Capitulo 18
El hechizo inmovilizó al capitán de Escritura Negra al instante, y su cuerpo cayó como una marioneta sin hilos. Sus músculos no le respondían; por más que intentaba moverse o reaccionar, su cuerpo lo traicionaba.
Solo podía observar cómo aquella mujer, vestida con una majestuosa armadura oscura, se acercaba lentamente. Con una fuerza monstruosa, lo agarró del cuello, por un momento podría jurar que era la fuerza de un gigante, no, incluso la fuerza de un gigante se quedaría corta con la fuerza de este monstruo que lo estaba arrastrando.
Cuando por fin todos los guardianes estuvieron cerca de su señor. Ainz activó [Fly, haciendo que todos ellos se elevaran y luego de algunos minutos por fin llegar al origen del rugido, cuando llegaron vieron que una pequeña parte del bosque había sido arrasada.
En medio de esa destrucción, un dragón emergía. Su cuerpo estaba cubierto de escamas grisáceas, cada una marcada por profundas grietas. Algunas partes de su piel ardían en llamas que no consumían su carne, como si el fuego fuera eterno.
Cuando finalmente salió por completo de la tierra, Ainz notó que el señor dragón los observaba, pero no atacaba. Ese detalle fue suficiente para que descendieran y se acercaran a él.
Cuando ya estuvieron frente a frente, el Señor Dragón observaba con atención al pequeño grupo frente a él. Sus ojos se posaron en Ainz, pero pronto se desvió hacia las joyas que adornaban su cuerpo y la majestuosa vestimenta que llevaba: telas ricamente bordadas con hilos de oro y piedras preciosas en cada dedo, irradiando un aura de poder indiscutible.
A su lado, Albedo, con una armadura negra como la noche, repleta de intrincados detalles que destilaban peligro y elegancia. Las fosas nasales del dragón se ensancharon, captando un aroma inconfundible, uno que jamás olvidaría.
—Jugadooooorrrr... —gruñó el Señor Dragón de la Catástrofe.
—Así que conoces lo que es un jugador… —respondió Ainz con la seguridad de un rey, su voz firme, como si ni siquiera el dragón más temible pudiera intimidarlo—. Mi nombre es Ainz Ooal Gown, y vengo con una propuesta.
Los ojos del dragón parpadearon, sorprendidos. Creyó que lo había asustado. Pero sintió confianza en el no-muerto y eso le gusto.
—Adelante, jugador —dijo Tyrosh, para asombro de Ainz y sus guardianes. No había rastro de odio ni enojo en su voz, como si no viera a Ainz como una verdadera amenaza.
—Es la primera vez que habló tranquilamente con un Señor Dragón —admitió Ainz.
—No odio a los jugadores.
—Eso te hace más especial... Quiero que te unas a mí como subordinado.
—¡Jajajaja! —se río Tyrosh con locura—. Palabras arrogantes, jugador. Debes entender que tengo el poder para borrar tu existencia aquí y ahora.
Con un movimiento veloz, el dragón desplegó sus gigantescas alas, oscureciendo la luna y envolviendo a Ainz y sus guardianes en sombras. Albedo y Shalltear se apresuraron a ponerse frente a su amo, dispuestas a protegerlo con sus vidas si fuera necesario.
—Tranquilas... —ordenó Ainz con calma, levantando una mano—. No nos atacará... es solo la arrogancia de los dragones.
—Jajajaja... tienes mucha razón, Ainz Ooal Gown —respondió el dragón con su profunda voz—. Debes entender que los seres más poderosos del mundo deben saber cuándo mostrar su poder —dijo el Señor Dragón con orgullo—. Mi nombre es Tyrosh, el Señor Dragón de la Catástrofe.
—Es un gusto conocerte, Tyrosh —dijo Ainz, con una calma inquietante—. ¿Qué te parece volverte mi subordinado... si uno de nosotros te derrota?
