- . Todos los caminos llevan a casa: Parte 1 -

Summary completo:

En medio de una guerra interminable que cambió al mundo con la aparición de los quirks, Ochako Uraraka, una chica sencilla de campo, ha crecido en la tranquilidad de una isla aislada del caos de los combates. Mientras el conflicto sigue devorando a las ciudades y separando familias, Uraraka enfrenta una decisión crucial en su vida adulta: casarse con un completo extraño que, a pesar de todo, emana una familiaridad y amabilidad que la intriga. En un mundo donde la batalla lo consume todo, ¿podrá encontrar la felicidad en un futuro incierto?

Historia con temas ligeros de IzuxOcha/ BakuxOcha

Basada en la película: En este rincón del mundo


Por mi don, todos dicen que me la paso en las nubes... —meditaba Uraraka mientras caminaba por el campo, sus pensamientos flotando como las nubes blancas en el cielo azul.

Durante la gran guerra que surgió con la aparición de los quirks, los quirkless y aquellos con quirks débiles que no servían para la batalla se vieron obligados a vivir en islas aisladas de los brutales combates. Esos lugares eran tranquilos, llenos de campos verdes y zonas pesqueras, alejados del estruendo y caos de las ciudades donde los héroes y villanos se enfrentaban en una lucha sin fin.

Cuando Uraraka tenía solo cuatro años, la vida era simple, sus días llenos de pequeños sueños y juegos. Una tarde, su madre la envió al mercado a comprar algunos ingredientes para la cena. La pequeña Ochako, siempre curiosa y un poco distraída, se perdió entre los callejones estrechos de la ciudad, su pequeño corazón latiendo rápido por el nerviosismo.

—¿Dónde estoy...? —se preguntó a sí misma, con los ojos grandes y llenos de confusión mientras miraba a su alrededor. Las casas parecían todas iguales, y la gente iba y venía sin prestarle mucha atención.

Justo cuando estaba a punto de llorar, un hombre muy grande se acercó a ella.

—¿Estás perdida, pequeña?

Uraraka asintió, secándose las lágrimas con la manga de su suéter.

—Aquí, toma esto —dijo el hombre ofreciéndole un monocular—. Úsalo para buscar el camino de vuelta a casa.

Ochako miró a través del monocular, y aunque no entendía exactamente cómo le ayudaría, se sintió un poco mejor. Pero mientras miraba, no se dio cuenta de un gran cesto de mimbre que estaba en el suelo. Tropezó y cayó dentro, rodando.

Antes de que pudiera gritar pidiendo ayuda, sintió que el cesto se levantaba del suelo y comenzó a moverse. La niña, asustada, se asomó por el borde del cesto y vio que estaba siendo cargada por un gigante. Era Gigantomachia, un hombre enorme y aterrador que la llevaba sobre su espalda como si fuera una simple mochila.

—¡Ay no! —exclamó Ochako en voz baja, sus pequeños ojos bien abiertos por el miedo.

Dentro del cesto, junto a ella, estaba un niño, con el cabello desordenado y unos grandes y bonitos ojos verdes muy brillantes. Parecía tranquilo, aunque un poco nervioso.

—¿Quién eres? —le susurró Ochako.

—Izuku —respondió el niño—. Creo que este hombre nos está secuestrando.

—¡Eso está muy mal! —susurró Ochako, con un tono de desaprobación—. Tengo que regresar a casa antes del atardecer para alimentar a las gallinas.

—Yo también... —dijo Izuku, su voz teñida de preocupación—. Mi mamá me está esperando.

Gigantomachia, escuchando a los niños, comenzó a murmurar para sí mismo:

—Yo también, yo también... —repetía como un eco—. Yo también tengo que volver a casa antes de que caiga la noche, o el maestro se enojará.

Ochako, siempre ingeniosa, tuvo una idea. Sacó el monocular que el hombre le había dado y, con un pedazo de tela negra que encontró en el cesto, improvisó un filtro.

—Oiga, señor grandulón —llamó al gigante—, ¿qué es esa cosa de allá? —le preguntó, entregándole el monocular con el filtro negro—. Échele un vistazo.

