Hola! estoy de vueta con una nueva adaptacion de una historia de la cual quede enganchada de a Colleen Hoover.

Como todas sabemos, estos personajes no me pertenecen y solo me dicierto adaptando estas historias.

Cap. 1

Desde la baranda donde estoy sentada, con un pie a cada lado, miro la caída de doce pisos que me separa de las calles de Boston y no puedo evitar pensar en el suicidio. No en el mío. Mi vida me gusta lo suficiente como para querer apurarla hasta el final. Estoy pensando en otras personas, en las razones que llevan a alguien a decidir acabar con su vida.

Me pregunto si se arrepentirán; si durante los segundos que pasan entre que se sueltan de la cornisa e impactan contra la acera, miran hacia el suelo que se acerca a toda velocidad y piensan: «Mierda, la he cagado». Diría que no.

La muerte es algo en lo que pienso a menudo, y hoy con más motivo, teniendo en cuenta que acabo de pronunciar —hace apenas doce horas— uno de los discursos más épicos que la gente de Plethora, en el estado de Maine, ha presenciado en toda su vida. Bueno, vale, tal vez épico no sea la palabra más adecuada para definirlo, tal vez sería más adecuado llamarlo desastroso; supongo que depende de si me lo preguntas a mí o de si se lo preguntas a mi madre. «Mi madre, que probablemente no volverá a dirigirme la palabra hasta dentro de un año.»

El discurso que he pronunciado no va a pasar a la historia, eso está claro. No ha sido como el que pronunció Brooke Shields en el funeral de Michael Jackson, o el de la hermana de Steve Jobs, o el hermano de Pat Tillman, pero ha sido épico igualmente.

Al principio estaba nerviosa. Al fin y al cabo, estamos hablando del funeral del prodigioso Charlie Swan, el adorado alcalde de mi ciudad — Plethora, Maine—, que era también dueño de la agencia inmobiliaria más importante del municipio. Marido de la adorada Renner Swan, la auxiliar docente más venerada de todo Plethora, y padre de Isabella Swan, la chica rara con ese pelo rojo tan poco formal, esa que se enamoró de un sin techo para gran vergüenza de su familia.

Esa soy yo, yo soy Bella Swan y Charlie era mi padre. En cuanto acabé de pronunciar el discurso, cogí un avión de vuelta a Boston y me colé en la primera azotea que encontré.

Insisto, no tengo intención de suicidarme; no pienso saltar desde la azotea. Pero necesitaba aire fresco y un lugar tranquilo, y es imposible encontrarlo en mi apartamento, ya que vivo en un edificio de tres plantas sin azotea y, para empeorar las cosas, mi compañera de piso se pasa el día cantando. No se me había ocurrido que haría frío aquí arriba. No es insoportable, pero tampoco es agradable, aunque al menos veo las estrellas.

Los padres muertos, las compañeras de piso exasperantes y los discursos cuestionables no parecen tan terribles cuando el cielo está lo bastante despejado para apreciar la grandiosidad del universo.

Me encanta que el cielo me haga sentir insignificante. Me gusta esta noche. Espera, voy a escribirlo otra vez, porque va a ser más preciso si lo escribo en pasado. Me gustaba esta noche. Pero, por desgracia para mí, la puerta acaba de abrirse con tanta fuerza que espero ver aparecer a un humano disparado.

La puerta se cierra de un portazo y oigo pasos rápidos. No me molesto en mirar. Sea quien sea, dudo que me vea, porque estoy en un sitio muy discreto, en el murete que sirve de baranda, a la izquierda de la puerta. Ha entrado con tantas prisas que no es culpa mía si piensa que está solo. Suspiro en silencio, cierro los ojos y apoyo la cabeza en la pared estucada a mi espalda, maldiciendo al universo por haberme arrebatado mi momento de paz e introspección. Lo menos que podría hacer el universo para compensarme es asegurarse de que la persona que ha entrado sea una mujer y no un hombre.

Si voy a tener compañía, preferiría que fuera femenina. Soy bastante fuerte y podría defenderme de muchos hombres, pero estoy demasiado cómoda y no me apetece quedarme a solas con un desconocido en plena noche. Si me sintiera insegura, querría marcharme, y no me apetece hacerlo. Como acabo de decir, estoy a gusto aquí. Finalmente, vuelvo la cabeza hacia la izquierda y mis ojos se posan en la silueta asomada al muro. Y no, no ha habido suerte, es obvio que es un hombre. Aunque está inclinado, se nota que es alto. Y ancho de hombros, lo que contrasta con la fragilidad que transmite al sujetarse la cabeza entre las manos.

Desde donde estoy me cuesta distinguirlo, pero su espalda sube y baja cada vez que inspira hondo y suelta el aire. Parece estar a punto de sufrir una crisis nerviosa. Me pregunto si debería hablar, o al menos carraspear, para que sepa que estoy aquí, pero mientras sigo dudando, él se da la vuelta y le pega una patada a una de las tumbonas de terraza que hay a su espalda. Me encojo al oír chirriar la tumbona sobre el suelo de la terraza. Como el tipo no sabe que tiene público, no se conforma con un solo golpe, sino que sigue pateándola, una y otra vez. Pero la tumbona no se rompe; lo único que hace es desplazarse, cada vez más lejos. «Tiene que estar hecha de polímero para barcos.»