El Señor Dragón intentó reír, pero la seriedad en la voz del no-muerto le hizo dudar. No entendía de dónde surgía tanta confianza; podía percibir que aquellos seres eran poderosos, pero ninguno a su altura como para siquiera pensar en derrotarlo.
—Y si yo gano? —preguntó Tyrosh.
—Entonces te serviré yo —respondió Ainz sin dudar.
Albedo, aunque trataba de mantener la compostura, sintió que sus manos sudaban dentro de la armadura. Jamás habría imaginado que su señor ofreciera semejante trato. Su señor estaba destinado a gobernar, no a ser el subordinado de nadie.
—Es un trato justo... —dijo el dragón—. Espero que al menos uno de ustedes sea digno de enfrentarse a mí.
En ese momento, Ainz miró a Pyroclamas, y ella asintió, entendiendo a su señor.
Pyroclamas se acercó a su señor y se quitó el anillo de datos falsos que le había entregado. Apenas el anillo dejó su dedo, una presión inmensa se expandió por todo el campo. Pero eso no fue lo más impactante. Segundos después, Pyroclamas reveló su forma verdadera: un dragón colosal, con escamas ígneas que brillaban como brasas vivas. El campo de batalla se iluminó al instante, como si el mismo sol hubiera descendido, mientras las llamas que brotaban de su cuerpo hacían que la temperatura se disparara, envolviendo el entorno en un calor sofocante.
El cambio fue tan abrumador que los guardianes, junto a su señor, se vieron obligados a retroceder, observando desde la distancia la inminente lucha de titanes que estaba a punto de empezar.
Tyrosh, por su parte, comenzó a preocuparse. Jamás había imaginado enfrentarse a una criatura tan poderosa. La presión que sentía no tenía sentido, ni siquiera cuando había conocido al Emperador Dragón había experimentado algo tan aplastante.
Este dragón era mucho más grande que él. Para mirarlo a los ojos, Tyrosh debía levantar la cabeza, y al hacerlo, sintió que se asomaba al mismo infierno.
Ambos colosos se observaron en silencio, comenzando a moverse en círculos lentamente, como depredadores estudiándose mutuamente. Cuando ambos dragones estuvieron listos, batieron sus gigantescas alas y se alzaron hasta lo más alto del cielo, preparados para una batalla a muerte. Los guardianes observaban cómo esas enormes bestias chocaban sus colosales cuerpos en el aire, él estruendo que generaban sus cuerpos hacía que incluso el cielo mismo estuviera a punto de romperse.
La tierra comenzó a temblar bajo el impacto, producto de ondas de choque que azotaban como latigazos de viento, destruyendo todo a su paso. Los árboles se doblaban y caían como si fueran simples hojas, destruyendo más y más el frondoso bosque que los rodeaba.
Ambos dragones estaban envueltos en llamas. Las poderosas garras de Pyroclamas perforaban con facilidad las escamas de Tyrosh, hundiéndose profundamente y arrancando pedazos de carne que tenían el cielo de rojo.
De repente, comenzaron a lanzar sus alientos de fuego, bocanadas que iluminaban el cielo como luciérnagas infernales. A la distancia, parecían dos estrellas, carbonizando toda forma de vida al instante. Las llamas de Pyroclamas eran tan poderosas que algunas de las escamas de Tyrosh empezaron a derretirse.
El fuego se extendió en un radio de un kilómetro, quemando la tierra, volviéndola árida y reduciendo los árboles a simples cenizas. Tras unos minutos de feroz combate, solo uno salió victorioso, mientras el otro comenzó a caer desde lo alto del cielo.
Pyroclamas, cuando ya estaba cerca del suelo, volvió a su forma humanoide y de inmediato caminó hasta arrodillarse frente a su señor.
—Ainz-sama... logré vencer al dragón, pero le ruego que le brinde una poción antes de que pierda la vida —dijo Pyroclamas.
