Había pasado una semana desde que el joven de cabellos dorados llegó al campamento junto con aquel niño llamado Percy. Desde entonces, Boruto se había mantenido lejos de los demás campistas. Era como si se hubiera esfumado entre las sombras, oculto de todos, tanto de los jóvenes como de las criaturas sobrenaturales. Nadie podía encontrarlo.
Percy, por su parte, había tenido sueños inquietantes. En ellos, se veía rodeado de animales de granja que parecían tener intenciones hostiles; la mayoría quería atacarlo, mientras que el resto simplemente pedía comida. Aunque se despertaba en intervalos, lo que alcanzaba a ver y oír parecía tan extraño y confuso que volvía a quedarse dormido, sumido en una especie de trance.
Recordaba haber estado acostado en una cama suave, sintiendo cucharadas de algo extraño en su boca. Tenía un sabor entre palomitas de maíz con mantequilla y pudín, un sabor tan peculiar que no lograba identificar del todo. Mientras comía, una chica de cabello rizado y rubio lo miraba, sonriéndole mientras le limpiaba los restos de comida que le quedaban en la barbilla.
—¿Qué va a pasar en el solsticio de verano? —le preguntó ella en cuanto lo vio abrir los ojos.
—¿Qué? —masculló Percy, todavía aturdido.
La chica miró a su alrededor, como si temiera ser escuchada.
—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que han robado? ¡Sólo tenemos unas semanas!
—Lo siento… —murmuró él, confundido—, no sé…
En ese momento, alguien llamó a la puerta, y la chica rápidamente le llenó la boca con más pudín. La siguiente vez que despertó, ella ya no estaba.
En su lugar, había un tipo rubio y fornido en la habitación, con una apariencia peculiar que lo hacía parecer un surfero. Estaba de pie en una esquina, vigilándolo atentamente. Tenía ojos azules, pero no solo en su rostro; había una docena de ellos distribuidos en sus mejillas, en la frente, e incluso en el dorso de sus manos.
Cuando Percy finalmente recobró por completo la conciencia, notó que no había nada inusual a su alrededor, salvo que el lugar era mucho más bonito de lo que recordaba. Estaba sentado en una tumbona, en un espacioso porche desde el cual podía contemplar un prado de colinas verdes. La brisa traía un ligero olor a fresas. Sentía una manta sobre sus piernas y una almohada cómoda detrás de su cabeza. Todo era perfecto, salvo por la sequedad en su boca, que parecía haber sido invadida por un escorpión, y el dolor punzante en sus dientes.
A un lado de la tumbona, había una mesa con una bebida en un vaso alto que parecía ser jugo de manzana helado. Tenía una pajita verde y una sombrillita de papel clavada en una guinda. Percy extendió la mano, débil, y apenas pudo sostener el vaso sin dejarlo caer.
—Cuidado —dijo una voz familiar.
Grover estaba apoyado contra la barandilla del porche, luciendo agotado, como si no hubiera dormido en una semana. Llevaba una caja de zapatos bajo el brazo, y vestía sus típicos vaqueros, unas Converse altas y una camiseta naranja con la leyenda «CAMPAMENTO Mestizo». Era el mismo Grover de siempre, no una visión extraña de un chico cabra, como en sus sueños. Tal vez todo había sido una pesadilla. Quizás su madre estaba a salvo, y aún seguían de vacaciones. Tal vez solo habían parado en esa gran casa por algún motivo.
—Me salvaste la vida —dijo Grover—. Y yo… bueno, lo mínimo que podía hacer era… volver a la colina y recoger esto. Pensé que querrías conservarlo.
Colocó la caja de zapatos con reverencia sobre el regazo de Percy. Dentro de la caja, había un cuerno de toro, blanquinegro y astillado en la base, donde se había partido. La punta estaba manchada de sangre seca. Todo indicaba que no había sido una pesadilla.
—El Minotauro… —murmuró Percy, recordando el ataque.
—No pronuncies su nombre, Percy… —respondió Grover, incómodo.
—Así es como lo llaman en los mitos griegos, ¿verdad? El Minotauro. Mitad hombre, mitad toro.
Grover se removió en su lugar, visiblemente inquieto.
—Has estado inconsciente dos días. ¿Qué recuerdas?
Percy respiró hondo, la incertidumbre en su mirada.
—Dime qué sabes de mi madre. ¿De verdad ella ha…?
Grover bajó la cabeza, evitando su mirada.
Percy volvió a contemplar el prado. A su alrededor, se extendían arboledas, un arroyo serpenteante y hectáreas de campos de fresas que se desplegaban bajo el cielo azul. El valle estaba rodeado por colinas ondulantes, y en la cima de la más alta, justo frente a él, se alzaba un enorme pino. Incluso a la luz del día, el paisaje era hermoso.
Sin embargo, la madre de Percy se había ido, y sentía que el mundo entero debería ser oscuro y frío. Nada debería parecerle hermoso.
—Lo siento —sollozó Grover—. Soy un fracaso. Soy… soy el peor sátiro del mundo.
Grover gimió y pateó el suelo con tanta fuerza que se le salió el pie —o más bien, la zapatilla Converse— dejando ver que el interior estaba relleno de polispán, salvo el espacio reservado para su pezuña.
—¡Ay, éstige! —rezongo.
Un trueno retumbó en el cielo despejado.
Mientras Grover luchaba por volver a meter su pezuña en el pie falso, Percy pensó:
—Bueno, esto lo aclara todo.
Grover era un sátiro. Si le afeitara el cabello rizado, probablemente encontraría unos cuernos pequeños en su cabeza. Sin embargo, Percy estaba demasiado triste para preocuparse por la existencia de sátiros o incluso de minotauros. Todo aquello solo significaba que su madre había sido realmente reducida a la nada, que se había disuelto en aquel resplandor dorado.
Estaba solo. Completamente huérfano. Tendría que vivir con… ¿Gabe el Apestoso? No, eso nunca. Antes viviría en las calles o fingiría tener diecisiete años para alistarse en el ejército. Haría algo, cualquier cosa.
Grover seguía sollozando. El pobre chico —o pobre cabra, sátiro, o lo que fuera— parecía estar esperando un castigo.
—No ha sido culpa tuya —le dijo Percy.
—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerte.
—¿Te pidió mi madre que me protegieras?
—No, pero es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos… lo era.
Percy iba a preguntar algo más, pero de repente se sintió mareado y su visión se nubló.
—No te esfuerces más de la cuenta. Toma —le dijo Grover.
Lo ayudó a sostener el vaso y colocó la pajita en sus labios.
El sabor de la bebida lo sorprendió, pues esperaba jugo de manzana, pero no era eso. Sabía a galletas de chocolate, a galletas líquidas, y no a cualquier galleta, sino a las que su madre preparaba en casa: con sabor a mantequilla, calientes y con los trocitos de chocolate derritiéndose. Al beberlo, Percy sintió un calor intenso y una recarga de energía que se extendió por todo su cuerpo. Aunque la pena seguía ahí, sintió como si su madre acabara de acariciarle la mejilla y darle una galleta, como hacía cuando era pequeño, como si le dijera que todo iba a salir bien.
Antes de darse cuenta, había vaciado el vaso. Lo miró fijamente, convencido de que había tomado una bebida caliente, aunque los cubitos de hielo en el vaso ni siquiera se habían derretido.
