Prólogo


La chica se detuvo abruptamente al chocar de frente con el pequeño portón de madera que separaba la casa de su prima del bullicioso mundo exterior. La abrió y entró al jardín, saltando de un lado a otro y haciendo muecas por el dolor en su rodilla, aunque eso no menguó en lo absoluto su ánimo. De hecho, apenas le importaba, porque después de casi una semana, por fin iba a ver a la persona que consideraba su favorita en todo el mundo.

Emocionada, se adentró más en el modesto jardín hasta llegar al porche, ligeramente elevado, y subió los escalones lo mejor que pudo. Justo cuando estaba a punto de tocar el timbre, su mano se detuvo en el aire. De repente, todo a su alrededor se volvió borroso; solo entonces se dio cuenta de que había perdido las gafas.

Es más, imaginó que debía de estar hecha un desastre, y no se equivocaba. Antes de llamar, necesitaba asegurarse de que su aspecto fuera digno y presentable. Con ese pensamiento en mente, decidió buscar sus gafas y, de paso, recuperar el aliento.

Las desdichadas habían sido lanzadas varios metros hacia adelante cuando se detuvo de golpe en el portón. Por suerte, cayeron a un costado de los adoquines, sobre el césped, justo debajo del cerezo, y estaban intactas. Suspiró aliviada y, sin perder más tiempo, desanduvo sus pasos para recogerlas. Con las piernas temblorosas, se agachó y se las puso nuevamente, como si nada hubiera ocurrido. También aprovechó para limpiarse la sangre de la rodilla y las gotas de sudor que le perlaban la frente.

Cualquiera que la hubiera visto habría pensado que acababa de correr un maratón, y esa idea no estaría muy lejos de la realidad. Su odisea había comenzado temprano esa mañana con una audaz y arriesgada fuga de la oficina del director.

Intentó escabullirse al sonar la campana del primer recreo, pero como ya la conocían demasiado bien —y no era la primera vez que lo intentaba— la atraparon en el acto y la encerraron hasta que su madre pudiera contestar el teléfono. Sin embargo, sabiendo que mamá estaba demasiado ocupada para responder pronto, improvisó un plan y se escapó por el portón como había previsto, dejando atrás a su frustrado profesor y al director, quienes no dejaban de amenazarla con una suspensión más larga si osaba regresar; amenazas que se fueron haciendo cada vez más débiles a medida que se alejaba.

Corrió con total libertad hasta llegar a la estación de Kasukabe. Después de eso, tomó un desvío de quince minutos para detenerse en la librería, y desde allí corrió otros quince hasta la casa sin parar en todo el camino. No era de extrañar, entonces, que estuviera hecha un lío de pies a cabeza, especialmente considerando que era pleno verano y el sol no daba tregua a la ciudad.

Al menos, su habitual torpeza no solo le había dado la oportunidad de refrescarse un poco bajo la agradable sombra del árbol, sino que, más importante aún, le permitía comprobar que los mangas que había comprado con su mesada siguieran guardados en su bolso.

La última vez, los había dejado caer a mitad de camino y, aunque regresó a buscar, no logró encontrarlos. Pasó el resto del día lamentándose y pidiéndole perdón a Konata, a pesar de que la niña insistía en que no importaba y que ni siquiera había necesidad de traer algo; su compañía era más que suficiente para ella. Sin embargo, aunque valoraba mucho los bonitos sentimientos de su prima, eso no cambiaba el hecho de que se sentía avergonzada de ir a visitarla con las manos vacías.

—¡Aquí están! —exclamó aliviada, sacándolos del bolso y abrazándolos con fuerza contra su pecho—. ¡Ahora sí que podré compensarle lo de la última vez!

El timbre sonó un par de veces antes de que Sōjirō decidiera retirar la olla del fuego y, sin muchas ganas, se dirigiera a atender la puerta. Frente a él estaba una jovencita de quince años con un desaliñado uniforme escolar. Desafortunadamente, la conocía bien: era la enérgica hija de su hermana menor.

Habría querido decir: «Oh, qué sorpresa verte por aquí. ¿En qué puedo ayudarte, querida sobrina?» Pero esta escena se había vuelto tan habitual en la casa de los Izumi que no hacía falta preguntar ni de dónde venía ni qué hacía allí. Aún así, fingió ignorancia e hizo una pregunta de cortesía, como solía hacer.

—¿Yui? ¿Qué haces aquí? Apenas son... —el hombre desvió la mirada hacia el reloj de pared que se vislumbraba al fondo en la cocina y se cruzó de brazos—. Las doce y media. Deberías estar en el colegio. ¿Me dirás que te saltaste las clases solo para venir a verla? —hizo una pausa, controlando su frustración—. ¿Otra vez?

La chica, que hasta entonces se balanceaba sobre la punta de sus pies, oscilando hacia adelante y hacia atrás, como un pequeño columpio, dejó súbitamente de hacerlo para ajustarse las gafas y le respondió con una sonrisa traviesa.

—Bueno, ¿y usted? ¿No debería estar en el trabajo?

La frente de Sōjirō se frunció al instante. Si Yui quería que le cerraran la puerta en la cara, ciertamente había logrado su cometido. Sin decir una palabra, empujó la puerta hacia adelante, dejándola cerrarse de un golpe que resonó por el vestíbulo.

Comenzó a regresar a la cocina, pero se detuvo a mitad de camino cuando los golpes en la puerta se hicieron más fuertes, acompañados por la voz de Yui, que ahora gritaba insistente desde el otro lado.

—¡Vamos, tío! ¡Era una simple broma! ¡No se lo tome tan personal!

Sōjirō volvió sobre sus pasos para responder.

—¡Ja! Tan graciosa como siempre, Yui. ¡Regresa al colegio mejor! —dijo, tratando de sonar lo más severo posible, con la esperanza de que eso la hiciera marcharse de una vez por todas. Pero, por supuesto, no fue así.

—¡No pienso irme a ninguna parte! ¡O me abre la puerta, o seguiré golpeando hasta que mis nudillos no lo soporten más!

Sōjirō sintió de inmediato un dolor agudo en la cabeza; la migraña con la que se había despertado acababa de empeorar. Sabía muy bien que esas no eran palabras vacías. Ella se quedaría allí, golpeando la puerta toda la tarde si fuera necesario, a menos que se aburriera y pasara a una de sus locuras, como trepar al árbol e intentar colarse por el segundo piso. El solo pensarlo le dio otra punzada de dolor.

No es que le importara dejarla afuera todo el día de ser necesario; si intentaba trepar, bastaría con ponerle cerrojo a la ventana. El problema era que, una vez que Konata se enterara de la presencia de Yui —cosa que, con el alboroto que estaba causando, definitivamente sucedería—, no habría forma de mantenerla quieta. Sería Konata quien le permitiría entrar, y entonces tendría que enfrentarse a su gran puchero enojado y al inevitable sermón por interponerse entre ella y su querida prima. De una forma u otra, estaba acorralado por ambas niñas.

Consciente de que solo estaba retrasando lo inevitable, se resignó con un profundo suspiro. Se tomó unos segundos para reunir paciencia antes de abrir la puerta, aunque no del todo, manteniendo un firme agarre en el picaporte. Había algo importante que quería confirmar primero. Y fue bueno no abrirla por completo, porque de haberlo hecho, la chica se habría desplomado en el suelo, dado lo inclinada que estaba contra la puerta.

—Gracias por abrir, tío, pero todavía no puedo pasar —refunfuñó Yui, empujando la puerta con todas sus fuerzas para abrirse camino.

—¿Quién dijo que te iba a dejar entrar? Antes de decidir eso, necesito saber algo. ¿Pediste permiso para venir aquí?

Tal vez fue el tono que usó o la forma en que la miraba, pero por un momento, Yui vio a su madre en él y no supo cómo responder. Estaba tan sorprendida que incluso retrocedió un poco, algo que Sōjirō agradeció en silencio, ya que sus brazos comenzaban a cansarse de mantenerla a raya.

—¿Y bien? ¿Pediste permiso o no? —insistió, notando que se había quedado en blanco.

La voz de Sōjirō sacó a Yui de su desconcierto. Con un leve toque de timidez, se acercó al pequeño espacio donde él asomaba el rostro, pero dudó por un momento. Sabía que mentir o intentar alguna treta arruinaría su única oportunidad de ver a la pequeña durante el resto de la semana, ya que, definitivamente, la castigarían una vez regresara a casa esa tarde. Por ello, tomando una profunda respiración, decidió confesar y asumir la responsabilidad de sus actos.

—La verdad es que no pedí permiso. Volví a saltarme las clases, pero es que… hay cosas más importantes para mí. No lo hago con malas intenciones, y usted lo sabe mejor que nadie.

