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Agosto

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La Guerra Fría, aprendió Draco de Theo, que había aprendido de Granger durante su tarde juntos en el Callejón Diagon, era una especie de guerra sin lucha. Era una cosa de muggles, tenía algo que ver con los rusos y los americanos. Draco no le prestó atención a casi nada, concentrado en el hecho de que Theo y Granger se habían hecho amigos. Tan amigos que habían quedado para comer en el callejón Diagon y luego habían pasado la tarde de compras y a lacaza de novios.

Esa última parte ciertamente no molestó a Draco en absoluto. Y ciertamente no sintió ningún alivio cuando Theo aclaró que habían estado buscando un novio para él, sin suerte, aparentemente. A Draco no le cabía en la cabeza la idea de que Hermione Granger no tuviera ningún problema en pasar tiempo, en público, con Theodore Nott.

—¿La gente no se te quedaba mirando? —preguntó Draco, recuperando la compostura después de haber estado a punto de salpicar el vino sobre el tablero de ajedrez que los separaba.

Theo tanteó a su caballo, que parecía reacio a moverse, tal vez presintiendo una inminente captura por la torre de Draco.

—Algunos. Pero dice que la gente la mira de todas formas. Y no es que nunca me hayan mirado antes, al menos una vez que alguien se da cuenta de quién soy.

El caballo finalmente se movió, un viaje a regañadientes a su nueva casilla.

—¿Y no fue... incómodo?

Draco capturó el caballo, poniendo en jaque al rey de Theo. Theo suspiró, pero cuando Draco lo miró, tenía la cabeza ladeada y una mueca en la boca mientras golpeaba el tablero con un trozo del caballo caído.

—Estas preguntas no tienen ninguna motivación egoísta, ¿verdad? —preguntó Theo, moviendo un alfil para proteger a su rey.

No.

Claro que no.

Totalmente absurdo.

—Porque si lo fueran, —continuó Theo, totalmente indiferente cuando Draco capturó su alfil—. Solo tendría palabras de apoyo que decir.

Theo hizo una pausa, la sinceridad de sus palabras parecía alcanzarle, e hizo una mueca.

—No te hagas daño, —dijo Draco.

Theo lanzó un trozo de su alfil destrozado hacia Draco.

—Acabo de sufrir sinceridad por ti. Al menos puedes admitirlo.

—No sé de qué estás hablando. —Pero el ritmo cardíaco de Draco había aumentado; podía sentirlo en su cuello, contra el cuello de su camisa. Movió su torre, despejando el camino para su reina. Jaque mate.

Después de la biblioteca, Granger despejó todo el pasillo que salía del salón del Flu en cuestión de días. Aparte de las enormes bibliotecas y de los elfos domésticos que le entregaban constantemente nuevas baratijas para que las examinara, aparentemente su trabajo podía realizarse en las zonas menos afectadas de su casa familiar con relativa facilidad.

No era que hubieran vuelto a la Guerra Fría, o cualquier otra comparación muggle que ella quisiera hacer sobre el estado de su relación laboral, sino que Draco simplemente no podía decidir cómo comportarse con ella. Oscilaba entre una fuerte oclusión para eliminar todas las emociones no deseadas, con bastante menos irritación últimamente y bastante más deotra cosa, y los esfuerzos concertados para mantener conversaciones normales y civilizadas con ella.

Era más cómodo y mucho menos molesto intentar actuar como si no fueran Hermione Granger y Draco Malfoy cuando se relacionaban. Pero no pudo mantener esa ilusión cuando se dio cuenta de que ella había empezado a llevar manga larga, incluso con el calor, para cubrirse la cicatriz. Tampoco podía olvidar esas cosas cuando el mismo calor le hacía querer arremangarse él mismo, solo para acordarse de la horrible marca en su brazo. Lo peor, sin embargo, eran los momentos en los que sentía un arrebato de algo totalmente inapropiado hacia ella, que hacía que fingir amabilidad fuera imposible de mantener. Volvían a ser Hermione Granger y Draco Malfoy: un énfasis insuperable.