—¿Estaba bueno? —preguntó Grover.
Percy asintió.
—¿A qué sabía?
Grover sonó tan compungido que Percy se sintió culpable.
—Perdona —le contestó Percy—. Debí dejar que lo probaras.
—¡No! No quería decir eso. Solo… solo era curiosidad.
—A galletas de chocolate. Las de mamá. Hechas en casa.
Grover suspiró.
—¿Y cómo te sientes?
—Podría arrojar a Nancy Bobofit a cien metros de distancia.
—Eso está muy bien —dijo Grover—. Pero no debes arriesgarte a beber más.
—¿Qué quieres decir?
Grover retiró el vaso con cuidado, como si fuera dinamita, y lo volvió a colocar en la mesa.
—Vamos. Quirón y el señor D están esperándote.
La galería del porche rodeaba toda aquella casa, conocida como Casa Grande. Al recorrer una distancia tan larga, las piernas de Percy flaquearon. Grover se ofreció a llevar la caja con el cuerno del Minotauro, pero Percy se empeñó en cargarla él mismo. Aquel recuerdo le había costado caro; no iba a desprenderse de él tan fácilmente
Cuando giraron en la esquina de la casa, Percy inspiró hondo. Debían de estar en la orilla norte de Long Island, ya que en ese lado de la casa el valle se fundía con el agua, que brillaba a lo largo de la costa. Lo que vio lo sorprendió enormemente. El paisaje estaba salpicado de edificios que parecían pertenecer a la antigua arquitectura griega: un pabellón al aire libre, un anfiteatro, una arena, todos con apariencia de haber sido recién construidos, con las columnas de mármol blanco resplandeciendo al sol. En una pista de arena cercana, una docena de chicos y sátiros jugaban al voleibol. Más allá, unas canoas se deslizaban por un lago cercano. Niños vestidos con camisetas naranjas, como la de Grover, se perseguían unos a otros alrededor de un grupo de cabañas entre los árboles. Algunos disparaban flechas a unas dianas; otros montaban a caballo por un sendero boscoso, y, a menos que Percy estuviera alucinando, algunas de las monturas tenían alas.
Al final del porche, dos hombres estaban sentados a una mesa, jugando a las cartas. La chica rubia que le había dado de comer pudín con sabor a palomitas estaba recostada en la balaustrada, detrás de ellos. El hombre que estaba de cara a Percy era pequeño, pero gordo. Tenía la nariz enrojecida, los ojos acuosos y el cabello rizado de un negro azabache. Le recordó a uno de esos cuadros de ángeles bebé… ¿cómo se llamaban? ¿Parvulines? No, querubines. Eso era. Parecía un querubín llegado a la mediana edad en un camping de caravanas. Vestía una camisa hawaiana con estampado de tigre y habría encajado perfectamente en una de las partidas de póquer de Gabe, salvo que Percy tenía la sensación de que ese tipo habría desplumado incluso a su padrastro.
—Ese es el señor D —le susurró Grover—, el director del campamento. Sé cortés. La chica es Annabeth Chase; solo es campista, pero lleva más tiempo aquí que nadie. Y ya conoces a Quirón —le señaló al hombre que estaba de espaldas.
Percy notó que el otro hombre iba en silla de ruedas y luego reconoció la chaqueta de tweed, el cabello castaño y ralo, la barba espesa…
—¡Señor Brunner! —exclamó.
El profesor de latín se volvió y le sonrió. Sus ojos tenían el brillo travieso que mostraba a veces en clase, cuando hacía una prueba sorpresa y todas las respuestas eran la opción B.
—Ah, Percy, qué bien —dijo—. Ya somos cuatro para el pinacle.
Le ofreció una silla a la derecha del señor D, quien miró a Percy con los ojos inyectados en sangre y soltó un resoplido.
—Bueno, supongo que tengo que decirlo: bienvenido al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperes que me alegre de verte.
—Vaya, gracias.
Percy se apartó un poco de él, porque si algo había aprendido de vivir con Gabe era a reconocer cuándo un adulto había bebido de más. Si el señor D no era amigo de la botella, Percy debía de ser un sátiro.
—¿Annabeth? —llamó el señor Brunner a la chica rubia, y la presentó—. Annabeth cuidó de ti mientras estabas enfermo, Percy. Annabeth, querida, ¿por qué no vas a ver si está lista la litera de Percy? De momento, lo pondremos en la cabaña once.
—Claro, Quirón —contestó ella.
Annabeth aparentaba tener la misma edad que Percy, aunque era medio palmo más alta, y definitivamente parecía mucho más atlética. Con su piel morena y el cabello rubio y rizado, se parecía bastante a lo que Percy consideraba una típica chica californiana. Sin embargo, sus ojos desentonaban un poco con esa imagen: eran de un gris tormentoso; hermosos, pero también intimidantes, como si estuviera analizando la mejor manera de derribarlo en una pelea.
Annabeth echó un vistazo al cuerno de minotauro de Percy y lo miró a los ojos. Percy supuso que iba a decir algo como: «¡Vaya, has matado un minotauro!» o «¡Uau, eres un fenómeno!», pero ella simplemente comentó:
—Cuando duermes, babeas.
Y Annabeth salió corriendo hacia el campo, con el pelo suelto ondeando a su espalda.
—Bueno —comentó Percy para cambiar de tema—, ¿trabaja aquí, señor Brunner?
—No soy el señor Brunner —respondió el ex "señor Brunner"—. Mucho me temo que no era más que un seudónimo. Puedes llamarme Quirón.
-DE ACUERDO.
Percy, perplejo, miró al director.
—¿Y el señor D…? ¿La D significa algo?
El señor D dejó de barajar los naipes y miró a Percy como si él acabara de decir una grosería.
—Jovencito, los nombres son poderosos. No se va por ahí usándolos sin motivo.
—Ah, ya. Perdón.
—Debo decir, Percy —intervino Quirón, antes conocido como Brunner—, que me alegra verte sano y salvo. Hacía mucho tiempo que no hacía una visita a domicilio a un campista potencial. Detestaba la idea de haber perdido el tiempo.
—¿Visita a domicilio?
—Mi año en la academia Yancy, para instruirte. Obviamente, tenemos sátiros en la mayoría de las escuelas, para estar alerta, pero Grover me avisó en cuanto te conoció. Presentía que en ti había algo especial, así que decidí subir al norte. Convencí al otro profesor de latín de que… bueno, de que pidiera una baja.
Percy intentó recordar el inicio del curso. Parecía haber pasado tanto… pero sí, tenía un vago recuerdo de otro profesor de latín durante su primera semana en Yancy. Ese profesor había desaparecido sin explicación alguna, y en su lugar llegó el señor Brunner.
—¿Fue a Yancy solo para enseñarme a mí? —preguntó Percy.
Quirón asintió.
—Francamente, al principio no estaba muy seguro de ti. Nos pusimos en contacto con tu madre, le hicimos saber que estábamos vigilándote por si te mostrabas preparado para el Campamento Mestizo. Pero aún te quedaba mucho por aprender. No obstante, has llegado aquí vivo, y esa es siempre la primera prueba a superar.
—Grover —dijo el señor D con impaciencia—, ¿vas a jugar o no?
—¡Sí, señor!
Grover tembló al sentarse a la mesa, aunque Percy no entendía qué veía de tan temible en un hombrecillo regordete con una camisa de tela atigrada.