Ambos guardaron silencio. Como nunca, no pasó ni un solo vehículo por la carretera, permitiendo que el coro de las cigarras resonara en todo su esplendor, haciendo que la situación se sintiera aún más ominosa. Justo cuando Sōjirō pensaba en lo poco que le apetecía lidiar con su fastidiosa sobrina y en todo lo que aún tenía por hacer, la puerta, que se estaba cerrando, de repente se detuvo. Miró hacia abajo y vio el pie de Yui atrapado en la rendija, bloqueándola. Confundido, levantó la vista solo para encontrarse con la mirada intensa de la chica. Era una mirada afilada, ardiente, que le recordaba lo seria que podía ponerse cuando se trataba de Konata, como una osa protegiendo a sus crías.

—Kona-chan está enferma otra vez. Debe sentirse triste y sola, así que vine a verla. ¿Puedo pasar? —dijo Yui con un tono impositivo, colocando una mano en la abertura de la puerta y empujándola levemente.

Sōjirō dio un paso atrás, soltando el pomo de la puerta y permitiendo que Yui la abriera un poco más. Se sintió intimidado por el repentino cambio en el comportamiento de su sobrina. Le sorprendía que, a pesar de su habitual torpeza y actitud despreocupada, pudiera mostrar tal audacia.

El hombre guardó silencio, pensando:

«Espero que nunca considere ser oficial de policía. Esa sería una combinación terrible. Por favor, no...»

Luego se aclaró la garganta, tratando de organizar sus pensamientos, aunque sabía que cualquier cosa que dijera probablemente no tendría mucho impacto en ella.

—Primero que nada, aprecio mucho tu preocupación por Konata, Yui. Eres una excelente prima —dijo, lo que provocó una breve sonrisa en la chica. Sin embargo, su tono se volvió firme—. Pero, ¿has olvidado lo que nos dijo el médico? Estuviste ahí cuando recibimos el diagnóstico. La salud de Konata es frágil; así es ella. Pero no es algo por lo que debamos alarmarnos. Es normal que tenga altibajos por su condición. El mes pasado fue lo mismo, y te perdiste muchas clases porque siempre encontrabas una manera de venir a verla, lo cual no dejó muy contentos a tus padres cuando se enteraron...

—Es que... no puedo evitarlo; la quiero demasiado. Me parte el corazón pensar que tiene que pasar tanto tiempo sola —admitió Yui, apretando el pliegue de su uniforme—. ¿¡Me estás diciendo que no quieres que vea más a Konata!?

—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —respondió Sōjirō, agitando la mano—. Para ser honesto, no me importa que vengas, siempre y cuando sea los fines de semana, como acordaron tus padres. Mira, solo quiero evitar más problemas con Yuki; ponte en mis zapatos por un momento.

Reflexionando sobre esto, Yui se rascó la cabeza y se rió de manera incómoda.

—Bueno, mamá puede ser un poco intensa cuando se enoja.

«¿Solo ella?» —pensó Sōjirō, lanzándole una mirada de incredulidad.

—Entonces, ¿puedo pasar? —insistió Yui—. Quiero decir, ya estoy aquí, y además, traje unos regalos para la pequeña —añadió, mostrando los mangas que llevaba en su bolso.

Sōjirō suspiró y se cubrió la cara con una mano.

—Está bien, pasa. Le avisaré a Yuki que estás aquí. Pero que te quede claro, no te voy a salvar el pellejo esta vez. Ten por seguro que te espera un buen castigo cuando vuelvas a casa esta tarde —dijo con resignación, dirigiéndose hacia el teléfono de pared.

—¡Gracias, tío! —exclamó Yui alegremente, entrando con ímpetu en la casa.

—Konata está en su cuarto, durmiendo, pero puedes despertarla. De cualquier modo, ya es hora de que coma —dijo Sōjirō mientras comenzaba a marcar los primeros números en el teléfono.

Yui asintió y corrió escaleras arriba, ansiosa por ver de nuevo a su pequeña prima de seis años. Aunque solo había pasado una semana desde la última vez que estuvieron juntas, ese breve lapso de tiempo le había parecido una eternidad, y estaba segura de que Konata sentía lo mismo.

Al llegar a la puerta de la habitación, Yui sintió cómo sus emociones se agolpaban, y le costó esfuerzo mantenerlas a raya. Tras asegurarse de que no rompería a llorar al ver a Konata, abrió la puerta con suavidad. El interior estaba más cálido de lo que ella habría preferido, pero era comprensible: las cortinas rojas estaban cerradas, lo que limitaba el flujo de aire. Al ver a Konata acurrucada bajo las mantas, Yui supuso que debía estar acostumbrada al calor, y, en efecto, era así, ya que continuaba durmiendo plácidamente. Esto la tranquilizó, aunque, aun así, decidió destaparla un poco, ya que las mantas casi le cubrían la boca.

Después de eso, los ojos ámbar de Yui comenzaron a sentirse pesados. Ver a Konata dormir siempre le había traído paz, pero el cansancio de la larga mañana ya empezaba a pasarle factura. Sus piernas temblaban, aunque se negaban a ceder ante la fatiga. Irónicamente, lo único que la mantenía despierta era la falta de luz natural en la habitación; si bien la penumbra invitaba al descanso, el tono bermellón que la envolvía despertaba en Yui una repentina sensación de nostalgia.

Frente a ella estaba uno de los tesoros más preciados de su vida. Conocía a Konata desde su nacimiento y la había amado desde el primer momento en que la sostuvo en brazos. Konata siempre había sido pequeña y frágil; de hecho, lo seguía siendo, y era precisamente esa fragilidad lo que les permitía pasar tanto tiempo juntas

Sin darse cuenta, Yui se había convertido en su cuidadora, su apoyo y su amiga. Una parte de ella deseaba que las cosas se mantuvieran así para siempre, que Konata siempre la necesitara. Por supuesto, sabía que pensar de esa manera era egoísta. Después de todo, algún día Konata crecería, su salud mejoraría, iría a la escuela y, cómo no, haría nuevos amigos. Eran cambios inevitables que, en el fondo, Yui también deseaba, aunque no quería que ocurrieran tan pronto.

«Quizás estoy precipitándome demasiado», pensó Yui, secándose una lágrima suelta. «Debería concentrarme en el presente en lugar de preocuparme por cosas que aún no han pasado.» Exhaló suavemente, intentando sacudirse la oleada de emoción que la había golpeado hacía unos momentos. Abrió la ventana solo un poco, dejando las cortinas sin tocar.

Yui se sentó con delicadeza en el borde de la cama, lista para esperar todo el tiempo que fuera necesario hasta que Konata despertara por su cuenta, como lo había hecho tantas veces antes. Para su sorpresa, la pequeña se movió casi de inmediato, abriendo los ojos en cuanto sintió su presencia.

—¿Yui? —murmuró Konata con voz débil, intentando incorporarse, pero sin lograrlo.

—No te esfuerces. Solo quédate acostada, ¿de acuerdo? —dijo Yui, inclinándose y tomando su mano, acariciándola suavemente—. Sí, soy yo. Me alegra tanto verte, Kona-chan.

Todavía adormilada, Konata esbozó una sonrisa y apretó con fuerza la mano de Yui.

—Nee-san, gracias por venir a verme. Ya empezaba a preguntarme cuándo volverías.

—Oye, siempre regreso, ¿no? ¿Cuándo te he abandonado? —respondió Yui, soltando su mano con ternura mientras rebuscaba en su bolso—. Mira, te traje unos mangas nuevos de la librería, la que visitamos la última vez.

Al ver los mangas, el rostro de Konata se iluminó de felicidad. Los recibió y empezó a hojear las páginas con sus manos temblorosas. Yui, por su parte, la ayudaba a acomodarse mejor en la cama, colocando detrás de ella todas las almohadas y peluches que tenía a su alcance, asegurándose de que se sentara con total comodidad.

—¡Me encantan! —exclamó emocionada, apartándolos con cuidado en su mesita de noche—. Pero te dije que no era necesario traer más, Nee-san. Gracias a ti, ya tengo toda una colección. Aun así, lo aprecio muchísimo. Eres la mejor —dijo Konata, abrazando a Yui con cariño.

Yui la estrechó en sus brazos y respondió con ternura:

—Es lo mínimo que puedo hacer por ti. Sé cuánto te gusta leer, y considerando lo monótona que puede volverse esta habitación, creo que es un pasatiempo perfecto para ti. Así mantienes la mente distraída mientras te recuperas.

Konata asintió tímidamente, aún acurrucada en los brazos de su prima.

—Aunque... a veces me aburro de leer —admitió con un tono sombrío—. Desearía poder salir al exterior tantas veces como quisiera, pero en ocasiones ni siquiera puedo levantarme de esta estúpida cama.

Yui suspiró, comprensiva.

—Sé que es difícil, pero tienes que ser paciente, ¿de acuerdo?

—Lo intento, pero siempre me pregunto si algún día podré llevar una vida normal, como los otros niños. Estoy tan cansada de sentirme como un fenómeno... —dijo Konata, dejando escapar un sollozo al compartir sus sentimientos.

Yui sintió un nudo en el estómago y la abrazó más fuerte.

—Oye, no quiero escucharte hablar así. Me hace sentir terrible porque sé que no eres nada de eso. Eres increíble, Konata, y no estaría aquí si no lo creyera. Por favor, no llores.

—Tan solo quiero sanarme... —expresó Konata entre sollozos.