—Deberíamos cambiar de ala, —dijo él, intentando redirigirla después de que terminara de amortiguar la magia oscura adherida a un busto de Lucius Malfoy I. Según sus siempre presentes runas de diagnóstico, era el último objeto del pasillo que salía del salón que requería su atención.

Hoy había intentado evitar la oclusión, pero no duraría mucho más si ella insistía en abordar el vestíbulo sur.

—Este es el siguiente lugar lógico para desmantelar, —dijo, subiéndose una de las mangas, la derecha, antes de hacer una pausa y volver a bajársela.

—Es el ala de invitados, —dijo.

Estaban frente a un largo pasillo. Al final, unas escaleras de piedra conducían a otros dos pisos, uno arriba y otro abajo. Varias puertas y arcos salpicaban las paredes de piedra, que de otro modo estarían vacías. A Draco se le erizó la piel de solo mirarlo.

—¿Y eso qué importa? —Ella lanzó la pregunta por encima del hombro mientras marchaba hacia el pasillo, ignorante de sus recelos.

—Hemos tenido... —Draco dio un paso adelante, tangencialmente complacido de que su estómago no se cayera de inmediato—, muchos invitados desagradables. Especialmente durante la guerra.

Eso la detuvo, con un pie flotando antes de caer finalmente sobre el suelo de piedra. Varios pasos por delante de él, ella se volvió, tragando saliva.

—¿Invitados desagradables?

—Él. Su gente.

Granger tuvo la delicadeza de parecer inquieta. Puede que ese fuera el motivo por el que el Ministerio la había enviado aquí, pero esta sala era algo más... algo distinto. Nadie la utilizaba, ni en años ni desde entonces. No había prisa por someterse a ella.

Intentó explicarse mejor.

—Creo que mi padre realmente se esforzó por traerte todos los objetos malditos que conocíamos, especialmente de esta sala. Pero anticipo que aun así será extremadamente desagradable. Hay al menos una sala en la siguiente planta que no hemos podido abrir desde la guerra.

—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó.

—Hay otras alas que necesitan atención.

—Este es mi trabajo.

—Ah, ¿sí? Qué decepción. Tenía la impresión de que eran visitas sociales.

Ella puso los ojos en blanco, las manos buscando sus caderas.

—Sé lo que hago.

—Lo sé... sé que lo sabes. Solo... estoy sugiriendo un exceso de precaución, quizás retrasar esta parte de la mansión un poco más.

No se movió. Ni siquiera un centímetro. Ni siquiera se dignó a responder a sus preocupaciones. Se quedó allí de pie, con las cejas levantadas, los ojos entrecerrados y los talones clavados hasta el fondo: una visión de terquedad.

—Por favor, déjame hacer mi trabajo, —dijo al fin.

Sus dientes rechinaron mientras su mandíbula se cerraba. Maldita bruja testaruda.

—Bien.

Suspiró, conjuró una silla para sí e intentó enterrar su ansiedad en teoría de pociones.

El problema estaba en separar la maldición de la carne. Sencillo en teoría, un completo coñazo en la práctica. Si Draco conseguía que la maldición se soltara de la piel, el resto de la curación solo requeriría un poco de pasta para cicatrices. Todo lo que había intentado hasta ahora había resultado en quemaduras y costras y la magia oscura luchando, estacando su posesión sobre la piel cicatrizada y reaccionando violentamente ante la sugerencia de que se retirara.

Draco tachó varios elementos de su lista de ingredientes raros para pociones, ya que preveía reacciones desagradables con la poción curativa base que había estado utilizando. Tendría que hacer algunos pedidos especiales para adquirir los que eran prometedores; muchos apenas se cultivaban en los invernaderos de su familia. Tal vez Theo tuviera algunos en su propiedad.

