| Un Dragón Herido |
Guerras, conflictos, violencia, gloria, honor, deber... eso ha sido la esencia de mi vida. Al final, es lo único que realmente queda en mi memoria. Aun así, a veces me pregunto si es mucho pedir desear un instante de paz. Pero, ¿Cómo podría haberlo sido, si la paz jamás tuvo lugar en mi existencia? Todo siempre se repetía, inmutable, como si el destino estuviera escrito en piedra.
He logrado muchas cosas en lo que, para algunos, sigue siendo una vida joven. Sin embargo, la paz nunca ha sido una de ellas. Tal vez nadie, ni siquiera yo, la desea de verdad. Paz... qué palabra tan bella. Y, sin embargo, no es más que eso: una palabra. En todos los rincones donde miraba, había conflicto: guerras, disputas... incluso las palabras se usaban para herir. Las palabras, en las que se basa mi poder, solo servían para dañar, alterar, corromper. Parecía que todo a mi alrededor conspiraba para alimentar la violencia.
Durante mucho tiempo creí que solo era un guerrero, destinado a morir en combate como tantos otros, buscando la gloria en Sovngarde. Lo pensé... y lo acepté, desde muy joven. Pero entonces llegó mi maestro. Él me enseñó a ver más allá de la furia, a usar mi fuerza con sabiduría, a calmar mi corazón. Me mostró cómo aprovechar el antiguo poder que llevaba en la sangre y, al hacerlo, descubrí que la vida no tenía por qué limitarse a la guerra. Podía haber otro camino, aunque no estuviera tan claro.
Me propuse vivir, no fue tan duradero como me hubiera gustado, pero lo hice. Aprendí de las personas a mi alrededor, hice amistades que nunca imaginé posibles. Y con cada experiencia, sentía que crecía, no solo en fuerza, sino en comprensión. Lentamente, comencé a convertirme en lo que mi maestro siempre había deseado: un ser auténtico, alguien que se diferenciaba de los demás, no por presunción, sino por convicción. A medida que avanzaba, mi maestro me revelaba más conocimientos, más poder. No lo pedía, pero lo aceptaba sin dudar, creyendo que era su forma de reconocer mi progreso. Pero la paz, si es que alguna vez la encontré, no podía durar para siempre.
Todo se desmoronó con una guerra. Una sola guerra, pero no cualquier guerra: una contra aquellos a quienes antes habíamos venerado como dioses, a quienes les debíamos nuestra fuerza.
Recuerdo el momento en que lo vi con claridad. El gran dragón Alduin y los sacerdotes dragones, los mismos que habían forjado la frágil paz entre humanos y dragones, se desviaron del camino que una vez nos enseñaron. La arrogancia los consumió, y ese desvío los llevó hacia el caos. Pronto se convirtieron en tiranos, y los mortales no tardamos en rebelarnos.
Paarthurnax, mi maestro, comenzó a enseñarnos el Thu'mmm, la lengua de los dragones. Los que llevábamos la sangre de dragón lo aprendíamos rápido, pero obtener nuevos Gritos requería algo más oscuro: la muerte de un dragón. Era extraño vivir con esa dualidad, con la sangre y el alma de un dragón, pero con el cuerpo de un mortal.
No éramos un ejército grande, pero éramos fuertes. Hombres y mujeres con corazones valientes, dispuestos a morir en el campo de batalla por una causa mayor. Luché contra aquellos que una vez fueron aliados, contra dragones que conocí en mi infancia. La batalla, que se suponía detendría a Alduin, no era más que un mar de muerte. Cuerpos por todas partes, amigos y enemigos caídos por igual.
Teníamos dos opciones. La primera: encontrar una manera de inmovilizar a Alduin, ya que ninguna de nuestras armas podía herirlo. La segunda: capturarlo. Según mi maestro, no podía ser destruido, pero podíamos encerrarlo. Junto a otros guerreros que dominaban la Voz, creamos un Grito nuevo, hecho de palabras tan oscuras que desgarraban el alma y la sometían. Con este poder, podríamos arrebatarle los cielos. Pero sabíamos que eso no sería suficiente.
