Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Guia de brujas para citas falsas con un demonio" de Sarah Hawley, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.


Veintidós

Bella sentó a Edward a la mesa de la cocina con una taza de té. El té era un bálsamo para muchos males y Edward parecía necesitarlo. Agarró la taza con tanta fuerza que estuvo a punto de romperla.

Bella cogió un tubo de masa para galletas que había comprado en la tienda para casos de emergencia, cortó unas rodajas y las metió en el horno.

Se sentó frente a Edward con un té.

—¿Y bien?

Edward parpadeó y ella admiró el movimiento de sus oscuras pestañas. Era muy duro en algunos aspectos, pero sus atisbos de dulzura la intrigaban. Era obvio que era vulnerable y que estaba fuera de lugar.

—De acuerdo —le alentó Bella cuando él no dijo nada—. Pase lo que pase, no te juzgaré.

El pecho de él se expandió al respirar hondo. Cuando dejó salir el aire, parte de la tensión de sus hombros desapareció.

—Hace seis meses pasó algo.

Bella dio un sorbo a su té, dándole tiempo para encontrar las palabras adecuadas.

—Me invocaron para hacer un trato. La gente suele invocar a los demonios de forma genérica, pero este empleó mi marca.—Ladeó la cabeza—. Como tú.

Ozroth din convosen. Las palabras mágicas que les habían puesto en este complicado camino.

—El viejo hechicero se estaba muriendo de cáncer. Era doloroso, me dijo, y aún le quedaban varios meses para morir. Quería hacer un trato: a cambio de su alma, yo le concedería una muerte rápida e indolora.

—Debió de ser duro —dijo Bella.

Edward sacudió la cabeza.

—En lo que a tratos se refiere, este no podía ser más fácil. Sin largas negociaciones ni tareas imposibles. Le pregunté por qué me había escogido a mí cuando cualquier demonio podría hacerlo. Dijo que su abuelo me había invocado hacía mucho tiempo para salvar las cosechas cuando su comunidad se moría de hambre. Después, el abuelo nunca volvió a ser el mismo.

—¿Por qué no?

Edward dudó.

—Renunciar a tu alma es algo importante. Te cambia de una forma que no esperas. En cualquier caso, el hechicero se obsesionó con los demonios cuando vio el cambio que se había producido en su abuelo. Tanto que se convirtió en un respetado erudito, pero nunca olvidó a Edward el Despiadado ni el trato que había dado vida a su comunidad pero que también le había quitado algo. —Apretó los labios y miró su té fijamente.

—¿Así que quería conocerte? —preguntó Bella.

—Quería conocer por lo que había pasado su abuelo. —Edward le dedicó una sonrisa ladeada—. No es que lo supiera por mucho tiempo.

—E hiciste un trato para ayudarlo a morir. —Bella pasó el pulgar por el asa de su taza—. Fuiste muy amable.

—No fui amable. Era mi deber.

Edward se apresuró tanto para discrepar que Bella se preguntó si ese era un tema delicado. Puede que Astaroth lo hubiera instruido para que considerara la amabilidad como una debilidad.

Sonó el temporizador del horno y Bella se dirigió a abrirlo. Las galletas estaban doradas y la cocina se llenó de su delicioso aroma.

—Tendremos que dejar que se enfríen —dijo Bella. Luego miró a Edward y recapacitó—. Lo más probable es que te gusten las chispas de chocolate fundidas.

Le puso delante un plato de galletas humeantes. Edward miró como si estuviera librando una batalla interna, luego alcanzó una y se la metió en la boca.

—¡Qué buenas! —gimió con la boca llena—. Gracias.

—De nada. —Bella sintió el rubor de orgullo que trae el cuidado de otra persona—. ¿Y qué pasó después?

Edward tragó saliva.

—Cuando llegaba a su final no tenía sentido lo que decía: mezclaba pasado y presente, y balbuceaba sobre precios y regalos. Dijo que quería que lo comprendiera, pero no dijo el qué. —Edward hizo un mohín—. En retrospectiva, debería haber pedido una aclaración, pero yo quería acabar con el trato y regresar a mi guarida.

—¿Vives en una guarida? —preguntó Bella, picada por la curiosidad—. ¿Como… una madriguera de tejones? ¿Los tejones tienen madrigueras?

Los labios de Edward se crisparon.

—Tú y tus preguntas…

—Lo siento. —Bella volvió a centrarse—. Ya me hablarás luego de tu guarida.