Una vez mi padre topó con el coche contra una mesa hecha de polímero para embarcaciones y la mesa se rio en su cara. El parachoques se abolló, pero la mesa no sufrió ni un arañazo. El tipo debe de haberse dado cuenta de que no va a ser capaz de derrotar a un material tan resistente, porque al fin deja de darle patadas a la tumbona.

Se ha quedado quieto, contemplándola con los puños apretados a los lados. Francamente, me da un poco de envidia. El tipo acaba de descargar su rabia contra un mueble de jardín y se ha quedado tan pancho. Es obvio que ha tenido un mal día, igual que yo, pero mientras yo me lo guardo todo dentro hasta que acaba saliendo en forma de respuesta pasivoagresiva, él ya se ha librado de todo.

Mi manera favorita de lidiar con la frustración es la jardinería. Antes, cuando me estresaba, salía al jardín y arrancaba todas las malas hierbas que encontraba. Pero desde que me mudé a Boston, hace dos años, no he vuelto a tener jardín. Ni siquiera un patio. Y tampoco malas hierbas. «Tal vez debería comprarme una tumbona hecha de polímero para barcos.» Me quedo mirando al tipo, preguntándome si piensa moverse en algún momento, pero sigue inmóvil, contemplando la tumbona. Al menos ya no aprieta los puños. Tiene las manos apoyadas en las caderas y por primera vez me fijo en que la camisa le queda pequeña a la altura de los bíceps. El resto de la camisa le va a la medida, pero tiene los brazos enormes. Se palpa los bolsillos hasta que encuentra lo que busca y se enciende un porro, me imagino que para acabar de calmarse.

Tengo veintitrés años, he ido a la universidad y he fumado un par de porros. No tengo nada en contra de que este tipo quiera colocarse en privado. Pero esa es la cuestión: que no está solo; lo que pasa es que todavía no lo sabe. Da una calada larga y se vuelve hacia el murete. Me ve mientras suelta el humo. Cuando nuestros ojos se encuentran, se queda quieto. No parece sorprendido, pero tampoco parece alegrarse de verme. Está a unos tres metros de distancia, pero hay bastante luz para poder seguir el rumbo de su mirada. Me examina de arriba abajo, pero no soy capaz de adivinar qué está pensando. Este tipo es de los que no muestran sus cartas. Tiene los ojos entornados y la boca apretada, formando una línea fina, como si fuera una versión masculina de la Mona Lisa.

—¿Cómo te llamas? —me pregunta.

Su voz me retumba en el estómago. Mala cosa. Las voces no deben pasar de los oídos, pero, a veces —en mi caso, muy pocas veces—, una voz se cuela más allá y reverbera por todo mi cuerpo. Y él tiene una de esas voces. Profunda, la voz de alguien seguro de sí mismo, y al mismo tiempo suave como la mantequilla. No le respondo, y él se lleva el porro a los labios y da otra calada.

—Isabella —respondo al fin, y odio la voz que me ha salido, tan débil que parece improbable que le haya llegado a los oídos.

Es imposible que le haya resonado por todo el cuerpo. Alza la barbilla y ladea la cabeza, señalando en mi dirección.

—¿Podrías bajar de ahí, Isabella?

Solo en ese momento me doy cuenta de que está muy tieso, rígido, como si temiera que fuera a caerme de aquí. No voy a caerme. El murete tiene unos treinta centímetros de ancho y estoy más cerca de la azotea que del vacío. Si perdiera el equilibrio, podría agarrarme y, además, tengo el viento a favor. Bajo la vista un momento antes de devolverle la mirada.

—No, gracias. Aquí estoy bien.

Se da un cuarto de vuelta, como si no pudiera soportar mirarme directamente.

—Por favor, baja de ahí. —Aunque lo ha pedido por favor, su tono es más exigente—. Aquí tienes siete tumbonas vacías.

—Más bien seis —le corrijo, recordándole que ha estado a punto de asesinar a una de las pobres tumbonas, pero a él no le parece gracioso. Al ver que no le hago caso, da un par de pasos hacia mí.

—Te separan diez centímetros de la muerte y ya he tenido una ración demasiado grande por hoy. —Me pide que baje con la mano—. Me estás poniendo nervioso; así no hay quien se coloque.

Pongo los ojos en blanco antes de pasar la pierna al otro lado del murete.

—Por Dios, no; que no se malgaste un porro. —Bajo al suelo de un salto y me limpio las manos en los vaqueros—. ¿Mejor así? —pregunto, caminando hacia él.