Gigantomachia, curioso, aceptó y miró a través del monocular. La tela negra le hizo pensar que ya había caído la noche. Y, con la mente sencilla y cansada de un gigante, cerró los ojos lentamente y se quedó completamente dormido.

Ya afuera del cesto, ambos niños contemplaron a su secuestrador con asombro.

—Es una pena que se pierda la cena —murmuró Izuku, sintiendose mal por el gigante. Sacó unos chocolates de su bolsillo y los colocó suavemente en la mano del gigante dormido—. Le dejaré esto.

Izuku se sonrojó ligeramente al intentar mirar en la dirección a la niña.

—O-ochako Uraraka, muchas gracias —dijo, antes de salir corriendo.

—¡Oye, dime cómo sabes mi nombre! —preguntó Ochako, aunque rápidamente recordó que su nombre y dirección estaban escritos en sus calcetines. Su madre siempre lo hacía por si se perdía, ya que solo tenía cuatro años.

Mientras Izuku corría por el camino y se perdía de su vista, Uraraka se quedó pensando.

—Creo que estaba muy distraída... —se dijo a sí misma—. Tal vez estaba soñando despierta de nuevo y no me di cuenta...

Bajo el cielo nocturno, con las estrellas brillando, Uraraka sintió que ese día había sido más que una simple aventura. Había sido el comienzo de algo más grande.

Volvió a casa, con el corazón lleno de historias y la promesa de que, aunque a veces se perdiera en las nubes, siempre encontraría su camino de vuelta.


Dos años pasaron, y la guerra mundial de dones seguía en alguna parte.

—Trajimos sandía, abuela —anunció Uraraka con una sonrisa amplia, sosteniendo una caja con la fruta fresca que había traído desde la ciudad. Había viajado con su padre a una isla cercana para visitar a su abuela, un lugar lleno de paz y recuerdos felices.

—Eres tan linda —respondió la abuela con ternura, y después ayudó a Ochako a ponerse un hermoso kimono que ella misma había tejido. Cada año, la abuela tejía un kimono nuevo para Ochako y su hermana Nejire, un acto de amor que unía a la familia en tradiciones antiguas.

Después de ponerse el kimono, Ochako se miró en el espejo con orgullo. El kimono tenía colores vivos que resaltaban su rostro radiante y su cabello oscuro. La abuela la observaba con ojos llenos de cariño.

—Hoy visitaremos el cementerio de la familia —dijo su abuela con una voz suave—. Es una tradición importante, para recordar a nuestros antepasados y mostrarles respeto.

Ochako asintió con seriedad. Sabía que visitar el cementerio era algo solemne, pero también era una oportunidad para honrar a aquellos que habían venido antes que ellos.

Más tarde, mientras descansaban en la sala, Ochako y su hermana se quedaron dormidas. Desde su sueño ligero, Ochako alcanzó a escuchar a su padre hablando con la abuela en voz baja en la habitación contigua.

—Vivimos una época muy complicada —decía su padre, su voz cargada de preocupación y cansancio.

Ochako no entendía completamente a qué se refería su padre, pero sabía que su familia había pasado por muchos altibajos. Aunque no comprendía del todo los desafíos de los adultos, sabía que siempre habían salido adelante, juntos.

—Al final, no esta tan mal ser sólo una niña aquí —reflexionó Ochako mientras cerraba los ojos, dejando que la cálida brisa de verano la arrullara. Había tantas cosas que la distraían y la hacían feliz: jugar con su hermana, ayudar a su abuela en el jardín, explorar la isla... la vida, a su manera, era hermosa.

Un día, después de un almuerzo refrescante de sandía, Uraraka estaba afuera en el jardín, saboreando el dulce sabor de la fruta mientras disfrutaba del canto de los pájaros. De repente, notó a una niña rubia, vestida con harapos, que bajaba la colina y se acercaba sigilosamente al jardín. Con timidez, la niña empezó a comer las sobras de las cáscaras de sandía que habían dejado en un pequeño contenedor.

