Primero llega el frío, mucho antes que las náuseas y el dolor, una sensación helada le entume las manos y los pies. Memo se aferra desesperadamente a fragmentos de los últimos meses, a pequeñas esquirlas de sus amigos, los primeros (los últimos, los mejores): el suéter colorido de Alex, lleno de borras de tanto uso, su mirada triste; los zapatos siempre pulcros de Tenoch, el secreto contraste entre su voz de mandón y la manera arrolladora en la que canta; las referencias interminables de Daniela, los piojitos y broches coloridos de sus peinados que le dan un aire despreocupado a pesar de ser una persona tan valiente y decidida.
El cabello negrísimo de Marifer, la sensación de cosquillas que se le quedó grabada a fuego después de que uno de sus mechones le rozara el cuello cuando ella se le acercó aquel día a la salida para preguntarle qué estaba escuchando y sin advertencia alguna lo sorprendiera con su súbita cercanía, con aquel roce involuntario que le llenó el pecho de una sensación cálida que creció y creció con el pasar de los días, con la presencia de los demás del grupo, con las experiencias a su lado.
Una tibieza prematuramente extinguida de tajo. San Diego y "queremos estar contigo" y "nos vamos todos" y "puedes hacer nuevos amigos" y "la siguiente escuela puede ser mejor" y Memo estaba acostumbrado. Estaba acostumbrado porque las cosas siempre eran así y la posibilidad de un algo distinto ni siquiera se le había ocurrido. Memo obedecía y Memo callaba y se tragaba el enojo amarguísimo porque no tenía sentido tanta rabia, sus padres tenían buenas intenciones, no era su culpa.
Era Memo el que estaba mal, el que tenía todo tan deformado por dentro que nunca podía conectar con sus compañeros, el que no sabía cómo hacerle para existir de manera que no se sintiera tan difícil y por lo mismo pensaba que era mejor hacer lo que sus padres querían, porque ellos sí sabían estar en el mundo y a lo mejor en unos años lo entendía todo y lograba hacerle como ellos, incluso hasta como Pascual, que era su persona favorita.
El dolor de ahora, el dolor físico que comienza a recorrerle el cuerpo en oleadas, está lejos todavía de ser tan desolador como el de aquella noche con sus padres. No posee una forma, no es vicioso y oscuro, absolutamente helado, no es la ausencia de un algo precioso que está siendo arrebatado.
Los estremecimientos de su cuerpo se sienten, de hecho, casi catárticos, elegidos. Es el enojo lo que le da fuerzas para sobrellevarlos, la rabia que lleva sintiendo desde hace años y que comenzó a brotar como el agua de una presa rota cuando comprendió que otra vez iba a tener que ser el Memo de siempre, el que no hablaba porque nadie sabía cómo hablar con él, ni sus padres, y nadie tenía interés en conocer.
Memo había ido a una fiesta por segunda vez, porque había querido y no había estado rodeado de extraños como en la primera, sino de sus amigos y gente conocida y sí, había terminado en desastre y había vomitado frente a todos apenas subirse al coche, pero fue el día en que al fin le cayó el veinte: eso era su vida, estaba pasando de verdad y -estar- ya no se sentía como estar sentado en la oscuridad, aguardando a que pasara algo o terminara su turno, como mirar la humedad del techo todas las noches sin contarle ni pedirle a nadie que se hiciera algo al respecto porque a final de cuentas qué más daba, la humedad lo invadiría todo, absolutamente todo, pero de momento apenas era una mancha chiquita y él sólo podía mirarla, inmóvil, mudo.
Sabe que toda su vida ha sentido el hueco que ahora aúlla desde su estómago acalambrado, sabe que intentó ignorarlo, cubrirlo con una rabia incomprensible, con docenas y docenas de cassettes, con la telenovela de las nueve al lado de Pascual. Sabe que no tenía una forma definida, que esa falta de cualidad lo volvía soportable.
Después de su semestre incompleto en la "Héroes de la Revolución", tiene la certeza de que si se abriera en canal para mirar el hueco, podría confirmar sus contornos exactos, recorrer con dedos pálidos la herida sangrante de la ausencia de sus amigos.
San Diego lo dejó con la fecha exacta de escisión; al final del año escolar, Memo tendría que arrancarse de cuajo la astucia de Tenoch, la vulnerabilidad de Alex, la complicidad de Dani, la voz de Marifer cantando Caifanes junto a él, ambos cepillo en mano, la confianza de los cuatro, la ligereza de ser él mismo que le habían regalado sin saberlo.
Pascual le dijo que les quedaba un montón de tiempo y tal vez era verdad, pero la idea de que esta vida se fuera desangrando día con día dentro de él era demasiado. No lograba ver un después en aquel futuro nuevamente decidido por sus padres, aquella repetición del orden de las cosas sólo podía significar regresar a ser un niño congelado de rabia y tristeza, un año tras otro sin diferenciarse del anterior o el siguiente, completamente solo en medio del estruendo que no deseaba ni comprendía.
Podría haberse resignado, podría haber aguantado y explotado mucho tiempo después, ya lejos de sus padres, sin tener que herirlos. Podría haberse despedido de frente, en forma y tiempo. Podría haberles dado aquellos regalos de despedida de cualquier modo, haberlos mirado a los ojos y sonreírles, no tendría que estarlos lastimando con la inevitable perplejidad confusa que sentirán al enterarse.
Podría haber hecho muchas cosas de modo distinto y lo sabe. Así como también sabe que no podía. Que no habría manera de que nadie comprendiera el dolor paralizante, la soledad interminable, la oscuridad que lo envolvía todo y hacía imposible pensar, imaginar, sentir otra salida.