La única opción real era utilizar un Pergamino Antiguo. Conocíamos los riesgos, el peligro, pero no teníamos elección. No lo mataríamos, pero lo expulsaríamos de nuestra era, ganando tiempo. Y en ese momento, el tiempo era todo lo que necesitábamos. Las muertes ya eran demasiadas.
La última batalla comenzó. Matar se había vuelto mecánico, aunque dolía más cada vez. Dragones, seres que una vez habíamos venerado como superiores, ahora caían ante nosotros. Pocos de nosotros llegamos al final. Solo esperábamos... esperábamos que Alduin apareciera. Sabíamos que vendría.
Miré mis armas mientras esperaba. Eran un regalo... y una maldición. Frente a mí, yacía el dragón que acababa de herir de muerte. Y, en ese instante, comprendí que la guerra nunca acaba realmente. Ni siquiera cuando termina.
—Hoy... el señorío de Alduin será restaurado, pero me inclino ante tu valentía joven guerrero, aunque tu batalla y tu muerte serán en vano. —Sus palabras sin fuerza, aferrándose a ese último suspiro de vida solo para decir un final incierto, se veía su final, y la razón de su lucha, pero aún derrotado no perdía esa convicción en sus actos, en su batalla. Avance hacia la parte superior de su cabeza y clave con fuerza mi espada, acabando con él, y al pasar unos segundos, sentí como absorbía su alma.
"Eso no lo defines tú". Pensé, pero mis pensamientos fueron interrumpidos al escuchar unos pasos detrás de mí.
—¡Veo que terminaste con otro! ¡Un día glorioso! ¿No?
—Gorma... ¿Solo piensas en nada más que en bañar tu hoja con sangre?— Me acerque a ella, una aliada que me había acompañado desde el inicio de esta guerra. Siempre la veía manchada con sangre, toda su armadura, y la mía en estos momentos no se diferenciaba mucho de la de ella.
—¿Hay algo más? —Solo la mire un momento, y mi mirada se desvió en el bullicio que escuchaba en la lejanía. Mientras envainaba mis espadas.
—El combate va muy mal ahí abajo. Si Alduin no responde a nuestro desafío, me temo que todo lo que planeamos estará perdido.
—¡Oh! ¡Te preocupas demasiado, hermano! La victoria será nuestra.
—Espero que tus palabras tengan razón.
Nos dirigíamos hacia el corazón de la montaña. Una tormenta de nieve, ligera pero constante, azotaba el paisaje, como si la misma naturaleza quisiera borrar nuestros pasos. Apenas quedábamos menos de diez sobrevivientes, todos lo suficientemente capaces como para llevar a cabo el plan. Las miradas de mis compañeros reflejaban una seriedad abrumadora, sus rostros tensos, cargados de nerviosismo y fatiga. Pero había una excepción: la mujer que caminaba a unos pasos de mí. En sus ojos no había miedo, ni incertidumbre. Para ella, morir en batalla sería la mayor de las bendiciones. La paz definitiva.
—Anciano, ¿crees que acepte nuestro llamado? si no los acepta, todo esto habrá sido en vano.
—Vendrá. No podrá hacer caso omiso a nuestro desafío. ¿Y por qué debería temernos, incluso ahora?
—Le hemos hecho sangrar. Cuatro de los suyos han caído tan solo bajo mi arma en este día, y mi hermano acabo con más de diez, está obligado a venir ante nosotros, sino es así, solo demostrara cobardía.
—Pero aún nadie ha podido contra el propio Alduin, mis ataques no le hicieron nada, su carne no parece a ninguna que haya visto anteriormente en un dragón, parecían de piedra.
—¿Piedra? —Gorma me miró muy interesada.
—Sí, escamas de piedra, por algo es el primogénito del Padre Akatosh, que los dioses nos guíen... hoy ha cobrado demasiadas muertes de los nuestros.