—Y lo harás —respondió Yui, limpiando suavemente las lágrimas de su prima—. Eres una niña muy fuerte, estoy segura de que te recuperarás, como siempre lo haces. Además, cuando estés mejor, te prometo que te enseñaré a jugar voleibol, tal como lo acordamos aquella vez.

—¿De verdad? —preguntó Konata, limpiándose la nariz con el antebrazo.

—¡Sí, y no solo eso! Te enseñaré a jugar cualquier deporte que quieras —dijo Yui con entusiasmo—. No en vano soy la mejor de mi clase de educación física. Tendrás una excelente maestra, te lo aseguro.

El rostro de Konata se iluminó al instante. Como si las lágrimas nunca hubieran estado ahí, exclamó con emoción:

—¡Eres increíble, Nee-san!

—¡Aww, gracias, pequeña! —respondió Yui con una sonrisa, despeinándole el cabello de forma juguetona, sintiéndose satisfecha de haber logrado recuperar esa expresión risueña que tanto le gustaba.

—Entonces, ¿es una promesa? —insistió Konata, apartándose un mechón de la cara.

—Claro, es una promesa, y nunca rompo las mías. Te vas a recuperar, Kona-chan, así que prepárate, porque no te lo pondré nada fácil.

Las dos continuaron charlando alegremente, y pronto sus risas envolvieron la habitación. Yui, entusiasmada, relataba con detalle sus últimas aventuras, mientras Konata la escuchaba con atención, disfrutando de su compañía y del ambiente distendido. A medida que la conversación fluía, los ojos de Konata vagaban casualmente, hasta que notó un raspón en la rodilla de Yui. La curiosidad y preocupación la impulsaron a interrumpirla de inmediato.

—¡¿Qué te pasó ahora?! —exclamó, señalando la herida—. ¡¿Te duele mucho, Nee-san?!

Yui sonrió y dobló la rodilla para que Konata pudiera ver mejor el raspón, esperando tranquilizarla. La sangre ya se había secado, dejando solo un leve moretón.

—No es nada grave, pero si te hace sentir mejor, podríamos ponerle una curita —dijo Yui, guiñándole un ojo.

Animada por la propuesta, Konata sacó una curita de su mesita de noche y, con cuidado, la colocó sobre el raspón de Yui.

—Listo, mucho mejor —dijo Konata con una risita.

—Gracias. Eres la mejor enfermera, Kona-chan —respondió Yui, colocando su mano cariñosamente sobre la cabeza de Konata.

La niña sonrió, y tras hacer que Yui prometiera ser más cuidadosa, retomaron la conversación. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el sonido de la puerta abriéndose llamara su atención. Sōjirō entró haciendo malabares con una gran bandeja; era la hora del almuerzo, al menos para Konata, ya que Yui notó que no había una porción para ella. En silencio, se lamentó de la situación mientras Sōjirō se acercaba con la comida.

«Qué bien huele...» pensó resignada, mientras su estómago gruñía. Pero, a diferencia de Yui, Konata hizo una mueca de disgusto al ver la comida.

—Papá, no quiero comer. No tengo hambre.

—Vamos, terroncito, es por tu bien…

—¡No quiero! —respondió Konata, girando la cabeza hacia otro lado.

—¡Oye, no hagas un berrinche frente a tu prima! —La voz de Sōjirō se elevó ligeramente por la frustración.

—Estoy cansada de la sopa. Siempre es lo mismo. ¡Y tampoco quiero esa medicina asquerosa!

—Konata, tienes que hacerle caso al doctor. Es por tu salud. Si no lo haces, olvídate de jugar con mi PlayStation más tarde.

—No quiero y no me importa. —insistió Konata, cruzándose de brazos.

Al ver que convencerla no sería fácil, Sōjirō suspiró profundamente. Yui, por otro lado, encontraba la situación divertida, tratando de contener la risa.

—Tío, ¿qué tal si me dejas intentar alimentarla esta vez?

—¿Estás segura de eso, Yui? —preguntó Sōjirō, levantando una ceja.

—¡Por supuesto que sí!

—Dudo que Konata te haga caso...

—¿Qué dices, Kona-chan? ¿Te gustaría que tu increíble prima te diera de comer?

—¡Sí, sí quiero! —exclamó Konata llena de emoción.

Sōjirō se sintió un poco insultado por lo rápido que su hija accedió y dejó escapar otro suspiro, aunque sabía que no podía quejarse.

—Está bien, pero por favor, trata de que no manche las sábanas. Ya las he lavado tres veces esta semana y no pienso hacerlo de nuevo hoy —suplicó, inclinando la cabeza.

—No se preocupe, estoy acostumbrada. Ayudo a mamá a alimentar a Yutaka todo el tiempo, y déjeme decirle que esa niña sí que es revoltosa a la hora de comer. Konata aquí es un angelito comparado con ella —dijo Yui, rodeando a Konata con un brazo y acercándola más hacia ella.

Sōjirō asintió y le entregó la bandeja a Yui. Antes de salir de la habitación, profirió una suerte de amenaza:

—Cuando vuelva, quiero ver ese plato vacío.

El sonido de la puerta cerrándose resonó detrás de él, y tanto Yui como Konata intercambiaron sonrisas cómplices.

—Uno para ti —Yui se aseguró de que Konata no dejara ni una gota de sopa en la cuchara antes de sumergirla de nuevo en el cuenco—. Y uno para mí —añadió, tomando un sorbo juguetón de la cuchara.

Konata no pudo evitar reírse mientras observaba a Yui, sintiéndose agradecida.

—Siempre tienes las mejores ideas, Nee-san —dijo Konata con un tono divertido.

—Lo sé —respondió Yui, dándole un suave golpecito en el brazo.

Continuaron su comida en un silencio reconfortante, solo interrumpido por el suave murmullo de sus risas y el ocasional tintineo de la cuchara contra el plato. Finalmente, la cuchara golpeó el fondo con un sonido distintivo, señalando que habían disfrutado hasta la última gota de sopa. Konata dejó escapar un pequeño eructo, y su rostro se sonrojó de inmediato.

—Perdón —murmuró, avergonzada.

Yui, lejos de molestarse, le regaló una dulce sonrisa. Alcanzó la pequeña servilleta que Sōjirō había dejado en la bandeja y, con movimientos gentiles, casi maternales, limpió la comisura de los labios de Konata, donde aún quedaban rastros de la sopa que habían compartido.

—No te preocupes, Kona-chan —respondió Yui con una voz suave.

—Ahora... solo queda la medicina... —dijo Konata con una timidez completamente comprensible, desviando la mirada de manera reacia hacia la mesita de noche, donde descansaban la botella de jarabe y el blíster de pastillas.

—¿Son las que te hacen dormir, verdad? —suspiró Yui al observar el blíster casi vacío, una clara señal de cuán dependiente seguía siendo Konata de esas pastillas.

—Sí, por eso no me gustan. Además, el jarabe tiene un sabor asqueroso —dijo Konata, haciendo un gesto de disgusto con su lengua—. Ni siquiera tengo sueño todavía. ¡Si apenas me desperté! Y tiene que ser justo cuando estaba pasando un rato agradable contigo, Yui... ¿No podemos simplemente tirarlas a la basura o algo así?

Yui la miró por un momento, sintiendo el impulso de decir que sí, pero sabía que no podía hacerlo. La salud de su prima estaba en juego, y seguir las indicaciones médicas era un asunto crucial e innegociable.

—Lo siento, Konata, pero no puedo permitirlo —respondió Yui con firmeza—. Debes tomar tu medicina.

Konata frunció el ceño, incapaz de ocultar su desagrado.

—Hazlo por mí, ¿de acuerdo?

—Pero… no quiero dormirme. Cuando eso pase, ya no estarás aquí conmigo.

Yui la miró con ternura y, con un suave gesto, colocó su mano en la barbilla de Konata para que la mirara a los ojos.

—Bueno, es cierto que podrías quedarte dormida, pero también es cierto que volverás a verme. Siempre regreso, ¿recuerdas?

A pesar de los esfuerzos de Yui por convencerla, Konata parecía insegura. Sin embargo, Yui sintió que estaba cerca de persuadirla; al menos, no se estaba negando a escucharla como había hecho con su padre.

—Pero tengo una idea —dijo Yui, limpiando las lágrimas que comenzaban a asomar en el rostro de Konata—. Si te tomas toda tu medicina como la buena niña que eres, te prometo que me acostaré a tu lado y te cantaré hasta que te quedes dormida. ¿Qué te parece?

Al escuchar esto, una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Konata, y finalmente asintió, aceptando la oferta de Yui.

—Entonces... ¿Qué quieres tomar primero? ¿El jarabe o las pastillas? —preguntó Yui, extendiendo el brazo hacia la mesita de noche.

—C-creo que el jarabe —respondió Konata—. Así, el agua que tome con las pastillas me ayudará a quitarme el sabor amargo de la boca.

Konata cerró los ojos con fuerza, mentalizándose para el desagradable sabor que pronto quedaría impregnado en sus papilas gustativas, aunque fuera solo por un instante.