—Malfoy, —dijo Granger desde cerca.

Trazó una línea a lo largo de todo un párrafo de hierbas excepcionalmente poco útiles, sin levantar la vista. No había esperado saber de ella en horas, sinceramente. Había estado tan decidida a forzar esta sala hasta la sumisión.

—¿Mmm? —ofreció mientras hacía una pausa, considerando las implicaciones de adquirir y añadir sangre de dragón a la iteración actual de su brebaje.

—Malfoy. —Su voz se hizo más suave. Él suspiró. Por fin se había acomodado a su trabajo después de que ella insistiera en ocuparse de esas habitaciones particularmente desagradables.

—¿Sí? —preguntó, haciendo esta vez ademán de seguir evaluando la lista de ingredientes que tenía delante.

—Draco.

Eso llamó su atención y levantó la cabeza, arrancada de su trabajo con una fuerza casi violenta: aturdido por el uso de su nombre de pila.

Dejó caer la lista, se levantó de un salto y anuló la transfiguración de su silla en un suspiro. Granger se acunó el brazo derecho. Las venas bajo la piel brillaban de un rojo vivo y furioso, trepando por el antebrazo y el bíceps. Le habían abierto la manga, probablemente un hechizo que había hecho para evaluar los daños. Sus dedos y su mano brillaban casi completamente rojos: telarañas de venas de un rojo brillante. El estómago de Draco dio un vuelco; sus dedos se agarrotaron, un músculo rígido que no se relajaba. La tensión de su mano le hizo retroceder en el tiempo, recordando sus propios dedos torcidos en agonía bajo el Cruciatus. La cabeza le dio vueltas por la repentina necesidad de Oclumancia.

Ni siquiera le tembló la voz al hablar, baja y un poco entrecortada. Sin embargo, no le pasó desapercibida la vidriosidad de sus ojos, a punto de derramar lágrimas.

—He detenido la propagación, —dijo—. Pero no estoy lo suficientemente familiarizada con este tipo de maldición de sangre como para revertirla.

—¿Por qué estás tan tranquila? —preguntó Draco, sin saber qué más hacer. ¿Debería tocarla? ¿Debía darle espacio? Todo su cuerpo se había paralizado por el pánico, por la indecisión. Se apoyó más en la Oclumancia, intentando congelar el calor del pánico, intentando ralentizar los frenéticos latidos de su corazón.

—No estoy tranquila. De hecho, me siento muy inestable... ¿podrías ayudarme con el Flu? Necesito ir a San Mungo.

Ella había dicho algo, pero actuó completamente al contrario.

—¿No...no estás tranquila? ¿En una emergencia?

Cierto, una emergencia. Por fin se movió, pasándole el brazo bueno por su cintura y odiando la emoción inoportuna que le tensó los músculos y le subió el calor por la columna vertebral. Le lanzó un ligero hechizo y ella se hundió de inmediato en lo que él esperaba que fuera un alivio por no tener que soportar tanto peso.

Apretó la mandíbula. Una lágrima se escapó de sus párpados, pero apenas pestañeó, la determinación evidente en cada respiración mesurada, en cada paso que daba por sí misma.

Si esta era Hermione Granger no tranquila, El Señor Tenebroso nunca tuvo una puta oportunidad.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Granger, entrando en la sala de espera de San Mungo, donde Draco había pasado casi tres horas, aburridísimo. Se sentaba, se levantaba, de vez en cuando se paseaba, irritando a las enfermeras que no le decían una mierda. Pero también le preocupaba demasiado no encontrarla si se marchaba como para ir a buscar un libro u otra cosa con la que ocupar su mente acelerada.

Así que, en vez de eso, se dedicó a esperar de muy mala gana, pensando en todas las formas grotescas en que la maldición de sangre había destrozado el brazo de Granger.

Parecía estar perfectamente. Más que eso, sorprendida de encontrarle allí.

