DISCLAIMER: Los personajes que aparecen no son de mi propiedad. Pertenecen a J.K. Rowling.
PROHIBIDO ENAMORARSE.
CAPÍTULO 1.
—Iré contigo a la boda.
Creo que estoy alucinando. Reconozco esa voz, pero no puede ser verdad. Me niego a levantar la cabeza del borde de la mesa, donde mis rizos castaños crean un escudo protector a mi alrededor. No puedo creer que esto me esté pasando a mí.
Un carraspeo, seguido de un suspiro de frustración, y entonces se repite de nuevo:
—He dicho que iré contigo a la boda.
Levanto la mirada lo justo y necesario para poder observar al hombre que se alza sobre mi mesa y, en consecuencia, sobre mí. Es tan alto que tengo la necesidad de estirar el cuello para poder mirarlo a la cara. Lo primero que veo es la enorme extensión de su torso enfundado en su característico traje negro. A pesar de que lo conozco desde que tengo uso de razón, me sigue sorprendiendo lo enorme que es. Desde sus hombros anchos hasta sus extremidades kilométricas, que deberían darle un aspecto desgarbado, pero que, por alguna extraña razón, no lo hacen.
Me ha costado muchos años de mi vida reconocer que Draco Malfoy, mi ex-némesis de la infancia y ahora compañero de trabajo, es atractivo. Tanto que resulta incómodo mirarlo. Tiene unos rasgos delicados y elegantes, una nariz que sería la envidia de cualquier escultor renacentista y una boca perfecta, completamente simétrica. Su pelo rubio está pulcramente peinado, y sus ojos no ayudan para nada a suavizar la perfección que emana de cada poro de su piel. Son de un azul tan claro que parecen grises, como si fueran de otro puñetero planeta.
Ojos que me están atravesando en ese mismo instante. Veo cómo alza una ceja (también perfecta) y sus dedos tamborilean encima de mi escritorio mientras espera paciente.
Lo odio.
Bueno, lo mejor sería decir que lo odiaba.
Lo que es la vida. Un día estás dándole un puñetazo en la nariz porque se ha comportado como un completo gilipollas, y al siguiente estás tomándote un café con él en el área de descanso del Departamento de Cooperación Mágica Internacional. Si se lo contaran a mi yo adolescente, le daría un infarto. Pero a mi versión adulta le gusta más esta nueva situación. Esta pequeña "tregua" que pactamos en silencio cuando regresamos a Hogwarts en octavo curso.
La guerra acababa de terminar y yo estaba ansiosa por terminar el último año, por recuperar algo de la normalidad que se nos había arrebatado. Lo que menos me esperaba es que Draco Malfoy decidiera volver también. De nuestro curso solo regresamos ocho personas, así que no nos quedó más remedio que compartir más tiempo del que queríamos juntos. Supongo que pasar tantas horas encerrados en una misma habitación, quisiéramos o no, hizo que las asperezas que había entre nosotros se limaran a través de una conversación tan sencilla y normal como la siguiente:
«Granger, nadie es capaz de decírtelo, pero eres terrible en pociones. Podrías aprender de mí si quisieras.»
«Cuidado, Malfoy. Cualquiera pensaría que te estás ofreciendo a darme clases particulares.»
«Podría ayudarte si tú reconocieras que, por fin, hay algo que se te da peor que a mí.»
Y así comenzó todo.
No fue algo que se diera de repente, sino más bien un proceso lento. Solíamos sentarnos separados en clases, pero cuando terminaban, siempre coincidíamos en la biblioteca. Estudiábamos juntos, en silencio, sin hablar más de lo estrictamente necesario. Y casi sin darme cuenta, nos encontramos sentados en la misma mesa mientras él me ayudaba con una redacción de pociones, y yo a él con unos cálculos de runas antiguas. Pero una vez que abandonábamos la sala de estudios, cada uno tomaba caminos diferentes.