—Supongo que sabes jugar al pinacle —dijo el señor D, observando a Percy con recelo.
—Me temo que no —respondió Percy.
—Me temo que no, señor —puntualizó el director.
—Señor —repitió Percy, sintiendo cada vez menos simpatía por el director del campamento.
—Bueno —dijo el señor D—, junto con la lucha de gladiadores y el Comecocos, es uno de los mejores pasatiempos inventados por los humanos. Todos los jóvenes civilizados deberían saber jugarlo.
—Estoy seguro de que el chico aprenderá —intervino Quirón.
—Por favor —dijo Percy—, ¿qué es este lugar? ¿Qué estoy haciendo aquí? Señor Brun… Quirón, ¿por qué fue a la academia Yancy solo para enseñarme?
El señor D resopló y dijo:
—Yo hice la misma pregunta.
El director del campamento repartía las cartas, mientras Grover se estremecía cada vez que recibía una.
Como hacía en la clase de latín, Quirón sonrió a Percy con aire comprensivo, como si le diera a entender que no importaba su nota media, pues él era su estudiante estrella. Esperaba de él la respuesta correcta.
—Percy, ¿es que tu madre no te contó nada? —preguntó Quirón.
—Dijo que…
Percy recordó los ojos tristes de su madre al mirar el mar. Ella le había dicho que le daba miedo enviarlo allí, aunque su padre quería que lo hiciera. Le había dicho que, una vez en ese lugar, probablemente no podría marcharse. Quería tenerlo cerca.
—Lo típico —intervino el señor D—. Así es como los matan. Jovencito, ¿vas a apostar o no?
Percy lo miró confundido
El señor D le explicó, con impaciencia, cómo se apostaba en el pinacle, y Percy hizo lo que le indicaron.
—Me temo que hay demasiado que contar —repuso Quirón—. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.
—¿Película de orientación? —preguntó Percy.
—Olvídalo —dijo Quirón—. Bueno, Percy, sabes que tu amigo Grover es un sátiro y también sabes —señaló el cuerno en la caja de zapatos— que hubo un encuentro con el Minotauro. Un chico de cabello rubio fue quien lo derrotó. Y ésa no es una gesta menor, muchacho. Lo que puede que no sepas es que grandes poderes actúan en tu vida. Los dioses, las fuerzas que tú llamas dioses griegos, están vivitos y coleando.
Percy frunció el ceño, tratando de recordar.
—No recuerdo muy bien lo que sucedió aquel día —admitió, confundido.
Miró a los demás, esperando que alguien exclamara: «¡Se equivoca, eso es imposible!» Pero la única exclamación provino del señor D:
—¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano!
Y el señor D rió mientras se apuntaba los puntos.
—Señor D —preguntó Grover tímidamente—, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata de Coca-Cola light?
-¿Eh? Ah, vale la pena.
Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.
—Espere —le dijo Percy a Quirón—. ¿Me está diciendo que existe un ser llamado Dios?
—Bueno, veamos —repuso Quirón—. Dios, con D mayúscula, Dios… En fin, eso es otra cuestión. No vamos a entrar en lo metafísico.
—¿Lo metafísico? Pero si acaba de decir que…
—He dicho dioses, en plural. Me refería a seres extraordinarios que controlan las fuerzas de la naturaleza y los comportamientos humanos: los dioses inmortales del Olimpo. Es una cuestión menor.
-¿Menor?
—Sí, bastante. Los dioses de los que hablábamos en la clase de latín.
—Zeus —dijo Percy—, Hera, Apolo… ¿Se refiere a ésos?
Entonces se escuchó nuevamente un trueno lejano en un día sin nubes.
—Jovencito —intervino el señor D—, yo de ti me plantearía en serio dejar de decir esos nombres tan a la ligera.
—Pero son historias —dijo Percy—. Mitos… para explicar los rayos, las estaciones y esas cosas. Son lo que la gente pensaba antes de que llegara la ciencia.
—¡La ciencia! —se burló el señor D—. Y dime, Perseus Jackson —Percy se estremeció al oír su auténtico nombre, que jamás daba a nadie—, ¿qué pensará la gente de tu «ciencia» dentro de dos mil años? Pues la llamarán paparruchas primitivas. Así la llamarán. Oh, adoro a los mortales: no tienen ningún sentido de la perspectiva. Creen que han llegado taaaaaan lejos. ¿Es cierto o no, Quirón? Mira a este chico y dímelo.
Aunque el señor D no le caía del todo mal a Percy, hubo algo en la manera en que lo llamó "mortal", como si él mismo… no lo fuera. Fue suficiente para hacerle cerrar la boca y entender por qué Grover se concentraba con tanto ahínco en sus cartas, masticando su lata de refrescos y sin decir ni una palabra.
—Percy —dijo Quirón—, puedes creértelo o no, pero lo cierto es que inmortal significa precisamente eso, inmortal. ¿Puedes imaginar lo que significa no morir nunca? ¿No desvanecerte jamás? ¿Existir, como eres, para toda la eternidad?
Percy iba a responder que sonaba muy bien, pero el tono de Quirón lo hizo vacilar.
—¿Quiere decir independientemente de que la gente crea en uno? —inquirió.
Quirón asintió.
—Así es —dijo con serenidad—. Si fueras un dios, ¿qué te parecería que te llamaran mito, una vieja historia para explicar el rayo? ¿Y si te dijera, Percy Jackson, que algún día te considerarán un mito solo creado para explicar cómo los niños superan la muerte de sus madres?
A Percy le dio un vuelco el corazón. Por algún motivo, Quirón parecía querer provocarlo, pero él no iba a darle esa satisfacción.
—No me gustaría —respondió Percy con calma—. Pero yo no creo en los dioses.
—Pues más te vale que empieces a creer —murmuró el señor D, quien lo observaba con una mirada amenazante—. Antes de que alguno te calcine.
—P… por favor, señor —intervino Grover tímidamente—. Acaba de perder a su madre. Aún está conmocionado.
—Menuda suerte la mía —gruñó el señor D mientras jugaba una carta—. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡para encima tener que trabajar con chicos que ni siquiera creen!
Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto. Percy se quedó boquiabierto, pero Quirón apenas levantó la vista.
—Señor D, sus restricciones —le recordó Quirón con calma.
El señor D miró el vino y fingió sorpresa.
—Madre mía.
Elevó los ojos al cielo y gritó:
—¡Es la costumbre! ¡Perdón!
Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light. Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas. Quirón le guiñó un ojo a Percy.
—El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo; se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declarada de acceso prohibido —explicó Quirón.
—¿Una ninfa del bosque? —repitió Percy, aún mirando la lata como si procediera del espacio.
—Sí —reconoció el señor D con indiferencia—. A Padre le encanta castigarme. La primera vez, prohibición. ¡Horrible! ¡Pasé diez años absolutamente espantosos! La segunda vez… bueno, la chica era una preciosidad, y no pude resistirme. La segunda vez me envió aquí, a la colina Mestiza. Un campamento de verano para mocosos como tú. «Será mejor influencia. Trabajarás con jóvenes en lugar de despedazarlos», me dijo. ¡Ja! Es totalmente injusto.
El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un crío quejándose.
—Y… y —balbuceó Percy, tratando de procesarlo todo— su padre es…
—Di immortales, Quirón —repuso el señor D con impaciencia—. Pensaba que le habías enseñado a este chico lo básico. Mi padre es Zeus, por supuesto.