Yui desenroscó la tapa del frasco de jarabe y vertió su espeso contenido en la misma cuchara que habían usado momentos antes para disfrutar de una comida nutritiva. Aunque Konata mantenía los ojos cerrados y arrugaba la nariz en señal de disgusto por el olor, ya estaba resignada a lo inevitable; después de todo, la recompensa valía la pena.

—Vamos, Kona-chan, di: "Aaa" —indicó Yui, imitando el gesto con su propia boca mientras guiaba suavemente la cuchara hacia los labios de su prima.

De mala gana, Konata dejó escapar un "Aaa" como le habían indicado. Un breve momento de silencio llenó la habitación antes de que Yui de repente estallara:

—¿Qué estás haciendo? ¡Tienes que tragarlo, no solo mantenerlo en la boca! Por eso te resulta tan amargo, tontita —la reprendió, dándole un pequeño golpecito en la cabeza con la cuchara—. ¡No! ¡Ni pienses en escupirlo!

Konata le lanzó una mirada de queja y agitó frenéticamente las manos, señalando hacia el vaso de agua a un costado. Sin perder tiempo, Yui se lo entregó, y Konata lo bebió de un trago.

Sacando la lengua, gimió:

—¡Ugh! ¡Aún lo puedo saborear!

—Por un momento pensé que me lo ibas a escupir en la cara —comentó Yui, tomando el vaso vacío de sus manos.

—Lo peor es que ya es demasiado tarde para retractarme —respondió Konata, aun luchando contra las ganas de regurgitar—. Y también lo es para ti. —La señaló con un dedo—. Me vas a cantar para dormir, tal como prometiste.

Yui se rió suavemente.

—Por supuesto, Kona-chan. Aunque ya deberías saber que no soy una gran cantante, pero haré lo mejor que pueda por ti.

—No me importa, y no tienes que serlo, Nee-san. Solo escuchar tu voz me hace feliz; eso es todo lo que quiero —admitió Konata.

Yui sonrió, con un brillo sutil en los ojos.

—Gracias, pequeña. No sabes cuánto significa eso para mí —respondió mientras vertía agua en el vaso. De no haber tenido las manos ocupadas, habría abrazado a su prima en ese mismo instante.

—Y ya que estamos en el tema... ¿Cuándo piensas llevarme de nuevo al karaoke?

Yui se quedó desconcertada por la pregunta, deteniéndose a mitad de llenar el vaso con la jarra de agua. Al levantar la vista, se encontró con los ojos verdes y penetrantes de Konata, que la miraban con expectación. No había anticipado esa pregunta, especialmente después de lo ocurrido la última vez. Había ahorrado con entusiasmo para llevarla al karaoke, solo para que Konata se aburriera después de apenas seis canciones e insistiera en regresar a casa.

—Oh, pensé que no te había gustado... —murmuró Yui, dejando que el agua cayera de nuevo en el vaso.

—¡Pero si fue muy divertido! El menú tenía tanta variedad, aunque comí demasiado rápido y terminé empachada. ¡Quiero repetirlo! Todavía tengo curiosidad por ese pastel rojo, se veía tan delicioso.

«Así que eso era...» Yui suspiró en silencio, pensando que tal vez sería más económico llevarla a una casa de té la próxima vez. De cualquier forma, su hucha de ahorros no tardaría en resentirse con los caprichos de la pequeña.

—Bueno, primero deberíamos preguntarle a tu papá, pero no veo por qué no podríamos repetirlo si es lo que deseas.

Complacida con la respuesta, Konata le regaló a Yui una sonrisa radiante.

—Sin embargo, primero tienes que recuperarte, y para eso, debes ser una niña obediente —añadió Yui, entregándole a Konata dos pastillas en una mano y el vaso de agua en la otra, haciéndole un gesto para que las tomara.

Konata las miró por un momento, consciente de que eso marcaría el final de su día con Yui. Sin previo aviso, y con los ojos ligeramente vidriosos, confesó en un tono lleno de afecto:

—Gracias por cuidarme tanto, Nee-san. Quiero que estemos juntas por siempre...

Luego se llevó las pastillas a la boca y las tragó con un sorbo de agua.

Las palabras de Konata conmovieron profundamente a Yui, dejándole un nudo en la garganta. Superada por la emoción, no pudo resistir el impulso de despeinar a su prima con cariño

—¿Ves? Al final, no fue tan terrible —dijo Yui, intentando disimular la emoción que la embargaba—. Lo hiciste muy bien, Kona-chan; estoy orgullosa de ti. Te has ganado otra visita al karaoke.

Konata quiso sonreír, pero en su lugar dejó escapar un suspiro triste, plenamente consciente de que pronto un sueño profundo e incontrolable se apoderaría de ella. Al notar su expresión decaída, Yui se inclinó hacia ella para reconfortarla antes de que se angustiara aún más.

—Oye, solo quiero que sepas que siempre haré mi mejor esfuerzo por estar en tu vida. Nunca lo dudes.

Al borde de las lágrimas, Konata se lanzó hacia Yui y la abrazó con una intensidad que reflejaba el profundo afecto que le tenía.

—G-gracias, Nee-san —logró articular entre sollozos.

Los minutos transcurrieron en un silencio reconfortante mientras ambas se mantenían en un abrazo que, aunque cálido, comenzaba a desvanecerse. Yui podía sentir cómo Konata se deslizaba lentamente hacia el sueño, su respiración volviéndose pausada y su cuerpo más pesado. El corazón de Yui se encogió al notar esta evidente somnolencia, pero no quería despedirla con preocupación, así que ocultó su inquietud. Con delicadeza, comenzó a retirar las almohadas y peluches que había colocado estratégicamente detrás de Konata, asegurándose de que estuviera cómoda y sin obstáculos para su descanso. Luego, dejó la bandeja en el escritorio, lista para que Sōjirō la recogiera más tarde.

Cumpliendo su promesa, Yui se acomodó junto a Konata. La pequeña, ahora más adormilada por los medicamentos, se acurrucó instintivamente más cerca de ella, rodeándola con sus pequeños brazos lo mejor que podía, en busca de un último momento de seguridad y protección antes de sumergirse por completo en el mundo de los sueños.

Finalmente, Yui se dio cuenta de que su tiempo junto a Konata terminaría de manera abrupta, algo que aborrecía incluso más que la misma niña. Las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas y, por más que intentó, no pudo detenerlas. Se quitó las gafas para frotarse los ojos, pero no interrumpió la suave caricia que dedicaba al cabello de su prima ni el dulce tarareo con el que le brindaba consuelo. Así permaneció por varios minutos, inmersa en el profundo amor que sentía, hasta que se encontró perdida en sus pensamientos. Fue entonces cuando un recuerdo lejano y olvidado emergió: algo valioso que había mantenido enterrado durante mucho tiempo.

︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶

—Tía, me gusta cuando acaricias mi cabello —Yui sonrió, acurrucándose aún más bajo la suave mano de la mujer—. Pero, ¿tienes que hacerlo tan despacio? La vez pasada fue más divertido; ahora apenas lo siento —protestó, con una pequeña mueca de queja mientras intentaba encaramarse a la cama—. ¡Más fuerte! ¡Quiero que lo hagas más fuerte!

—¡Yui, basta! ¡Deja a Kanata en paz! —exclamó Yuki, enojada, levantándose de golpe del incómodo sofá para visitas. En un par de pasos, ya había agarrado el brazo de su hija, alejándola de la imponente cama hospitalaria de la mujer—. ¡Ya es suficiente, la estás molestando! ¿¡No ves que tu tía está enferma!?

—¡Pero, mamá! —protestó Yui, al borde de hacer un berrinche, forcejeando en vano por liberarse del firme agarre de su madre.

—¡Prometiste portarte bien, esa fue la condición para traerte aquí! ¿¡Por qué nunca me haces caso!?

—¡P-pero si me estoy portando bien!

En lugar de molestarse por el alboroto frente a ella, Kanata, con su hermoso cabello azul, observaba la escena con una paciente sonrisa.

Escucharlas discutir, sobre todo a Yuki, por un asunto tan trivial, calmaba su atribulado corazón. Le resultaba divertido imaginar las expresiones de las enfermeras justo al otro lado de la puerta. Pero, más importante aún, la situación se le hacía extrañamente nostálgica y familiar. Solía pelear de esa misma forma con Yuki cuando era niña; lo hacían por cualquier cosa, en cualquier momento. En realidad, ninguna de las dos había cambiado mucho desde entonces. Kanata a menudo se preguntaba cómo alguien tan gruñón terminó siendo su mejor amiga; y, aun así, quería a Yuki tanto como a una hermana.

A sus ojos, era la hermana que siempre había pedido a sus padres, pero que nunca le dieron y que llegó inesperadamente tras una mudanza, en forma de una niña malcriada que solo causaba estragos en el vecindario. A pesar de los muchos dolores de cabeza que le dio, los recuerdos felices que compartieron pesaban más y la llenaban de gratitud.

