡Candy y yo tenemos algo más que una simple amistad! - dijo, secamente.
- Albert, ¿te das cuenta que no es libre? - le pregunté angustiado.
- ¿Te das cuenta que es infeliz? - me replicó.
Suspiré, no tenía argumento para aquello y mucho menos consiente de todo lo que sabía del matrimonio Grandchester.
- ¿Por eso has suspendido las fiestas?
- No es seguro para ella. Nadie debe darse cuenta que me visita. De hecho, creo que despediré a algunos empleados.
Me sorprendí por la decisión. Se me erizó la piel al pensar en el próximo almuerzo y lo que seguía de él y por un momento me temí que aquello no tuviera buen término.
- Albert, yo sólo quiero que...
- Lo sé joven amigo, quieres lo mejor para nosotros y te aseguro que lo tendremos. Ella está lista para empezar una vida conmigo.
- ¿Empezar una vida contigo?
- Sí, dejará a Terrence y empezaremos una vida llena de felicidad. No llorará más por falta de amor o de respeto. Yo la amo, la amo más que nada en el mundo y dedicaré mi vida a hacerla feliz. - dijo, con una cálida sonrisa, sus ojos mirando al firmamento. Luego miró la luz verde del otro lado del muelle que parpadeaba llamándolo de manera insistente y sugestiva.
Me sentí tan conmovido por sus palabras que estuve a punto de echarme a llorar ahí mismo. En verdad él era el hombre más maravilloso que había conocido en mi vida. No sólo por su porte y carisma, si no por esa increíble capacidad de amar tan desinteresada y con tanta fe. Sólo en un niño había visto tanta esperanza en lo que se espera como la que él tenía. Esperanza en el futuro, en el amor, en la bondad, en todas las cosas buenas de la vida y que la mayoría de los adultos olvidamos por correr en pos de nuestras más oscuras ambiciones. Pero él, todo lo que hacía, lo hacía por alguien más. Por verla feliz estaba sacrificado todo, incluso, a él mismo.
- Me alegra ser tu amigo- fue lo único que pude decirle. Me miró con curiosidad, pero una sonrisa iluminó su rostro.
- A mí también me alegra ser tu amigo, Archie- puso su mano sobre mi hombro - A mí también me alegra.
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- Los Andrew han regresado de Escocia.
- ¿Cuando?
- Ayer por la noche.
George observaba a Albert que yacía acostado en su amplia cama. El joven tenía los brazos atrás de la cabeza y las largas piernas estiradas y cruzadas una con otra. La curiosa pose le llamó la atención. Generalmente, Albert no permanecía acostado ni un minuto después de abrir los ojos. Su rutina era muy estricta. Una vez arriba, corría por los alrededores por lo menos cuarenta y cinco minutos y levantaba peso o bien, nadaba varios metros por la bahía. Después la ducha; desayuno, clases y práctica de piano, reuniones de negocios, almuerzo, un momento de introspección, más negocios, cena y así casi todos los días. Pero esa mañana, parecía no importarle salirse de su meticulosa usanza. Se le veía relajado y con un brillo especial en los ojos.
- ¿Te sientes bien? - preguntó.
- Sí- Albert, frunció el entrecejo por la inusual pregunta.
- Entonces ¿por qué no te has levantado?
Albert se echó una carcajada y miró en George una expresión de sorpresa.
- Lo haré en un momento, me sentía tan relajado que no quise arruinarme el momento.
- ¿Y acaso esa relajación tiene que ver con tu visita de ayer en la noche?
La noche anterior, George se había topado con un auto que salía de la mansión a toda prisa. No tuvo que ser adivino para saber de quién trataba. Albert suspiró y desvío su vista hacia el techo, sonriendo tranquilamente.
- Puede ser- contestó.
- Confío en que estés pensando muy bien lo que haces, William.
- Lo hago, George- dijo, mientras se apoyaba en sus codos -Lo he pensado más de lo que supones.
- Eso espero. En fin, cambiemos de tema, los Andrew no tardarán en enterarse que Capone esta bajó nuestro amparo. Ahora estarán viajando rumbo a Chicago. Eso nos da unas horas de ventaja, ya le he avisado a Ernest y está listo para llevar a cabo el plan.
- ¿Ya se ha presentado con él el enviado de Capone?
- Ya, no le ha gustado para nada la idea de que un hombre como él esté a cargo de su seguridad, pero le he convencido de que no hay más remedio por el momento. También han enviado una mujer a casa de Madame Elroy, se ha hecho pasar por dama de compañía para que nadie sospeche.
- Muy bien, quiero que sobre todas las cosas estén protegidos.
- Lo estarán.
- ¿Qué día es hoy?
- 31 de julio ¿por qué?
- Por nada, el verano está pasando rápido ¿no crees?
- Sí, también ha sido un verano intenso en muchos sentidos.
- En un par de semanas iré al estreno de una obra de teatro a la que fui invitado. Ese día querido George, es un día importante.
- ¿Importante? ¿Por qué?
- Pronto lo sabrás- le guiñó ojo.
- William, a veces creo que debería estar más preocupado por tu seguridad que por la de los demás.
Albert negó con la cabeza mientras reía.
- ¿Sabes? Presiento que esto terminará más pronto de lo que esperamos.
- ¿Por qué lo dices?
- No lo sé, pero es un alivio pensarlo. Así podré estar con Candy libre, sin esconder quien soy. Nada me impedirá estar con ella.
- ¿Cuándo piensas decirle la verdad?