Percy repasó los nombres mitológicos griegos que empezaban por la letra D. Vino. La piel de un tigre. Todos los sátiros que parecían trabajar allí. La manera en que Grover se encogía, como si el señor D fuera su amo.
—Usted es Dioniso —dijo Percy con incredulidad—. El dios del vino.
El señor D puso los ojos en blanco.
—¿Cómo se dice en esta época, Grover? ¿Dicen los niños «menuda lumbrera»?
—S-sí, señor D.
—Pues menuda lumbrera, Percy Jackson. ¿Quién creías que era? ¿Afrodita, quizá?
—¿Usted es un dios?
—Sí, niño.
—¿Un dios? ¿Usted?
El señor D lo miró directamente a los ojos, y Percy vio una especie de fuego morado en su mirada, una leve señal de que aquel regordete y protestón hombre estaba solo mostrando una pequeña parte de su auténtica naturaleza. En su mente, Percy visualizó vides estrangulando a los no creyentes hasta la muerte, guerreros borrachos enloquecidos por la lujuria de la batalla, marinos que gritaban al convertirse sus manos en aletas y sus rostros en hocicos de delfín. Supo que, si lo presionaba, el señor D podría mostrarle cosas aún peores. Podría plantarle una enfermedad en el cerebro que lo enviaría, para el resto de su vida, a una habitación acolchada, con camisa de fuerza.
—¿Quieres comprobarlo, niño? —preguntó el señor D con un ceño amenazante.
—No. No, señor —contestó Percy, intentando mantenerse calmado.
El fuego en los ojos del señor D se atenuó un poco, y él volvió a centrarse en la partida de cartas.
—Me parece que he ganado —dijo.
—Un momento, señor D —repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo—: El juego es para mí.
Percy pensó que el señor D iba a pulverizar a Quirón y librarlo de la silla de ruedas, pero el dios se limitó a rebufar, como si estuviera acostumbrado a que el profesor de latín ganara. Se levantó, y Grover lo imitó.
—Estoy cansado —comentó el señor D—. Creo que voy a echarme una siestecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar otra vez de tus fallos.
La cara de Grover se perló de sudor.
—S-sí, señor.
El señor D se volvió hacia Percy.
—Cabaña once, Percy Jackson. Y ojo con tus modales.
Se metió en la casa, seguido de un tristísimo Grover.
—¿Estará bien Grover? —preguntó Percy, preocupado.
Quirón asintió, aunque parecía algo preocupado también.
—El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es solo que detesta su trabajo. Lo han… bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan volver al Olimpo.
—¿El monte Olimpo? —preguntó Percy, aún tratando de procesar la información—. ¿Me está diciendo que realmente hay un palacio allí arriba?
—Veamos, está el monte Olimpo en Grecia. Y está el hogar de los dioses, el punto de convergencia de sus poderes, que de hecho antes estaba en el monte Olimpo. Se le sigue llamando monte Olimpo por respeto a las tradiciones, pero el palacio se mueve, Percy, como los dioses.
—¿Quiere decir que los dioses griegos están aquí? ¿En… Estados Unidos?
—Desde luego. Los dioses se mueven con el corazón de Occidente.
—¿El qué?
—Venga, Percy, despierta. ¿Crees que la civilización occidental es un concepto abstracto? No; es una fuerza viva. Una conciencia colectiva que sigue brillando con fuerza tras miles de años. Los dioses forman parte de ella. Incluso podría decirse que son la fuente, o por lo menos que están tan ligados a ella que no pueden desvanecerse. No a menos que se acabe la civilización occidental. El fuego empezó en Grecia. Después, como bien sabes (o eso espero porque te he aprobado), el corazón del fuego se trasladó a Roma, y así lo hicieron los dioses. Sí, con distintos nombres quizá (Júpiter para Zeus, Venus para Afrodita, y así), pero eran las mismas fuerzas, los mismos dioses.
—Y después murieron —insistió Percy.
—¿Murieron? No. ¿Ha muerto Occidente? Los dioses sencillamente se fueron trasladando, a Alemania, Francia, España, Gran Bretaña… Dondequiera que brillara la llama con más fuerza, allí estaban los dioses. Pasaron varios siglos en Inglaterra. Solo tienes que mirar la arquitectura. La gente no se olvida de los dioses. En todas las naciones predominantes en los últimos tres mil años puedes verlos en cuadros, en estatuas, en los edificios más importantes. Y sí, Percy, por supuesto que están ahora en tus Estados Unidos. Mira vuestro símbolo, el águila de Zeus. Mira la estatua de Prometeo en el Rockefeller Center, las fachadas griegas de los edificios de tu gobierno en Washington. Te reto a que encuentres una ciudad estadounidense en la que los Olímpicos no estén vistosamente representados en múltiples lugares. Guste o no guste (y créeme, te aseguro que tampoco demasiada gente apreciaba a Roma), Estados Unidos es ahora el corazón de la llama, el gran poder de Occidente. Así que el Olimpo está aquí. Y por tanto también nosotros.
Era demasiado para Percy, especialmente el hecho de que él parecía estar incluido en el «nosotros» de Quirón, como si formase parte de un club.
—¿Quién es usted, Quirón? ¿Quién… quién soy yo? —preguntó Percy, confundido y un tanto asombrado.
Quirón sonrió con calma. Movió su peso ligeramente, como si estuviera a punto de levantarse de la silla de ruedas, pero Percy sabía que aquello no era posible; después de todo, el profesor estaba paralizado de cintura para abajo.
—¿Quién soy? —murmuró Quirón—. Bueno, ésa es la pregunta que todos queremos que nos respondan, ¿verdad? Pero ahora deberíamos buscarte una litera en la cabaña once. Tienes nuevos amigos que conocer, y mañana podremos continuar con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.
Entonces, Quirón se levantó de la silla de una manera bastante inusual. La manta que cubría sus piernas resbaló, revelando algo extraño. Aunque sus piernas parecían quietas, la cintura de Quirón comenzó a extenderse hacia arriba, más allá de lo que cualquier humano podría. Percy, perplejo, pensó al principio que Quirón llevaba puestos unos extraños calzoncillos de terciopelo blanco muy largos, pero pronto comprendió que lo que veía no era tela, sino la parte delantera de un animal, con músculos y tendones cubiertos de un espeso pelaje blanco.
La silla de ruedas, por su parte, tampoco era una silla convencional, sino una especie de contenedor mágico, una caja con ruedas que, de alguna manera, había ocultado algo mucho más grande en su interior. Una a una, emergieron las patas de la criatura, largas y fuertes, terminando en pezuñas brillantes. Primero una pata delantera, luego la otra, y finalmente los cuartos traseros, hasta que la caja quedó vacía, dejando a la vista solo un cascarón metálico con unas piernas falsas en su parte frontal.
Percy observó con asombro a la figura que ahora se alzaba ante él: un enorme semental blanco, pero en el lugar donde debía estar el cuello, estaba su profesor de latín, Quirón, quien parecía injertado graciosamente de cintura para arriba en el cuerpo del caballo.
—¡Qué alivio! —exclamó el centauro con una voz llena de satisfacción—. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, venga, Percy Jackson. Vamos a conocer a los demás campistas.
