Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Guia de brujas para citas falsas con un demonio" de Sarah Hawley, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.
Diecisiete
Edward se despertó poco a poco, con sus sueños desdibujándose antes de desvanecerse. Estaba cómodo y calentito envuelto en algo suave y mullido.
Se acurrucó más en la almohada.
Desde la almohada se escuchaba un murmullo suave y femenino, y sus ojos se abrieron de golpe.
Bella estaba de espaldas con el cabello castaño esparcido sobre la almohada que compartían. Edward le rodeaba la cintura con el brazo y advirtió, con una mezcla de placer y consternación, que ella tenía el culo pegado a su erección matutina.
Ella dejó escapar otro ronroneo de gatita y se retorció, hundiendo más la cara en la almohada. Edward siseó cuando su culo le rozó el miembro.
Debería haber salido disparado de la cama, alejarse de la tentación, pero su cuerpo se negaba a obedecer. Ella le pareció tan suave entre sus brazos, su piel tan fresca comparada con su calor, y él no deseaba nada más que abrazarla y mantenerla caliente para siempre.
Ella volvió a mover las caderas y en su mente saltaron todas las alarmas.
Estaba a punto de metérsela y sería un error hacerle eso a una mujer dormida. Retiró la mano de su vientre con la intención de dejar de tocarla, pero sus dedos le rozaron la piel desnuda y se quedó inmóvil. La camiseta del pijama se le había subido durante la noche y la tenía en la cintura. Le pasó los dedos con delicadeza por la cadera, maldiciendo en voz baja cuando rozó su ropa interior de algodón.
En serio, ¿cuánto autocontrol se esperaba que tuviera un demonio cuando se enfrentaba a una tentación tan grande?
Bella respiró de forma entrecortada y volvió a retorcerse. Movió sus caderas bajo su mano una y otra vez, y frotó el culo contra su polla. No estaba dormida ni tampoco dispuesta a dejar de hacerlo. Edward debería haberse levantado. Debería haber acabado con eso. Pero era fácil fingir en este dormitorio en penumbra, con la luz de la mañana colándose por una rendija de las cortinas, que así eran las cosas entre ellos. Aspiró el aroma de su cabello, con sus dedos apretando su cadera mientras la guiaba hacia él.
Era un roce lento y sensual. Edward sacó la otra mano de debajo de la almohada y la deslizó por debajo de ella para acariciarle uno de los pechos.
Ella dejó escapar un murmullo y arqueó la espalda hasta apretarse contra su palma. El pecho le llenaba toda la mano y la punta del pezón se erguía bajo la camiseta de algodón.
Esta mujer era el paraíso de las curvas. Llevó la mano que tenía puesta en su cadera debajo de su camiseta y acarició la suave turgencia de su bajo vientre. Sus dedos rozaron la cinturilla de su ropa interior y Bella se frotó contra él con más insistencia. Seguía con los ojos cerrados, sus oscuras pestañas pegadas a las mejillas, pero respiraba de forma entrecortada.
Así era como un demonio perdía el control. Edward jadeó en su cabello y se frotó contra ella. Su dedo meñique bajó hasta rozarle el monte de Venus y ella se estremeció entre sus brazos. ¿Estaba mojada?
— Edward —jadeó. Luego le agarró la muñeca y lo guio para que metiera la mano bajo su ropa interior. Sus dedos rozaron su vello y se le aceleró tanto el corazón que pensó que se desmayaría. Se prometió a sí mismo que la haría correrse tan fuerte que nunca olvidaría la sensación de tener sus dedos dentro de ella.
¡Bip, bip, bip, bip, bip, bip!
Edward pegó un brinco como un gato asustado al oír el estridente sonido.
Se cayó del borde de la cama y se dio un golpe en la mesilla con los cuernos. El dolor lo recorrió de arriba abajo y se acurrucó de lado con un gemido.
—¡Por Hécate! —gritó Bella. La oyó revolverse entre las sábanas y luego tantear algo en la mesita de noche—. ¡Maldita alarma! —Por fin cesó el ruido—. ¿Estás bien?
Él levantó la vista y la vio asomada al borde de la cama, con el ceño fruncido por la preocupación.
—¡Uf! —respondió él, incapaz de articular palabra con la mezcla de excitación, terror y dolor que sentía en ese momento.
Bella salió de la cama y se arrodilló a su lado.
—¿Tus cuernos están bien? —Sus dedos se detuvieron sobre uno de ellos y él se alegró de que no lo tocara, dado que su polla ya estaba lo bastante confusa.
—Estoy bien. —No sonaba demasiado bien, incluso para sus propios oídos.
—¿Puedo traerte algo? ¿Hielo? ¿Ibuprofeno?
—Tan solo… dame un minuto.
Edward cerró los ojos y respiró hondo. Su erección iba bajando gracias al fuerte ruido y al repentino dolor, y al desaparecer la neblina de la excitación podía pensar con más claridad.