—¿Quieres que vaya y te traiga un poco más de sandía? —le preguntó Uraraka con amabilidad, inclinándose hacia ella.

La niña levantó la cabeza, sorprendida, pero luego asintió lentamente, sin dejar de masticar las cáscaras.

Uraraka corrió de vuelta a la casa, su corazón latiendo rápido. —¡Abuelita! —llamó con entusiasmo mientras entraba en la sala—. Hay una niña afuera y está comiendo las cáscaras de sandía. ¿Puedo darle más sandía?

Su abuela, siempre calmada y comprensiva, sonrió suavemente. —Por supuesto, querida. Pero déjala comer tranquila.

Ochako asintió y salió corriendo con un plato lleno de sandía fresca. Pero cuando regresó al jardín, la niña ya no estaba. Uraraka se sintió un poco decepcionada, pero también curiosa.

—No te angusties —le dijo su abuela más tarde, acariciándole suavemente la cabeza—. A veces, las personas necesitan su tiempo para confiar.

—Está bien —aceptó Ochako, aunque un poco preocupada—. Y abuela, ¿ella también se pondrá mi kimono? —preguntó con inocencia.

La abuela se rió suavemente, su risa tan cálida como el sol de la tarde. —Ay, mi niña, qué dulce eres. Quizás algún día, si ella lo desea, podrá compartirlo contigo.

Ochako sonrió ante la idea. Imaginaba a la niña rubia con el kimono de colores brillantes, compartiendo historias bajo el árbol de cerezo del jardín. Sabía que, aunque no entendía todo sobre el mundo de los adultos o los problemas que su familia enfrentaba, había algo que sí comprendía claramente: la importancia de la bondad y el deseo de ayudar a otros, sin importar de dónde vinieran.

Con el sol empezando a ponerse en el horizonte, llenando el cielo con tonos dorados y rosados, Ochako miró hacia la colina donde había visto a la niña por última vez. En su corazón, esperaba volver a verla y ofrecerle no solo sandía, sino también su amistad.

La abuela, viendo la expresión esperanzada de Ochako, le sonrió con ternura. Sabía que su nieta tenía un corazón grande, lleno de amor y compasión, y estaba orgullosa de ver cómo crecía cada día, aprendiendo a apreciar las pequeñas cosas que hacían la vida realmente hermosa.


Era un día caluroso de verano cuando Ochako Uraraka, con apenas diez años, se encontraba en su salón de clases. La guerra continuaba en algún lugar distante, pero su pequeña isla estaba tranquila. Las ventanas del aula estaban abiertas, dejando entrar una brisa ligera que movía suavemente las cortinas.

—Hoy, dibujen lo que quieran —anunció el profesor con una sonrisa amable—. Y cuando terminen, podrán irse a casa.

—¡Sí! —gritaron todos los niños emocionados, como si les hubieran dado el mejor regalo del mundo. Rápidamente, sacaron sus papeles y lápices de colores, llenando la sala con risas y murmuraciones entusiastas.

Ochako se sumergió en su dibujo, trazando líneas suaves que poco a poco se convirtieron en una escena de su casa y el jardín lleno de flores. Una de sus amigas se inclinó sobre su hombro para mirar.

—Quisiera dibujar tan bien como tú, Ochako—le dijo con una sonrisa admirada.

Ochako sonrió tímidamente, pero se sintió orgullosa de su trabajo. Cuando terminó, se despidió de sus amigos y se fue a casa, llena de energía. Pero al llegar la tarde, cuando el sol ya se estaba poniendo y los cielos se teñían de tonos anaranjados y rosados, decidió que quería salir de nuevo.

—¡Iré a recoger algunas bellotas de pino! —le dijo a su madre antes de salir—. Están cerca del mar.

—Ten cuidado —respondió su madre, sonriendo y viéndola partir con una canasta en la mano.

Ochako caminó por el sendero que llevaba al mar, recogiendo bellotas que caían de los altos pinos. Las hojas crujían bajo sus pies mientras caminaba, y los sonidos del bosque la envolvían en una melodía tranquila. Pero al acercarse al mar, se detuvo al ver una figura familiar.