Con aquella invitación, Percy sintió cómo sus preguntas y dudas solo aumentaban, mientras seguía a Quirón, aún tratando de asimilar lo que acababa de presenciar.
Tan pronto como Percy se repuso del hecho de que su profesor de latín era una especie de caballo, ambos se dispusieron a dar un paseo, aunque el joven tuvo cuidado de no caminar directamente detrás de Quirón. Recordaba bien las veces en las que había formado parte de la patrulla de limpieza en el desfile de Acción de Gracias de Macy's, y, por nada del mundo, confiaba en la parte trasera de Quirón o de cualquier otro equino.
Mientras avanzaban junto al campo de voleibol, algunos campistas los observaron con curiosidad. Uno de los chicos señaló el cuerno de minotauro que Percy llevaba, y otro susurró: «Es él». La mayoría de los campistas eran mayores que Percy, y los sátiros, que trotaban alrededor con camisetas naranjas del campamento, eran más grandes que Grover. Sin nada que cubriera sus peludos cuartos traseros, los sátiros parecían completamente a sus anchas, pero Percy no podía evitar sentirse incómodo bajo las miradas de los demás, como si esperaran que hiciera alguna hazaña sorprendente.
Percy echó un vistazo hacia la casa principal. Era mucho más grande de lo que le había parecido al principio, de cuatro pisos, pintada de azul cielo y con detalles de madera blanca, como si se tratara de un balneario a gran escala. Mientras observaba la veleta en forma de águila en el tejado, algo en la ventana más alta del desván llamó su atención. Percy notó una sombra que movió la cortina durante un instante, y tuvo la impresión de que alguien lo estaba observando.
—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó a Quirón, señalando la ventana.
Quirón miró en la dirección indicada, y su expresión se tornó seria.
—Sólo un desván —respondió.
—¿Vive alguien ahí?
—No —contestó tajante—. Nadie.
Percy sintió que Quirón decía la verdad, pero no podía quitarse de la mente que algo había movido la cortina.
—Vamos, Percy —le apremió Quirón con cierta urgencia—. Hay mucho que ver.
Continuaron paseando por campos donde los campistas recogían fresas mientras un sátiro tocaba una melodía en una flauta de junco. Quirón le explicó a Percy que el campamento producía una excelente cosecha de fresas que exportaban a los restaurantes de Nueva York y al monte Olimpo.
—Cubre nuestros gastos —aclaró Quirón—. Y las fresas casi no dan trabajo.
Quirón también mencionó que el señor D tenía un efecto particular en las plantas frutales, ya que se volvían especialmente productivas en su presencia. Aunque el poder funcionaba mejor con viñedos, tenía prohibido cultivarlos, por lo que se dedicaba a las fresas.
Percy observó al sátiro tocar la flauta y notó cómo pequeños animales y bichos salían disparados del campo de fresas, como si escaparan de un terremoto. Se preguntó si Grover también sería capaz de hacer magia con la música y si seguiría en la casa, soportando el regaño del señor D.
—Grover no tendrá problemas, ¿verdad? —preguntó Percy a Quirón—. Ha sido un buen protector. De verdad.
Quirón suspiró y, doblando su chaqueta de tweed, la colocó sobre su lomo, como si fuera una pequeña silla de montar.
—Grover tiene grandes sueños, Percy. Quizá incluso más grandes de lo que sería razonable. Pero para alcanzarlos, primero debe demostrar gran valor y cumplir con su tarea de guardián, trayendo a un nuevo campista sano y salvo a la Colina Mestiza.
—¡Pero eso ya lo ha hecho!
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Quirón—, pero no me corresponde a mí tomar la decisión. Dioniso y el Consejo de los Sabios Ungulados deben juzgarlo. Me temo que podrían no considerar esto como un logro. Después de todo, Grover te perdió en Nueva York. Y está también el desafortunado… destino de tu madre. Además, Grover estaba inconsciente cuando lo trajiste a nuestra propiedad. El consejo podría dudar que eso demuestre valor de su parte.
Percy quiso protestar. Nada de lo que había ocurrido era culpa de Grover. A la vez, se sentía muy culpable; si no se hubiera separado de Grover en la terminal de autobuses, este no estaría en problemas.
—Le darán una segunda oportunidad, ¿verdad?
Quirón se estremeció.
—Me temo que ésta era su segunda oportunidad, Percy. El consejo no estaba muy dispuesto a dársela después de lo que ocurrió la primera vez, hace cinco años. Le aconsejé que esperara antes de intentarlo de nuevo. Aún es joven…
—¿Cuántos años tiene?
—Bueno, veintiocho.
—¿Qué? ¿Y está en sexto grado?
—Los sátiros tardan el doble en madurar que los humanos. Grover ha sido equivalente a un estudiante de secundaria durante los últimos seis años.
—Eso es horrible.
—Sí —asintió Quirón—. En cualquier caso, Grover es un poco torpe, incluso para ser un sátiro, y todavía no domina la magia del bosque. Además, parece demasiado ansioso por perseguir su sueño. Tal vez ahora busque otra ocupación…
—Eso no es justo —dijo Percy—. ¿Qué pasó la primera vez? ¿De verdad fue tan malo?
Quirón desvió la mirada.
—Será mejor que continuemos.
Pero Percy no estaba dispuesto a abandonar el tema tan rápido. Una idea comenzó a tomar forma en su mente cuando Quirón mencionó el destino de su madre, evitando intencionalmente la palabra "muerte".
—Quirón, si los dioses y el Olimpo y todo eso son reales…
—¿Sí?
—¿Significa que también es real el inframundo?
La expresión de Quirón se oscureció.
—Así es.
Se interrumpió, como eligiendo con cuidado sus palabras.
—Hay un lugar al que los espíritus van tras la muerte. Pero, por ahora… hasta que sepamos más, te recomendaría que no pienses en ello.
—¿A qué te refieres con «hasta que sepamos más»?
—Vamos, Percy. Visitemos el bosque.
Mientras se acercaban, Percy se dio cuenta de la enorme extensión del bosque. Ocupaba al menos una cuarta parte del valle, con árboles tan altos y gruesos que parecía que nadie había pisado ese lugar desde los tiempos de los nativos americanos.
—Los bosques están bien surtidos, por si quieres probar, pero ve armado —advirtió Quirón.
—¿Bien surtidos de qué? ¿Y armado con qué?
—Ya lo verás. El viernes por la noche hay una partida de «capturar la bandera». ¿Tienes espada y escudo?
—¿Yo, espada y…?
—Veo que no los tienes. Creo que una cinco te irá bien. Luego pasaré por la armería.
Percy quiso preguntar qué clase de campamento de verano tenía armería, pero había demasiado en qué pensar, así que continuaron con la visita. Vieron el campo de tiro con arco, el lago de canoas, los establos (que no parecían gustarle mucho a Quirón), el campo de lanzamiento de jabalina, el anfiteatro del coro y el estadio, donde, según Quirón, se celebraban combates de espadas y lanzas.
—¿Lides con espadas y lanzas? —preguntó el muchacho.
—Competiciones entre cabañas y todo eso. No suele haber víctimas mortales. Ah, sí, y ahí está el comedor —respondió Quirón, señalando un pabellón exterior rodeado de columnas griegas blancas, situado en una colina que daba al mar. Había una docena de mesas de piedra de picnic, sin techo ni paredes.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —preguntó el muchacho.