Ainz asintió y extrajo rápidamente una poción de curación de alto nivel de su inventario. Aunque normalmente no malgastaría un recurso así en alguien ajeno a Nazarick, esta situación era diferente; Si con eso lograba que un Señor Dragón se uniera a Nazarick, entonces lo haría.
Ainz vertió la poción en lo que quedaba de la boca del dragón. El líquido descendió por su garganta, y durante unos segundos, el cuerpo del dragón comenzó a sanar: la carne se regeneró, los huesos fracturados se unieron y las entrañas volvieron a su lugar, mientras los músculos destrozados se reparaban lentamente.
Después de algunos minutos, el Señor Dragón recuperó la conciencia. Finalmente, pudo respirar, y cuando abrió los ojos, se asustó al pensar que estaba cara a cara con la misma muerte.
—Supongo que perdí. Cumpliré mi parte del acuerdo, y desde este momento te juro lealtad.
Ainz: Acepto tu juramento….
Apenas terminó de hablar, Ainz invocó un portal. El hechizo se expandió hasta alcanzar un tamaño perfecto para que el Señor Dragón pudiera pasar.
—Vamos a mi hogar...—añadió Ainz.
Las guardianas obedecieron a su señor. El primero en cruzar fue el Señor Dragón. Primero, todos se teletransportaron a las afueras de Nazarick, y luego al octavo piso, el lugar que sería el nuevo hogar para los Señores Dragón.
Apenas Tyrosh pisó el octavo piso, un resplandor lo cegó. Esperaba encontrarse con un espacio oscuro, apenas iluminado por lámparas, algo típico en lugares destinados a seres de tamaño normal. Pero al abrir los ojos, quedó asombrado por lo que vio. Un cielo infinito se desplegaba ante él, como si el propio firmamento hubiera sido atrapado en ese espacio. En el horizonte, majestuosas montañas se alzaban, y hasta el suelo árido que pisaba se sentía impregnado de magia.
No podía creer que un lugar así existiera. La belleza del entorno era tal que parecía imposible que hubiera sido creada por manos mortales; era tan perfecto que dudaba de su origen natural. ¿Cómo algo tan impecable pudo haber nacido naturalmente y no haber sido creado artificialmente?
Al llegar al templo de los cerezos, seis dragones descendieron del cielo y aterrizaron frente a él, cada uno tan poderoso como Pyroclamas. De inmediato, se puso en guardia; se sintió diminuto. ¿Cómo era posible que existieran tantos dragones con ese nivel de poder? Había creído que Pyroclamas representaba la cúspide de los dragones, incluso por encima del Emperador Dragón.
Pero estaba equivocado. Lo más impactante fue ver cómo esos dragones se arrodillaban ante el no-muerto que ahora era su nuevo señor.
A pocos kilómetros de donde los colosales dragones habían desatado su furia, se alzaba la ciudad amurallada de E-Rantel. Normalmente, las noches en la ciudad transcurrían en calma, con la luz de la luna bañando sus calles. Pero esa noche era diferente.
Las calles estaban desiertas, como si la ciudad hubiera sido abandonada. No se veía ni una sola alma; incluso los guardias habían dejado sus puestos en las murallas. Los habitantes se escondían en sus hogares, aferrándose desesperadamente a sus oraciones. Súplicas a sus dioses implorando protección. El miedo era tan intenso que incluso algunos ya comenzaban a huir de la ciudad.
La causa de ese terror no era otra que el rugido de un dragón, cuyos ecos habían llegado hasta E-Rantel.
*X*
En las profundidades del séptimo piso de Nazarick, en un salón destinado a la tortura, tres figuras estaban encadenadas a las frías paredes de la habitación. Eran los miembros de la Escritura Negra, revividos gracias a la magia de resurrección de Hikari y Pestonya. El primero en despertar fue el capitán. Sus párpados se movieron lentamente hasta que logró abrir los ojos, encontrándose en un cuarto apenas iluminado por lámparas doradas.