Recordar aquellos tiempos joviales le arrancó una risita que pronto se convirtió en una carcajada. No era común que Kanata se dejara llevar por sus emociones así, pero considerando su delicada situación, hacía mucho que no tenía la oportunidad de reír. El sonido alegre y cálido llenó la habitación, y tanto Yui como Yuki se olvidaron de su discusión, quedándose absortas mientras la miraban.

Al darse cuenta de que se había convertido en el centro de atención, un leve rubor se extendió por las mejillas de Kanata. Intentó recobrar la compostura rápidamente, y después de una pequeña tos, habló con calma y serenidad:

—Oh, vamos, Yuki, siempre tan seria. Relájate un poco y deja en paz a la pobre niña. Terminarás con más canas si sigues así.

—¿¡Perdón!? —exclamó Yuki, llevando una mano a su pecho, visiblemente ofendida—. Debí haber sabido que harías un comentario tan inmaduro. No has cambiado en nada; sigues siendo igual de despreocupada que siempre...

—Dices eso como si fuera algo malo —respondió Kanata con una suave risa—. Bah, estoy segura de que serás tú quien más lo extrañe cuando ya no esté en este mundo.

Al escuchar esto, los ojos castaños de Yuki se agrandaron, y sin dudar un momento, reprendió a Kanata como si hubiera dicho la peor de las cosas.

—¡Kanata! ¿Cómo se te ocurre decir algo así? ¡Nunca más lo repitas! —exclamó, poniéndole ambas manos en los hombros—. No seas pesimista. Sé paciente, ¿sí? En cuanto los doctores descubran qué tienes, podrán darte el tratamiento adecuado. Y cuando eso suceda, te pondrás mejor. Ya lo verás, estoy segura.

Kanata la escuchó atentamente, con los ojos un tanto vidriosos, y le dedicó a Yuki una leve sonrisa, casi sintiendo pena por ella. Aun así, respondió con el tono sereno que la caracterizaba.

—Ah, bueno... respecto a eso... —Kanata hizo una pausa, desviando la mirada hacia Yui, quien las observaba con curiosidad desde el sofá. Luego, hizo un gesto para que Yuki se acercara más—. Los exámenes ya están listos...

—¿D-de verdad? —preguntó Yuki, intentando sonreír—. Es una buena noticia, ¿no? Eso significa que... que pronto saldrás del hospital...

Sin embargo, el nudo en su garganta le impidió continuar, y un sudor frío comenzó a recorrerle la nuca. Yuki desvió la mirada hacia el reloj de la pared, sintiendo que la esperanza a la que se había aferrado tanto se desvanecía con cada segundo que pasaba.

—Creo… que tal vez debería dejarte descansar por hoy. Se está haciendo tarde, y debes estar agotada… Hablaremos mañana, ¿sí?

Kanata frunció el ceño y la detuvo, tomándola de las manos.

—¡No, Yuki, mírame! —dijo con seriedad—. Esto es importante, y cuanto antes lo sepas, mejor será para ti. Tienes que ser fuerte; sé que lo eres, por eso te llamé. Sōjirō ya lo sabe y está en camino. Lo discutiremos con más detalle mañana, pero necesitas saberlo ahora. Debo decírtelo.

Cada palabra perforaba más el corazón de Yuki, haciendo que el color se desvaneciera de su rostro. La intensidad de la mirada de Kanata provocó que su cuerpo comenzara a temblar incontrolablemente. Yuki ya no sabía qué hacer; no quería estar allí.

—¡No, no, no quiero escucharlo! —gritó Yuki, intentando soltarse, pero Kanata la sostuvo firmemente por las manos.

—¡Yuki, ni pienses en irte! —la reprendió, sujetándola con fuerza. Al darse cuenta de que no había otra forma de hacerla entender, Kanata exclamó con la cruda realidad—: ¡Es exactamente lo que temíamos; no hay nada más que hacer, se acabó!

Yuki no pudo soportarlo más. Instintivamente, como lo hacía desde pequeña, se lanzó sobre Kanata, aferrándose con todas sus fuerzas a sus delgados y delicados hombros. Temía que si la soltaba, Kanata desaparecería de su vida en ese mismo instante.

—¡Ay! —exclamó Kanata, con una expresión de dolor cruzando su rostro—. Yuki, sé que es difícil aceptarlo, pero no aprietes tan fuerte. Ya estás un poco grande para eso.

—¡L-lo siento! —respondió con voz temblorosa, soltándola de inmediato. Al ver a Kanata frotándose los hombros con incomodidad, Yuki recordó cuán frágil se había vuelto con el tiempo, lo que le provocó un nudo en la garganta que casi la ahoga. Desbordada por la incertidumbre y la angustia que el futuro sin duda traería, comenzó a retroceder con desesperación. Sin darse cuenta, chocó de lleno con su hija.

—¡Ouch, mamá! ¡Ten cuidado! —se quejó Yui, apartándose del camino a regañadientes y frunciendo el ceño. Había intentado mantenerse a cierta distancia para no interrumpirlas, ya que, aunque no lo admitiera, apreciaba la bonita amistad que existía entre su madre y Kanata. Sin embargo, esta vez algo se sentía fuera de lugar. Estaba confundida y no lograba entender por qué su madre había reaccionado de manera tan desproporcionada. Buscando una explicación, se quedó observándola con atención.

Pero, en lugar de recibir una disculpa por el empujón o una reprimenda por elevar la voz, Yuki se quedó sollozando en silencio. Sus labios se apretaban con fuerza mientras luchaba por contener la oleada de emociones que la embargaban.

—Mamá, ¿qué te sucede? ¿Te sientes mal? ¿Quieres que te traiga agua? —preguntó Yui no una, sino tres veces, con una creciente preocupación en su voz. Al final, ni siquiera su tierno abrazo logró hacerla reaccionar.

La situación comenzó a disgustar profundamente a Kanata. No solo detestaba que se compadecieran de ella, sino que la incapacidad de Yuki para controlarse estaba afectando a la pequeña. Como tantas otras veces, Yuki estaba poniendo a prueba su paciencia, pero esta vez Kanata se sentía agotada y más irritable de lo habitual. Clavándole una mirada intensa con sus ojos verdes, le reprochó con enojo:

—¡Yuki, ya basta! ¿¡Quién está siendo inmadura ahora!? ¡Compórtate como la adulta que siempre te jactas de ser! Si sigues así, vas a terminar asustando a Yui. Mira, si te desmayas, causarás una escena, y no necesitamos a otra enferma en el maldito hospital. ¡Conmigo basta! ¡Soy yo la que debería sentirse terrible, no tú!

Después de ese tenso momento, Kanata recostó la cabeza en la almohada, más cansada de lo que le habría gustado admitir, y soltó un suspiro pesado. No estaba acostumbrada a alzar la voz de esa forma.

Yuki, por su parte, se encogió como una niña pequeña, incapaz de ocultar su incomodidad. Ambas intercambiaban miradas furtivas, cargadas de culpa. Yui, siempre perceptiva en este tipo de situaciones, las observaba con una mezcla de preocupación y reflexión, preguntándose cuál de las dos se sentía más avergonzada por lo ocurrido. Aun así, decidió mantenerse al margen y no decir nada. Suponía que tener a alguien así de cercano vendría con una disputa u otra; era inevitable.

Al final, el que todas terminaran quedándose calladas, resulto ser lo más acertado. Gracias a eso, una inusual pero reconfortante quietud se apodero de la pequeña habitación del hospital. El tic-tac constante del reloj colgado en la pared y el dulce gorjeo de las aves, anunciando el final del día, eran los únicos sonidos que rompían aquel extraño pero gratificante silencio en el que se hallaban inmersas.

Al cabo de un rato, todas dirigieron su atención hacia el ventanal al costado de la cama de Kanata, donde una escena onírica comenzaba a desplegarse ante sus ojos. El sol poniente había teñido la gran ciudad con un tono anaranjado, bañando el parque aledaño con una luz dorada que acentuaba aún más la fugaz belleza del otoño. Era el mismo parque al que Kanata solía mirar cuando necesitaba un respiro de la dura realidad, pero ahora le parecía más hermoso que nunca. Los rayos del sol pronto se filtraron a través de las translúcidas cortinas, tiñendo toda la habitación con un resplandor cálido y carmesí.

Ni siquiera la enfermera de turno se atrevió a entrar para notificarles que había terminado el horario de visitas, quizás porque Kanata le había hecho un gesto con la mirada al divisarla por la rendija de la puerta. Con su salud desgastándose día tras día, Kanata deseaba disfrutar al máximo esos pequeños momentos de paz junto a las personas que tanto amaba. Sabía que ya no podía dar las cosas por sentadas; el tiempo de hacerlo había pasado.

En ese instante, sus pensamientos se dirigieron a su hija, a quien no había visto en semanas, y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en ella. Sin embargo, al ver a Yui bostezar y recostar la cabeza contra su costado, encontró la fuerza para contenerse. Sin darse cuenta, sus dedos comenzaron a deslizarse suavemente por el cabello liso de la niña, un gesto que, aunque sencillo, parecía infundirle una profunda tranquilidad.