—Te estaba esperando, —le dijo. Se levantó de la silla, resistiendo el impulso de alcanzar su mano derecha y examinarla. Pero desde donde él estaba parecía completamente normal. Ella flexionó los dedos mientras él la observaba. ¿Por qué seguía pareciendo tan confusa?

—Pero... ¿por qué me esperaste?

Un escalofrío recorrió la espalda de Draco, una frialdad que no tenía nada que ver con la Oclumancia. No había activado esas defensas desde que los sanadores se llevaron a Granger, dejándolo concentrado en controlar su respiración. Por lo tanto, ahora que estaba frente a ella, era completamente él mismo. Esto dejaba la puerta abierta a lo que se sentía sospechosamente como mortificación, llevada por la implicación de que no debería haber esperado. ¿Fue inapropiado? ¿Se había excedido?

Se metió las manos en los bolsillos, intentando resistir el impulso de juguetear con sus gemelos o arrastrar los pies. Luchó contra el deseo de pedirle que se arremangara la manga de la camisa reparada y demostrara que su casa familiar no la había mutilado permanentemente.

Se aclaró la garganta.

—Te hicieron daño en la propiedad de mi familia, Granger. Me pareció apropiado asegurarme de que estabas bien. Me disculpo, si prefieres que me vaya...

—No. —Ella casi extendió la mano, al menos eso es lo que él dedujo de la pequeña sacudida en su brazo y hombro, pero se detuvo—. Es que... no me lo esperaba.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Todo bien? Es decir, ¿estás bien?

Cruzó el cuerpo con el brazo izquierdo, masajeándose el antebrazo derecho, donde horas antes había estado la maldición. Pero sonrió, algo tranquilizador, algo cálido.

—Oh, sí. Fue una maldición de sangre bastante común. He sido filtrada y repuesta. Como nueva.

—¿Y eso es todo? —No es que no la creyera, pero quería, necesitaba, asegurarse. Todo su cuerpo prácticamente palpitaba con el deseo de cruzar el metro de distancia que los separaba, examinarle el brazo y luego disculparse profusamente, posiblemente de rodillas. Ese era un pensamiento peligroso; lo guardó y lo almacenó, un poco asustado.

—Sí. Es bastante sencillo, en realidad. Solo estoy un poco mareada por toda la sangre que purgaron. Los reabastecedores de sangre llevan tiempo... estoy segura de que lo sabes.

Lo sabía. Eran una poción curativa muy común. Funcionaban mejor cuando se tomaban con comida y bebida.

—Te conseguiremos algo de comida, entonces, —dijo.

—¿Qué? —Su brazo izquierdo cayó hacia atrás, probablemente como consecuencia de la conmoción. También había abierto mucho los ojos, unos enormes y expresivos orbes que prácticamente le suplicaban que explicara algo con más sentido.

Sintió que había sido perfectamente claro.

—Comida, Granger. Deberíamos darte algo de fuerza, ayudar a ese reabastecedor de sangre. Te ves bastante fantasmal. Vamos.

Le ofreció el brazo, un instinto de una versión diferente de sí mismo que no tenía que considerar lo que podría parecer que Hermione Granger caminara del brazo con Draco Malfoy.

Y, de forma extraña, increíble e inexplicable, lo aceptó. Es cierto que sus ojos se entrecerraron cuando se le pasó la sorpresa, y parecía que confiaba menos en él que en un Escreguto de cola explosiva, pero le sujetó del brazo y caminó con él por los pasillos del hospital hasta salir por la puerta.

Se tensó. No podía evitarlo; cada gramo de conciencia de sí mismo se había reducido a la presión de la mano de ella agarrándole el antebrazo y al calor del pliegue de su codo irradiando a través de la manga de su camisa. No hizo ningún comentario sobre el bamboleo que notaba en sus pasos, ni sobre el hecho de que, cuando salieron a la acera de San Mungo, ella se había beneficiado de la firmeza de su brazo.