Katsuki Bakugo, uno de sus compañeros de clase, estaba allí. Estaba de pie, observando el mar, con su expresión habitual de concentración. Ochako sintió que su corazón latía un poco más rápido y un rubor le coloreó las mejillas. Sabía que Katsuki era conocido por su mal genio y no estaba segura de si debía hablarle.

Después de unos segundos de vacilación, decidió acercarse.

—Hola, Kacchan —saludó Uraraka con una voz suave—. No podrás irte a casa hasta que termines tu dibujo, ¿verdad?

Katsuki no giró la cabeza para mirarla, pero respondió con tranquilidad:

—No quiero. —Su voz era firme, pero no agresiva—. Mis padres están ebrios. Pasan bebiendo en lugar de trabajar. Además, odio el océano. No dibujaré.

Hubo un momento de silencio antes de que Katsuki hablara de nuevo.

—Ochako, dame tu mano.

Aunque estaba un poco nerviosa, Uraraka estiró la mano hacia él. Katsuki le puso un lápiz en la palma.

—Toma —dijo, volviendo su mirada al mar.

—No puedo, Kacchan...

—Son de mi hermano. Tengo más en casa —respondió Katsuki, interrumpiéndola—. Y ya vi muchos conejos hoy. Me recuerda cuando se hundió el barco. Fue un día terrible.

Ochako se quedó en silencio, observando cómo el viento agitaba su cabello rubio. A su manera, Katsuki estaba compartiendo algo profundo. Ella no sabía mucho sobre el incidente del barco, solo lo que había escuchado de los adultos, pero entendía que había sido doloroso para él.

—Dibuja este océano aburrido si quieres —continuó Katsuki, con la mirada fija en el agua—. A mí ya no me interesa.

Uraraka se sentó a su lado, usando su set de acuarelas y comenzando a pintar. A medida que los colores comenzaban a mezclarse en el papel, capturando las suaves olas del mar y los reflejos del sol poniente, sentía que cada pincelada era una forma de conectar con el silencio de Katsuki.

Después de un rato, finalmente se atrevió a preguntar:

—Kacchan, ¿qué quisiste decir hace un rato?

Katsuki suspiró, sin apartar la vista del agua.

—Las olas blancas... parecen conejos saltando.

Ochako sonrió ante la imagen. Ahora que lo mencionaba, podía verlo. Las pequeñas crestas de las olas se levantaban y caían como si fueran conejitos saltando a lo largo de la superficie del agua.

—Tienes razón —reconoció Uraraka con una risa suave.

Ella continuó trabajando en su pintura, capturando la idea de Katsuki en su obra. Cuando terminó, levantó el papel y lo observó con orgullo.

—Ya acabé.

Katsuki giró para mirarla y, sin decir una palabra, tomó la pintura. Luego, con una mueca que parecía una mezcla de agradecimiento y orgullo, le puso la canasta que había estado llenando sobre la cabeza. Estaba llena de bellotas de pino y, encima, había una bonita flor roja.

—No es precisamente lo que yo quería —admitió Katsuki, observando el dibujo que Uraraka había hecho—. Pero ahora me iré a casa con un dibujo terminado. Odio el océano —repitió, mientras comenzaba a alejarse—. Pero tus conejos lo hacen distinto.

Ochako se quedó allí, con la canasta en la cabeza y la flor roja balanceándose con la brisa. Observó a Katsuki mientras se alejaba, su figura cada vez más pequeña contra el fondo del mar y el cielo crepuscular.

Bajo la luz suave del atardecer, Ochako sonrió. A veces, las cosas más pequeñas —como un dibujo, una canasta llena de bellotas, o un comentario sobre olas que parecen conejos— podían cambiar el color del mundo de alguien. Y en ese momento, sintió que había hecho algo bueno, algo que había traído un poco de luz a un día oscuro para su amigo.

...


Las noticias en la radio resonaban en la casa como un eco distante de la guerra que seguía su curso imparable.