Con esfuerzo, giró la cabeza buscando a sus compañeros, y los encontró. A sus lados estaban Canto Divino y 11 asiento, ambas inmovilizadas con cadenas que parecían incrustarse en su carne, de donde brotaban hilos de sangre que manchaban el oscuro piso. Luego miró al frente y vio una mesa, sobre la cual había varias armas de tortura. Reconoció muchas de ellas, pues se parecían a las que la Teocracia usaba cuando torturaban a los elfos para obtener información. Había látigos de espinas afiladas, ganchos de hierro que desgarraban la carne al menor movimiento, y rejillas con púas internas diseñadas para perforar lentamente las muñecas y tobillos de las víctimas.
Finalmente, desvió la mirada hacia el fondo y lo que vio hizo que su corazón latiera con más fuerza. Allí, sentado, estaba el ser que había asesinado a todos sus compañeros. Lo reconoció de inmediato: la túnica lujosa, el cuerpo esquelético blanco y puro, y el rostro de la muerte misma.
Pero algo más llamó su atención. A su lado, dos mujeres increíblemente hermosas lo abrazaban con devoción, como si no quisieran soltarlo. Reconoció de inmediato a una de ellas: piel pálida, cabello plateado… era la vampira a la que habían enfrentado. No conocía a la otra, pero su belleza angelical lo dejó sin palabras. ¿Cómo un ser tan divino podía estar abrazando a un monstruo no muerto? Ese pensamiento se desvaneció pronto cuando notó los cuernos que adornaban su cabeza... Era un demonio.
El capitán intentó moverse, pero las cadenas que lo aprisionaban parecían indestructibles. Forcejeó en vano, y su esfuerzo solo logró atraer la atención de los tres seres. Las miradas del no-muerto y sus guardianas se posaron sobre él. El no-muerto avanzó lentamente, y cada paso suyo parecía devorar la poca luz que quedaba en la sala. A su lado, la mujer alada sonreía maliciosamente, mientras la vampira comenzaba a mirar las armas que estaban en las mesas.
—Buenas noches, joven guerrero... —dijo Ainz en tono burlón—. Es hora de presentarme nuevamente. Soy Ainz Ooal Gown, y estos son mis guardianes de piso: Albedo y Shalltear.
Ainz arrancó la mordaza del capitán con rapidez. Los labios agrietados del hombre comenzaron a sangrar de inmediato, y su grito de agonía se escuchó en toda la habitación, despertando a los demás prisioneros. Al recobrar la conciencia y escuchar los gritos, intentaron escapar, pero las cadenas de metal, reforzadas con magia oscura, se aferraban a sus cuerpos como si tuvieran vida propia. Cada movimiento solo hacía que las cadenas se ajustaran más, desgarrando piel y carne, mientras los huesos crujían bajo la presión.
—Controlar la mente de uno de mis subordinados es un pecado imperdonable —dijo Ainz, con una voz que apenas lograba ocultar un odio inhumano—. La muerte será lo único que desearán... pero jamás llegará.
En ese instante, el ambiente se llenó de gritos desgarradores. Algunos humanos rogaban por sus vidas, mientras otros lanzaban maldiciones desesperadas.
—Por favor... por favor, piedad —suplicaba Canto Divino, con lágrimas deslizándose por su rostro mientras sus uñas rasgaban su piel hasta hacerla sangrar.
Alrededor, los demás humanos continuaban lanzando gritos, pidiendo el perdón de un no-muerto. Algo irónicamente desesperado.
—¡Maldito no muerto! ¡Nuestras almas están protegidas por los dioses! ¡Ellos te vencerán! —gritó Kael, tan desesperado y consumido por el odio que su rostro comenzó a deformarse.
Ainz se inclinó hacia él, acercando su rostro esquelético lo suficiente como para que el humano pudiera ver de cerca las llamas en sus ojos.