Es la primera y única vez que Memo se permitirá ser egoísta, hacer las cosas a su manera. Y es, probablemente, la manera equivocada; en su defensa, será la última vez que se equivoque.
Las lágrimas le empapan el rostro y agradece que la humedad fría que le provocan sea ya la única sensación que su cuerpo registra. Se está quedando dormido y el estómago ha dejado de dolerle, pero Memo no deja de abrazarse a aquel punto, el medio de su cuerpo, el vórtice desde el cual imagina que se origina todo lo que está mal con él, todo el moho que se le acumuló y lo pudrió por dentro y que se irá de este mundo con él.
Memo se aferra con un abrazo agonizante a su estómago porque a pesar de todo quiere preservar en su interior la calidez exacta de sus amigos. Sus pensamientos se sienten algodonosos, casi intangibles, una angustia terrible se apodera de él cuando se percata de que está perdiendo la lucha por retenerlos.
Es casi gracioso cuando en su desesperación por asirse a aquello que está abandonando antes de tiempo para que su ausencia no lo mate de una manera brutal y despiadada más adelante, lo que se le viene a la mente es una canción, aquella que se la pasaba escuchando en loop porque la letra le resonaba hasta en los huesos y que cobró un sentido diametralmente opuesto después de compartirla con alguien más aquel día a la salida de la escuela.
En algún lugar de un gran país, olvidaron construir,
un hogar donde no queme el sol y al nacer no haya que morir
Con la música le desbordan en tropel las imágenes, tan vívidas que parecen estar pasando de nuevo.
Y en las sombras mueren genios sin saber de su magia,
concedida, sin pedirlo, mucho tiempo antes de nacer
(el recuerdo de las mariposas que sintió cuando vio salir a Marifer, inalcanzablemente bonita, de la casa de Daniela el día de la fiesta,)
No hay camino que llegue hasta aquí y luego pretenda salir;
con el fuego del atardecer arde la yerba
(el abrazo de Tenoch sólido y emocionado cual niño pequeño cuando le entregó el examen imposible, el "eres una estrella, Memo", que lo llenó de un orgullo hasta ese momento desconocido,)
En algún lugar de un gran país, olvidaron construir
(se pregunta si Marifer habría sido capaz de aprendérsela en la guitarra)
un hogar donde no queme el sol y al nacer no haya que morir
(si después le hubiera enseñado a él cómo tocarla)
Un silbido cruza el pueblo y se ve un jinete
que se marcha con el viento,
mientras grita que no va a volver
(la enorme confianza implícita que Daniela le tuvo al contarle su único secreto y lo agradecido que estaba con ella por haberlo convencido de votar por ir todos a la fiesta, sus miradas de complicidad que le dieron valor para atreverse a vivir algo nuevo,)
y la tierra aquí es de otro color
(el "nunca antes le había contado esto a nadie" de Alex que le provocó una euforia apacible porque se dio cuenta de que había hecho su primer amigo de verdad,)
el polvo no te deja ver;
los hombres ya no saben si lo son, pero lo quieren creer.
las madres que ya no saben llorar ven a sus hijos partir
No le duele tanto irse como lo que le duele dejarlos. No poder comprobar con sus ojos la emoción de Ténoch al ver la computadora en medio de su casa, no poder seguirlo ayudando con el negocio ni escucharlo sincerarse. No tener manera de saber si Diego hará lo correcto, si Daniela será más feliz siendo su novia o no, si encontrará algo más importante para ella. No volver a platicar con Alex de cosas que les eran difíciles a ambos de hablar con otros, no saber si el miedo lo seguirá agazapando, impidiéndole ir tras lo que quiere. No tener nunca la oportunidad de escuchar a Marifer tocando la guitarra, de saber si las canciones contra la oscuridad le servirán a ella, si la alejarán de aquello que a él lo terminó por alcanzar; de descubrir qué querían ser el uno para el otro, si se habrían podido remendar las heridas, hacerse más fuertes juntos.
la tristeza aquí no tiene lugar
Memo no sabe rezar, nunca en su vida lo ha hecho y sin embargo, al borde del final, le pide a quien sea que escuche, que los mantenga a salvo, que le permitan de algún modo, cuidarlos. Ser testigo, aunque no partícipe, del porvenir de todos ellos. Porque, aunque no se arrepiente de irse, sí que lo lastima no poder verlos una vez más.
Quema tantísimo que lo deja helado, lo inunda: no tener el privilegio de poder compartir con ellos el futuro, no haber tenido ni tiempo de saber si las ganas, el gusto de vivir que los cuatro le despertaron brevemente, si aquella precaria flama podría haberse vuelto un incendio tan imparable como la oscuridad, capaz de derrotarla, de volver todo cenizas, un suelo fértil para rehacerse a sí mismo.
cuando lo triste es vivir
Es tarde. La oscuridad lo abraza, consolándolo y condenándolo, lo reclama susurrando que no hay vuelta atrás.
Aún así, la esperanza se alza como una estrella diminuta, brillante, y su corazón - apenas ya parpadeante, agonizando de anhelo- es incapaz de evitarlo: se pregunta si al menos le habrá dado tiempo de dejar algo de sí, - algo bueno, algo de lo poco que valía la pena de ser él- dentro de ellos. Alguna minúscula marca que sirva de testigo de su paso por sus vidas, que lo redima y le atribuya una cualidad que en otro mundo, en otro tiempo y circunstancias, haya sido suficiente para transformarlo en un Memo valiente, fuerte y deslumbrante como ellos, digno de quedarse a su lado.
Digno de ser extrañado.