Intentó formular su pregunta de la forma más práctica posible; lo último que quería era que ella pensara que pretendía burlarse de ella. Su casa la había atacado, nada menos que por segunda vez. Tendría que ser tremendamente cruel para añadirle insultos casuales. Y tal vez lo había sido alguna vez, pero eso fue antes de que le lanzaran crueldades casuales con regularidad. Se había dado cuenta de que la perspectiva tenía una magia reveladora.

—¿Cuánto crees que puedes caminar?

Inconvenientemente, San Mungo estaba en medio del Londres muggle.

—Yo... —empezó ella. Su agarre en el brazo de él se tensó un instante y luego volvió a aflojarse. Draco miró hacia adelante, resuelto en su compromiso de dejarla tener privacidad en cualquier batalla contra sus límites que necesitara tener—. No estoy para caminar muy lejos.

No era lo que ella quería decir, pero por alguna razón, esas palabras tuvieron el mismo efecto en Draco que si ella hubiera dicho te confío mi vida. Granger acababa de admitir una debilidad, por pequeña que fuera, y evidentemente confiaba en que él no se aprovecharía de ella. Casi se rio de lo increíble que le habría parecido esa confianza unos meses antes.

Draco consideró sus opciones, que esencialmente se habían limitado a lo que tuviera a la vista.

—¿Te gusta la comida italiana, Granger? Parece que hay un sitio en la esquina ahí arriba.

Su agarre se tensó de nuevo.

—Será... será muggle, —dijo, con voz tranquila.

—Bueno, está... bien. —Luchó con las palabras porque sabía que ella no le creería, no por el principio de la cosa. Con seguridad, pudo ver su cabeza girando en su periferia, probablemente buscando la confirmación de que quería decir lo que había dicho.

Se volvió y la miró. Esperaba que sospechara, pero vio algo más parecido al asombro. Tuvo que guardarse eso también, no fuera a ser que se le subiera a la cabeza una extraña sensación de satisfacción que se entretejía entre sus partes fibrosas, que a veces parecían deshacerse por las costuras.

—¿Está... bien? —preguntó.

—Sí. Yo... eh, empecé a llevar más dinero muggle encima en Sarajevo. Los espacios mágicos no están tan separados allí. Bueno, también me pareció inteligente hacerlo aquí. Por si acaso. —Se metió la mano en el bolsillo del pantalón para sacar la varita y la billetera.

Podría haberle soltado entonces, aunque solo fuera por un momento, para facilitarle el lanzamiento del hechizo y el tanteo con el dinero, pero se mantuvo firme en su sitio. En todo caso, se apoyó más en él. Sospechó que estaba luchando más de lo que quería admitir.

Le mostró un puñado de billetes.

—¿Crees que esto sería suficiente?

Su mano salió disparada hacia el dinero muggle, empujándolo hacia abajo.

—Merlín, Malfoy. No... por Dios, guarda eso. Probablemente podrías comprar todo el restaurante con todo eso. —Se rio, pero su tono se acercaba a la histeria. Se balanceó.

Se permitió fruncir el ceño mientras volvía a guardarse la cartera en el bolsillo y les guiaba por la calle.

—Oh, no hagas pucheros, Malfoy, —dijo ella. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo le sonreía. No miró, no podía mirar—. ¿No prestaste atención mientras Gringotts convertía tus galeones? Era mucho dinero.

Simplemente levantó una ceja e inclinó la cabeza hacia ella, lo suficiente para que pudiera ver, pero no lo suficiente como para tener que mirarla a los ojos, no desde esta proximidad.

Ella soltó una carcajada y le agarró del brazo con fuerza mientras él le abría la puerta y la conducía al interior del restaurante.

Poco después de que llegara el aperitivo, Draco experimentó un colapso total del sistema, en un sentido muy literal. Incluso sin utilizar activamente la Oclumancia, todavía había cosas que había congelado, desmenuzado o guardado. Y esas cosas, tan diligentemente ignoradas durante tanto tiempo, meses probablemente, salieron de sus escondites, se fundieron y volvieron a unirse al flujo de sangre que corría por sus venas.