Él suelta el aire, como si lo hubiera estado conteniendo todo ese tiempo. Paso por su lado mientras me dirijo a la zona de la azotea con mejores vistas sobre la ciudad, y no puedo evitar fijarme en lo monísimo que es. Aunque llamarlo mono es un insulto. No es mono, es belleza en estado puro.

Va muy bien arreglado y rezuma dinero por todos los poros. Parece varios años mayor que yo. Se le forman arruguitas en las comisuras de los ojos mientras me sigue con la mirada. Parece tener los labios fruncidos constantemente, pero no es cierto; es su forma natural. Cuando llego a la otra fachada del edificio, la que da a la calle, me apoyo en el murete y contemplo los coches, tratando de que no se me note lo impresionada que estoy. Ya solo por el corte de pelo que lleva se nota que es uno de esos tipos que levantan pasiones, y paso de alimentar su ego. No es que de momento haya hecho nada que me haga pensar que tiene un ego exagerado, pero lleva una camisa Burberry y no es algo que pueda llevar todo el mundo en una situación informal.

Oigo pasos que se acercan por detrás y veo que se apoya en la baranda, a mi lado. Con el rabillo del ojo lo veo dar otra calada al porro. Cuando acaba, me lo ofrece, pero yo lo rechazo. Lo último que necesito es estar colocada cerca de este tipo; su voz es una droga en sí misma. Quiero volver a oírla, por eso le pregunto:

—Y ¿qué te ha hecho esa pobre tumbona para que te pongas así?

Él me mira. Me mira de verdad. Sus ojos capturan los míos y se queda observándome intensamente, como si pudiera leer todos los secretos que oculto. Nunca había visto unos ojos tan oscuros como los suyos. O tal vez sí; tal vez me parecen más oscuros porque van acompañados de un cuerpo y un rostro intimidantes. No me responde, pero no pienso darme por vencida. Si me obliga a dejar mi refugio en un murete la mar de cómodo, lo menos que puede hacer es entretenerme respondiendo a mis preguntas entrometidas.

—¿Es por una mujer? —insisto—. ¿Te han roto el corazón? Él se ríe con desgana.

—Ojalá mis problemas fueran tan triviales. —Se apoya en la pared y me mira cara a cara—. ¿En qué piso vives? —Se chupa los dedos y pellizca la punta del porro antes de guardárselo en el bolsillo—. No te había visto nunca.

—Es que no vivo aquí. —Señalo hacia mi casa—. ¿Ves ese edificio de seguros? Entorna los ojos hasta que lo localiza.

—Sí.

—Pues yo vivo en el de al lado. Desde aquí no se ve. Es demasiado bajo, solo tiene tres plantas. Vuelve a acercase al murete y se apoya en un codo para seguir mirándome.

—Y si vives allí, ¿qué haces aquí? ¿Tu novio reside en el edificio?

Su pregunta me hace sentir incómoda. Es un intento de tirarme la caña demasiado obvio y sé que puede hacerlo mejor. Tengo la sensación de que no se ha molestado porque considera que no estoy a su altura.

—Tenéis una azotea muy chula —respondo. Él alza una ceja a la espera de que añada algo más. —Quería tomar el aire. Necesitaba un sitio donde poder pensar tranquila. Busqué en Google Earth y este es el bloque de viviendas con una azotea decente más cercano que he encontrado.

Él me dirige una sonrisa.

—Al menos eres práctica. Es una buena cualidad.

«¿Al menos?» Asiento, porque al menos soy práctica. Y es una buena cualidad.

—¿Por qué necesitabas tomar el aire? —me pregunta. «Porque hoy hemos enterrado a mi padre; he pronunciado un panegírico épicamente desastroso y ahora me cuesta respirar.» Miro al frente y suelto el aire lentamente.

—¿Podríamos estar en silencio un rato?

Él parece aliviado por mi petición. Se apoya en la baranda con un brazo colgando sobre el vacío y la mirada fija en la calle, y permanece así un rato. Yo no dejo de mirarlo. Supongo que él se da cuenta de que lo estoy observando, pero no parece importarle.

—Un tipo se cayó desde aquí el mes pasado —dice.

De buenas a primeras su falta de respeto por mi petición de silencio me habría molestado, pero me ha dejado intrigada.

—¿Fue un accidente?

Él se encoge de hombros.

—No se sabe. Fue al atardecer. Su mujer contó que estaba preparando la cena cuando él le dijo que subía a la azotea a sacar una foto de la puesta de sol. Era fotógrafo profesional. Sospechan que se inclinó sobre la baranda para obtener una mejor panorámica y resbaló. Miro la cornisa y me pregunto cómo es posible que alguien corra el riesgo de caer por accidente, pero entonces recuerdo que hace un momento yo estaba sentada en el murete, con una pierna a cada lado. —Cuando mi hermana me contó lo que había pasado, en lo único en lo que pude pensar fue en si logró sacar la foto o no. Deseé que la cámara no hubiera caído con él. Sería una pena, ¿no? Caer por culpa de tu amor por la fotografía y no lograr salvar la imagen que te ha costado la vida. Su lógica me hace reír, aunque no estoy segura de que sea correcto reírse en esta situación.