Supongo que la soledad que sentíamos ayudó a que nos acercáramos. Estábamos completamente solos. Por mi parte, Harry y Ron habían decidido continuar su vida sin realizar el último curso en Hogwarts para centrarse en su formación como Aurores, y Draco... Bueno, dudaba que estuviera en el colegio por voluntad propia. No tenía amigos. Apenas se relacionaba con nadie que no fuera un profesor, y el resto de alumnos tampoco se atrevía a relacionarse con él.
Recuerdo escuchar los comentarios crueles e hirientes que le dedicaban cuando lo veían cruzar por algún pasillo. Pero jamás dio muestras de que le importaran en absoluto.
Sí, fue una época muy solitaria y triste... menos esos días en la biblioteca. Cuando solo éramos él, yo, y los miles de libros que nos rodeaban.
Pero después nos graduamos y, como era habitual en nuestra dinámica, acabamos por separarnos sin dedicarnos ni una sola palabra y no supimos nada el uno del otro hasta años después.
Yo llevaba cerca de un año trabajando para el Departamento cuando anunciaron que habría nuevas incorporaciones a lo largo de los siguientes meses. Y un día cualquiera, ahí estaba Malfoy, sentado en el cubículo al lado del mío, sonriéndome como si no hubiera pasado tanto tiempo sin vernos. Por sinergia, adoptamos el mismo modus operandi que en Hogwarts: trabajábamos en silencio, hablábamos solo cuando hacía falta y nos ayudábamos cuando era estrictamente necesario.
No diría que Malfoy y yo fuéramos amigos porque nuestra relación no se asemejaba en nada a una amistad.
Creo que lo más parecido a ser amigos que hemos hecho juntos fue cuando, en la cena de empresa del año pasado, me pasé con las copas de vino y acabé vomitando en los baños del Ministerio. Draco me acompañó a los servicios, me recogió el pelo mientras echaba hasta la primera papilla. Me dejó en la puerta de casa sana y salva y prometimos que jamás tocaríamos ese tema. Tampoco sé si los cafés que hemos compartido en la sala de descanso se catalogarían como algo que harían unos amigos. O todas esas plumas que me ha prestado porque siempre pierdo las mías. O las veces que le he dejado una barrita energética sobre su montaña de pergaminos porque tengo la firme sospecha de que solo se alimenta del oxígeno que respira.
La conclusión es que ya no nos odiamos; simplemente hemos aprendido a convivir cerca del otro sin sufrir las consecuencias.
Así que me sorprendo cuando escucho su ofrecimiento. Lo miro como si le hubiera salido una cabeza extra. Si no lo conociera tan bien, diría que está colocado hasta las cejas. Es imposible que haya escuchado la conversación que acabo de tener hace unos segundos con Huggin, ¿verdad?
—¿Qué? —murmuro, fingiendo demencia.
Malfoy vuelve a hacer ese sonidito horripilante con los dedos, pero esta vez lo hace encima del sobre dorado que descansa sobre un libro de Derecho Mágico. No puedo evitar mirar la caligrafía pulcra, de un bonito color esmeralda, y el estómago se me contrae cuando leo lo que hay encima del sello todavía sin romper.
«Mr. & Mrs. Macmillan.»
Siento ganas de vomitar. Creo que realmente voy a hacerlo, pero la voz de Malfoy impide que lo haga.
—Huggin te ha pedido que asistas a la boda como representante de todo el Departamento porque, según él, tiene un viaje de negocios importante y no va a poder asistir —dice despacio, como si estuviera hablando con una niña pequeña y tuviera que ponerse a su nivel intelectual—. Y desde entonces, cada vez que miras la invitación, pones cara de haber contraído alguna enfermedad venérea, así que deduzco que hay algún motivo oculto por el cual no quieres ir.
¿Dije que lo odiaba? ¿En pasado? Retiro lo dicho. Detesto que sea capaz de leerme como si fuera un libro abierto y, lo peor de todo, es que tiene razón.