Ocurrió mientras miraba fijamente sus flores de calabacín fritas, que le irritaban probablemente más de lo que deberían.

—A veces están rellenas de queso, Malfoy. Me sorprende que Blaise no te haya hecho probarlos. Su familia es italiana, ¿verdad? Están deliciosas, —había dicho Granger, insistiendo sobre el borde de su copa de vino.

A Draco le gustaban las cosas buenas: la buena comida, el buen vino, la buena mesa. Y la compañía de buenas brujas. Que era donde las cosas se desmoronaban: mirando fijamente aquel aperitivo absolutamente ridículo, bebiendo a sorbos el vino tinto más caro disponible, en lo que resultaba ser un restaurante nada barato, según las protestas de Granger en cuanto vio el menú, y en compañía de alguien de quien no podía negar del todo que fuera una bruja refinada.

Estaba en una puta cita.

Una cita accidental.

Y ese pensamiento se convirtió en la llave que abrió la habitación de su mente que contenía todas las cosas inapropiadas que había pensado sobre Granger desde que ella había empezado a trabajar en su casa, inundando su sistema con una oleada de calor. Calor en las variedades de vergüenza, cariño y lujuria, la más angustiosa.

Todos esos pensamientos que se suponía que no debían ser un problema, que había hecho todo lo posible por ignorar, que había guardado para ocuparse de ellos más adelante, rugieron en su cabeza, ahogando la agradable melodía de piano que sonaba por todo el restaurante. Al parecer, esta sería la ocasión, el momento concreto en el que finalmente tendría que gestionar varias crisis de identidad llenas de pensamientos traicioneros: mientras miraba unas putas flores de calabacín fritas.

Mientras sus ojos se clavaban en el plato de aperitivos que había entre ellos, Draco intentó, sin éxito, encontrar una parte de sí mismo que se sintiera disgustada, molesta o repugnada por la idea de tener una cita con Hermione Granger. En lugar de eso, lo único que encontró fue una semilla de placer rebelde y una reprimenda interna que le decía que no podía retractarse ahora, que no podía dejar de pensarlo ahora que lo había pensado: quería tener una cita con Granger.

Estuvo a punto de excusarse para buscar un lugar donde poder quejarse de su propia idiotez en privado, tal vez arrancarse los cojones por encontrarse tan inmerso, tan de repente y tan involuntariamente. Evidentemente, tenía habilidad para el autoengaño.

Las flores de calabacín fritas estaban deliciosas. No pudo evitar mirar la boca de Granger mientras comía. Ella, a su vez, lo miraba con una mirada de curiosidad que él no podía distinguir.

—Eres zurdo, —dijo.

Se detuvo, con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca.

—Sí, —dijo, bajando el tenedor y haciendo caso omiso de su bocado.

—No me había dado cuenta antes.

Ladeó la cabeza: con la cara caliente, y deseó que fuera por el cabernet.

—Me has visto hacer mucha magia durante... años.

Ella se encogió de hombros, dando un sorbo a su vino. Volvió a mirarle la mano izquierda, que descansaba cerca del plato, sosteniendo el tenedor sin apretar. Él sintió el peso de la mirada de la mujer, que subió por su brazo y se fijó en el antebrazo, en lo que ambos sabían que vivía bajo la manga, antes de seguir subiendo: del bíceps al hombro, al cuello y, por último, a la cara.

—Es que nunca me había dado cuenta. —Casi parecía sorprendida por su propia confesión.

—Supongo que no sé por qué lo harías.

¿Cuándo, exactamente, se había vuelto guapa Granger? Ya se había dado cuenta de que había cambiado desde el colegio, pero no había relacionado esos cambios con la cara que tenía delante: abierta, cálida y resplandeciente a la luz de las velas en el centro de la mesa. Los destellos de luz bailaban sobre sus pecas, iluminándolas como las estrellas en el cielo. Quería estirar la mano y trazar cada camino entre ellas: dibujar constelaciones en su piel.