- Una vez que los traidores estén tras las rejas. Antes sería peligroso. Lo mismo para Archie. Sólo... Sólo espero que ninguno de los dos me odie por ocultar quien soy.
- ¿Odiarte? ¡William tendrían que besar por donde pisas! les estás salvando el pellejo a todos ellos.
- Exageras, George. Todo lo que hago es por ellos, por todo lo que hicieron mis antepasados y que tanto trabajo les costó forjar. No es justo que nuestro legado acabe en manos del hampa. Tomaré lo que por derecho me corresponde y eso nos beneficia a toda la familia.
Albert estiró su largo cuerpo una vez que dejó la cama. Se puso su bata de seda negra y caminó por la habitación hasta llegar a su megáfono. Las notas de la Sinfonía número 41 "Júpiter" de Mozart comenzaron a sonar. Comenzó a mover las manos como si estuviera dirigiendo una orquesta, y Johnson sonrió divertido. Lo observó mientras jugaba a ser director. Hace tiempo no lo veía así, tan sonriente y lleno de vida. Si su buen estado de ánimo era por causa de Candy, sin dudarlo le estaba agradecido. William merecía vivir feliz. Merecía todo el amor y el respeto de cuanto se cruzará en su camino. Si alguien así no lo hiciere, él estaría ahí para que eso se cumpliese de cualquier manera.
- George- dijo de pronto, sacándolo de sus pensamientos - ¿Sabías que esta fue la última sinfonía que escribió Mozart? La muerte le pilló antes de verla interpretada por una gran orquesta.
La sonrisa George se desvaneció de su rostro.
- No, no lo sabía.
No supo por qué, pero un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
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El tren rumbo a Chicago recorría las vías con un paso monótono y aburrido. A pesar de viajar en primera clase, Douglas Andrew se sentía incómodo y molesto.
Aunque era un hombre fuerte y saludable a sus sesenta y cinco años, su cuerpo ya no soportaba demasiado ajetreo, máxime, si se trataba de un largo viaje como el que estaba realizando: de Escocia a Londres en auto; de Londres a Nueva York en barco y por último de Nueva York a Chicago en tren.
- Estoy ya demasiado viejo para estos viajes- pensó - Definitivamente éste es el último que haré.
Con sus grandes ojos azules, (característicos de los varones Andrew), observó a los dos hombres que viajaban con él. Uno, el más joven, dormía a pierna suelta en un estado completamente inconsciente; dudaba que la borrachera que había contraído la noche anterior apenas pisó tierra, se hubiera convertido ya en resaca. El otro, el más viejo; corroboraba concienzudamente la lista de los lotes de licor que se quedarían en Nueva York y que oficialmente los harían socios de Albert Ardley.
Albert Ardley... ¿quién era él? Nunca lo había visto y ya se había convertido de un día para otro en un personaje de suma importancia en el negocio de tráfico de alcohol. El que se hayan asociado con él, les daba grandes posibilidades de incrementar sus ganancias hasta un cien por ciento, duplicando así su ya cuantiosa fortuna.
Siempre lo había ansiado; ser rico y poderoso más que cualquiera y por ello pagaría cualquier precio. Incluso, el de quitar de su camino a quién interviniera en esa meta. Fuera quién fuera. Incluyendo por supuesto a los Leagan, los cuales y, sin ellos saber, estaban a punto de salir del clan Andrew.
Mentir, chantajear, intimidar y hasta matar ya no eran un problema para él. Se consideraba así mismo un auténtico guerrero que merecía tener el poder y la gloria. Si tan sólo los ancianos del clan hubieran considerado eso al elegir al líder en aquel entonces, la historia de los Andrew sería distinta. No sólo serían dueños de unas cuantas empresas y bancos en América y Europa, con él a cargo, hubieran sido dueños del mundo entero. En cambio, eligieron a su primo William Callen, ese tonto debilucho buena gente, que sin tener un carácter férreo como el de él, había sido nombrado líder cuando todavía eran jóvenes, asegurando así, el futuro de sus generaciones venideras. O por lo menos eso es lo que creían todos, ya que él se había encargado de echar abajo esa garantía al haber quitado del mapa a William Albert, su único hijo varón, y, con su muerte, los herederos de la dinastía de su pariente habían sido eliminados para siempre.
- Para ser líder se necesita más sabiduría que fuerza Douglas, te necesitamos para apoyar a William- le había dicho el abuelo en aquella ocasión ante su protesta por la decisión del consejo. Pues bien, la sabiduría había perecido y la fuerza triunfado.
Discretos golpes en la puerta lo sacaron de sus cavilaciones. Al ver reaccionar a Robert, fingió tener su atención en un diario que había tomado de una mesa frente a él.
"La Mansión Ardley cierra sus puertas. No más fiestas"- leyó en el encabezado de aquel diario. Frunció el entrecejo y se dispuso a leer la nota, la cual, tenía al calce una fotografía de Albert Ardley tomada sin autorización. El audaz fotógrafo lo había captado hablando con su tutor unos instantes antes de subir a un auto.
- ¿El señor Andrew? - preguntó el mozo que había tocado.
- Sí, soy yo- levantó su rostro al oír su nombre.
- En la estación de Pittsburg nos han entregado este mensaje para usted.
Dobló el diario sin leer y lo metió en medio de un libro para tomar la misiva. Curioso y a la vez extrañado, abrió el sobre sin remitente y con el destinatario escrito con letra de imprenta. Su rostro se descompuso al instante en que leyó la única línea de aquel mensaje:
" William Albert Andrew, está vivo"