Las tropas del Ejército de Liberación Paranormal están en el océano Pacífico —dijeron alguna vez en las noticias. Otros siete años habían pasado, y la guerra aún continuaba.

La brisa marina acariciaba la piel de Ochako, mientras se preparaba para otro día de trabajo. Su traje de pescador, diseñado para recoger algas en la costa, era una combinación incómoda de colores llamativos y telas gruesas.

—Mira eso, qué traje de combate tan encantador —se burló Nejire, su hermana mayor por dos años, cuando la vio con su ropa de trabajo.

Ochako posó, acostumbrada a los comentarios de Nejire.

—Almorzaremos pronto —les avisó su abuelita desde la cocina, agitando una espátula mientras preparaba la comida.

Ochako y Nejire se sentaron a la mesa, junto a su pequeña prima Eri, que las observaba con una curiosidad casi infantil.

—Ochako, —llamó Eri con su voz dulce—. Dime, ¿te vas a ir muy lejos cuando te cases?

Ochako sonrió, pero alzó la mirada hacia sus palillos, como si estos tuvieran la respuesta.

—Creo que sí —respondió lentamente, sus palabras llenas de una mezcla de incertidumbre y resignación.

Eri giró su atención hacia Nejire.

—¿Pero tú te quedas, verdad, Nejire?

Nejire se encogió de hombros, una sonrisa despreocupada adornando su rostro.

La abuelita, con su sabiduría acumulada, añadió:

—La chica que aleja mucho sus palillos se casará y se irá a vivir muy lejos.

—Porque casarse cerca de casa es demasiado aburrido —meditó Nejire en voz alta, como si su respuesta fuera obvia.

De repente, la tía de Ochako irrumpió en la habitación con una energía inusual.

—¡Ochako, ve a casa ahora! —dijo su tía con entusiasmo, los ojos brillantes—. Recibí una llamada. Un muchacho que vive en Kure está ahí porque ha ido a pedir tu mano. Así que debes ir ahora —la apresuró, casi empujándola hacia la puerta.

Ochako se quedó de pie, sorprendida, con las palabras de su tía aún resonando en su mente. Su abuelita, siempre tan perspicaz, intervinó antes de que pudiera siquiera procesar lo que había escuchado.

—Ochako, dime, ¿qué edad tienes ahora?

Ochako parpadeó, tratando de recordar.

—Pues cumplí... diecisiete o dieciocho, creo.

—También puedes rechazarlo —le recordó su tía, con una mezcla de entusiasmo y dulzura—. Tan solo ve a conocerlo.

Antes de que Ochako pudiera responder, su abuelita la llamó de nuevo hacia una habitación con una gran cajonera.

—Ochako, ven aquí, por favor —le pidió su abuelita, con una voz que sonaba más suave que de costumbre—. Me gustaría darte esto para cuando llegue el día de tu boda.

De un rincón de la cajonera, su abuelita sacó un paquete envuelto cuidadosamente. Cuando Ochako lo abrió, encontró un hermoso kimono rosa salmón, sus bordados delicados reflejaban horas de trabajo y amor.

—Quiero que lo mires bien, es tuyo —dijo su abuelita, sus ojos brillando con nostalgia y esperanza.

Ochako lo tomó con cuidado, sin saber muy bien cómo sentirse. Era un regalo precioso, pero también un recordatorio de la decisión que tenía que tomar.

—Te lo agradezco —dijo suavemente, acariciando la tela suave con la punta de sus dedos.

—Estoy segura de que te casarás con su familia en Kure —le aseguró su abuelita—. Y en tu noche de bodas él te preguntará si trajiste una sombrilla y tú contestarás: "Así es. Traje una sombrilla totalmente nueva." Después, él te preguntará si le das permiso de abrirla y tú le responderás que sí.

Ochako frunció el ceño, confundida por la instrucción.

—¿Y por qué? —se atrevió a preguntar.

—Porque sí y ya —le contestó escuetamente su abuelita.

Ochako se quedó en silencio, reflexionando sobre las palabras de su abuelita. Se sentía como si estuviera en medio de un sueño, uno en el que el futuro parecía una mezcla de confusión y promesas.