—Ellos no conocían el Desgarro de dragones. Cuando lo derribemos, juro que tendré su cabeza hermano, no te preocupes.
—¿Y si no es así?
—Nos veremos en sovngarde. —Suspire con fuerza al saber que realmente esto era en vano.
—No lo comprenden. No pueden matar a Alduin con armas que solo afectan a los mortales, y no pueden tratarlo como si solo fuera un dragón inferior. A todos nos supera. Por eso mismo he traído el Pergamino Antiguo. —En el momento en que el anciano habló, pude ver cómo muchos empezaron a cuestionar su decisión. No hacía falta decir nada para entender lo que eso significaba: la mayoría de nosotros no saldría con vida. El tiempo necesario para activar el pergamino era demasiado, pero no teníamos otra opción. Nos enfrentábamos a lo inevitable. Sabíamos que nuestro sacrificio era el precio que debíamos pagar, aunque la certeza de esa realidad comenzaba a pesar en cada uno de nosotros.
Antes de que pudiéramos intercambiar más palabras, un grito desgarrador resonó sobre nosotros. El cielo, de repente, se tornó de un rojo sangre, y en un parpadeo, algo enorme se deslizó desde las alturas, posándose sobre un fragmento de roca. Nos observaba desde las sombras. Era él... Alduin. Sus escamas, negras como la noche, parecían absorber la luz a su alrededor. Su mirada, profunda y vacía, solo transmitía una cosa: muerte. Su tamaño era colosal, tan vasto que por un momento todo lo demás pareció insignificante.
—¡Ahora! —No dudamos, en el momento que el anciano dio aviso, todos usamos el grito Desgarro de dragones contra él.
—̴͓͕̦̾͑͝¡̴̡̻͙͊̽̚JO̵̟̟͉͆̐͘O̴͚̫̼̔̀̕R̴̞͓͙͌͋̔ Z̴̙̫̙̾̈́̒A̴͙̦̦̒̀͑H̴͕̙̪͐͝ F̵̢͔͛̀̈́RUL!̵̺͉̞̀͆
Siete de nosotros fuimos capaces de lanzarlo, trato de elevarse por los cielos una vez más, y lo logro, pero solo por unos miseros instantes, ya que impacto en el suelo con demasiada fuerza. La fuerza de siete gritos era visible.
—¡¿Qué han hecho?! ¡¿Qué retorcidas palabras han creado?! ¡Tahrodiis Paarthurnax! ¡Clavare mis colmillos en tu cuello! —Nuevamente alzó sus alas, el grito de alguna manera lo había mitigado por su propia voluntad. Sin perder tiempo corrí hacia él y subí a su lomo, los demás solo miraban expectantes como trataba de hacerlo volver al suelo.
—¡Anciano es inútil! ¡Prepara ese pergamino! ¡Ahora! —Uno de ellos habló, y el anciano lo desenfundó, pero solo podía comenzar hasta que Alduin, estuviera en el suelo nuevamente.
El forcejeo en el aire por mantenerme encima de él, era más difícil de lo que me imagine, empeñado a hacerme caer, pero no lo logro, llegue hasta su cuello y use nuevamente el Desgarro de dragones.
—¡JOOR ZAH FRUL! — Comenzamos a caer, aunque se resistió para que su caída no fuera con demasiado impacto, pero en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, me vio con rabia, el miedo llegó a entrar en mí, pero no cedi y lo mire de igual forma.
El caer fue más duro de lo que pensé, ya que yo no quede ileso, y mucho menos Alduin, que aún mantenía su mirada fija en mí.
—Discípulo de Paarthurnax, no cabe duda... esa fuerza, esa voluntad en tu voz desafía incluso a los mejores que alguna vez se sometieron a mi poder... Qué desperdicio. —Su voz resonaba como un trueno, cargada de desdén.