¿Quién, en su sano juicio, acudiría a la boda del tío que te hizo creer que eras la mujer de su vida durante meses, solo para luego descubrir que tú eras la otra en la relación? ¿Qué, mientras estaba conmigo, formaba la vida de sus sueños por detrás y que acabé descubriendo su compromiso a través de la prensa? ¿Qué jamás tuvo las agallas de hablar conmigo del tema y que su actitud se basó en fingir que yo no existía?
Por supuesto que Huggin, mi jefe, desconocía todos estos datos cuando me pidió que acudiera en su nombre. Y me lo ha pedido exclusivamente a mí porque se supone que yo asumo el mando cuando él no está. Ahora mismo, a ojos de los demás, soy la responsable en funciones. La cara pública del puto Departamento de Cooperación Mágica Internacional.
Joder.
Y yo no podía decirle que no cuando se trataba de un acto con tanto trasfondo político. El hijo del Ministro de Magia, Ernie Macmillan, casándose con nada más y nada menos que la hija del Ministro muggle. Por el amor de Dios. Nadie hablaba de otra cosa. En cada pasillo, en cada calle, en cada rincón del Callejón Diagon. Todo el mundo hablaba de la boda del año, del gran intercambio cultural y del beneficio que eso supondría para ambas sociedades.
Pero, a pesar de que creía tenerlo bajo control, no era así. Una parte de mí seguía sumida en un dolor profundo porque una cosa era verlo en la portada de El Profeta, pero otra muy distinta era tener que presenciarlo con mis propios ojos.
Así que no me atrevo a mirar a Malfoy. Temo que sea capaz de leerme la mente y descubra el verdadero motivo que hay detrás de todo. Por el momento, prefiero que piense que tengo una ETS antes que la vergonzosa verdad. Aparto su mano de un manotazo y me enderezo sobre la silla.
—No recuerdo haber pedido tu ayuda, Malfoy.
Ni siquiera sé por qué se está ofreciendo, la verdad. Pero me decido a ignorarlo por completo mientras reordeno los papeles que hay desperdigados sobre el escritorio. Evito tocar la invitación en todo momento. Pero él no se va; sigue allí de pie, tapando con su altura la poca luz que entra en el diminuto cubículo.
—Es por el gilipollas de Macmillan, ¿verdad? —susurra tan bajito que, por un momento, creo que me lo he imaginado.
Levanto la mirada despacio, sin pestañear, porque de repente siento que se acaba de abrir un agujero bajo mis pies y estoy en caída libre. ¿Malfoy no...? No. Es imposible que lo sepa si ni siquiera he sido capaz de contárselo a Ginny. O a Harry. A nadie. Porque la vergüenza y el dolor eran tan intensos que mi forma de gestionarlo fue sumirme en un silencio sepulcral.
Pero por cómo me está mirando sé que lo sabe. Tiene los ojos ligeramente entrecerrados y su rostro está desprovisto de esa socarronería tan característica en él. Está serio. Completamente despojado de cualquier expresión. Solo le he visto esta cara en las reuniones, cuando habla de algo de lo que tiene un conocimiento férreo y absoluto.
Oh, mierda, lo sabe.
Mierda.
Mierda.
No sé de dónde saco la fuerza, pero me levanto impulsada por una rabia que desconocía que tenía dentro de mí hasta ahora. Rodeo el escritorio y lo agarro por un brazo. Tiro de él, o más bien lo intento, pero tiene la amabilidad de dejarse llevar. Recorro todo el departamento consciente de que los demás empleados nos miran con extrañeza. Pero mi visión está completamente roja por la rabia. Solo soy capaz de ver la puerta del área de descanso, situada al final de la enorme sala, y rezo porque nadie la esté usando en ese mismo instante.
Con la mano libre abro la puerta y con la otra empujo a Malfoy a su interior cuando compruebo que, efectivamente, no hay nadie. Saco la varita del bolsillo de los pantalones y lanzo un hechizo para cerrar la puerta y otro para silenciar nuestras voces, para que nadie pueda escucharnos desde el exterior. Y solo cuando estoy completamente segura de que estamos solos, me giro en su dirección.
