Disclaimer (¿Todavía se usa disclaimer?): Saint Seiya, así como los personajes creados por Masami Kurumada, no me pertenecen. Por lo tanto, el siguiente escrito se realiza solo con fines de mero entretenimiento.

_._._._._._._._._._._

EL IMPULSO

Por Crista Ivanonv

Cuando el martillar dentro de la casa de Aries de detuvo, después de varias horas de haber retumbado sin parar, Saga supo que por fin podía subir ese anhelado primer escalón.

A paso firme, ascendió por la larga escalinata que llevaba desde la explanada del Santuario hasta el templo del carnero blanco. Pero al cruzarla y alcanzar por fin la inmensa entrada de la construcción, se detuvo de golpe.

Parpadeó una, dos veces, y pasó los dedos por su flequillo para peinarlo. Se acomodó los cordones del cuello de su camisa, se sacudió el pantalón y comprobó que no tuviera una sola mota de polvo encima, muy a pesar de que llevase puestas sus ropas de entrenamiento.

Fue inútil. Se sentía expuesto, o más bien, demasiado informal, demasiado… desaliñado, porque el único atuendo que consideraba lo suficientemente bueno como para presentarse ante el caballero de Aries era la armadura sagrada de Géminis.

Pero su cloth dorada era precisamente el motivo por el cual él estaba allí; se la había dejado hacía un par de días a Mü para que la arreglara, y ahora que por fin había terminado el plazo para recogerla, el peliazul iba a tener que conformarse con verse como un simple civil.

Suspiró, derrotado, y finalmente entró con paso firme hacia el templo zodiacal.

No le costó encontrar el improvisado taller de reparación, instalado en el ala izquierda de la casa. Éste consistía en apenas un par de mesas hechas a base de columnas caídas y trozos de suelo de mármol, junto con algunos jarrones para guardar el polvo estelar; tenían pocos meses de haber vuelto a la vida, por lo que las condiciones del templo eran deplorables, apenas y se podía transitar por él, así que que mover la pesada herrería de Jamir hasta allí todavía no era una opción.

Tantas guerras. Tantas bajas. Tanta sangre…

La culpa se encaramó sobre sus hombros. El Santuario entero se encontraba en ruinas, pero ni los deprimentes escombros o las destrozadas paredes eran capaces de restarle belleza a lo que Saga tenía delante suyo.

El sol de la tarde se colaba por las grietas del techo, atravesando con gruesos sables de luz la piedra blanca del ala, dotándola de un cálido tono rosado. El resplandor dorado de la armadura de Géminis rebotaba no sólo por en los muros, sino también sobre el joven que yacía inclinado hacia la cloth.

Delicados mechones lavanda se desparramaban sobre la armadura, escapando del lazo que ataba el cabello de Mü de Aries, quien había dejado el martillo y el cincel a un lado para recorrer con sus sensibles manos, aptas para detectar hasta la más mínima irregularidad por medio del tacto, las hombreras de la armadura en busca de fisuras. Su toque era tan suave, tan parecido a la ternura, que Saga sintió que se quedaba sin respiración.

Cuando esos finos dedos se deslizaron hacia el pecho, el griego imaginó, por unos segundos, que aquello que Mü acariciaba era su propia piel.

—Ya casi termino, Saga —dijo de pronto el lemuriano, sin quitar la mirada de la armadura—. Sólo le estoy dando un último vistazo.

El gemelo se sobresaltó, avergonzado al darse cuenta de que probablemente llevaba varios minutos allí, en silencio y en trance como un completo idiota.

Carraspeó y se acercó con seriedad hacia el menor.

—No vine a presionarte, caballero —dijo con la mayor formalidad de la que fue capaz—. Pero te recuerdo que me citaste este día y a esta hora, así que sólo estoy cumpliendo con el rigor que tú mismo has impuesto.

El gemelo se quiso apuñalar a sí mismo. Aquello le había salido con tanta frialdad que parecía un reclamo impaciente.

Para su alivio, Mü soltó una risa suave y melodiosa.

—Perdona, tienes razón —dijo, para luego soltar la armadura y ahora sí mirar a su compañero, parado ahora a un metro suyo—, ¿quieres que te prepare un té en lo que esperas a que termine?

Saga abrió los ojos de par en par. Miró de un lado a otro y después al joven delante suyo, quien aún sostenía esa sonrisa hermosa, y luego se echó a reír.

