Hyoga

Hyoga sintió cómo se alborotaba todo su cuerpo ante la poderosa presencia del Escorpión. No le dio importancia a su actitud insolente, ya que solo tenía ojos para su anatomía perfecta. Se le secó la boca al contemplar al hombre que tenía en su poder la llave de su cordura. Si en túnica era un ser diabólicamente deseable, en uniforme de entrenamiento rayaba el erotismo más codiciado.

"Bozhe moy".

Milo llevaba la melena peinada en gruesas trenzas a la espalda, atadas entre sí. Tenía el cabello humedecido a causa del ejercicio físico, y los pequeños rizos alrededor de su cara se le pegaban a la frente y el cuello. Tenía manchas de sudor en el pecho y las axilas, pero a Hyoga no le parecieron repulsivas. El aroma a hombre lo sacudió como un mar tormentoso. Quería acariciar las protecciones pectorales, arrodillarse y lamer las glebas de sus pantorrillas y adorar los pies desnudos, tan hermosos como los de las estatuas griegas que había visto en el Nuevo Museo de la Acrópolis, días atrás.

"Aléjate de Milo, Hyoga. Si no quieres sufrir, aléjate de él".

Se abrazó en un acto defensa. Milo lo miraba con ojos arrendijados, dispuesto a continuar con la batalla dialéctica del día anterior. Hyoga tragó saliva. Su bajo vientre deseaba encontrar nuevas vías de expansión debajo de la túnica, pero el ruso no se veía con fuerzas para aguantar más humillaciones.

El Maestro le había prevenido con vehemencia sobre Milo. Lástima que se hubiera olvidado de decirle que se había acostado con él.

—Mi ropa ha quedado impracticable, ¿verdad?

Hyoga dio gracias a Atenea por su pragmatismo. Su voz sonó tan convincente que dejó a Milo sorprendido ante el giro que había tomado la conversación. El Cisne estaba tan excitado que la cabeza le daba vueltas, pero eso no le impediría enfrentarse al Escorpión y obligarlo a ofrecerle una cura para su mal. Si acababa en el suelo sobre un charco de sangre o semen, sólo esperaba que cualquier deidad se presentara en la Casa y lo matara sin piedad, evitándole la vergüenza.

Milo asintió, apuró el cigarro y le restó importancia a la situación. Si Hyoga tomaba por ciertas las palabras de su maestro, los amantes de Milo hacían fila en la puerta de su templo, esperando que el griego los eligiera para una noche placentera. Si Camus había sucumbido ante el espartano, violando su voto de castidad, ¿cómo podría Hyoga no reaccionar como un adolescente frente al paradigma de la perfección y la voluptuosidad?

—Sí. No me quedó más remedio que cortarla para examinar las heridas y curártelas —contestó con tranquilidad—. Así que tendrás que lucir tus bonitas piernas —finalizó, reclinándose contra la pared.

Hyoga tragó saliva.

—En Siberia no suelo llevar las piernas al aire.

—Posiblemente porque allí se te congelarían los huevos —cortó el otro con sequedad—. Ino trajo ropa de tu adorado maestro desde Acuario. Puedes probártela, si te apetece.

El tono pasó de ser cordial a molesto, por lo que Hyoga agachó la cabeza y avanzó hacia la puerta de lo que creía era el cuarto de baño. Milo estiró el brazo y lo colocó en forma de barrera, lo que obligó al ruso a detenerse y elevar el mentón, encontrándose con la áspera expresión del Escorpión.

—Ni siquiera me has dado las gracias por curarte las heridas —le recriminó.

Lejos de contestarle, la idea que se le cruzó por la cabeza fue la de estirar su cuello y atrapar la boca carnosa del espartano en un beso incendiario. La orquesta de gritos que acompañó a la imagen casi le impedía pensar, pero consiguió mantener la sangre fría para mirarlo sin pegarse fuego y sonreírle con timidez.

—Siento mucho el patético espectáculo que te di ayer.

—No hablaba de tu actuación a lo Violetta Valery —bufó el griego—. Sólo he dicho lo de agradecer las atenciones.

Spasivo boshoe, Milo.

Pozhaluysta, Hyoga.

La tensión entre ambos se rebajó al apartar el griego el brazo de la madera, volviendo a su posición en el taburete.

—Voy a… —dijo, señalando el cuarto de baño.

—Todo tuyo —finalizó el griego, buscando otro cigarro.

Hyoga se dispuso a cerrar la puerta del diminuto cuarto de baño cuando se dio cuenta de que no había pestillo. Miró alrededor, buscando con qué atrancar la puerta pero no encontró nada que sirviera a sus propósitos. Hyoga maldijo su estupidez; Milo estaba conectado a nivel cósmico con su Casa, ¿quién tendría la capacidad de sorprenderlo mientras hacía sus necesidades o se duchaba? Para su desgracia, el hecho de imaginarse al griego desnudo disparó por completo su erección. Activó entre jadeos el grifo de la ducha para rebajar su ardor. El agua salió templada. Ni fría, ni caliente.

—¡No me salpiques los azulejos! —gritó el caballero dorado desde el otro lado de la puerta—. ¡Si la sangre sale mal, no te digo nada del semen! —lo acompañó de una risa malévola— ¡Y esa cerámica está acostumbrada al mío, y como buena hembra, es muy celosa!

Si su intención era ponerlo duro como una roca, lo había conseguido.