Oh, estaba tan jodido.

Nunca se había acercado a ese tipo de pensamientos sobre Astoria. De hecho, se había mantenido lejos de esa línea de pensamiento a lo largo de varios campos de Quidditch, a pesar de todas sus oportunidades en los muchos almuerzos, cenas y eventos sociales a los que la había acompañado.

Su conversación con Granger se estancó de una forma sorprendentemente similar a todos sus intentos de salir con su prometida: arremolinándose en un torbellino de miradas incómodas antes de viajar río abajo, hacia la cascada donde uno de los dos tendría que saltar.

La única pregunta que Draco quería hacer, la única conversación que realmente quería tener era totalmente inapropiada y demasiado parecida a una cita para que su negación, o la falta de ella, pudiera digerirla.

Se moría por saber por qué ella y Weasley habían roto. Cuando se enteró de aquello, meses atrás, durante el cumpleaños de Theo, Draco se había deshecho de las preguntas con tanta rapidez que era un milagro que hubiera podido controlar su oclusión, sobre todo si había alcohol de por medio.

Su otro tema de conversación, que no tenía nada que ver con las citas, era el trabajo. Lo cual no era una opción, debido al hecho de que probablemente sabía más sobre su trabajo que cualquier otra persona en su vida. Después de todo, él tenía el placer de ser testigo de ello. Así que ese tema se cayó de la maldita mesa.

Miró las flores de calabacín.

Podía preguntarle qué le gustaba hacer en su tiempo libre.

Excepto que ella ya había admitido una vez que tenía muy poco de eso ya que pasaba mucho tiempo en su trabajo. Además, eso habría sido un inicio de conversación de no-cita absolutamente patético.

Revisó su deseo de ser excusado; también requeriría privacidad para arrojarse desde el edificio más alto que pudiera encontrar. Era como si nunca hubiera tenido una cita, como si nunca hubiera hablado con aquella bruja en toda su vida. Podría haberse estremecido si no fuera porque los ojos imposiblemente expresivos de Granger estaban fijos en él con curiosidad. Aquello no era una cita, ni él podía pensar que lo fuera.

Era una cena pensada para su bienestar. Ella necesitaba comida para ayudar a sus pociones de reposición de sangre y, porque ella había sido herida en su casa, se sentía responsable de su cuidado.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó, dando por fin el bocado largamente abandonado de su aperitivo.

—Mejor, —dijo—. La comida me está ayudando. Me siento un poco menos mareada. Así que, gracias. Ha sido una buena idea.

Levantó su copa de vino, deteniéndose justo antes de que el vaso tocara sus labios. Draco sintió envidia del borde curvado de la copa, tan cerca de su boca mientras hablaba.

—Puede que el vino no haya sido la opción más recomendable desde el punto de vista médico, —continuó—. Pero ha sido un día muy largo.

—A veces tengo buenas ideas. —Levantó su propia copa.

Se echó a reír.

—¿Acabas de hacer uso del eufemismo, Draco Malfoy?

Podría haberlo hecho. Pero su cerebro se había paralizado, totalmente confundido, al oír su nombre pronunciado con tanta facilidad de sus labios. De hecho, era la segunda vez ese día. Más que eso, ella se había burlado de él. Sentía como una chispa de fuego en el pecho, que se extendía por nervios, venas y grupos musculares enteros, hasta convertirse en una conflagración en la punta de los dedos.

Se aclaró la garganta.

—¿Por qué artefactos oscuros? —preguntó.

Levantó la vista de donde había estado trazando patrones sobre el mantel blanco, aparentemente no inmune a la novedad de su situación, tampoco.