Antes de que pudiera reaccionar, vi cómo su mandíbula se abría, pero fue tan rápido que apenas lo percibí. Un dolor agudo atravesó mi pecho y espalda al sentir sus colmillos perforar mi cuerpo. Sabía que no sobreviviría, pero si iba a entregar mi vida, lo haría luchando hasta el final. Con todas mis fuerzas, me aferré a sus fauces, forzando su mandíbula abierta. No caería sin pelear.
—¡LUN KRII AUS! —La marca de la muerte, puede que no lo llegue a matar, pero lo debilitará el tiempo suficiente. —¡Ahora! —El anciano rápidamente entendió, y comenzó. —¡Hoy moriré, Alduin, pero lo haré vengando a todos los que has destruido! —Grité con toda la furia que me quedaba, mi voz resonando como un trueno en medio de la tormenta. Escucho mis palabras y un rugido salió de él, empeñado a aplastarme, pero de pronto, el entorno callo, no sabía que estaba sucediendo, hasta que escuché las palabras del anciano.
El dolor era insoportable, pero el deseo de vengar a los caídos me mantenía de pie. Sentí cómo mis músculos ardían mientras luchaba contra la presión de sus colmillos, forzando su mandíbula a mantenerse abierta. La sangre corría por mi cuerpo, pero no cedería. Si este era mi final, lo haría luchando con cada fibra de mi ser.
—¡Alto, Alduin sobre las alas! ¡Hermana Halcón, danos tu aliento sagrado para que se oiga este contrato! ¡VETE DEVORADOR DE MUNDOS! ¡Con palabras más antiguas que tus huesos rompemos tu vínculo con esta era, de estas tierras y te expulsamos! —Perdía mi fuerza poco a poco, pero notaba como el entorno se comenzó a fracturar, como si de un cristal se tratase. Yo no daba brazo a torcer y al parecer el tampoco, empeñado a tratar de matarme como su última acción. —¡Estás desterrado! ¡Alduin, te expulsamos con un grito de todos nuestros confines!
De un momento a otro, me sentí tragado por el vacío, como si hubiera sido arrojado a un abismo sin fin. No había dolor, ni alivio. No había nada. Mi cuerpo ya no respondía, mis sentidos se apagaban uno a uno. No escuchaba, no veía, no sentía... solo la certeza de que estaba muriendo.
"¿Lo logramos?", me pregunté en medio de la nada. Realmente creía que sí. Y si este era el fin de la guerra, estaba en paz con ello. Mis hermanos y hermanas, los caídos, me esperaban al otro lado. Pero el silencio eterno que esperaba nunca llegó. Nada sucedía. Estaba completamente absorto, desconectado de todo lo físico, pero, de algún modo, una presión lenta, insidiosa, comenzó a envolver mis pensamientos.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Minutos, horas, días, tal vez años. No importaba. Lo que me inquietaba era esa ausencia de cualquier desenlace. Nada cambiaba. Nada concluía.
"¿Es este mi destino?", me pregunté, mi mente cada vez más atrapada en la incertidumbre. "¿Eternamente en la oscuridad?".
Hasta que, en medio de esa infinita oscuridad, algo apareció. Una tenue luz, diáfana y distante, pero allí estaba. Era dorada, un brillo que rivalizaba con el del propio sol. Sentí una atracción inexplicable hacia ella, un deseo de acercarme, aunque no sabía cómo. No tenía cuerpo, no tenía fuerza.
Pero no fue necesario. La luz comenzó a moverse hacia mí, lenta pero implacable, atravesando el vacío que me rodeaba. Su resplandor creció con cada instante, hasta que finalmente me envolvió por completo. En ese momento, ya no había oscuridad. Solo esa luz dorada, pura y cegadora, que me inundaba con su calor. ¿Era este el fin, o un nuevo comienzo? No lo sabía, pero por primera vez en mucho tiempo, no importaba.
—Levántate, hijo mío. —Una voz resonó con una fuerza imponente, como un trueno que sacude la tierra. —Tu batalla apenas ha comenzado.