—¿Siempre dices todo lo que piensas?

Él se encoge de hombros.

—A la mayoría de la gente no.

Sonrío. Me gusta que no me trate como a la mayoría de la gente, a pesar de que no me conozca de nada. Apoya la espalda en el murete y se cruza de brazos.

—¿Naciste aquí?

Yo niego con la cabeza.

—No, nací en Maine, pero vine a vivir aquí cuando acabé la universidad.

Arruga la nariz e incluso así está sexy. Quién se iba a imaginar que acabaría el día contemplando a un tipo vestido de Burberry y con un corte de pelo de doscientos dólares haciendo muecas.

—Así que estás en el purgatorio, ¿no? Es una mierda.

—¿A qué te refieres?

Él sonríe de medio lado.

—Los turistas te tratan como si fueras de aquí y los de aquí te tratan como si fueras de fuera.

Me echo a reír.

—Caramba, lo has clavado.

—Yo solo llevo aquí dos meses, así que ni siquiera he entrado en el purgatorio. Me llevas ventaja.

—¿Qué te trajo a Boston?

—La residencia. Y mi hermana, que vive aquí. —Golpea el suelo con el pie y añade—: Justo debajo de nosotros, de hecho. Se casó con un bostoniano experto en tecnología y se han comprado la planta entera.

Miro hacia abajo.

—¿La última planta entera?

Él asiente.

—Y el muy cabrón trabaja desde casa. Ni siquiera tiene que quitarse el pijama y gana una millonada.

«Pues sí, menudo cabrón.»

—Y ¿qué tipo de residencia estás haciendo? ¿Eres médico?

Él asiente.

—Neurocirujano. Me queda menos de un año para acabar y ya lo seré oficialmente.

Es elegante, habla bien, es inteligente... y fuma marihuana.

—¿Es correcto que los médicos fumen porros?

Él me dirige una sonrisa irónica.

—Probablemente no, pero si no tuviéramos una vía de escape, habría más gente saltando desde los tejados, te lo aseguro.

Está apoyado en el murete, mirando al frente, con la barbilla sobre los brazos. Tiene los ojos cerrados y parece estar disfrutando del viento que le da en la cara. Tal como está ahora no resulta tan intimidante.

—¿Te cuento algo que solo sabe la gente de aquí?

—Claro —responde, volviendo a fijarse en mí.

Señalo hacia el este.

—¿Ves ese edificio? ¿El que tiene el tejado verde? Él asiente. —Detrás hay otro, que da a Melcher Street. Y en la azotea de ese edificio hay una casa, una casa de verdad. Desde la calle no se ve y el edificio es tan alto que mucha gente no sabe que la casa existe.

—¿En serio?

—Parece que lo he impresionado.

—Sí. —Asiento con la cabeza—. Lo vi mientras andaba en Google Earth y busqué más información. Al parecer los dueños lograron la licencia de obras en 1982. Debe de molar mucho, ¿no crees? ¿Vivir en una casa en lo alto de un rascacielos?

—Tendrías toda la azotea para ti sola.

No lo había pensado. Si fuera mía, podría plantar un jardín ahí arriba. Tendría una válvula de escape.

—¿Quién vive ahí? —me pregunta.

—Nadie lo sabe. Es uno de los grandes misterios de Boston. Él se echa a reír y me dirige una mirada curiosa.

—¿Cuál es el otro gran misterio de Boston?

—Tu nombre.

Cuando acabo de decirlo, me doy una palmada en la frente. Ha sonado tan forzado y patético que la única salida que me queda es reírme de mí misma. Él sonríe.

—Me llamo Jacob. Jacob Black.

Suspiro y me encojo.

—Es un nombre fantástico.

—Y ¿por qué lo dices en ese tono tan triste?

—Porque daría cualquier cosa por tener un buen nombre.

—¿No te gusta Isabella?

Y Ladeando la cabeza, alzo una ceja.

—Es que me apellido Swan. Jacob guarda silencio, pero noto que se está aguantando la risa. En inglés, Swans significa «Cisne». Sin palabras.

—Lo sé. Está muy bien si eres una niña de dos años, pero para una mujer de veintitrés es un nombre espantoso.

—Un nombre es un nombre, tengas la edad que tengas. Los nombres no se nos quedan pequeños con la edad, Isabella Swan.

—Pues qué pena. Por otro lado Adoro las flores, las plantas; cultivarlas es mi pasión. Siempre he soñado con montar una floristería, pero me da miedo lo que la gente piense.

—Podría ser, pero ¿qué más da lo que piensen?

—Ya, supongo que no importa. —En un susurro, añado—: Bella Swan's. —Él sonríe con disimulo—. La verdad es que es el nombre perfecto para una floristería. Pero es que tengo un máster en Administración de Empresas. Sería bajar de nivel profesional, ¿no crees? Estoy trabajando para una de las principales empresas de marketing de Boston.

—Tener tu propia empresa no es bajar de nivel.

Alzo una ceja.

