Himawari estaba harta. Hasta al tope de tener que ocultar lo que sentía, de tener que esperar a que, algún día, Sakurako, la chica de la que estaba enamorada, hiciera algo tan importante como dar el primer paso, que se le confesara.

Se hallaba en un parquecito que estaba de camino al instituto, durante la tarde de un día domingo. El lugar está vacío, a excepción de ella. Realmente, le daba igual que no hubiera nadie cerca. No es como si tuviera ganas de encontrarse con alguien conocido. O quien sabe, tampoco estaba muy segura de que era exactamente lo que quería. No pensaba con la cabeza muy fría en esos instantes.

Desde que saliera de su hogar, a eso de las diez de la mañana, Himawari no había hecho más que caminar por los alrededores, reposar en uno que otro banquito que consiguiera por ahí y beber dos sodas de una máquina expendedora cercana. Además, en todo lo que iba de día, no había probado bocado alguno.

Como su madre solía levantarse algo tarde los domingos, ella era la que se encargaba de preparar el desayuno para todas. Cuando se hubo asegurado de que Kaede comiera, y de que el desayuno de la señora Furutani estuviera en la mesa, Himawari, que estaba molesta desde la noche anterior, y aún seguía igual, tomó su bolso —en donde siempre suele llevar una cierta cantidad de dinero, en caso de presentarse alguna eventualidad— y salió a la calle, sin haber tocado su comida.

Su estómago emitió un gruñido cuando iba por su segunda soda, pero no le hizo el más mínimo caso. Su sangre aún estaba al borde de la ebullición, la rabia todavía fluía por su sistema, con la suficiente fuerza como para estar pensando en que tenía que buscar algo para comer o su cuerpo lo lamentaría más tarde. Se levantó del banco y, tras dejar caer la lata vacía en su correspondiente contenedor, empezó a caminar en dirección a los columpios.

Se columpió un rato, pensando que podría distraerse de esa forma, pero no lo consiguió. Se bajó del juego y fue dar una vuelta cerca del arenal. Mientras pateaba la arena, un bufido abandonó sus labios. Se encontraba de mal humor y, aprovechando que no había nadie que la viera —o eso creía—, daba una que otra patadita a la pálida arena de ese lugar en donde solían jugar niños de la edad de su hermana menor.

Seguía desquitando su frustración con la inocente arena, sin levantar mucho polvo, y sin aplicar mucha fuerza, cuando escuchó una conocida voz a sus espaldas.

—¡Vaya, pero si es Furutani-san! —exclamó la persona, que resultó ser Kyouko.

Al girarse para mirar a su senpai, Himawari notó que, por la vestimenta de la rubia —botas altas, los coloridos shorts, la bonita blusa y su pequeño bolso—, era probable que fuera a una cita importante. Irradiaba esa despreocupación que tanto la caracterizaba.

—Toshinou-senpai, buenas tardes —saludó Himawari, haciendo una educada reverencia y dejando ver su mejor sonrisa.

Pensó que había hecho un buen trabajo ocultando la molestia que la invadía, pero no era el caso. Supo que Kyouko se había dado cuenta de su estado de ánimo porque se le quedó mirando con curiosidad.

—¿Pasa algo? —preguntó la rubia, con una ceja levantada—. Es que, no sé, te ves agitada. Y, bueno, antes pude ver que maltratabas mucho a la pobre arena-chan, —rio mientras hablaba—. Menos mal que no hay una sociedad protectora de arenas, porque, de ser así, ya estarías en serios problemas —finalizó Kyouko y luego se rio, con ganas, de su propio chiste.

Pese al extraño comentario —cosa que no se le hacía rara, pues era de Kyouko de quien provenían esas palabras—, Himawari pensó que estaba en lo cierto. Aunque creyera que no hacía más que patear esa arena, lo cierto era que, en lugar de buscar una solución a su problema, se estaba desquitando con algo que no lo merecía.

Mientras esperaba a que la rubia recuperara el aliento, a Himawari se le ocurrió una idea que, en circunstancias normales, no habría tomado en cuenta. Sin embargo, debido a lo mal que se sentía, la ocurrencia se le antojó como aquello que más necesitaba. De hecho, en ese momento, hasta parecía ser la mejor idea que se le hubiese ocurrido en mucho tiempo.

Fue entonces que, bajo el caliente sol de mediodía, durante ese tranquilo domingo, Kyouko, su senpai, una de las chicas con la cual no había cruzado demasiadas palabras —y mucho menos de índole muy personal—, se convertiría en la primera persona a la cual consideraría contarle cosas importantes. Con la interacción que tendrían más adelante, interacción en la que Himawari se abriría, dejando escapar todo aquello que la traía de mal humor en un domingo tan bonito como ese, el destino de la mayor de las Furutani tendría un importante cambio.

—Toshinou-senpai —comenzó Himawari, sintiendo, por unos breves segundos, que, tal vez, fuera una mala idea decirle a la rubia algo de lo que estaba ocurriendo. Pero la duda se fue tan pronto como había llegado—, ¿puedo hablar con usted?

La rubia pareció sorprenderse ante la pregunta, arqueó ambas cejas de forma graciosa y ladeó la cabeza. Nunca se hubiera esperado que Himawari, con la que no había tenido un trato tan cercano, quisiera tener una seria conversación con ella. Porque era eso lo que sería, ¿no? Después de todo, la seria expresión de su kohai le decía que, de tener que conversar con ella, podrían tratar temas de peso.

La sorpresa se esfumó del rostro de Kyouko cuando tomó una decisión. Sonrió con amabilidad, enseñando todos los dientes, y asintió, enérgica.

—¡Claro! —respondió Kyouko, guiñándole un ojo—. ¿Por qué no?

En ese momento, el estómago de Himawari rugió, con entusiasmo, provocando que su dueña enrojeciera, presa de la vergüenza. Por su parte, Kyouko sólo rio ante lo graciosa de la situación.

—Disculpe por eso, Toshinou-senpai —dijo, roja como la sangre y deseando que se la tragara la tierra—. No desayuné hoy y, eh, han pasado cosas y, bueno…

—Tranquila, Furutani-san —la tranquilizó Kyouko, sacudiendo una mano para quitarle importancia—. Tampoco he comido, así que no te preocupes por eso. De hecho —le dedica una sonrisa cómplice—, sé a donde tenemos que ir.