—Supongo que estoy volviéndome adulta —meditó para sí misma—. Pero creo que Kure es una ciudad con puerto naval y hay muchísimos marineros allá.

Con el kimono cuidadosamente doblado bajo su brazo, comenzó su camino de regreso a casa. El viento marino era fresco contra su piel, y mientras caminaba por el sendero de tierra, se encontró con una figura familiar.

Katsuki Bakugo, vestido con un uniforme de marinero, estaba allí, en medio del camino. Hacía tiempo que no lo veía, y su presencia la tomó por sorpresa.

—K-kacchan, ha pasado tiempo —lo saludó suavemente, ruborizándose ligeramente.

Katsuki la miró con una expresión seria, sus ojos fijos en ella como si quisiera decir algo que no podía poner en palabras.

—Es hora de ir a casa —dijo finalmente, su voz grave—. Tu mamá ya avisó. Le dijo a todos los vecinos la noticia. Supongo que estarás contenta —añadió, dándole la espalda.

—¿Qué, de verdad? —Ochako se sorprendió—. Creí que tú eras el famoso pretendiente...

—¿Eres idiota? —casi le gritó Katsuki, girándose para mirarla directamente—. Solo vine al aniversario luctuoso de mi hermano. ¿Cómo que no conoces a tu pretendiente?

Ochako bajó la cabeza, avergonzada.

—Ah, ya entendí. No tienes ni idea, ¿verdad? —Katsuki parecía divertido y frustrado a la vez.

—Creo que no... —reconoció Ochako, mirando al suelo—. No lo conozco y tal vez me confundió con Nejire. Ella es muchísimo más hermosa que yo.

Katsuki la miró por un momento, sus ojos suavizándose apenas.

—Yo no creo que sea más hermosa —dijo antes de darse la vuelta y comenzar a alejarse, sin mirar atrás.

Ochako se quedó allí, con el kimono aún en sus brazos y las palabras de Katsuki resonando en su mente.

Con el sol comenzando a ponerse y las sombras alargándose sobre el camino, Ochako sintió que su corazón latía más rápido.

Mientras el viento del mar continuaba soplando, levantando suavemente los bordes de su kimono, Ochako comenzó a caminar de nuevo. Había muchas cosas que aún no entendía, pero una cosa era cierta: su vida estaba a punto de cambiar, y estaba lista para enfrentarlo.


La tarde era fría y el viento soplaba con una brisa invernal que hacía temblar las ramas de los árboles. El aroma a té verde recién hecho se filtraba por la cocina de la casa de los Uraraka, envolviendo la estancia en una cálida fragancia. La señora Uraraka servía té a sus invitados, una mujer de aspecto gentil con el cabello recogido en un moño simple y un joven de cabello verde que se mantenía en silencio a su lado, la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, como si la situación lo pusiera nervioso.

—Mi hijo alcanzó a ver a su hija un día cuando ella iba de camino al colegio, señora Uraraka —comenzó a relatar la madre del joven, con una voz suave y amable—. Y no fue nada sencillo para nosotros encontrar su casa.

La señora Uraraka asintió comprensiva, sosteniendo la tetera con firmeza mientras vertía el líquido caliente en las tazas.

—Nosotros perdimos el negocio de construcción que teníamos debido a un conflicto relacionado con la guerra. Por eso tuvimos que mudarnos—explicó la señora Uraraka, sus palabras llenas de una tristeza tranquila que solo los años podían suavizar—. Por cierto, ella debe de estar por llegar —añadió, con una sonrisa amable.

Sin que nadie lo supiera, Ochako ya estaba allí, observando la escena desde una ventana afuera de la cocina. El frío aire de la tarde la hacía temblar ligeramente, pero su curiosidad la mantenía firme en su posición. Espiaba con interés a la familia Midoriya, tratando de captar algún indicio de su verdadera naturaleza. El joven, Izuku, parecía tímido, con una postura determinada que contrastaba con su expresión serena.