—Siempre que no sea un fiasco.

Él asiente.

—Siempre que no sea un fiasco, efectivamente. Y, ya puestos, cuéntame. ¿Cuál es tu segundo nombre, Bella Swan?

Cuando suelto un gruñido, él me mira interesado.

—¿Peor que el primero?

Asiento, tapándome la cara con las manos.

—¿Rose? Niego con la cabeza. —Peor. —¿Violet? —Ojalá. —Hago una mueca y murmuro—: Marie.

—Tus padres deben de ser unos auténticos capullos —bromea.

Uno de ellos lo es. «Lo era.»

—Mi padre ha muerto esta semana.

Él me mira de reojo.

—Buen intento; casi me lo creo.

—Lo digo en serio. Por eso he venido aquí. Necesitaba llorar y desahogarme.

Él me sigue mirando sin acabar de creérselo, hasta que se asegura de que no le estoy tomando el pelo. No se disculpa por la metedura de pata. En vez de eso, entorna un poco más los ojos, como si estuviera francamente intrigado.

—¿Estabais muy unidos?

«Qué difícil es responder a eso.»

Apoyo la barbilla en los brazos y bajo la vista hacia la calle.

—No lo sé. —Me encojo de hombros—. Como hija, lo quería; pero, como ser humano, lo odiaba.

Me observa unos momentos en silencio antes de comentar:

—Me gusta tu sinceridad.

«Le gusta mi sinceridad.»

Creo que me estoy ruborizando. Permanecemos en silencio durante un rato, hasta que él vuelve a romperlo.

—¿No te gustaría que la gente fuera más transparente?

—¿A qué te refieres?

Él toquetea un trozo de estuco del muro con el pulgar hasta que la pintura salta y la tira a la calle.

—Tengo la sensación de que todo el mundo finge ser quien no es, cuando, en el fondo, todos estamos igual de jodidos. La única diferencia es que unos lo disimulamos mejor que otros.

O el porro le está haciendo efecto o es que se ha puesto en plan introspectivo. En cualquier caso, me parece bien. Mis conversaciones favoritas son esas en las que es imposible encontrar respuestas.

—No creo que ser reservado sea algo negativo —replico—. La pura verdad no siempre es bonita.

Se me queda mirando unos instantes.

—La pura verdad —repite—. Me gusta.

Se da la vuelta y camina hacia el centro de la azotea. Ajusta la posición de una de las tumbonas que hay a mi espalda y se sienta en ella. Es de las que pueden ponerse completamente planas, así que coloca las manos detrás de la cabeza y se queda tumbado, mirando al cielo. Me acerco a él y ajusto la tumbona vecina hasta que queda en la misma posición que la suya.

—Cuéntame tu pura verdad, Bella, sin rodeos.

—¿Sobre qué?

Él se encoge de hombros.

—No lo sé. Sobre algo de lo que no te sientas orgullosa. Algo que me haga sentir que no estoy tan jodido por dentro.

Sigue con la vista clavada en el cielo, esperando mi respuesta. Yo observo la línea recta de su mandíbula, la curva de sus pómulos, la forma de sus labios y sus cejas fruncidas. No sé por qué, pero parece que necesita conversación. Pienso en lo que me ha pedido y trato de encontrar una respuesta sincera. Cuando la encuentro, dejo de mirarlo y vuelvo a concentrarme en el cielo.

—Mi padre era un maltratador. No, a mí no me maltrataba, pero a mi madre sí. Cuando se peleaban, se enfurecía y, a veces, la golpeaba. Cuando llegaba a esos extremos, se pasaba una o dos semanas tratando de compensarnos. Le compraba flores a mi madre o nos llevaba a cenar a un buen restaurante. A veces también me compraba algo a mí, porque sabía que yo no soportaba que se pelearan. De niña, alguna vez había llegado a desear que discutieran porque sabía que las dos semanas siguientes serían fantásticas. —Hago una pausa. Creo que nunca lo había admitido en voz alta, ni siquiera en la intimidad—. Por supuesto, si hubiera dependido de mí, me habría asegurado de que no volviera a ponerle la mano encima, pero el maltrato era algo inevitable en su matrimonio y se convirtió en rutina. Al crecer, me di cuenta de que, al no haber hecho nada por evitarlo, me había convertido en su cómplice. Pasé buena parte de mi vida odiándolo por ser tan mala persona, pero ahora no estoy tan segura de que yo fuera mejor que él. Tal vez los dos fuéramos malas personas.

Jacob me mira con expresión reflexiva.

—Bella, no hay buenos y malos —me dice con convicción—. Todos somos personas que a veces hacemos cosas malas.

Abro la boca para replicar, pero sus palabras me dejan sin habla. «Todos somos personas que a veces hacemos cosas malas.» Supongo que no le falta razón. Nadie es malo por completo ni totalmente bueno. Aunque algunas personas deben esforzarse más que otras en ocultar su parte mala.

—Te toca.