Quirón lo miró como si hubiera dicho algo absurdo.
—Tenemos que comer igualmente, ¿no?
Finalmente, Quirón le mostró las «cabañas», que en realidad eran una especie de bungalows. Había doce, dispuestas en forma de U junto al lago, con dos al fondo y cinco a cada lado. Eran sin duda las construcciones más estrambóticas que el muchacho había visto.
Cada cabaña tenía un número metálico sobre la puerta (impares a la izquierda, pares a la derecha), pero no se parecían en nada entre sí. La número 9 tenía chimeneas, como si fuera una pequeña fábrica; la 4 tenía tomateras pintadas en las paredes y un techo cubierto de hierba auténtica; y la 7 parecía estar hecha de oro puro, tanto que brillaba al sol, dificultando mirarla directamente. Todas daban a una zona comunitaria del tamaño de un campo de fútbol, decorada con estatuas griegas, fuentes, arriates de flores y un par de canastas de baloncesto.
En el centro de la zona comunitaria había una gran hoguera rodeada de piedras. Aunque la tarde era cálida, el fuego ardía con fuerza. Una niña de unos nueve años cuidaba las llamas, avivando los carbones con una vara.
Las dos construcciones más grandes y majestuosas eran las números 1 y 2, que parecían mausoleos para una pareja real, hechas de mármol y con columnas al frente. La número 1 era la más imponente de todas, con puertas de bronce pulidas que parecían recorrer rayos desde ciertos ángulos. La 2 era más delicada, con columnas más delgadas adornadas con guirnaldas de flores y paredes grabadas con figuras de pavos reales.
—¿Zeus y Hera? —aventuró el muchacho.
—Correcto —respondió Quirón.
—Parecen vacías.
—Algunas lo están. Nadie se queda para siempre en la uno o la dos.
Cada cabaña representaba a un dios, una especie de "mascota". Doce casas para doce Olímpicos. Sin embargo, algunas parecían deshabitadas.
El muchacho se detuvo frente a la cabaña número 3. No era alta y majestuosa como la número 1, sino alargada, baja y sólida. Sus paredes estaban hechas de piedra gris rugosa, tachonada con pechinas y coral, como si hubieran sido extraídas directamente del fondo del océano. Miró por la puerta abierta, y Quirón comentó:
—¡Uy, yo no lo haría!
Antes de que pudiera apartarse, el muchacho percibió el olor salobre del interior, como el viento a orillas del mar. Las paredes brillaban como abulón. Había seis literas vacías con sábanas de seda, pero ninguna señal de que alguien hubiera dormido allí. El lugar transmitía una sensación de tristeza y soledad, lo que hizo que el muchacho se sintiera aliviado cuando Quirón le puso una mano en el hombro y dijo:
—Vamos, Percy.
La mayoría de las demás cabañas estaban llenas de campistas. La número 5 era de un rojo brillante, pintada de manera descuidada, como si alguien le hubiera arrojado cubos de pintura. El techo estaba rodeado de alambre de espino, y una cabeza disecada de jabalí colgaba sobre la puerta, con los ojos siguiendo al muchacho al pasar. Dentro, un grupo de chicos y chicas de aspecto rudo se echaban pulsos y peleaban mientras sonaba música rock a todo volumen. Una chica de unos catorce años destacaba entre ellos; llevaba una camiseta talla XXL del Campamento Mestizo bajo una chaqueta de camuflaje. Se rió maliciosamente al verlo, recordándole a Nancy Bobofit, aunque esta chica era más grande, más feroz, y con el cabello largo y castaño en lugar de rojizo.
El muchacho continuó andando, tratando de evitar los cascos de Quirón.
—No hemos visto más centauros —comentó.
—No —respondió Quirón, algo apesadumbrado—. Los de mi raza son salvajes y bárbaros, me temo. Puedes encontrarlos en la naturaleza o en eventos deportivos importantes, pero no verás ninguno aquí.
—Dice que se llama Quirón. ¿Es realmente…?
Quirón le sonrió desde arriba.
—¿El Quirón de las historias? ¿El maestro de Hércules y todo aquello? Sí, Percy, ése soy yo.
—Pero, ¿no tendría que estar muerto?
Quirón se detuvo.
—¿Sabes?, no podría estar muerto. No depende de mí. Eones atrás, los dioses me concedieron el deseo de continuar trabajando en lo que amaba. Podría ser maestro de héroes mientras la humanidad me necesitara. He obtenido mucho de ese deseo… y también he renunciado a mucho. Pero sigo aquí, lo que significa que aún soy necesario.
El muchacho pensó en la idea de ser maestro durante tres mil años. Desde luego, no habría estado en su lista de los diez deseos más ansiados.
—¿No se aburre?
—No, no. A veces me deprimo horriblemente, pero nunca me aburro.
—¿Por qué se deprime?
Quirón pareció hacerse el sordo.
—Ah, mira —dijo—. Annabeth nos espera.
La chica rubia que el muchacho había conocido en la Casa Grande estaba leyendo un libro frente a la última cabaña de la izquierda, la número 11. Cuando llegaron junto a ella, lo observó críticamente, como si todavía pensara en que babeaba mientras dormía.
El muchacho intentó ver el título del libro, pero no pudo descifrarlo. Pensó que su dislexia estaba atacando de nuevo, hasta que se dio cuenta de que el libro ni siquiera estaba en inglés; parecía estar escrito en griego, literalmente. Contenía ilustraciones de templos, estatuas y diferentes tipos de columnas, como las que aparecen en libros de arquitectura.
—Annabeth —dijo Quirón—, tengo clase de arco para profesores a mediodía. ¿Te encargas tú de Percy?
—Sí, señor.
—Cabaña once —le indicó Quirón al muchacho, señalando la puerta—. Estás en tu casa.
La cabaña 11 era la que más se parecía a una cabaña de campamento típica, con un aspecto especialmente desgastado. El umbral estaba muy deteriorado y la pintura marrón, desconchada. Encima de la puerta, había un símbolo de la medicina y el comercio, una vara con dos serpientes enroscadas. Un caduceo.
La cabaña estaba llena de chicos y chicas, muchos más que el número de literas. Había sacos de dormir esparcidos por el suelo, y el lugar se asemejaba más a un gimnasio improvisado para emergencias.
Quirón no entró, ya que la puerta era demasiado baja para él. Sin embargo, cuando los campistas lo vieron, todos se pusieron en pie y le saludaron con respeto.
—Bueno, así pues… —dijo Quirón—. Buena suerte, Percy. Te veo a la hora de la cena.
Y, con eso, se marchó al galope hacia el campo de tiro.
El muchacho se quedó en el umbral, observando a los campistas. Ya no inclinaban la cabeza; ahora lo miraban con curiosidad y desdén. El muchacho conocía esa sensación; la había experimentado en varios colegios.
—¿Y bien? —le urgió Annabeth—. Vamos.
Así que, naturalmente, tropezó al entrar por la puerta, quedando como un completo idiota. Hubo algunas risitas, pero nadie dijo nada.
Annabeth anunció:
—Percy Jackson, te presento a la cabaña once.
—¿Determinado o por determinar? —preguntó alguien.
Percy no supo qué responder, pero Annabeth respondió:
—Por determinar.
Todo el mundo se quejó.
Un chico algo mayor que los demás se acercó.