—No sé si debería casarme con ese muchacho —murmuró Ochako para sí misma, observando al joven un poco más. A pesar de su apariencia simple, había algo en él que irradiaba una amabilidad genuina. Algo en su interior le decía que podía confiar en él, pero al mismo tiempo, la incertidumbre de lo desconocido la llenaba de dudas.

—Lo que no entiendo es por qué siento un sabor dulce en mi boca. Es algo inexplicable —se dijo, apartándose de la ventana.

Ochako caminó hacia el campo, envolviéndose más en la tela de su kimono para protegerse del frío cortante.

—No sé qué voy a hacer ahora —susurró al viento—. Mi tía me dijo que también podría rechazarlo, pero ni lo conozco como para tomar una decisión.

Mientras sus pensamientos vagaban, sus pasos la llevaron en dirección al mar, el mismo que una vez había observado con Katsuki, su amigo de la infancia. Recordaba con cariño esos momentos, la calidez de su amistad y la sensación de alegría infantil despreocupada.

De pronto, una voz amable la sacó de sus pensamientos.

—Disculpa... —llamó una voz detrás de ella.

Ochako se giró, todavía medio cubierta por su kimono. Allí, frente a ella, estaban el joven de cabello verde y su madre. Parecían perdidos, mirando a su alrededor con una mezcla de confusión y esperanza.

—Dígame —respondió Ochako, manteniéndose parcialmente cubierta.

La señora Midoriya sonrió, aliviada de haber encontrado a alguien que pudiera ayudarlos.

—Nos perdimos y no sabemos regresar —explicó con tono disculpador.

Izuku, aún con la misma expresión seria, agregó:

—¿Sabe dónde está la estación de trenes?

Ochako asintió, aún sin descubrirse completamente.

—Está por aquí —respondió, guiándolos por el camino sin mostrar su rostro.

—Muchas gracias —agradeció Izuku, siguiéndola con pasos rápidos pero cuidadosos, intentando no parecer intrusivo.

—Antes vimos a un muchacho marinero, pero él... —comenzó a decir la señora Midoriya, pero se detuvo al recordar la mirada furiosa del chico.

Ochako no pudo evitar reírse un poco, su risa suave llenando el aire frío.

—Seguramente les pareció un muchacho raro —comentó, sabiendo exactamente a quién se referían. Kachan, siempre había tenido una forma particular de mostrar sus emociones.

Izuku la miró, notando por primera vez la familiaridad en su voz. Había algo en ella que le resultaba... conocido. La forma en que su voz acariciaba el aire, la suavidad de sus palabras. La tranquilidad que emanaba. Pero antes de que pudiera preguntar, llegaron a la estación.

—Gracias por guiarnos —dijo la señora Midoriya, haciendo una ligera reverencia.

—No hay de qué —respondió Ochako con una sonrisa, aunque manteniendo su rostro parcialmente cubierto.

Izuku también hizo una reverencia, pero al levantar la vista, sus ojos se encontraron con los de Ochako, y por un breve momento, el mundo pareció detenerse. Había algo en su mirada que le resultaba extrañamente reconfortante, como si hubieran compartido un momento, una memoria que ambos aún no recordaban del todo.

—Espero que podamos vernos de nuevo —dijo Izuku con suavidad, su voz apenas un susurro sobre el viento.

Ochako asintió, su corazón latiendo un poco más rápido de lo normal. Mientras los veía alejarse hacia la estación, se dio cuenta de que, por primera vez, la idea de conocer a Izuku Midoriya no le parecía tan mala. Quizás, pensó, había algo en él que merecía ser descubierto, una dulzura inexplicable que aún no había comprendido del todo.

Con el sol comenzando a caer y la luz del atardecer bañando el paisaje en tonos dorados, Ochako se quedó allí, observando el horizonte, sintiendo que, tal vez, su destino estaba más cerca de lo que había imaginado.


Notas de la autora.-

Muchas gracias por leer hasta aquí. Espero continuar pronto estas historias! Sus comentarios siempre son bienvenidos! Muchas gracias por leer, seguir y darle like. Siempre me hace sonreír.