Por su reacción, sospecho que no va a querer jugar al juego que él mismo ha inventado. Suspira con sentimiento y se pasa la mano por el pelo. Abre la boca, pero vuelve a cerrarla con fuerza. Piensa un rato más y finalmente dice:

—Hoy he visto morir a un niño pequeño. —Su voz suena abatida—. Solo tenía cinco años. Su hermano menor y él encontraron una pistola en el dormitorio de sus padres. El pequeño la cogió y se le disparó por accidente. Se me retuerce el estómago. Esta verdad ha sido un poco demasiado descarnada para mí. —Cuando llegó a la mesa de operaciones, ya no pudimos hacer nada por él. A mi alrededor, a todos los médicos y enfermeras se les rompía el corazón pensando en la familia. «Pobres padres», se lamentaban. Pero cuando me tocó salir a comunicar a esos padres que su hijo no había sobrevivido, no sentí ni una pizca de lástima por ellos. Quería que sufrieran; que sintieran todo el peso de las consecuencias de su imprudencia, por haber guardado una pistola cargada al alcance de dos niños inocentes. Quería que fueran conscientes de que no solo acababan de perder a un hijo; acababan de arruinarle la vida al otro, el que había disparado por accidente.

«¡Por Dios!» No estaba preparada para algo tan intenso.

No concibo cómo puede una familia superar eso.

—Dios mío, ese pobre hermano. No me imagino cómo va a afectarlo algo así.

Jacob se sacude algo de la rodilla de los vaqueros.

—Pues ya te lo digo yo: le va a destrozar la vida.

Me vuelvo de lado para mirarlo, y apoyo la cabeza en la mano.

—¿Es muy duro tener que ver cosas así todos los días?

—Debería ser mucho más duro, pero cuanto más contacto tengo con la muerte, más la asumo como una parte de la vida. Y no sé si eso es bueno. —Me busca la mirada—. Cuéntame otra. Mi verdad ha sido más retorcida que la tuya.

No estoy de acuerdo, pero igualmente le cuento lo que he hecho hace apenas doce horas, a ver si le parece lo bastante retorcido.

—Hace dos días mi madre me pidió que hablara en el funeral de mi padre. Le dije que no, que no quería ponerme a llorar delante de todo el mundo, pero era mentira. No quería hablar porque pienso que los discursos deben darlos personas que respetan a los fallecidos. Y yo no respetaba a mi padre.

—¿Hablaste al final?

Asiento con la cabeza.

—Sí, esta mañana. —Me siento y cruzo las piernas en posición de loto —. ¿Quieres que lo repita?

Él sonríe.

—Por supuesto.

Apoyo las manos en el regazo e inspiro hondo.

—No tenía ni idea de qué decir. Una hora antes del funeral le he vuelto a decir a mi madre que no quería hacerlo. Ella me ha dicho que era muy fácil y que mi padre habría querido que hablara yo. Me ha dicho que lo único que tenía que hacer era subir al estrado y contar cinco cosas buenas sobre mi padre. Y, bueno..., eso es lo que he hecho.

Jacob dobla el codo y apoya la cabeza, cada vez más interesado. Mi expresión le dice que las cosas van a empeorar pronto.

—Ay, Bella. ¿Qué has hecho?

Lo repetiré. Me levanto y me coloco al otro lado de la tumbona, como si me encontrara frente a los asistentes al funeral, en la sala abarrotada donde he estado esta mañana. Enderezo la espalda y me aclaro la garganta.

—Hola, soy Isabella Swan, hija del fallecido Charlie Swan. Gracias por acompañarnos en este día en que lamentamos su pérdida. Quería honrar su memoria compartiendo cinco cosas buenas sobre mi padre. La primera es... —Miro a Jacob y me encojo de hombros—. Ya está. Él se sienta en la tumbona.

—¿Qué quieres decir?

Yo vuelvo a sentarme en la mía y me tumbo de espaldas.

—He permanecido ahí arriba dos minutos callada. No he sido capaz de decir nada bueno sobre ese hombre, así que me he quedado observando a los asistentes en silencio hasta que mi madre se ha dado cuenta de lo que estaba haciendo y le ha pedido a mi tío que me hiciera bajar de ahí.

Jacob ladea la cabeza.

—¿Me tomas el pelo? ¿Has dado un anti-discurso en el funeral de tu padre?

Asiento con la cabeza.

—No es que me sienta orgullosa; no demasiado, al menos. Si hubiera dependido de mí, mi padre habría sido mucho mejor persona y yo me habría pasado una hora ahí arriba, cantando sus alabanzas.

Jacob vuelve a tumbarse.

—¡Caray! —Sacude la cabeza—. Eres mi heroína. Te has burlado de un muerto en su funeral. —Dicho así suena fatal. —Ya, bueno, la pura verdad suele doler. Se me escapa la risa.

—Te toca a ti.

—No puedo superar eso.

—Estoy segura de que, al menos, puedes igualarlo.

—Yo no lo tengo tan claro.

Pongo los ojos en blanco.

