Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Guia de brujas para citas falsas con un demonio" de Sarah Hawley, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.


Veinte

Edward se paseaba por la linde del bosque. Sabía que Bella estaba en aquellas colinas y, aunque el trato lo obligaba a estar cerca de ella, no quería entrometerse en su intimidad. Después de todo, a ella no le había gustado nada verlo en su trabajo, por lo que no creía que le gustara verlo aquí tampoco.

Le estaba arruinando la vida. Más allá del pacto de almas que pendía sobre sus cabezas, él la hacía desgraciada, pero no podía detener el deseo que sentía por ella.

«Mi mujer». Se encogió al recordar aquellas palabras. Había estado a punto de darse varios puñetazos en el pecho mientras gritaba «¡Mía!». Ahora que la oleada de masculinidad, o lo que fuera, había desaparecido, se sentía avergonzado.

Bella le reñía con toda la razón. La había visto sonreír a aquel hombre grande y peludo (apostaba a que era un hombre lobo) y una oleada de celos había anegado su proceso de pensamiento racional. Había actuado por instinto.

¿Cómo gestionaban los seres humanos estos horribles impulsos y sentimientos?

El hecho de que no hubiera más homicidios en la Tierra resultaba sorprendente.

La frustración de Edward hacia sí mismo necesitaba una salida. Le dolía el hombro por haberlo estampado contra una pared, pero se merecía algo peor.

Se pasó las manos por el cabello, tirando con fuerza de las raíces, y luego estampó uno de sus cuernos contra el tronco de un árbol.

—¡Ay! —Dio un paso atrás. Ese árbol era más duro de lo que parecía.

—Es un tipo de eucaliptus.

Dio un respingo y, cuando se giró, vio a Bella parada en el sendero con los brazos cruzados.

—¿Qué?

Ella suspiró, se acercó y alargó una mano como si quisiera tocarle el cuerno dolorido. Al parecer se lo pensó mejor y se llevó la mano a la cintura, y Edward sintió una punzada de decepción.

—Un eucaliptus —repitió—. Hay una bruja en el pueblo a la que le gusta experimentar con nuevos materiales de construcción. La madera de este eucaliptus está mezclada con metal.

—¡Oh! —Edward pasó su peso de un pie a otro, avergonzado de que ella lo hubiera visto dándole un cabezazo a un árbol—. Lo siento.

Bella entrecerró los ojos.

—¿Qué sientes?

¡Por Lucifer! ¿De qué no estaba arrepentido? ¿De haber sido invocado, de maquinar para robarle el alma, de ser un demonio de mierda, de ahogarse en las emociones?

—Me porté mal.

—Desde luego. —Su rostro seguía imperturbable.

Tendría que hacerlo mejor para que ella le perdonara. Pero tampoco es que ella debiera perdonarlo. ¡Por Lucifer! Esto era un desastre.

Edward era un ser despreciable, mientras que Bella era una buena persona que se merecía lo mejor que cualquier plano pudiera ofrecer. Al menos, merecía saber cómo se sentía él, aunque eso no ayudara a mejorar la situación. Así que Edward respiró hondo e intentó… comunicarse emocionalmente.

—No estoy acostumbrado a sentir cosas —admitió—. Me resulta abrumador. Todo en este plano lo es, sinceramente. Los sonidos, los colores y los sabores ya son lo bastante malos. Pero luego estás tú, que eres mucho más…

—¿Mucho más mala? —preguntó ella, levantando las cejas—. Menuda disculpa que te estás currando.

—¡No! —Cerró los ojos, tratando de encontrar las palabras que explicaran lo que ella era—. Increíble —concluyó—. Eres apasionada e interesante y tan jodidamente bonita que me está matando, y si no estuviéramos en esta horrible situación, yo…

—¿Qué? —preguntó ella cuando él se interrumpió. Le puso una mano en el antebrazo y Edward se estremeció con el contacto—. ¿Qué harías tú, Edward?

Su voz era tan bonita como el resto de su cuerpo, musical y expresiva como un arroyo. Tampoco había sido propenso a hacer símiles exagerados antes de tener alma. Y nunca nunca había sido presa de un impulso como este, que solo podía complicar más las cosas.

Pero Edward ya había ido demasiado lejos por ese camino. No podía ocultar la verdad.

—Te cortejaría —admitió en voz baja.

—¿Cortejarme? —La comprensión se apoderó de su rostro—. ¿Quieres decir «tener una cita conmigo»?

«Cita» no parecía la palabra adecuada. Traía a la mente a dos mortales sentados juntos en una sala de cine a oscuras, cogiéndose las manos sudorosas.

—En el plano demoníaco, el cortejo es diferente al de aquí.

La expresión de Bella se suavizó y a Edward el estómago le dio un incómodo vuelco. Aunque el aire era frío estaba sudando. Normalmente necesitaría estar cerca de un conducto de lava para ponerse a sudar, pero allí estaba él, sudando frente a la preciosa mujer que tenía su corazón en un puño.

—¿Cómo es el cortejo en el plano demoníaco? —preguntó Bella. Luego bajó la mano que le había puesto en el antebrazo y entrelazó sus dedos con los suyos. Él experimentó unas palpitaciones en el pecho muy preocupantes.

Si los franceses llamaban al orgasmo le petit mort, enamorarse debía de ser le grand mort. Puede que acabara el día en el hospital.

«Amor». Era una palabra tan humana… Pequeña pero impregnada de un significado desproporcionado.

Aterradora.

—Cuando alguien encuentra al demonio que quiere cortejar, empieza a hacerle pequeños regalos.