—¿Tus dioses?... ¿De verdad crees que tus "dioses" podrán salvarte de mí? Ni siquiera los jugadores de tu nación podrán evitar el destino que tengo preparado.
La palabra "jugadores" resonó repetidamente en su mente. Fragmentos de sus recuerdos comenzaron a surgir, junto con enseñanzas sobre los Seis Grandes Dioses, esas entidades divinas que protegían la Teocracia. Todo eso apareció en su mente.
Ahora lo comprendía todo... ese inmenso poder, el conocimiento sobre los legendarios jugadores, aquellos seres que alguna vez aplastaron imperios con facilidad. Seres que no pertenecían a este mundo.
—Eres...eres un jugador, ¿verdad? —murmuró, con la voz temblando de miedo y con un toque de incredulidad, como si intentara convencerse de que lo que preguntaba no fuese cierto.
—Sí, soy uno de ellos.
—Mis dioses... me vengarán.
—¿Tus dioses?... Tus dioses rogarán por sus vidas el día que me enfrenten. En Yggdrazil, fui el terror de tus dioses.
—Adelante, mis guardianas —ordenó Ainz, con esas últimas palabras, ambas guardianas obedecieron.
—¡Sí, Ainz-sama! —respondieron al unísono ambas guardianas.
Las dos avanzaron hacia la mesa donde estaban dispuestas las armas. Shalltear eligió el garrote, mientras Albedo tomó un pequeño cuchillo oscuro como la noche. Ambas se acercaron lentamente a los humanos, quienes, al verlas, soltaron gritos aún más desesperados, sabiendo lo que venía.
—Ahora comienza la verdadera diversión —murmuró Shalltear, relamiéndose los labios.
Luego de algunas horas….
Ainz estaba sentado, observando mientras Albedo y Shalltear se deleitaban en su macabro trabajo. El suelo estaba cubierto de sangre, vísceras y pedazos de carne humana. Los prisioneros ya no eran más que sombras de lo que alguna vez fueron; ahora solo quedaban cuerpos rotos, torturados más allá de los límites que la mente podía soportar.
El capitán, quien en su día fue un joven poderoso y líder de la Escritura Negra, la fuerza más temida de su nación ahora no era más que un trozo de carne mutilado, sin extremidades. Albedo era su verdugo, y estaba más feliz que nunca, cobrando venganza por lo que había estado a punto de sucederle a Shalltear. A pesar de sus constantes peleas, en el fondo la apreciaba, aunque jamás lo admitiría. Además, sabía que, si algo le ocurriera a Shalltear, el que más sufriría sería su amado señor. Por eso, con una sonrisa, arrancaba la piel del capitán con sus delicadas manos, desgarrando su carne como quien pela una fruta madura.
En el otro extremo de la cámara oscura, Shalltear disfrutaba de su propio juego sádico. El aire se cargaba con los desgarradores alaridos de las mujeres humanas. Usaba un garrote con clavos, que penetraba en lugares donde la luz no llegaba. Una anciana, quien alguna vez porto "La Caída del Castillo y la Nación", estaba siendo sometida a la mayor de las humillaciones. Cada vez que el garrote entraba y salía, la anciana perdía un fragmento de su cordura.
Todo ocurría frente a Ainz, quien, al verlas actuar, se dio cuenta de algo que había ignorado: Albedo y Shalltear no eran normales. Estaban completamente locas, aunque solo mostraban ese lado a aquellos que osaban desafiarlo.
Luego de varias horas, por fin habían terminado. Ambas sonreían de oreja a oreja. Habían torturado de forma inimaginable a cada miembro de la Escritura Negra, pero la que parecía más satisfecha era Shalltear. Había convertido la vida de la anciana, que intentó controlar su mente, en un verdadero infierno. Si hubiera tenido éxito, las consecuencias para su señor habrían sido inimaginables. Incluso la habrían obligado a enfrentarse al hombre al que más admiraba y amaba en el mundo y eso era algo que jamás se perdonaría.