—Que sí. No me hagas sentir que soy el peor ser humano de los dos. Cuéntame lo último que te haya pasado por la cabeza que la mayoría de la gente no se atrevería a decir en voz alta.

Cruza los brazos detrás de la cabeza y me mira a los ojos.

—Quiero follarte.

Me quedo boquiabierta. Al darme cuenta, cierro la boca. Me he quedado sin habla. Él me dirige una mirada inocente.

—Me has pedido que te cuente lo último que me ha pasado por la cabeza y eso he hecho. Tú eres preciosa y yo soy un tío. Si te fueran los rollos de una noche, te llevaría a mi habitación y te follaría.

No me atrevo ni a mirarlo. Sus palabras me han despertado un montón de sensaciones a la vez.

—Ya, bueno. No soy de rollos de una noche.

—Me lo imaginaba. Te toca a ti —me suelta como si tal cosa; como si no acabara de dejarme sin palabras.

—Necesito un momento para recuperarme después de esto —replico, riendo.

Trato de pensar en algo escandaloso, pero no logro quitarme de la cabeza lo que ha dicho. En voz alta. Es neurocirujano y nunca me habría imaginado que alguien con estudios superiores usara la palabra follar con tanta facilidad. Me recupero un poco, lo justo para poder hablar.

—Vale. Ya que has sacado el tema... El primer tipo con quien me acosté era un sin techo. Él me mira con renovado interés.

—No me dejes así, necesito saber más.

Estiro el brazo y apoyo la cabeza en él.

—Me crie en Maine. Vivíamos en un barrio bastante respetable, pero la calle que había detrás de nuestra casa estaba bastante dejada. El patio daba a una casa ruinosa y a dos terrenos abandonados. Me hice amiga de un tipo llamado Edward que se metió en la casa en ruinas. Nadie sabía que vivía allí; solo yo. Solía llevarle comida, ropa y otras cosas, hasta que mi padre se enteró.

—Y ¿qué hizo?

Aprieto los dientes.

No sé por qué he sacado el tema cuando no hay día en que no me obligue a no pensar en ello.

—Le dio una paliza. —Y eso es lo más descarnado que pienso admitir —. Te toca.

Él me contempla en silencio, como si supiera que hay mucho que no le he contado, pero no protesta. Apartando la mirada, dice:

—No quiero casarme. El matrimonio me genera un gran rechazo. Tengo casi treinta años y no quiero esposa y mucho menos hijos. Lo único que me interesa en la vida es el éxito, pero si lo digo en público me tachan de arrogante.

—¿Te refieres a éxito profesional o a estatus social?

—Las dos cosas. Cualquiera puede tener hijos y cualquiera puede casarse, pero no todo el mundo puede ser neurocirujano. Me siento muy orgulloso de haberlo logrado. Y no me conformo con ser uno bueno; quiero ser el mejor en mi campo.

—Tienes razón, suenas arrogante.

Él sonríe.

—Mi madre me dice que estoy malgastando mi vida porque no hago más que trabajar.

—¿Eres neurocirujano y tu madre está decepcionada? —Me echo a reír —. Qué locura. ¿Es que no hay manera de que los padres estén satisfechos con sus hijos? ¿Habrá alguno que piense que son lo bastante buenos?

Él niega con la cabeza.

—Mis hijos no estarían a mi altura. Hay muy poca gente que tenga mi nivel de motivación, así que traerlos al mundo sería condenarlos al fracaso. Por eso no pienso tener hijos.

—Me parece respetable, Jacob. Mucha gente se niega a admitir que es demasiado egoísta para tener hijos.

Él sacude la cabeza.

—Oh, a mí no me cuesta nada. Soy demasiado egoísta para tener hijos y demasiado egoísta para mantener una relación.

—Y ¿qué haces? ¿Nunca sales con nadie?

Él me mira y me dirige una discreta sonrisa.

—Cuando tengo tiempo, hay chicas que satisfacen esas necesidades. No tengo problemas en ese aspecto, si es lo que te preocupa. Pero el amor no me atrae. Lo veo más como una carga que otra cosa. Ojalá yo pudiera verlo del mismo modo. Mi vida sería mucho más fácil.

—Qué envidia me das. Yo no puedo evitar pensar que en algún lugar existe el hombre perfecto para mí. Me canso enseguida de mis parejas porque tengo las expectativas muy altas. Siento que estoy en una búsqueda perpetua del santo grial.

—Deberías probar mi método.

—¿Cuál es tu método?

—Rollos de una noche. —Alza una ceja, como si más que una respuesta fuera una invitación.

Me alegro de que esté oscuro, porque me arden las mejillas.

—Nunca podría acostarme con una persona si no pensara que esa relación va a alguna parte. —Lo digo en voz alta, pero hasta yo me doy cuenta de que a mi voz le falta convicción.

Él inspira hondo, lentamente, y vuelve a tumbarse de espaldas.

—No eres de ese tipo de chicas, ya veo —replica, sin poder ocultar la decepción.