Malfoy tiene las manos alzadas en posición de defensa porque, sin darme cuenta, lo estoy apuntando con la varita. Directamente al corazón.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto al borde de la histeria. No responde; simplemente me mira—. Malfoy, ¿quién te lo ha dicho?
Tiene el descaro de encogerse de hombros y, como si nada, responde:
—Tú.
—¿Yo?
Observo que baja las manos hasta agarrar mi varita por el mango. Sus enormes dedos cubren la totalidad de mis manos y presiona hasta abajo, llevando el extremo del arma hacia nuestros pies.
—Sí, Granger. Tú. —responde sin soltarme la mano todavía—. ¿Recuerdas aquella cena de empresa donde te bebiste hasta el agua de los floreros?
No. No. No.
No quiero seguir escuchándolo, pero Malfoy continúa hablando, haciendo realidad mis más oscuras pesadillas.
—No parabas de decir cuánto odiabas a Macmillan y lo mucho que te encantaría que la prensa se enterara de la verruga con el tamaño de una snitch que tiene en el...
—¡Vale, para! —le exijo porque ya he tenido suficiente.
Pero, por supuesto, Malfoy continúa.
—Te pasaste todo el camino a tu casa enumerando todas las maldiciones, legales, por supuesto, que podías lanzarle para que sufriera lo mismo que él te hizo sufrir a ti. —su voz sigue siendo suave y no está impregnada de ningún tipo de maldad—. Así que no hay que ser muy inteligente, Granger, para atar cabos de que Macmillan era la razón de que pasaras todas las semanas anteriores llorando por cada esquina del Ministerio.
Me llevo las manos a la cara. Esa maldita noche... Había pasado muy poco tiempo desde que todo ocurrió. Tener el corazón roto y que hubiera barra libre con acceso ilimitado a litros de alcohol no era, al parecer, una buena combinación. Tengo lagunas de esa noche. A día de hoy, solo recordaba los dedos fríos de Malfoy sobre mi nuca mientras me apartaba el pelo, y el peso de su brazo sobre mi cintura cuando me arrastró por las cuatro plantas de mi bloque hasta dar con mi apartamento.
Siento unas ganas terribles de llorar, pero lo que más me desconcierta es que también me recorre un profundo alivio. Llevar el peso de ese secreto a solas durante tantos meses y que por fin hubiera alguien con quien compartirlo, aunque ese alguien fuera Malfoy, era liberador.
—¿A quién más se lo has contado? —pregunto, cerrando los ojos durante unos segundos.
Prefiero no tener que enfrentarme a su mirada. Detrás del alivio está la humillación ante la posibilidad de que alguien más sepa este detalle tan íntimo de mi vida. Un detalle que me he esforzado muchísimo por olvidar y que, sin saber cómo, siempre acababa volviendo a mi vida.
—Me sorprende que pienses que tengo amigos con los que criticar tu vida amorosa, Granger —responde Malfoy y se lleva una mano al pecho, fingiendo algún tipo de dolor imaginario. Su mirada se vuelve seria cuando añade—: Pero no, no he contado tu oscuro secreto a nadie. Puedes estar tranquila.
Nos miramos fijamente durante un largo rato. Sus ojos azules están fijos en los míos y sé que dice la verdad. No sé si es por todo el tiempo que hemos pasado juntos o si es algo parecido a la intuición, pero, simplemente, lo sé. El antiguo Draco Malfoy no hubiera desaprovechado la ocasión para ir corriendo a los medios y vender esa información a cambio de destruirme la vida y, de paso, ganar unos cuantos galeones en el proceso.
Pero el Draco que había conocido estos años atrás... Era más comedido y serio. Prefería pasar desapercibido ante el resto que llamar notablemente la atención. Huía de cualquier tipo de reconocimiento, aunque lo mereciera, y no hacía las cosas porque esperara recibir algo a cambio.
—No entiendo por qué te ofreces a venir a la boda conmigo, Malfoy. ¿Es porque te doy pena?