Lentamente recobro la conciencia de mi entorno. Escucho mi respiración, el latido de mi corazón, y tras un tiempo que se siente interminable, comienzo a recuperarme, aunque sea solo un poco. Pero cuando intento moverme, ni siquiera soy capaz de lograrlo. Algo repentino hace que mis párpados se abran de golpe: el dolor. La espalda, el abdomen, el pecho, todo mi cuerpo arde, forzándome a despertar por completo.
Al abrir los ojos, me encuentro frente a una hermosa playa. La noche está a punto de devorar el cielo, mientras la marea se mantiene tranquila y serena. No es el sol el que ilumina este paisaje, sino la luna, alta y majestuosa. A medida que pasan los minutos, empiezo a notar la gravedad de mis heridas. No hay buenas noticias. Mi estado es deplorable, estoy agonizando. Lo único que consigo mover con gran dificultad es mi brazo derecho. Con torpeza, lo llevo hacia mi abdomen, intentando evaluar la gravedad de la herida. Lo que encuentro es peor de lo que imaginaba.
Para mi horror, siento un gran agujero en la parte media de mi cuerpo, a pesar de que aún tengo puesta la armadura. Intento medir la profundidad, pero la perforación es total. La sangre comienza a fluir, y lo único que la detiene es mi mano presionando la herida, aunque sé que es inútil.
El tiempo pasa. La noche ya ha comenzado y solo puedo ver el reflejo de la luna sobre el mar. Las olas siguen siendo tranquilas, pero mi respiración se acelera. El dolor se intensifica más de lo que podría haber previsto. Cada vez que lleno mis pulmones de aire, un sufrimiento insoportable recorre mis huesos.
El dolor en los brazos y las piernas también es intenso, aunque sé que no están rotos. Sin embargo, la gravedad de las fracturas es mayor de lo que pensaba. Mis costillas, o al menos la mitad de ellas, están destrozadas. Identificar mis heridas no es complicado, el problema es que son demasiadas.
Respirar se vuelve cada vez más agotador. En pocas palabras, estoy muriendo. Me muevo un poco, intentando acomodarme, pero solo consigo apoyar la cabeza en una posición más cómoda. Ya no tengo fuerzas. Mi cuerpo comienza a rendirse, a dejar de responderme. De la nada, mis pensamientos se llenan de preguntas sobre mis elecciones y acciones en los últimos momentos de mi vida. Es curioso cómo el cerebro decide reflexionar justo en este tipo de situaciones, como si me estuviera castigando.
"Mi vida estuvo llena de dolor, sufrimiento y tristeza. Las pocas veces que fui feliz fueron demasiado breves para mí", pienso. "Pero eso era normal en las tierras donde nací y crecí. La felicidad y la alegría eran raras, casi inexistentes".
El dolor parece disiparse poco a poco, lo cual sé que es una mala señal. Trato de distraerme de lo evidente y simplemente me concentro en el paisaje que me rodea. ¿Cómo llegué aquí después de la batalla? Nada tiene sentido. No recuerdo cómo terminé en este lugar, pero, para ser sincero, no me importa. Solo quiero que todo acabe.
Aun así, por instinto, concentro los pocos sentidos que aún me responden. Es una costumbre en momentos de incertidumbre, aunque todo se siente extrañamente calmado. Escucho el murmullo de las olas, el susurro del viento y siento la arena bajo mis manos, más suave de lo que recordaba. El olor a mar salado se mezcla con el de los árboles y las flores cercanas. Mi olfato distingue aromas que nunca antes había percibido, pero no tiene importancia ahora.
Mi vista, limitada por el cansancio, apenas me permite alzar la mirada hacia el cielo estrellado. Es la primera vez que lo veo tan claro, tan magnífico. Y, por supuesto, lo que más me deslumbra es la luna. Siempre presente, siempre vigilante, incluso en mis momentos más oscuros.
—¿Quién diría que moriría bajo la luz de la luna? —Me digo con una sonrisa amarga. —Es casi una broma de mal gusto. De todas las formas en que imaginé mi muerte, siendo asesinado o de alguna otra forma violenta, nunca pensé que sería así... tan tranquilo. Y, sin embargo, no hubiera pedido algo mejor.