«Oh, cielos. Deben de estar exhaustas. Y todo por mi culpa...» pensó Kanata, observándolas a ambas con una mirada tierna, llena de compasión.

Aunque, en el fondo, sospechaba que la verdadera razón de su cansancio no era el viaje en tren a Tokio —después de todo, Kasukabe estaba a solo una hora de distancia, y aun así habían llegado bastante tarde—, era muy probable que hubieran tenido dificultades para encontrar el hospital. Al darse cuenta de esto, Kanata lanzó una breve mirada acusatoria hacia Yuki, quien seguía intentando ignorarla mientras contemplaba por la ventana.

—Claro, el tren nunca se retrasó; seguro se perdieron —pensó Kanata con una leve sonrisa. Conocía bien a Yuki; sabía que jamás admitiría su error. Orgullosa y torpe, siempre le costaba seguir las instrucciones más básicas. Sin embargo, esta vez iba a dejarlo pasar. Kanata estaba agradecida de que estuvieran allí con ella. Su presencia había aliviado el gran dolor que sentía en su corazón desde esa mañana.

Como si captara sus sentimientos, Yui la miró con afecto y le dedicó una radiante sonrisa. En respuesta, Kanata reunió todas sus fuerzas para revolverle el cabello con fuerza, justo como a ella le gustaba. Satisfecha, Yui cerró los ojos, esperando que la paz se asentara. Aunque no entendía completamente la discusión anterior, sabía que se reconciliarían. Después de todo, lo había visto suceder incontables veces antes.

Y, en efecto, Yuki deseaba disculparse con Kanata, lanzando miradas discretas hacia la cama. Las palabras de su amiga, aunque duras, habían dado en el blanco. Sin embargo, a pesar de saber que tenía la razón, seguía sintiéndose profundamente deprimida. La perspectiva de perderla después de toda una vida juntas le rompía el corazón.

¿Qué pasaría con su hermano si la perdía? ¿Y con ella misma, o con su sobrina de apenas un año? ¿Qué sería de Yui, que también sentía un cariño especial por la mujer?

Estas preguntas habían atormentado a Yuki desde que la salud de Kanata comenzó a decaer meses atrás. A pesar de todo, Yuki había tratado de mantenerse optimista, siguiendo el consejo de su amiga. Eso le había brindado algo de consuelo; se aferraba a la esperanza de que Kanata se recuperara, como siempre lo había hecho antes.

Pero ahora, Kanata prácticamente había confirmado lo que más temía, destrozando sus esperanzas y dejándola con una profunda sensación de enfado e impotencia. A diferencia de su amiga, a Yuki no le gustaba complicarse la vida pensando en el futuro; quizás por eso solía meterse en todo tipo de problemas cuando era más joven, con Kanata siempre respaldándola con paciencia en cada ocasión.

Al recordarlo, no pudo evitar esbozar una leve sonrisa de gratitud hacia Kanata, pero al ver el estado debilitado en el que se encontraba, esa sonrisa se desvaneció rápidamente. Se daba cuenta de que ambas estaban obligadas a enfrentarse a un futuro incierto, y esa perspectiva le aterraba.

Yuki no quería que nada cambiara; todo era perfecto tal como estaba, con Kanata siendo una parte esencial de su vida. Por eso, al final, no pudo contener más sus emociones, y el llanto brotó de manera natural. Con un suspiro ahogado, la mujer de cabello rosáceo se rindió a su dolor.

Una mueca de desagrado cruzó el rostro de Kanata, pero no perduró demasiado. Ver a Yuki llorar con tanta amargura le impedía enfadarse con ella. Al contrario, su corazón se llenó de compasión. Aunque ambas ya eran adultas, Kanata aún notaba la diferencia de cuatro años que las separaba y, por lo tanto, seguía sintiéndose responsable de la que alguna vez fue una niña tan impetuosa.

—Por favor, Yuki, no llores... —intentó consolarla Kanata con dulzura—. Fui demasiado dura contigo. No debí gritar; lo siento.

—¡No, Kanata! No tienes que disculparte... yo soy la que debería hacerlo. Me siento tan estúpida.

—No digas eso de ti misma. No lo eres.

—Es solo que… tienes razón en todo —admitió Yuki, luchando por sostener la mirada—. Siempre has tenido razón… Estoy tan confundida y necesitaba sacar todo esto —hizo una pausa, intentando controlar los sollozos—. Sé que suena egoísta, pero… tengo tanto miedo.

—Tranquila, Yuki. Sé que te preocupas por mí, y de verdad lo aprecio —Kanata le sonrió, aunque sus propios ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

Al notar el brillo en los ojos de Kanata, Yuki sintió un nudo en el pecho. Quiso responder, pero antes de que pudiera decir algo, Kanata cambió su tono a uno más ligero y juguetón.

—¿Por qué no te sientas un rato? Con esa cara, pareciera que estás al borde del desmayo, y la verdad, eso me preocupa más que cualquier otra cosa ahora mismo.

Yuki la miró y asintió con una sonrisa temblorosa pero genuina. Oírla bromear en momentos poco oportunos siempre lograba animarla, y hoy no fue la excepción.

—Gracias, Kanata. Eso haré —respondió, sentándose en el sofá y sacando un pañuelo de su abrigo para secarse las lágrimas—. Supongo que estoy un poco cansada; el viaje tomó más tiempo del que esperaba. Perdón.

La negativa de Yuki a admitir que se había perdido hizo que Kanata volviera a sonreír, considerando lanzar otra broma. Sin embargo, al reflexionar sobre ello, decidió no hacerlo, ya que el tema que estaban tratando era demasiado serio. Optó entonces por responder con la seriedad que correspondía.

—Yuki, necesito que entiendas algo: por mucho que lo deseemos, ninguna de las dos puede cambiar lo que está pasando. Tenemos que aceptarlo, ¿de acuerdo?

El rostro de Yuki se tensó de inmediato; estaba claro que era lo último que quería escuchar. Sin embargo, por respeto a su amiga, quien la miraba con tanta comprensión, logró contener sus emociones. Asintió, aunque sin mucho entusiasmo.

«Bueno, eso es mejor que nada» pensó Kanata, resignada. Pero queriendo evitar que Yuki tuviera otra razón para llorar, añadió con firmeza para cerrar la conversación:

—Estoy segura de que ambas coincidimos en que no queremos seguir con este tema, ¿verdad? Mejor hablemos de otra cosa. Se supone que tu visita debería animarme, no hacerme llorar como tú —dijo Kanata, esforzándose por sonreír mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

De inmediato, Yuki se inclinó hacia adelante, lista para ayudarla. Sin embargo, antes de que pudiera ponerse de pie por completo, Kanata la detuvo con un gesto suave.

—No te preocupes, solo era una basurita en el ojo. Ya lo limpié, ¿ves?

Yuki bajó la cabeza, suspirando con pesar.

—Perdón, Kanata. Lo último que quería era hacerte sentir mal, especialmente con todo lo que estás pasando —dijo, con la voz cargada de arrepentimiento—. Siempre dándote problemas, ¿no?

—Bueno, en este punto, ya estoy acostumbrada —admitió Kanata con una ligera sonrisa—. Me has dado más que problemas a lo largo de los años. ¿Y ahora te preocupa eso?

Influenciada por el tono burlón de su amiga y deseando evitar que la situación se volviera aún más tensa, Yuki decidió jugar el mismo juego. Se cruzó de brazos y, fingiendo ofensa, respondió:

—¡Oh, por favor! Eso es culpa tuya. Tu vida habría sido mucho más fácil si simplemente hubieras ignorado a esa molestosa niñita que solía merodear por el vecindario. Pero como decidiste no hacerlo, no te quejes ahora.

—¿En serio? ¿Sabes lo difícil que es ignorar a alguien que te sigue a todas partes, sin mencionar al fastidioso hermano que siempre la acompañaba?

Las dos cayeron en un silencio cómodo, sonriendo al recordar sus viejas aventuras. Pronto, la risa llenó la habitación, creando un ambiente de calidez.

—Siempre tan payasa —comentó Yuki con nostalgia, su suave risa cargada de afecto. —No tienes idea de lo agradecida que estoy por todo.

Kanata la miró con una expresión satisfecha.

—Sabes, Yuki, siento lo mismo. Pero, dejando de lado nuestras viejas historias, creo que ya es hora de que dejemos de ignorar a Yui. Mira, está a punto de quedarse dormida.

Al escuchar su nombre, Yui abrió los ojos y bostezó antes de responder, aún con la cabeza apoyada en el borde de la cama.

—¿Qué dicen? —preguntó, con una sonrisa perezosa—. No me estaba quedando dormida; solo estaba escuchando. Ustedes dos son tan entrañables que me dan ganas de tener a alguien así de cercano algún día.

—Estoy segura de que tu madre está muy feliz de oírte decir eso, Yui. Y, la verdad, yo también me alegro. Sobre todo porque significa que ya no tendré que escuchar las mismas quejas de siempre: que mi hija no tiene amigos, que es muy solitaria, bla, bla, bla... Yo le respondo una y otra vez que no se preocupe tanto, que su hija salió igualita a ella. Pero bueno, así es tu madre.