El templo de Aries apenas y contaba con techo, ¿de dónde demonios iba a sacar Mü siquiera una tetera? Era obvio que en realidad le estaba diciendo a Saga, de una manera muy sutil, que se fuera a la mierda y lo dejara trabajar en paz.

El mayor sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No has cambiado nada, pequeño Mü —dijo, recargándose contra la mesa—. ¿De qué te sirve esa cara de que no rompes un plato, si en el fondo tienes un carácter de los mil demonios?

Era una verdad a medias. En realidad, el temperamento del ariano era sumamente dulce, además de que poseía una paciencia tan extensa como el Tíbet, pero eso no significaba que no supiese cómo poner en su lugar a todo aquel que osaba subestimarlo. Y vaya que lo había demostrado innumerables veces a lo largo de su labor como caballero.

Saga quiso suspirar. Podría decirse que esa cualidad era una de las cosas que más le gustaba de Mü de Aries, pero la lista era demasiado extensa como para comprobarlo.

El joven ariano se enderezó sobre el banquillo de trabajo y su columna crujió.

—¿Pequeño? ¡Vaya! —exclamó con una sonrisa, masajeando la parte baja de su espalda—. No puedo creer que todavía me sigas viendo como a un niño.

Saga ladeó la cabeza y observó —o más bien, admiró— al caballero con discreción.

El lemuriano siempre fue un joven muy esbelto, y más comparado con la mayoría de sus compañeros, pero eso no le restaba belleza en absoluto. Saga encontraba fascinante la delicadeza andrógina de aquella silueta oculta bajo sus ropajes humildes, y más de una vez se vio a sí mismo imaginando qué tanto de esa cintura podría abarcar si la rodeaba con ambas manos o el cómo se sentiría la tersura del interior de esas piernas, tensas a los costados de la cadera desnuda del geminiano.

No. Definitivamente, Saga no veía a Mü como a un niño, hacía mucho que había dejado de hacerlo, pero eso era algo que el pelilavanda no necesitaba saber.

—Es difícil cambiar la imagen que tengo de ti —mintió, cruzándose de brazos—. Te conozco desde que Shion te trajo al Santuario. Tenías sólo cuatro años, pero ya eras todo un torbellino. Te costaba controlar tus poderes mentales, causabas desastres a diestra y siniestra y yo siempre tenía que ir detrás de ti como un hermano mayor para sacarte de los problemas.

El pecho de Saga se llenó de calidez al recordar cómo, tras cada trastada, el pequeño Mü corría hacia él, lo abrazaba por la cintura y lo miraba con esos enormes y preciosos ojos verdes, simulando una enorme pena y arrepentimiento para así convencerlo de no castigarle, cosa que siempre lograba. El gemelo tenía un costado flaquísimo por ese niño; a diferencia del resto de los mocosos de la orden, a quienes con trabajo soportaba, a Mü lo encontraba ridículamente adorable, y si nunca le alzó siquiera la voz, mucho menos le puso un solo dedo encima para corregirlo.

No en vano Shion dejó de permitir que lo cuidara. Saga no hacía otra cosa que malcriarlo.

Mü sonrió con nostalgia, como si él mismo hubiese sido presa de esa memoria.

—Qué curioso, yo nunca pude verte como un hermano, Saga —dijo, para luego levantarse de su banquillo. Se sacudió el polvo estelar del mandil, y el brillo de aquellas partículas titiló por toda la cara y cabello del lemuriano—. Sé bien el tipo de relación conflictiva que tenías, y sigues teniendo, con tu hermano Kanon, pero conmigo nunca fuiste así. Quiero creer que lo nuestro, aunque no podía llamarse hermandad en tus términos, sí que era muy especial.

"Lo nuestro".

El corazón del geminiano comenzó a palpitar con una fuerza desmedida.

—Y es por eso que quiero preguntarte algo —continuó, acercándose hasta dejar apenas un palmo de distancia entre ellos dos. Luego, levantó la barbilla para mirarlo a los ojos.

—¿Por qué, Saga? —soltó el lemuriano en un suspiro—. ¿Por qué me permitiste vivir?

El caballero de Géminis apretó el borde de la mesa con ambas manos, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad para no bajar la mirada hacia esos labios hermosos, para no tomar al ariano entre sus brazos y hundirse en su boca como anhelaba hacerlo desde hacía tantos años.

¿Cómo que por qué te dejé vivir? —pensó con desesperación.