Decepción que yo comparto. No sé cómo reaccionaría si me entrara en serio, pero lo más probable es que haya acabado de cargarme la posibilidad de que lo intente.

—Me queda claro que no te acostarías con alguien que acabaras de conocer. —Se vuelve hacia mí—. Pero dime, concretamente, ¿hasta dónde llegarías?

No sé cómo responderle. Me tumbo de espaldas porque me está mirando de una manera que me hace replantearme mi teoría sobre los rollos de una noche. Supongo que, en realidad, no son tan malos. Lo que pasa es que, hasta ahora, los tipos que me lo habían propuesto no me interesaban. Hasta ahora. «Creo.» ¿Me lo está proponiendo en serio? Lo de ligar siempre se me ha dado de pena. Agarra el borde de mi tumbona y, con un movimiento ágil que no parece costarle ningún esfuerzo, me atrae hacia él hasta que las dos sillas de terraza quedan pegadas. Me tenso.

Está tan cerca que noto el calor de su aliento abrirse paso entre el aire frío. Si me volviera hacia él, su cara me quedaría a escasos centímetros, pero no lo hago, porque probablemente me besaría y no sé nada de este tipo, aparte de un par de puras y descarnadas verdades. Sin embargo, mi conciencia deja de funcionar cuando él apoya una mano pesada en mi tripa.

—¿Hasta dónde llegarías, Bella? —Su voz es pura tentación, pura seducción, y me recorre el cuerpo por entero.

—No lo sé —susurro.

Mueve los dedos buscando el borde de mi camiseta y la va levantando lentamente hasta dejar un trozo de piel al aire.

—Ay, Dios —susurro, al sentir el calor de su mano que se desliza hacia arriba. Dejando aparcada la sensatez, me vuelvo hacia él y quedo atrapada en sus ojos. En su mirada veo hambre, pero también esperanza que se transforma en confianza. Mordiéndose el labio inferior, sigue torturándome con los dedos por debajo de la camiseta. Estoy segura de que nota los latidos desbocados de mi corazón. Joder, probablemente pueda oírlo.

—¿Me he pasado de la raya? —me pregunta.

No me reconozco cuando niego con la cabeza y respondo:

—Ni te has acercado.

Sonriendo, roza la parte inferior de mi sujetador, deslizando los dedos sobre la piel, que se me eriza. Cierro los ojos, pero, justo en ese momento, un ruido rompe el silencio. Se queda inmóvil cuando nos damos cuenta de que es un teléfono, el suyo. Deja caer la frente en mi hombro.

—Mierda.

Frunzo el ceño cuando retira la mano de debajo de mi camiseta. Busca el móvil en el bolsillo, se levanta y se aparta unos pasos antes de responder.

—Doctor Black—dice. Escucha atentamente, sujetándose la nuca con la otra mano—. ¿No puede ir Roberts? Ni siquiera estoy de guardia localizada. —De nuevo escucha en silencio y acaba respondiendo—: Vale, dame diez minutos. Voy para allá.

Cuelga y se guarda el teléfono en el bolsillo. Al volverse hacia mí, no puede ocultar la decepción. Señalando hacia la puerta de la escalera, me dice:

—Tengo que...

Asiento con la cabeza.

—Claro. No pasa nada.

Se me queda mirando un momento y levanta un dedo.

—No te muevas —me pide, mientras recupera el móvil.

Se acerca y lo levanta, como si quisiera sacarme una foto. Estoy a punto de protestar, aunque no sé por qué. Estoy vestida aunque, por alguna razón, me siento expuesta. Me saca una foto tumbada en la tumbona, con los brazos relajados por encima de la cabeza. No tengo ni idea de qué piensa hacer con ella, pero me gusta que me la haya sacado. Me gusta que haya sentido la necesidad de inmortalizar el momento para recordarme tal como estoy ahora, incluso sabiendo que no volveremos a vernos. Se queda mirando la foto unos segundos y sonríe. Me siento tentada de sacarle una a él, pero no tengo claro que me apetezca tener la foto de alguien a quien no voy a volver a ver. Me parece un poco deprimente.

—Me ha gustado conocerte, Isabella Swan. Espero que desafíes las estadísticas sobre los sueños y hagas realidad los tuyos.

Sonrío, sintiéndome triste y confusa al mismo tiempo. Nunca había estado con alguien como él, alguien acostumbrado a un estilo de vida muy distinto, y lo más probable es que no vuelva a coincidir con él nunca más, pero me ha sorprendido gratamente ver que no somos tan distintos. «Prejuicio confirmado.»

Él baja la vista hacia el suelo y permanece en una pose indecisa, como si se debatiera entre las ganas de decirme algo más y la necesidad de marcharse. Me dirige una última mirada y esta vez no se molesta en poner cara de póker. Con la boca fruncida, prueba de lo decepcionado que se siente, echa a andar, alejándose de mí. Abre la puerta y oigo sus pisadas cada vez más lejos mientras desciende la escalera. Vuelvo a estar sola en la azotea, pero, sorprendentemente, ya no me alegro de estarlo.