¿En qué había estado pensando? ¿En follarse a Bella como un ser humano con las hormonas descontroladas? ¿No le había dicho doce horas antes que eso no podía volver a ocurrir? Y, sin embargo, allí estaba, satisfaciendo su lujuria, aunque al final sería su perdición.
Se dio de golpes con la frente en las rodillas.
—Hola. —Bella le puso una mano en el hombro—. ¿Estás bien?
—Sí. —Esta vez sonó aún menos convincente.
—Hablemos.
Ella siempre quería hablar, como si eso fuera a solucionar algo. Edward quería gritarle, pero su mal humor no era culpa de ella, así que se contuvo.
—Olvidémoslo, ¿de acuerdo?
Se produjeron unos instantes de incómodo silencio. Luego oyó que Bella se alejaba.
—De acuerdo —respondió ella.
Parecía enfadada y lo más probable es que tuviera todo el derecho a estarlo, pero Edward no tenía fuerzas para otra pelea. Solo eran las siete y media de la mañana y ya estaba abrumado.
Se quedó en el dormitorio mientras ella se duchaba y solo fue al cuarto de baño cuando ella ya se había ido a la cocina. Se sentía como un cobarde andando de puntillas y esperando que ella no le echara en cara que se hubieran estado frotando, pero ¿qué más podía hacer?
—¡Me voy a trabajar! —gritó Bella—. No me importa lo que hagas tú.
La puerta principal se cerró de un portazo.
Cuando Edward entró en la cocina y vio un tazón de cereales junto a un cartón de leche sintió una punzada en el pecho. Cabreada o no, Bella seguía dándole de comer.
Le gruñó el estómago y se miró el vientre.
—¿Cómo pueden hacer nada los seres humanos con todo lo que tienen que comer y dormir? —se quejó.
Cuando se sentó a comer se sentía culpable. Era un desastre y no sabía comportarse como un auténtico demonio. En el plano demoníaco era más fácil controlar las emociones que el alma había traído consigo, pero desde que llegó a la Tierra le resultaba imposible hacerlo. Le asaltaban impulsos irracionales (como «frotarse contra la mujer cuya alma debía robar») y alternaba la lujuria con la culpa o la ira. Como si su mundo interior no fuera ya lo bastante caótico, el mundo exterior le parecía tan colorido y ruidoso que le resultaba complicado moverse en él. Incluso el sabor a canela de los cereales que se llevaba a la boca le daba ganas de llorar.
—Tener alma es horrible —murmuró.
Sentía un tirón por debajo del pecho, como si alguien hubiera enrollado una cuerda en sus costillas y tirara de ella. Bella se había alejado lo suficiente para que la magia del trato lo obligara a ir tras ella. Se acabó los cereales y salió de la casa siguiendo la fuerza de atracción.
Forks era un pueblo bonito, repleto de casas de colores con grandes tejados inclinados. Tras quince minutos de caminata, Edward llegó al centro, donde un reloj dorado se erguía a la entrada de una pequeña explanada de césped rodeada de tiendas y restaurantes. El reloj tenía multitud de manecillas que señalaban diferentes números y runas.
Reconocía algunos símbolos (por ejemplo, era primera hora de la tarde en el plano demoníaco), pero otros eran todo un misterio. Una de las manecillas giraba sin cesar, acelerando y frenando a intervalos irregulares. Cuando unas finas rayas azules de energía eléctrica empezaron a danzar en torno a la esfera del reloj, Edward se apresuró a alejarse.
La gente que deambulaba por las calles no era menos pintoresca. Se cruzó con una bruja anciana de cabello verde y una rata al hombro, y luego con un animador callejero que ofrecía un espectáculo de fuegos artificiales. Unas alas arcoíris brillaron al otro lado de la explanada de césped cuando una pixie descendió frente a una heladería. ¿Qué otro tipo de gente vería Edward? ¿Hombres lobo? ¿Centauros? ¿Selkies?
La fuente que había en el centro de la explanada de césped era una escultura de mármol de dos hechiceros con las manos levantadas. El agua caía en cascada desde las puntas de sus dedos y se acumulaba en la pila.
JASPER HALE Y BENJAMIN SWAN, rezaba una placa. FUNDADORES DE FORKS. 1842. Edward observó los profundos ojos de Benjamin Swan y su espeso bigote. No había nada de Bella en su estrecho rostro, pero tampoco parecía haber mucho de ella en el resto de su familia.
Algo salió del agua. Edward farfulló una maldición y retrocedió de un salto. Una mujer flotaba en el agua (¿qué profundidad tenía esta fuente?) y lo miraba fijamente. Su cabello rubio estaba entretejido con algas y su piel pálida brillaba con escamas arcoíris en el nacimiento del cabello y el cuello. Era una náyade, una especie de ninfa que se movía cómodamente entre la tierra y el agua. Sus branquias apenas se veían ahora que había empezado a respirar aire.
—Eres nuevo —dijo.
Edward se tocó el sombrero para asegurarse de que seguía llevándolo puesto.
—Acabo de mudarme.
Ella se deslizó hacia el borde de la fuente.
—Estás bueno. ¿Estás soltero?
Cuando se levantó, Edward vio con espanto que estaba desnuda.