Cierro los ojos y siento cómo mi cuerpo intenta sanar por sí mismo, pero no lo permito. No quiero curarme. No es por cobardía, pero hasta yo se cuando parar, y cuando no, y ahora, es momento de parar, ya peleé, ya viví, es momento de partir. Sé que ha llegado mi hora. Un recuerdo me invade: algo que le dije una vez a alguien que temía la muerte.
Cada quien tiene el derecho de elegir cómo morir. Esa es, quizás, la única elección verdadera que tenemos en la vida.
"Cada quien tiene el derecho de elegir cómo morir", repito en mi mente.
—Qué tontería... —susurro, antes de que un violento acceso de tos me interrumpa. La sangre brota de mi boca. Apenas puedo hablar.
No quiero seguir sufriendo. Si espero a morir por desangramiento, será más lento de lo que puedo soportar. Solo me queda una opción: terminar esto por mi cuenta, aunque la idea me resulte desagradable. Sé que todos los que me conocieron estarían en contra. Mi madre, en particular, trataría de detenerme, entre lágrimas. Pero lo que estoy a punto de hacer es, en realidad, lo más compasivo que puedo hacer por mí mismo.
Con esfuerzo, levanto mi brazo izquierdo, el único que aún me responde, y proyecto una de las dos armas que me han acompañado toda mi vida. Una espada corta, negra, con una cadena que se enrolla en mi brazo. Estas armas son la encarnación de una parte de mi alma, extraídas de su estado etéreo a una forma física. Quitarlas de su estado natural es un proceso irreversible. Que en sí mismo, es un acto aborrecible.
Lentamente colocó la hoja de mi espada en mi cuello. Debo ser rápido, antes de que me queden sin fuerzas para mantenerme consciente y mi cuerpo intente comenzar su proceso de curación. Miro por última vez la luna y el paisaje frente a mí. Cierro los ojos, y de manera inesperada, las imágenes de mi vida comienzan a desfilar ante mí, tal como dicen que ocurre al morir. Pero es diferente de lo que me contaron, no es un repaso de todo, sino solo de los breves momentos que me dieron algo de paz y consuelo. Se sienten como alucinaciones, fragmentos de un pasado que casi olvidé.
Me detengo un instante, justo antes de hacer el corte.
¿Son pasos lo que escucho? Pongo más atención. Sí, definitivamente son pasos, pero no de un animal o de algún ser errático. Son firmes, decididos, y vienen en mi dirección. Hay alguien cerca. Inhalo profundamente, preparándome para lo peor. Si es un enemigo, si pretende capturarme, eso sería lo más miserable. En mi estado actual, no puedo defenderme.
"Terminaré rápido", me repito mentalmente. La hoja empieza a rozar mi cuello. Con un último esfuerzo, trato de hacer el corte decisivo, pero algo inesperado ocurre: no puedo mover mi mano. Por un segundo, pienso que la falta de fuerza me ha dejado completamente inútil, incapaz de siquiera controlar mi propio brazo. Intento de nuevo, pero el resultado es el mismo.
Algo me está deteniendo.
Abro los ojos lentamente, y para mi sorpresa, hay una mano sujetando la mía. Giro la cabeza con esfuerzo y veo a una joven inclinada sobre mí, su rostro una mezcla de sorpresa y... ¿lástima?
—¡No lo hagas!
Casi gritando, me dice que no lo haga. Confundido, la miró fijamente, pero mis ojos comienzan a cerrarse poco a poco. Mi respiración se vuelve errática, casi hiperventilo, al borde de desvanecerme. La conciencia se me escapa de nuevo, como si el destino me jugara una broma cruel. Todo a mi alrededor se difumina, volviéndose ecos distantes. Entre esos ecos, escucho su voz por última vez.
—¿Qué es lo que te llevó a terminar de esta manera?
Una pregunta simple, pero tan difícil de responder. Es lo último que reflexiono antes de perderme por completo en mi propio abismo.