Saga había infligido actos terribles durante su reinado como Patriarca. Había asesinado a diestra y siniestra, había plantado el terror y la violencia en el Santuario como hacía siglos no se veía e, inclusive, intentó asesinar a la mismísima Atenea…

Eso significaba que el único acto de amor que pudo lograr durante todo ese tiempo de maldad fue, precisamente, Mü. El inocente chico había sido, sin saberlo, lo único bueno que había permanecido en el monstruoso Saga, lo único que le había dado, por años, la esperanza de que quizá todavía había algo humano habitando su corazón.

¿Cómo demonios iba a siquiera levantar una mano contra aquel ser que se había encaramado con tanta fiereza a su alma, la única persona que había sido capaz de detener la voluntad de la espantosa estrella de Ker?

Saga había hecho demasiadas cosas de las que se arrepentía, pero enamorarse perdidamente del discípulo de Shion no era una de ellas.

—No lo sé —decidió mentir una vez más—. Supongo que no lo consideraba tan necesario. Sólo eras un chiquillo, ¿qué tantos problemas podías causar? —dijo con una media sonrisa. En cambio, la de Mü se suavizó hasta desaparecer.

El carnero lo observó durante largos segundos con fijeza, como si supiera que el gemelo le ocultaba algo más. Mü nunca le había hecho esa pregunta, ni siquiera en todos meses que llevaban de volver a la vida, por lo tanto, era natural que semejante respuesta le pareciera insatisfactoria.

Cuando Saga creyó que el mármol bajo sus dedos se astillaría, el pelilavanda asintió. Se alejó unos pasos y se inclinó para poner la mano sobre la armadura de Géminis.

Ésta, obedeciendo al toque del herrero, se replegó de inmediato dentro de su caja de Pandora.

—La armadura está lista —dijo—, puedes llevártela sin problema. Si llegas a tener otro inconveniente, no dudes en decírmelo.

La decepción en la voz del tibetano bastó para hacer pedazos la voluntad de Saga.

El hombre cedió ante su impulso y alargó la mano hacia el carnero. Con un toque ligero, casi fantasmal, acomodó uno de los suaves mechones lavanda tras su oreja.

—No. No habría podido vivir con la idea de saber que te había hecho daño, Mü.

El ariano giró la cabeza hacia el gemelo con los ojos abiertos de par en par.

Uno de los sables de luz bañó su rostro e hizo que sus pupilas se contrajeran. El polvo estelar esparcido por su piel y cabellos resplandeció al compás de sus iris verdes con una belleza tan desgarradora que Saga creyó estar frente a la encarnación del mismísimo Olimpo.

La esperanza galopó sin piedad dentro del pecho de Géminis, quien quiso, con todo su corazón, confesarle a Mü que se había consagrado a él desde el momento en el que puso un pie en el Santuario. Que el día en el que el carnero cumplió dieciséis años, Saga viajó a Jamir, encubierto tras la fuerza de sus ilusiones, y que al verlo, al admirar la criatura sublime en la que se había convertido, el amor fraterno que yacía sembrado en su corazón se transformó en algo tan celestial y a la vez, tan carnal, que sólo los dioses deberían tener el placer de permitirse semejante sentimiento.

Que lo amaba. Lo amaba tanto que le entregaría su vida en ese momento si se la pidiera.

Sí. Sólo algo así de sobrehumano te merece, ¿verdad? —pensó—. Algo… divino.

Aquella idea hizo al gemelo bajar la mano y tomar los arneses de la caja de Pandora. Miró a Mü una vez más, casi con timidez.

—¿No vienes? —tentó—. No tardará en oscurecer.

El ariano puso las manos en la mesa y dio un ligero salto para sentarse sobre ella, con las piernas colgando en el borde.

—Sabes bien que estoy esperando a alguien —respondió con una sonrisa… distinta, especial, esa que rara vez se podía ver en el ariano.

Una que Saga deseaba, más que a nada en el mundo, ser quien pudiera provocarla en Mü.

—Gracias por tu ayuda, pequeño —dijo, echándose la carga a la espalda—. Intenta descansar un poco. Vas a atrofiarse esos dedos torpes si sigues así —finalizó, refiriéndose a la interminable cantidad de armaduras que el herrero había estado reparando debido a las últimas guerras.

—Qué forma tan extraña tienes de preocuparte por mí. Quizá sí tienes madera para ser mi hermano, después de todo —dijo, encogiéndose de hombros.