Se dio la vuelta. ¿Qué pensaría Bella si lo viera hablando con una náyade desnuda?
—No. ¿Es normal por aquí nadar desnudo?
Ella se rio.
—No hay nada normal en Forks.
—Empiezo a comprenderlo.
Oyó unos ruidos a su espalda.
—¡Ya puedes darte la vuelta! —gritó la náyade.
Cuando lo hizo, ella estaba vestida con vaqueros y una camiseta holgada que decía «Salven a los celacantos». Se escurrió el cabello y se lo recogió en un moño.
—Estoy en mi descanso para hidratarme —dijo—. El río está demasiado lejos del trabajo.
—De acuerdo. —¿Por qué los mortales insistían en mantener conversaciones ociosas con extraños? —. Yo ya me iba —dijo tras una incómoda pausa.
—Hola, Yo Ya Me Iba —dijo la náyade—. Soy Tanya.
Él la miró sin comprender.
Tanya puso los ojos en blanco.
—No se te pueden hacer chistes malos, ¿eh? —Ahora que estaba fuera del agua, las escamas de colores que tenía a lo largo de la línea de su cabello se estaban desvaneciendo—. De acuerdo, te dejaré en paz. —Y se fue silbando.
—Este lugar es muy extraño —dijo Edward. La mayoría de los pueblos y ciudades del mundo tenían un contingente de seres sobrenaturales, pero Forks había cubierto el cupo de rarezas mágicas.
—¡Extraño! —El eco provenía de un árbol cercano y Edward vio un grupo de plumas rojas entre las hojas otoñales y el brillo dorado de unas escamas enrolladas en el tronco.
No tenía ni idea de qué era aquella criatura ni ganas de averiguarlo. La magia volvía a tirarle de las costillas y no quería relacionarse con nadie que no fuera Bella, ya fuera humano o no.
Una pancarta en la que se leía FESTIVAL DE OTOÑO DE FORKS colgaba sobre Main Street. ¿Había empezado ya el festival? El tiempo parecía pasar demasiado despacio y demasiado deprisa a la vez. Edward se detuvo a mirar una caja de venta de periódicos. «24 de octubre».
Las palabras de Astaroth resonaron en su cabeza. «Tienes hasta el último día del mes mortal». Se le encogió el estómago. Una semana para apoderarse del alma de Bella. No era tiempo suficiente.
Sin embargo, Edward sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. Había recurrido a las amenazas, la manipulación y la violencia para obligar a los brujos a hacer tratos que se habían retrasado o cuyas condiciones habían intentado cambiar en el último minuto. Había todo tipo de formas de motivar a un ser humano para que hiciera el sacrificio definitivo, siempre y cuando supieras qué era lo que más le importaba o lo que más temía.
Provocarle miedo a Bella era imposible, pero Edward sabía qué le importaba. Sin duda, sus amigos y la naturaleza. Pero su deseo más profundo, el que anidaba en su corazón, era el de ser amada tal como era.
Mientras Edward observaba a un niño que pintaba una calabaza en la pared de una tienda de manualidades, pensó en los tratos que podría hacer con Bella.
«Puedo convertirte en la bruja más famosa del mundo».
«Puedo hacer que tu madre esté orgullosa de ti».
«Puedo hacer que alguien te quiera».
A Edward se le partía el corazón. Cualquier cosa que le diera a Bella sería, en última instancia, una mentira. El universo se bifurcaría, como lo había hecho muchas veces antes, y las personas cambiarían de trayectoria sin que nadie supiera, excepto Edward, de qué otras maneras podrían haber sido sus vidas. Eso nunca le había molestado, pero la idea de obligar a alguien a amar a Bella le ponía enfermo. Ella merecía ser amada por sí misma.
¿Y qué pasaría con las personas que se vieran obligadas a amarla cuando sus emociones hubieran desaparecido? Se quedarían atrapados en al amor a un cascarón, devotos del pálido eco de lo que Bella llego a ser. La mayoría de los brujos con los que había tratado en el pasado habían sido personas frías y calculadoras, pero Bella era todo lo contrario: cariñosa y apasionada, y merecía mucho más que una existencia puramente racional.
«Daños colaterales», le había dicho Astaroth a Edward cuando se había negado a hacer un pacto amoroso un siglo atrás. «El hechicero escogió ese camino; tú no eres más que el instrumento de sus ambiciones. Un arma no tiene la culpa de las acciones de la persona que la empuña».
Edward estaba cansado de ser un arma o el medio para los fines de otros.
Quería ser él quien tomara las decisiones. Y si pudiera escoger, escogería estar atado a Bella para siempre.
Una ráfaga de viento levantó las hojas que había cerca de sus botas.
Edward se preguntó si estas también irían a donde estaba ella.
Esta inercia le resultaba intolerable, pero Edward no soportaría ver cómo acababa. Sin embargo, Astaroth tenía razón: un negociador no tenía la opción de elegir.
Aun así, no estaba seguro de que su alma (o su corazón) pudiera soportar lo que debía hacer.