—¡Kanata! —exclamó Yuki, bastante avergonzada, mientras Yui se esforzaba por contener la risa.

—Pero, hablando en serio, si de verdad quieres tener un buen amigo algún día, vas a tener que esforzarte mucho. Los amigos no aparecen por arte de magia, y mantenerlos es aún más difícil. La clave está en tener mucha paciencia, porque inevitablemente te darán dolores de cabeza —advertía Kanata, fijando su mirada en Yuki, que seguía tan roja como un tomate.

—¿Por qué lo di...? —comenzó Yui, pero antes de que pudiera terminar su pregunta, su madre, ahora aparentemente lista para cerrar el día, interrumpió.

—Oh, cielos. Mira la hora. Tal vez deberíamos regresar al hotel antes de que oscurezca más. ¿No crees lo mismo, cariño? —sugirió Yuki, echando mano del reloj como excusa.

—Preferiría quedarme aquí toda la noche… —intentó decir Yui, pero una vez más no pudo terminar su frase porque esta vez fue Kanata quien la interrumpió.

—¿Llegas tarde y te vas temprano? Muy típico de ti, Yuki.

—¡Oye! No es mi culpa que el tren se retrasara. Te prometo que mañana regresaremos temprano para compensarlo.

Kanata rodó los ojos.

«Otra vez con eso» pensó, meneando la cabeza.

—Además, mira a Yui —añadió Yuki, señalando a su hija—. Está a punto de caerse del sueño.

—Mamá, eso no es verdad…

—Está bien —suspiró Kanata, cruzando los brazos—. Lo dejaré pasar solo por la pequeña.

—¡Pero no quiero irme! —exclamó Yui, intentando soltarse antes de que su madre la tomara. Sin embargo, Yuki, con una sonrisa, la agarró firmemente de la mano y comenzó a guiarla hacia la puerta mientras se despedía de su amiga. Kanata le devolvió la sonrisa, pero su mirada reflejaba una mezcla de emociones. Aunque agitó la mano en un cálido gesto de despedida, su mente estaba llena de dudas y preocupaciones. Lo que realmente le inquietaba no era solo su propia enfermedad, sino también la situación de su hija.

—¡Esperen! —La voz de Kanata se tensó, deteniéndolas en el umbral de la puerta. Yuki se dio la vuelta, mostrando una expresión de sorpresa.

—¿Kanata? ¿Qué ocurre?

—Antes de que se vayan, recordé algo importante que necesito hablar con Yui. De hecho, por eso te pedí que la trajeras. Es algo personal, y preferiría hablarlo en privado. ¿Podrías dejarnos unos minutos a solas?

Yuki se tomó un momento para procesar la información, aunque en realidad, suponía de qué se trataba.

—Solo tenías que pedirlo, Kana. Por supuesto —respondió.

—Gracias, Yuki —dijo Kanata con un suspiro de alivio—. ¿Podrías ayudarla a subir a la cama?

Al oír esto, Yui sintió una ola de emoción y, soltando la mano de su madre, comenzó a saltar de alegría.

—¡Genial, genial! ¿Ves, mamá? Al final no hice nada malo.

Yuki frunció el ceño, un poco molesta.

—¡Claro que lo hiciste! Esto es un hospital, no un parque de juegos. No puedes andar trepándote en las camas solo porque te dé la gana. La única razón por la que te lo permito es porque Kanata lo pidió. Además, quiere hablar contigo de algo serio, así que asegúrate de prestar atención.

—Vamos, Yuki, deja de sermonear a la niña. Que se está haciendo tarde.

Yuki asintió con un suspiro, y con un movimiento cuidadoso, levantó a su hija y la acomodó junto a Kanata. Emocionada, Yui le rodeó el cuello en un fuerte abrazo. Kanata le correspondió con la misma calidez, mirando a Yuki con gratitud.

—Bien, las dejo entonces —dijo Yuki mientras se dirigía a la puerta, pero se detuvo antes de agarrar el picaporte—. Umm… Kanata, ¿qué le digo a las enfermeras? No quiero que me regañen por quedarme después del horario de visitas.

—No te preocupes por eso. No me tomaré más de una hora —bromeó—. Pero si te preocupa, solo diles que soy yo; lo entenderán. Ve a tomarte un café o algo. En serio, tienes muy mal aspecto… un descanso te vendría bien.

—Siempre tan despreocupada —murmuró Yuki con una leve sonrisa, encogiéndose de hombros antes de salir.

Una vez que la puerta se cerró, Yui se inclinó sobre la cama y miró a Kanata con alivio.

—Uff, por fin se fue mamá. Así que esto es lo que querías decir cuando hablabas de tener paciencia...

Kanata dejó escapar una pequeña risa.

—Yui, no hables así de tu madre. Puede que a veces sea un poco difícil, pero es una buena mujer. Estoy contenta con ella, y deberías sentirte afortunada de tener una madre como la tuya.

—Lo sé. Quiero mucho a mamá —admitió Yui con una sonrisa, apoyando su cabeza en el hombro de Kanata—. Y a ti también. Me gusta pasar tiempo contigo.

Kanata, sin esperar una muestra de afecto tan sincera, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Admiraba cómo los niños podían expresar sus emociones de manera tan abierta y honesta. Recordó cuánto había anhelado ser madre, y aunque durante mucho tiempo no lo había logrado, gracias a la generosidad de Yuki pudo experimentar ese amor a través de Yui. La pequeña llenó un vacío en su vida, y seguía haciéndolo, porque en ese instante, Yui era todo lo que podía permitirse como hija. Todo lo que sería, pues en el fondo sabía que nunca llegaría a escuchar a su propia hija, Konata, decir siquiera sus primeras palabras.

Conteniendo sus sollozos lo mejor que pudo, Kanata esbozó una sonrisa, determinada a darle a Yui lo mejor de sí misma mientras aún pudiera.

—Eres un encanto, Yui. Yo también te quiero mucho. Para mí, siempre has sido como una hija... pero no le digas eso a tu madre, o se pondrá celosa.

—No le diré nada a mamá, siempre y cuando me prometas que iremos a la playa de nuevo. Ha pasado más de un año desde la última vez que fuimos —dijo Yui, cruzando los brazos e inflando ligeramente las mejillas.

Kanata sonrió con ternura y la acercó un poco más a ella.

—Oh, así que llevas la cuenta del tiempo. A mí ya se me había olvidado. Todo parece tan lejano ahora, ¿sabes?

Yui la miró con una mezcla de confusión y curiosidad, pero antes de que pudiera responder, Kanata continuó.

—¿Te divertiste?

—¡Sí, muchísimo! Fue increíble. Konata también se divirtió; bueno, a su manera. Balbuceó mucho mientras destruía mi castillo de arena...

—Lo recuerdo, y te ayudé a construir otro, ¿verdad?

—¡Sí! Y esa fue la mejor parte. ¡Quiero hacerlo de nuevo!

—Bueno, me alegra que lo hayas disfrutado tanto, Yui.

—¿Entonces, cuándo iremos de nuevo? —insistió, con esperanza en la voz.

—Oh, créeme, me encantaría. Sin embargo, no estoy segura de poder acompañarlos la próxima vez. Quizás puedan disfrutar sin mí; podrías enseñarle a Konata a hacer castillos de arena...

—Podría, pero me divierto más contigo. No te preocupes, cuando salgas del hospital, iremos todos juntos. Después de todo, siempre te recuperas. Seré una niña paciente, ¿de acuerdo?

Kanata miró por la ventana un momento. Afuera, la oscuridad ya se había asentado, marcando el final de otro día. Se preguntó cuántas semanas más le quedarían. Esa perspectiva sombría provocó un suspiro doloroso en ella. Por supuesto que tenía miedo; tanto, que incluso Yui había comenzado a notarlo. La pequeña la miró con preocupación y apoyó firmemente su cabeza en su hombro. Ya fuera intencionado o no, ese gesto le ofreció un poco de consuelo a Kanata, quien respondió con una sonrisa para tranquilizarla. Aunque trataba de mantenerse fuerte, cada palabra y gesto de Yui le hacía arder el corazón, y no estaba segura de cuánto más podría soportarlo.

Una parte de ella quería enviarla de vuelta con Yuki y olvidar el tema. Desde que esa idea cruzó por su mente, había estado titubeando sobre cuán apropiada era su petición. No quería imponerle nada a la pequeña; no era su responsabilidad. Yui tenía derecho a vivir su infancia sin cargas innecesarias. Sin embargo, la preocupación por el futuro de su hija y la presión de saber que no tendría otra oportunidad semejante la impulsaron a actuar. Con una seriedad inusual, miró a Yui, captando su atención sin necesidad de palabras.

—Yui, dime, ¿qué piensas de Konata?

—¿De Konata? —repitió, algo sorprendida—. Bueno... es tan pequeñita y linda. ¡Me encanta! Se parece mucho a ti.

Kanata sonrió, sintiendo un poco de alivio.

—G-gracias, Yui. No sabes cuánto significa para mí escuchar eso.