Edward miró a su alrededor en busca de flores, pero no había ninguna tanta distancia de las fuentes termales, así que se agachó, aún aferrado a la mano de ella, para recoger una rama de bayas otoñales. Se detuvo justo antes de arrancar la rama del arbusto (sería un regalo horrible para una bruja de las plantas) y en su lugar agarró una piedra dentada con incrustaciones de cuarzo que brillaban en su superficie gris.

—Toma. —Se enderezó y se la dio.

Ella se quedó perpleja.

—¿Una piedra?

Señaló a su alrededor.

—No tengo muchas opciones. Y los objetos de la naturaleza son regalos de cortejo comunes y que simbolizan nuestra conexión con la tierra.

Habría preferido regalarle un ópalo de lava, pero esto tendría que bastar.

Los labios rosados de Bella se curvaron y los hoyuelos hicieron acto de presencia.

—Es muy dulce.

Edward advirtió que había estado conteniendo la respiración. Exhaló de forma temblorosa.

—También hacemos pequeñas tareas para la potencial pareja. Cocinar, limpiar, conseguir provisiones. Así demostramos nuestras habilidades.

—Regalos y actos de servicio. —Bella soltó una risita—. No sabía que los demonios conocían los cinco lenguajes del amor.

—¿Perdón? —Él creía que el cortejo de los mortales era sencillo: unas cuantas citas antes del sexo, seguido de la cohabitación y luego el matrimonio o cualquier otro tipo de unión que impidiera que la pareja deseada se escapara. ¿De verdad aprendían los seres humanos nuevos idiomas mientras cortejaban?

Ella debió de ver el pánico en su rostro, porque negó con la cabeza.

—Es una broma. No te preocupes.

—¡Oh!

Edward no estaba seguro de por qué hacía bromas cuando él estaba a punto de morirse por el estrés que le provocaba la comunicación emocional, pero al menos no le estaba gritando.

—Limpiaste mi casa el día que apareciste —dijo Bella—. ¿Me estabas cortejando?

¡Por Lucifer! ¿La había estado cortejando? Estaba bastante seguro de que solo había estado intentando engañarla para que le entregara su alma, pero nunca le había limpiado la casa a una de sus víctimas, así que algo había ido mal sin duda.

—Yo… no lo sé.

Ella se mordió el labio inferior y él se imaginó haciéndole lo mismo. Si la tuviera desnuda y tendida en la cama, se pasaría horas saboreando cada centímetro de su cuerpo. Cuando pensó en sus mordiscos de amor marcando la suave pendiente de sus pechos, se le tensaron los vaqueros de forma incómoda.

—¿Qué más hacen los demonios cuando cortejan? —preguntó Bella.

Él volvió a centrarse en el tema.

—Bueno, los años siguientes…

—¡¿Años?! —exclamó.

—Somos inmortales —le recordó—. No hay que precipitarse.

—Cierto. —Se quedó atónita—. A veces lo olvido.

Parecía tan abatida que a Edward le saltaron todas las alarmas.

—¿Qué ocurre? —preguntó, apretándole la mano.

—Aunque me estuvieras cortejando, tú vivirás para siempre. Yo no.

Esas palabras golpearon a Edward como si se tratara de un puñetazo.

Estaba acostumbrado a que el mundo de los seres humanos pasara frente a sus ojos mientras su vida seguía prácticamente igual, pero no se había permitido pensar en la muerte de Bella. Se había centrado en el futuro inmediato y en el conflicto que existía entre su deber con el plano demoníaco y su obsesivo deseo por Bella.

Sin embargo, era cierto que Bella envejecería demasiado pronto. Su piel pecosa se arrugaría y su cabello castaño se volvería blanco. Se le hincharían las articulaciones y la artritis le dificultaría el trabajo en el jardín. Aun así, él podía imaginársela sonriendo a lo largo de las décadas, con la alegría impresa de forma permanente en las líneas cada vez más profundas de su rostro.

Y entonces ella moriría y el mundo se volvería más oscuro.

—Sí —dijo con voz ronca. El peso de años interminables lo oprimía.

Cuando ella desapareciera, ¿qué le quedaría? ¿El deber sería suficiente para seguir adelante siglo tras siglo?

Bell le soltó la mano.

—Esto es una fantasía —dijo sin rodeos—. Dijiste que me cortejarías «si no estuviéramos en esta situación». Pero estamos en esta situación y, aunque no lo estuviéramos, no tenemos futuro.

Esa devastadora verdad no era nada que Edward ya no supiera. Aun así, sintió como si le hubieran arrancado algo esencial del pecho. Las nubes habían bajado mientras hablaban. Un relámpago de color azul surcó el cielo gris y un trueno rugió tan salvaje como las emociones de Edward. La lluvia empezó a caer sobre su sombrero.

—¡Ay, Edward! —susurró Bella—. ¿Qué vamos a hacer?

A lo lejos, sonó una campana. Bella sacó su teléfono del bolsillo.

—¡Mierda! Vamos a llegar tarde a la asamblea.

A Edward le importaba una mierda la asamblea, pero Bella ya se había puesto en marcha.

—Tengo que irme —dijo, sin mirarle a los ojos mientras sacaba la bicicleta—. Lo siento, pero es la última oportunidad que tenemos de detener las obras.

El proyecto del spa. Cierto. Se obligó a asentir.

—Te acompañaré.

—Puedes esperarme fuera si quieres. Ve a por un helado o algo. —Frunció el ceño—. ¿Hay helado en el plano demoníaco?

Ahí estaba esa incesante y encantadora curiosidad.

—Sin helado. Y me sentaré contigo. Si quieres, claro. —Ya había traspasado bastante los límites de Bella.

Cuando lo miró, su expresión volvía a ser dulce.

—Me encantaría