Saga no quiso quedarse a interpretar aquellas palabras. Tan sólo dio media vuelta y dejó al joven atrás para dirigirse hacia la salida trasera de Aries, con la intención de ir a su propio templo a dejar la armadura en su podio.

Pero en cuanto puso un pie fuera…

—Siempre pensé que, si acaso tenías una virtud que valiese la pena, esa era la perseverancia, Saga de Géminis —aquella voz detuvo al peliazul de golpe—. Aunque también me pregunto, ¿esa es una característica del caballero justo y bondadoso que pretendes ser o del traidor y asesino que eres en realidad?

El griego crispó los puños y giró despacio hacia uno de los pilares que sostenían la fachada trasera de Aries.

—¿No sabes que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas, caballero de Virgo?

Efectivamente, el guardián de la sexta casa yacía recargado contra la piedra. Tenía los brazos cruzados, la resplandeciente armadura puesta y los ojos abiertos, tal cual los había mantenido desde que había vuelto a la vida.

Y la mirada que le dirigía a Saga en ese momento era, definitivamente, muy distinta a la dulce y pacífica de Mü.

—¿Y a ti no te han dicho lo patético que te ves mendigando un afecto que no te pertenece? —replicó.

El gemelo luchó contra la necesidad de ponerse su propia armadura. La estrella maligna de Ker ya no le poseía, pero eso no significaba que su impulso bélico, puramente humano, hubiese sido despojado también de su ser.

—Qué palabras tan curiosas para un hombre como tú —respondió con una media sonrisa—. Shaka de Virgo, el santo más luminoso, el que dice ser el más cercano al Gran Maestro, comportándose como un animal en celo. ¿No será que más bien temes que Mü se de cuenta de que tú también eres un cabrón?

El caballero de la sexta casa, en vez de enfurecerse ante la provocación, sonrió.

—Esas también son palabras muy fuertes viniendo de alguien que perdió el derecho de siquiera estar en la misma habitación que él.

—¡Eso no es decisión tuya, Shaka! —exclamó, al borde de perder la paciencia.

—Sigue engañándote todo lo que quieras, Saga —replicó el rubio con su usual e inquietante calma—. Mü podrá haberte perdonado, pero yo no te daré la más mínima oportunidad de que le hagas daño. No lo hice en aquel entonces y no lo voy a hacer ahora.

Aquello bastó para que el peliazul por fin se mordiera la lengua, porque él sabía que lo que decía el otro era verdad.

Recordó a la perfección cómo, poco después de haber tomado posesión del Santuario, un Shaka de apenas siete años había entrado precipitadamente al templo del Patriarca, portando su recién adquirida armadura de oro y barriendo con un simple aletear de su cosmos al cúmulo de guardianes que intentaban detenerlo. De golpe, el niño se arrodilló frente al trono donde yacía Saga sentado y puso un puño en el suelo. Bajó la cabeza en señal de respeto ante quien creía, era el pontífice de Atenea, y habló:

"—Patriarca —llamó, con aquella voz firme y autoritaria, tan impropia para una criatura de su escasa edad—. Perdóneme, pero tenía la urgencia de venir a hacerle una advertencia.

Aquello hizo a Saga ladear la cabeza con curiosidad.

—Usted sabe que mi fidelidad siempre estará con usted y con nuestra diosa —continuó el pequeño—. Y que, de ser necesario, pondré fin a la vida de todo aquel que ose irrumpir en este Santuario. ¡Pero…!

Shaka levantó la barbilla y le clavó la mirada al falso Patriarca, quien sintió un escalofrío recorrer su columna. Era la primera vez que Saga lo veía con los ojos abiertos, y aquello era simplemente… aterrador.

—¿Pero? —instó el gemelo, tenso tras la máscara.

—Pero, sin importar si Mü es o no un traidor, sin importar que los rumores terribles que he escuchado sean ciertos, si usted tiene la intención de hacerle el más mínimo daño, ¡voy a tener que asesinarle, su Santidad!".

El caballero de Géminis cerró los ojos al recordar la amenaza. En aquel momento, al Saga maligno le había parecido hasta graciosa aquella declaración proveniente de un caballero tan joven, pero el Saga real sabía que no era ningún juego lidiar con la furia de un semidiós.