—Oh, bueno... yo solo... —se puso nerviosa y se ruborizó tras las pecas. Soltó un suspiro y apoyó las manos en la mesa, cambiando de tono—. Estaba atascada, me sentía atascada. Atrapada en el Departamento de Criaturas Mágicas, atrapada con Ron también. Muchas cosas no funcionaban como yo quería. Cuando terminé con Ron, —Draco registró ese hecho con la fuerza de un mazo dentro de su cráneo—, me di cuenta de que quería tener un efecto más inmediato con mi trabajo. Esto encajaba.

—¿Y lo disfrutas?

De todas las preguntas estúpidas, idiotas e imbéciles que podría haber hecho. Se decantó por aquella en la que le preguntaba si disfrutaba o no de su trabajo, atrapada en la mansión en la que había sido torturada una vez y ahora posteriormente herida apenas unas horas antes.

—Muchísimo.

Podría haberse atragantado con el vino si lo hubiera bebido a sorbos.

—Oh, —dijo, la incredulidad se le escapó de la boca antes de que pudiera evitarlo.

Sus platos llegaron: el de ella, un cremoso risotto al azafrán, y el de él, un plato de cordero en salsa de borgoña. Con los platos recién hechos delante de ellos y un poco de conversación incómoda detrás, la inminente etiqueta de la cita se reafirmó.

Comieron casi siempre en silencio, algunos intentos atrofiados de maravillarse con su deliciosa comida. Hasta que, por fin, a Granger se le ocurrió otra cosa.

—¿Por qué decidiste mudarte de la mansión?

Terminó de cortar su trozo de cordero y dejó el tenedor y el cuchillo en la mesa, ofreciéndole toda su atención.

—Me había acostumbrado a vivir solo. Durante mi estancia en el extranjero... —se detuvo, hizo una mueca y volvió a empezar—. Eso no es... lo siento. No es del todo cierto. Simplemente no podía seguir viviendo allí. No con todo lo que ha pasado.

Esperaba sentirse desollado, expuesto por tanta sinceridad. Pero en lugar de eso, se sintió como si respirara con dificultad, como si saliera a la superficie en un charco de agua después de haber estado sumergido demasiado tiempo.

—Estar en el extranjero, —continuó—. Fue bueno para mí. —Y trató de convencerla de lo bueno que había sido. Cómo por fin había podido ser alguien ajeno a su legado familiar. Cómo, desde el momento en que llegó, fingió que la pureza de sangre no significaba nada para él, una creencia ya gravemente fracturada por las cosas que había visto y hecho y por las que había agonizado durante la guerra y sus dos años de arresto domiciliario.

Y cómo, en algún momento, dejó de tener que fingir. Y había sido una sensación maravillosa.

—Y ahora has vuelto, —dijo ella, quizá comprendiendo su punto de vista, quizá no.

—Así es.

—Y estás prometido.

El crescendo hacia la sensación de que por fin podría revelarse sonó un compás antes de tiempo, golpeando dentro de su cabeza: desafinado, fuera de tiempo, fuera de tema.

—Es... un acuerdo de esponsales.

—¿Es diferente? —preguntó. Su tono había adquirido una cualidad aguda, ya no tan cálido, tan acogedor.

No debía decirlo. No quería decirlo.

Pero lo dijo de todos modos, al diablo los dioses.

—Es diferente para mí.

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Nota de la autora:

Muchísimas, MUCHÍSIMAS gracias a todos los que me leéis, comentáis y charláis conmigo en tumblr y en discord. De verdad, sois lo más y ver vuestras reacciones a esta historia es una de las mejores partes de mi semana. Os adoro a todos, ¡muchísimas gracias por leerme, comentar y ser tan entusiastas conmigo!

Probablemente no os sorprenda a estas alturas saber cuántas gracias debo a icepower55, Endless_musings y persephone_stone por sus proezas beta. Con un poco de amor adicional a endless_musings, sin la cual, no habríamos aterrizado en las flores de zuchini fritas como la estrella de este capítulo xD