—Bueno, campistas. Para eso estamos aquí. Bienvenido, Percy, puedes quedarte con ese hueco en el suelo, a ese lado.
El chico tendría unos diecinueve años, y se veía muy seguro de sí mismo. Era alto y musculoso, con el cabello color arena muy corto y una sonrisa amable. Vestía una camiseta sin mangas naranja, pantalones cortados, sandalias y un collar de cuero con cinco cuentas de arcilla de distintos colores. Lo único que alteraba un poco su apariencia era una enorme cicatriz blanca que le cruzaba media cara desde el ojo derecho hasta la mandíbula, una vieja herida de cuchillo.
—Este es Luke —lo presentó Annabeth, y su voz sonó algo distinta. Ella lo miró y Percy habría jurado que estaba levemente ruborizada. Al notar que él la observaba, su expresión se endureció—. Es tu consejero por el momento.
—¿Por el momento? —preguntó Percy.
—Eres un "por determinar" —le explicó Luke—. Aún no saben en qué cabaña ponerte, así que de momento estás aquí. La cabaña once acoge a los recién llegados, todos visitantes, evidentemente. Hermes, nuestro patrón, es el dios de los viajeros.
Percy observó la pequeña sección de suelo que le habían otorgado. No tenía nada para señalarla como propia; ni equipaje, ni ropa, ni saco de dormir. Sólo el cuerno del Minotauro. Pensó en dejarlo allí, pero luego recordó que Hermes también era el dios de los ladrones.
Miró a su alrededor. Algunos lo observaban con recelo, otros sonreían tontamente, y otros lo miraban como si esperaran la oportunidad de hurgar en sus bolsillos.
—¿Cuánto tiempo voy a estar aquí? —preguntó.
—Buena pregunta —respondió Luke—. Hasta que te determinen.
—¿Cuánto tardará?
Todos rieron.
—Vamos —le dijo Annabeth—. Te enseñaré la cancha de voleibol.
—Ya la he visto.
-Vamos.
Ella lo agarró de la muñeca y lo arrastró fuera, mientras los chicos reían a sus espaldas.
—Jackson, tienes que esforzarte más —dijo Annabeth cuando se alejaron unos metros.
—¿Qué?
Ella puso los ojos en blanco y murmuró entre dientes:
—¿Cómo pude creer que eras el elegido?
—¿Pero qué te pasa? —Percy comenzaba a enfadarse—. Lo único que sé es que he matado a un tipo con cabeza de toro…
—¡No hables así! —lo increpó Annabeth—. ¿Sabes cuántos chicos en este campamento desearían haber tenido la oportunidad que tú tuviste?
—¿De que me mataran?
—¡De luchar contra el Minotauro! ¿Para qué crees que entrenamos?
Percy meneó la cabeza.
—Mira, si la cosa con que me enfrenté era realmente el Minotauro, el mismo del mito…
—Pues claro que lo era.
—Pero sólo ha habido uno, ¿verdad?
—Sí.
—Y murió hace un montón de años, ¿no? Lo mató Teseo en el laberinto. Así que…
—Los monstruos no mueren, Percy. Pueden ser eliminados, pero no mueren.
—Bueno, gracias. Eso lo aclara todo.
—No tienen alma, como tú o como yo. Puedes deshacerte de ellos durante un tiempo, tal vez durante toda una vida, si tienes suerte. Pero son fuerzas primarias. Quirón los llama «arquetipos». Al final siempre vuelven a reconstruirse.
Percy pensó en la señora Dodds.
—¿Quieres decir que si matara a uno, accidentalmente, con una espada…?
—Esa Fur… quiero decir, tu profesora de matemáticas. Bien, pues ella sigue ahí fuera. Lo único que has hecho es enfurecerla muchísimo.
—¿Cómo sabes de la señora Dodds?
—Hablas en sueños.
—Casi la llamas algo. ¿Una Furia? Son las torturadoras de Hades, ¿no?
Annabeth miró nerviosa al suelo, como si temiera que se abriera y la tragara.
—No deberías llamarlas por su nombre, ni siquiera aquí. Cuando tenemos que mencionarlas las llamamos «las Benévolas».
—Oye, ¿hay algo que podamos decir sin que se ponga a tronar?
Sonaba quejumbroso, incluso para sus propios oídos, pero en ese momento ya no le importaba.
—¿Y por qué tengo que estar en la cabaña once? ¿Por qué están todos tan apretados? Hay muchas literas vacías en otros lugares —señaló las primeras cabañas, y Annabeth palideció.
—No se elige la cabaña, Percy. Depende de quiénes son tus padres. O… tu progenitor.
Ella lo miró, esperando que comprendiera.
—Mi madre es Sally Jackson —respondió Percy—. Trabaja en la tienda de caramelos de la estación Grand Central. Bueno, trabajaba.
—Siento lo de tu madre, Percy, pero no me refería a eso. Estoy hablando de tu otro progenitor. Tu padre.
—Está muerto. No lo conocí.
Annabeth suspiró. Sin duda ya había tenido esta conversación antes con otros chicos.
—Tu padre no está muerto, Percy.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Lo conoces?
—No, claro que no.
—¿Entonces cómo puedes decir…?
—Porque te conozco a ti. Y no estarías aquí si no fueras uno de los nuestros.
—No conoces nada de mí.
—¿No? —levantó una ceja—. Seguro que no has parado de ir de escuela en escuela. Seguro que te echaron de la mayoría.
—¿Cómo…?
—Te diagnosticaron dislexia, quizá también TDAH.
Percy intentó disimular su vergüenza.
—¿Y eso qué importa ahora?
—Todo junto es casi una señal clara. Las letras flotan en la página cuando las lees, ¿verdad? Eso es porque tu mente está preparada para el griego antiguo. Y el TDAH (eres impulsivo, no puedes estarte quieto en clase), eso son tus reflejos para la batalla. En una lucha real, te mantendrían vivo. Y en cuanto a los problemas de atención, se debe a que ves demasiado, Percy, no demasiado poco. Tus sentidos son más agudos que los de un mortal corriente. Por supuesto, los médicos quieren medicarte. La mayoría son monstruos. No quieren que los veas por lo que son.
—Hablas como… como si hubieras pasado por la misma experiencia.
—La mayoría de los chicos que están aquí lo han hecho. Si no fueras como nosotros, no habrías sobrevivido al Minotauro, mucho menos a la ambrosía y el néctar.
—¿Ambrosía y néctar?
—La comida y la bebida que te dimos para que te recuperaras. Eso habría matado a un chico normal. Le habría convertido la sangre en fuego y los huesos en arena, y ahora estarías muerto. Asúmelo. Eres un mestizo.
Un mestizo. Percy tenía tantas preguntas en la cabeza que no sabía por dónde empezar.
Entonces, una voz hosca exclamó:
—¡Pero bueno! ¡Un novato!
Percy se volvió y vio a la chica corpulenta de la cabaña cinco avanzando hacia ellos con paso lento y decidido. Tres chicas la seguían; grandes, feas y con aspecto de malas como ella, todas vestidas con chaquetas de camuflaje.
—Clarisse —suspiró Annabeth—. ¿Por qué no te largas a pulir la lanza o algo así?
—Claro, señorita Princesa —replicó la chicarrona—. Para atravesarte con ella el viernes por la noche.
—Erre es korakas! —respondió Annabeth, y de algún modo Percy entendió que en griego significaba «¡Anda a dar de comer a los cuervos!», aunque le dio la impresión de que era una maldición peor de lo que parecía.