Así que, en vez de someterlo, le prometió al infante de Virgo lo que él ya se había prometido así mismo el día que Mü escapó del Santuario: que nunca tocaría al heredero de Aries.

Al pensar en todo aquello, la ira de Saga se apagó para dar paso a una resignación dolorosa. Le hería demasiado reconocerlo, pero si había alguien que tenía derecho a estar al lado de Mü de Aries era, efectivamente, el hombre frente a él.

Saga siempre había procurado por Mü, era verdad, pero el papel que Shaka había tenido en la vida del lemuriano iba mucho más allá. El gemelo desconocía todos los detalles sobre cómo es que el afecto había florecido entre ambos caballeros, pero había que ser ciego para no darse cuenta de que tenían un vínculo muy especial.

En innumerables veces llegó a encontrarse al infante rubio bajando las escalinatas de los templos para pasar la noche en Aries o al adorable carnero subiendo algún bocadillo tradicional de sus tierras para compartirlo en el templo de Virgo.

Tenían valores similares, compartían la misma religión y eran los únicos de toda la orden que provenían de regiones asiáticas. Eran, el uno para el otro, lo más cercano a un hogar que podían encontrar en un lugar tan duro e inhóspito como el Santuario.

Y su vínculo era tan fuerte que ni siquiera la huida de Mü los había podido separar.

Aprovechándose de su capacidad para moverse a través de las dimensiones, el caballero de la virgen viajaba constantemente a la pagoda de piedra donde habitaba el herrero, y aunque Aries nunca le compartió sus sospechas sobre el falso Patriarca, eso no pareció ser un impedimento para su relación.

Es más, ni siquiera las reglas ancestrales de la mismísima Atenea habían bastado para que Shaka se privase del ariano. Saga lo sospechó el día que, con diecisiete años recién cumplidos, el rubio había vuelto al Santuario con suaves trazos del cosmos del joven tibetano en sus manos.

El falso Patriarca no se atrevió a asomarse a Jamir para comprobarlo, porque sabía que lo que encontraría allí sería a un Mü tan impregnado de aquel insolente semidiós que sería difícil distinguir entre su cosmos y el de Virgo. Y aunque el saber que Shaka había marcado a Mü —a su Mü— como un maldito perro lo había hecho enfurecer como nunca, el peliazul logró tener la suficiente entereza como para no hacer nada al respecto.

Porque, ¿quién era él para intentar siquiera comenzar una guerra de los mil días contra Shaka? ¿Qué iba ganar con eso si Mü terminaría luchando encarnizadamente contra él con tal de proteger también a su semidiós?

Saga no era estúpido. Sabía perfectamente que Mü siempre iba a escoger a Shaka por encima no sólo de él, sino de todas y cada una de las cosas sagradas de la tierra. Y por más que lo hubiese perdonado, por más despojado que estuviese de la influencia maligna y de que el arrepentimiento de haber asesinado a Shion y a Aioros fuese completamente sincero, eso nunca iba a cambiar.

Géminis bajó los puños y sonrió.

—Deja de perder tu tiempo, Shaka —sugirió—. Aunque no lo creas, y no me importa si lo haces, preferiría cortarme el cuello antes de hacerle daño de nuevo. No lo hice en aquel entonces y no lo voy a hacer ahora.

Shaka no pareció impresionado. Las palabras de Saga no valían nada para él, después de todo, así que tan sólo se dio media vuelta para dirigirse hacia el interior del templo, en donde su ansioso carnero lo esperaba.

—Una cosa más —dijo el rubio sin dignarse siquiera a mirar hacia atrás—. Vuelve a tocar a Mü y te arranco las manos, Saga.

Y sin más, Virgo se perdió bajo el portal de la casa zodiacal. Saga sacudió la cabeza con fastidio y se marchó, incapaz de creer que su gentil Mü hubiese terminado fijándose en semejante patán.

Pero, al comenzar a subir las escalinatas, el gemelo sonrió al pensar nuevamente en el ariano, en el consuelo que le daba el saber que, después de trece tormentosos años, por fin volvía a tener el privilegio de habitar el mismo Santuario que él, y que nada ni nadie podría quitarle la dicha de al menos, iba a verlo todos y cada uno de los días que le quedaban de vida.

Quizá la maldad ya no lo poseía, pero el impulso siempre iba a estar allí.

Sí. Shaka tenía en algo razón: una de las más grandes cualidades del gran Saga de Géminis era que no sabía cuándo rendirse.

FIN