—No te creas tan importante. —responde y veo cómo se lleva las manos a la cintura. Creo que es el gesto más humano que le he visto hacer nunca—. Desde que ese capullo te dejó, tu rendimiento en la oficina deja bastante que desear y he estado haciéndome cargo del papeleo que, en teoría, te corresponde a ti. Así que lo hago por mí, porque quiero salir de la explotación laboral en la que me tienes sumido desde hace meses.
No sé qué decir. A mi favor, creía que era buena fingiendo que no me pasaba absolutamente nada. Desde mi perspectiva, nadie se había dado cuenta de cuánto me había afectado toda la situación. Bueno, quizás sí que dejara sin leer un expediente. O quizás fueron dos. O tres. Expedientes que luego aparecían en mi mesa subrayados, redactados y listos para enviar. Todos con la caligrafía de Malfoy.
Tal vez sí que era verdad que en las reuniones semanales me había visto incapaz de terminar alguna presentación porque mi mente se quedaba en blanco, y cada una de esas veces era Draco quien terminaba por mí.
Y yo que pensaba que era porque no podía evitar sacar a relucir al egocéntrico que llevaba dentro.
—Vale, puede que tengas algo de razón. —admito, con las mejillas sonrosadas por la vergüenza.
Malfoy levanta una ceja.
—Vale, tienes toda la razón. Pero no sé cómo el hecho de que tú vayas conmigo va a solucionar algo.
Observo cómo aprieta la mandíbula y, por primera vez en mi existencia, lo noto dudar.
—Quizás si te quitas de la cabeza a Macmillan de una maldita vez yo —se señala el pecho con el dedo índice— pueda salir a una hora decente de la oficina, Granger. Así que sí, iré contigo a la puñetera boda si con eso consigo que vuelvas a ser la sabelotodo insufrible que eras antes.
Volvemos a mirarnos en silencio de nuevo. Me tiemblan las piernas y tengo que sentarme en uno de los pufs morados que hay desperdigados por toda la salita. Dios mío, soy un desastre. Mi vida es un desastre. Y Malfoy está siendo testigo de todo. Tiene un asiento predilecto en el palco del teatro donde emiten la comedia que es mi vida. Y yo le he regalado entradas gratis.
Lo peor es que, cuando pienso en la rabia que siento recorrer cada parte de mi cuerpo, no siento que sea por Ernie, sino más bien por mí. Por no haberme dado cuenta de todo antes, por no ser capaz de ver las señales. Por permitirle entrar donde nadie nunca había entrado y destrozarlo todo por completo.
Me odio más a mí de lo que lo odio a él.
Pero quizás eso era lo que me hacía falta para pasar página. Que él viera cómo me daba absolutamente igual. Que, contra todo pronóstico, lo había sacado de mi vida con la misma facilidad con la que él me había sacado de la suya. Sabía que sola no podía hacerlo, pero si Malfoy estaba ahí...
—La celebración de la boda dura una semana, Malfoy. Prácticamente hay un evento al día hasta la celebración oficial —le advierto, por si no se había enterado, aunque lo dudaba porque no se hablaba de otra cosa.
Silencio por su parte. Solo me mira con su imperturbable mirada de acero, sus rasgos asquerosamente perfectos y su traje imposiblemente impecable.
—Habrá muggles por todas partes. Y cámaras. Muchas cámaras y periodistas.
Más silencio. No parece que el escrutinio mediático al que seremos sometidos lo asuste lo más mínimo.
—Mañana es la primera cena oficial y tenemos que ir vestidos de etiqueta. ¿Sabes siquiera lo que es un esmoquin? ¿Y una pajarita?
Malfoy coge aire y lo expulsa despacio, como si estuviera recolectando algo de paciencia. Veo cómo endereza los hombros y se aprieta el nudo de la corbata, como si esto fuera una reunión de negocios más.
—¿Has acabado, Granger? —pregunta.
Asiento porque no sé qué más decir para disuadirlo.
—Bien. Mándame una lechuza con la hora y pasaré a buscarte.
Y, sin más, sale de la habitación dejándome peor de lo que estaba hace quince minutos.