—Os vamos a pulverizar —dijo Clarisse, aunque le tembló un párpado. Quizá no estaba segura de poder cumplir su amenaza. Se volvió hacia Percy—. ¿Quién es este alfeñique?
—Percy Jackson —respondió Annabeth—. Esta es Clarisse, hija de Ares.
Percy parpadeó.
—¿El dios de la guerra?
Clarisse replicó con desdén:
—¿Algún problema?
—No —respondió Percy—. Eso explica el mal olor.
Clarisse gruñó.
—Tenemos una ceremonia de iniciación para los novatos, Prissy.
—Percy.
—Lo que sea. Ven, que te la enseño.
—Clarisse… —la advirtió Annabeth.
—Quítate de en medio, listilla.
Annabeth parecía muy firme, pero se apartó. Percy no quería su ayuda, de todo modo, como chico nuevo, debía ganarse su reputación.
—Parece que no aprendiste nada, Clarisse —dijo Annabeth, cruzándose de brazos y esbozando una media sonrisa desafiante—. Recuerdo cómo Grover me contó la humillación que te dio ese rubio, Boruto.
Clarisse frunció el ceño, su rostro enrojeciendo de furia al escuchar el nombre. Las chicas que la acompañaban intercambiaron miradas incómodas, pero no dijeron nada.
—Ese chico no cuenta —gruñó Clarisse, apretando los puños—. No estaba preparada… y la próxima vez no tendrá tanta suerte.
Annabeth dejó escapar una risa burlona.
—Veremos, Clarisse. Pareces olvidarte que la arrogancia no te va a llevar muy lejos.
Sin querer alargar más la situación, Percy le entregó a Annabeth el cuerno de minotauro y se preparó para pelear, pero antes de que pudiera darse cuenta, Clarisse ya lo había agarrado por el cuello y lo arrastraba hacia el edificio color ceniza, que él reconoció de inmediato como el lavabo.
Mientras lo arrastraba, Percy lanzaba puñetazos y patadas. Había peleado muchas veces antes, pero Clarisse tenía manos de hierro. Lo llevó hasta el baño de las chicas, donde había una fila de váteres a un lado y otra de duchas al otro. El lugar olía como cualquier lavabo público, y Percy pensó —todo lo que podía pensar mientras Clarisse le tiraba del pelo— que si aquel sitio pertenecía a los dioses, al menos podrían haberse procurado unos servicios más decentes.
Las amigas de Clarisse reían a carcajadas, mientras Percy intentaba encontrar la fuerza que había usado para derrotar al Minotauro, pero no lograba hallarla.
—Sí, seguro que es material de los Tres Grandes —se burló Clarisse, empujándolo hacia un váter—. Seguro que el Minotauro se murió de la risa al ver la pinta de este bobo.
Las risas de sus amigas continuaban. Annabeth estaba en una esquina, cubriéndose la cara, pero observando la escena entre los dedos.
Clarisse puso a Percy de rodillas y comenzó a empujarle la cabeza hacia la taza. El váter apestaba a tuberías oxidadas y a… bueno, lo típico de los váteres. Percy luchaba por mantener la cabeza erguida, y al ver aquella agua asquerosa pensó: "No meteré la cabeza ahí ni de broma".
Entonces ocurrió algo. Percy sintió un tirón en la boca del estómago. Las tuberías comenzaron a rugir y estremecerse. Clarisse le soltó el pelo cuando un chorro de agua salió disparado del váter, describiendo un arco perfecto por encima de su cabeza. Él cayó de espaldas al suelo, escuchando los gritos de Clarisse.
Se giró justo a tiempo para ver cómo el agua volvía a salir de la taza y le daba a Clarisse directamente en la cara, con tanta fuerza que la tiró de culo. El chorro de agua la golpeaba como una manguera antiincendios, empujándola hacia una cabina de ducha.
Clarisse se resistía, lanzando manotazos y chillando, mientras sus amigas intentaban acercarse para ayudarla. Pero entonces los otros váteres explotaron también y seis chorros más de agua las hicieron retroceder de golpe. Las duchas también entraron en funcionamiento, y entre todas las salidas de agua arrinconaron a las chicas hasta que salieron del baño, arrastrándolas como desperdicios que se limpian con una manguera.
En cuanto salieron por la puerta, Percy sintió que el tirón en su estómago desaparecía, y el agua se detuvo tan de repente como había comenzado.
El lavabo entero estaba inundado. Annabeth tampoco se había librado; estaba empapada de pies a cabeza, pero no había sido expulsada del baño. Seguía exactamente en el mismo lugar, mirándolo con una expresión de asombro.
Percy miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba sentado en el único sitio seco de la estancia. Había un círculo de suelo seco a su alrededor, y su ropa no tenía ni una gota de agua. Nada.
Se puso en pie, con las piernas temblando.
—¿Cómo has…? —preguntó Annabeth.
—No lo sé —respondió Percy.
Ambos salieron del edificio. Clarisse y sus amigas estaban tendidas en el barro, rodeadas por un grupo de campistas que las observaban estupefactos. Clarisse tenía el pelo pegado a la cara, su chaqueta de camuflaje empapada, y olía a alcantarilla. Miró a Percy con odio absoluto.
—Estás muerto, chico nuevo. Totalmente muerto.
Percy debería haber dejado el asunto ahí, pero replicó:
—¿Tienes ganas de volver a hacer gárgaras con agua del váter, Clarisse? Cierra el pico.
Las amigas de Clarisse tuvieron que sujetarla para contenerla. Luego la arrastraron hacia la cabaña 5, mientras los otros campistas se apartaban para evitar las patadas de sus pies voladores.
Annabeth lo miraba fijamente.
—¿Qué? —preguntó Percy—. ¿Qué estás pensando?
—Estoy pensando que te quiero en mi equipo para capturar la bandera —respondió Annabeth.
Entonces, el ambiente cambió de forma abrupta. Aquella atmósfera alegre y vibrante, bañada por el cálido sol que iluminaba el campamento, se transformó en algo pesado y gélido, un contraste inquietante que helaba la sangre pese a la fuerza del sol.
Cada campista, cada criatura mitológica en los alrededores sintió un escalofrío recorriéndoles los huesos. Incluso Clarisse, con toda su furia acumulada, pareció apaciguar su ira ante esos sentimientos extraños y familiares que de pronto los envolvieron.
De entre los árboles y arbustos que rodeaban el campamento, emergió una figura alta, de casi dos metros. Su cabello rojo como la sangre brillaba bajo la luz, y, al levantar apenas la mirada, reveló unos ojos de un azul profundo y enigmático, como el propio mar.
Cuando su cuerpo salió completamente de entre la maleza, se hizo visible la armadura que llevaba: negra y desgastada, una clásica armadura de samurái, cuyas piezas rotas y agrietadas parecían absorber la luz misma. Lo que alguna vez fue un conjunto imponente de metal ahora se mostraba fragmentado, desgarrado… como si hubiera soportado incontables batallas y sufrimientos.
Entonces, esos ojos helados, tan llenos de una frialdad implacable, se posaron en Percy, el chico al que había salvado en el pasado.
De su voz profunda, autoritaria y gélida, surgieron unas pocas palabras, resonantes y cortantes:
—Te ves bien… Percy.