—¡Seguro que cuando crezca será igualita a ti! Me encantaría que las tres nos tomáramos una foto juntas algún día.

Al escuchar esas palabras, Kanata no pudo evitar imaginar ese escenario, sabiendo en el fondo que era solo un sueño imposible. Sus emociones la abrumaron, y las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas, seguidas pronto por sollozos incontrolables.

Yui se quedó quieta, sin saber cómo reaccionar. Estaba tan acostumbrada a ver el lado siempre radiante de Kanata que presenciar su llanto le hizo sentir que algo dentro de ella se había roto. La imagen de Kanata en tal angustia la entristecía profundamente, llenándola de una sensación que no sabía cómo manejar.

—Por favor, no llores más —dijo Yui con voz temblorosa, abrazando a Kanata de manera torpe pero con todo su corazón—. Si dije algo malo, lo siento... No lo diré de nuevo.

—Oh, Yui... —Kanata la abrazó con fuerza—. No has dicho nada malo. Por el contrario, dijiste algo muy hermoso, y me emocioné al pensarlo.

—Es la primera vez que te veo llorar así, y no me gusta... —Yui la miró con preocupación.

—Lo sé, lo siento —murmuró Kanata, tratando de calmarla.

—¿Estás triste? ¿Quieres que llame a mamá?

—No es necesario... a menos que quieras presenciar un mar de lágrimas —intentó bromear Kanata, pero su voz se volvió suave y llena de tristeza—. Simplemente... duele saber que no estaré aquí para ver a mi hija crecer...

—¿P-por qué no? —preguntó Yui, su voz llena de preocupación.

—Estoy un poco enferma.

—Pero te vas a poner mejor, ¿verdad?

Kanata suspiró y, con una triste sonrisa, respondió:

—Créeme, me encantaría, pero a veces hay que aceptar que las cosas no siempre son como uno quisiera.

Yui finalmente entendió lo que intentaba decir. Las lágrimas se le agolparon rápidamente en los ojos, pero las contuvo para no hacer que Kanata llorara aún más. Tras un momento de reflexión, habló, sin estar segura si intentaba consolarla o negar la realidad. De cualquier forma, sus palabras estaban llenas de emoción y sinceridad.

—Sabes, una vez tuve una fiebre muy alta, pero mamá y papá me cuidaron hasta que mejoré. Así que no tengas miedo; no te dejaremos sola. Te cuidaremos hasta que todo esté bien otra vez.

Kanata, conmovida, no pudo evitar acariciar su cabello con ternura.

—Aun así, quiero que te lleves bien con Konata.

Yui asintió con confianza.

—No te preocupes, ni siquiera necesitas pedirlo. Ella es mi prima; estoy segura de que seremos inseparables.

Kanata sonrió, pero su tono se volvió más serio.

—Me alegra que pienses de esa forma, pero no siempre es así con los primos o hermanos.

—¿Eh, de verdad? —Yui frunció el ceño, intrigada.

—No necesariamente. Aunque aún eres pequeña para comprenderlo, compartir la misma sangre no siempre garantiza que dos personas se lleven bien. Por otro lado, alguien que no esté emparentado contigo puede llegar a convertirse en parte de tu familia. Como yo y tu mamá; somos como hermanas, ¿verdad?

Yui permaneció en silencio, tratando de comprender la idea.

—No es necesario que le saques humo a tu cabecita con eso ahora —añadió Kanata con una sonrisa suave—. Lo entenderás mejor con el tiempo. Lo que quiero decirte es que, aunque Konata sea tu prima, si realmente quieres llevarte bien con ella y acercarte, eso depende de ti.

Yui asintió lentamente.

—Oh, creo que ahora lo entiendo un poco mejor.

—Y Yui, no te sientas obligada a llevarte bien con Konata solo porque te lo pido. Si resulta ser una niña difícil, no te preocupes si prefieres mantener la distancia —dijo Kanata con una ligera risa—. Pero, si estás dispuesta a ser paciente, como yo he sido con tu mamá, estoy segura de que le harás la vida mucho más fácil. Me preocupa que pueda sentirse sola en el futuro.

—¡Nunca dejaré que eso pase! —exclamó Yui, con lágrimas acumulándose en sus ojos—. Voy a llevarme bien con Konata porque quiero, porque lo digo de verdad. Aunque actúe de manera tonta, nunca dejaré de amarla.

—Y supongo que ya sabes por qué te digo esto, ¿verdad? —preguntó Kanata con suavidad.

Yui, apretando los puños, hundió la cabeza en el pecho de Kanata y asintió con firmeza.

—Siempre has sido tan perceptiva, Yui —dijo Kanata con orgullo, envolviéndola en un abrazo final que ella nunca olvidaría. —Así que, ya que estás dispuesta, ¿podrías cuidarla por mí y darle todo el amor que se merece?

Llorando cada vez más, Yui asintió con fervor, tratando de hablar entre sus lágrimas.

—Lo prometo... puedes estar tranquila... nunca se sentirá sola, porque siempre estaré a su lado.

︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶︶

Al terminar de rememorar, Yui soltó un profundo suspiro. La nostalgia le oprimía el pecho, recordándole por qué prefería evitar esos pensamientos. Aunque habían pasado años desde su muerte, Yui la seguía echando de menos, quizás más de lo que Konata jamás llegaría a hacer. La niña rara vez hablaba de su madre, y aunque Yui había intentado sacar el tema en algunas ocasiones, Konata no parecía mostrar demasiado interés. No podía culparla. Después de todo, nunca la había conocido, y aunque doliera admitirlo, tal vez eso era lo mejor para ambas.

Yui había enfrentado su cuota de tristeza y no quería ahondar más en ella. Perder a Kanata a tan corta edad le había dejado una marca profunda. Lo último que deseaba era que Konata tuviera que cargar con un dolor similar. No quería que, algún día, se sintiera desdichada por no haber conocido a su madre ni que se comparara con los demás, sintiéndose incompleta.

El mayor temor de Yui seguía siendo que este tema surgiera durante una de las visitas de su madre. Conocida por sus palabras sin filtro, Yuki solía hacer que estos encuentros fueran incómodos, a pesar de sus buenas intenciones. A menudo terminaban con ella y Sōjirō sacando el viejo álbum de fotos y sentando a Konata en el medio para mostrárselas, mientras la pequeña apenas prestaba atención. No era para menos: le repetían una y otra vez lo mucho que se parecía a su madre, alguien que, a sus ojos, solo era una figura distante y misteriosa.

Al final, Konata solo quería pasar las páginas lo más rápido posible para regresar junto a ella. Y cuando la niña comenzaba a impacientarse, como sucedía con frecuencia, Yui se veía obligada a intervenir para evitar que esas preciosas fotos terminaran arrugadas o rotas. Sabía que Konata no lo hacía con malas intenciones; solo quería volver a su lado, buscando consuelo en lugar de perderse en recuerdos que para ella no tenían gran sentido. Así que, a pesar de resultarle incomodo, Yui estaba dispuesta a sacrificar su propia tranquilidad para mantener a los adultos contentos, a Konata en calma y, de paso, preservar intactos los preciados recuerdos del álbum.

Claro está, a Yui no le molestaba que Konata supiera qué clase de persona había sido su madre; de hecho, deseaba que algún día llegara a apreciarla tanto como ella. Pero le frustraba que, cuando la familia se reunía, ese fuera el único tema de conversación. Sabía que las comparaciones no llevaban a nada bueno: por mucho que Konata se pareciera físicamente a su madre, seguía siendo alguien diferente en muchos aspectos y nunca sería ella.

Al menos encontraba tranquilidad en saber que, después de soportar esas tediosas tardes, Konata siempre acababa acurrucada a su lado bajo el kotatsu, mientras los adultos seguían conversando hasta altas horas de la noche. Ese pequeño gesto, junto con otros tantos, le aseguraba que la niña encontraba consuelo en su presencia y que el amor que le brindaba era suficiente para hacerla sentir plena y feliz. Si ese amor podía llenar el vacío que Konata no parecía reconocer, entonces Yui podría hallar paz en su corazón. Sabía que estaba cumpliendo su promesa, y para ella, eso era lo único que realmente importaba.

Era algo que iba más allá de una mera obligación; era un amor sincero y genuino, heredado del vínculo que alguna vez tuvo con su madre y que ahora también compartía con Konata. En el fondo, se sentía verdaderamente afortunada de haber recibido la confianza que Kanata le otorgó al confiarle su mayor tesoro.

Ahora, después de todo este tiempo, Yui podía decir con certeza que su corazón ya no dolía tanto. Cuando miraba ese cabello azul como el océano, ya no pensaba en Kanata, sino en la pequeña que iluminaba su vida y que se mantenía aferraba a sus brazos. Con esa paz en mente, cerró los ojos y comenzó a tararear suaves melodías, perdiendo la noción del tiempo. Aunque Konata se había quedado dormida hacía un rato, Yui siguió cantando hasta que el sueño la reclamó también, dejándola profundamente dormida junto a su prima a quien había elegido amar tanto.