—Le pedí que me explicara su parte del trato —dijo Edward tras darle otro bocado a la galleta—, pero no estaba prestando tanta atención a los pormenores como debería. Él seguía divagando y pensé que no eran más que las palabras inconexas de un hombre viejo y confuso. «Mi alma por una muerte sin dolor», dijo. «Y que vaya a donde hay dolor».

Bella arrugó la nariz.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Después pronunció un conjuro. Comprendí que su intención era que su alma fuera a algún lugar donde hiciera el bien, así que no me lo planteé. Después de todo, todas las almas van al plano demoníaco.

A Bella le resultaba demasiado confuso lo que fuera que le había sucedido a Edward, pero por la forma entrecortada en que él respiraba, sabía que estaban cerca de la revelación. Puso la mano sobre la mesa con la palma hacia arriba y, al cabo de un momento, Edward le puso la suya encima.

A Bella le desconcertaba que su piel caliente le hubiera parecido repugnante. Ahora le encantaba. Era como acurrucarse bajo una manta en una noche fría, con la tensión de sus músculos desapareciendo cuando él la tocaba.

—Dime —le instó. Y luego, como el soborno nunca estaba de más, añadió en tono engatusador—: Haré más galletas.

Su boca se torció hacia un lado.

—Son unas buenas galletas.

—Y estas son compradas en la tienda. Te haré galletas desde cero con mi receta secreta.

—Eres una buena negociadora. —Hizo un mohín—. No de ese tipo de tratos. No me refería a eso.

—No pasa nada. —Bella le pasó el pulgar por el dedo meñique—. Sé lo que querías decir.

¡Pobre Edward! No podía ser más diferente del demonio descrito en los libros de la biblioteca. Estaba sudando y sus ojos se movían como si estuviera buscando una salida en su acogedora cocina. Lo que estuviera a punto de confesar debía de ser realmente horrible.

—Cuando el alma sale del cuerpo, abro un portal al reino demoníaco, donde se une a otros miles de almas que se mueven en el aire a la deriva. —Su voz se volvió evocadora—Es todo un espectáculo. El cielo es más oscuro, de gris a púrpura y negro, y las almas brillan con un color dorado mientras pasan flotando.

—Como luciérnagas —dijo Bella. Por aterradora que fuera la idea de perder su alma, la imagen era preciosa.

—¿Has estado en China? —preguntó Edward. Bella negó con la cabeza. Nunca había viajado fuera del estado de Washington—. Yo he estado unas cuantas veces y lo más parecido que he visto es la Fiesta de los Faroles. Cada primavera hacen farolillos de papel y les ponen dentro una vela. Cuando los sueltan, el aire caliente los hace ascender por los aires. El cielo nocturno se pone a rebosar de ellos y se ilumina con sus colores amarillos y naranjas.

—¡Qué preciosidad!

Él asintió con la cabeza.

—Las almas desprenden luz, pero también energía. Nos sentimos más alerta, más sanos, más en paz con cada nueva alma. —Se frotó el pecho con una mano—. Nos llena de algo que en el fondo nos falta.

Bella se preguntó a cuántas personas se les habría ofrecido una visión tan íntima del plano demoníaco.

—Me encantaría verlo —dijo con sinceridad.

—Tal vez pueda llevarte algún día. —La expresión de Edward era anhelante.

La palabra «algún día» provocó que su corazón latiera con fuerza.

Implicaba un futuro entre ellos. Le apretó la mano.

—Así que abriste el portal, el alma lo cruzó y… —Se interrumpió cuando Edward sacudió la cabeza.

—No fue así. —Cerró los ojos con fuerza—. En vez de eso se me acercó flotando.

El tictac del reloj del pasillo sonó atronador en el silencio que siguió. Esta parecía ser la confesión que había estado esperando.

—No lo entiendo. ¿Se te acercó flotando? Y luego… ¿te la tragaste? — Eso le llevó a preguntarse cómo podía tragarse un alma, pero Bella estaba decidida a seguir por el buen camino, así que esperó a que él continuara.

Cuando Edward abrió los ojos, parecía agotado.

—No, se me metió en el pecho y desapareció. —Hizo un mohín—. Luego empecé a sentir cosas. Miedo, al principio.

Bella intentó comprender lo que estaba diciendo.

—¿No sueles tener miedo?

—No así. Fue tan fuerte que caí de rodillas. Luego sentí rabia hacia ese cadáver que había en la cama por lo que me había hecho.

Bella recordó una frase de un libro que había hojeado: Los demonios son más cerebrales que los seres humanos. Aunque los demonios sienten toda una gama de emociones, estas son sutiles en comparación con la experiencia humana, y carecen de las reacciones emocionales más intensas de nuestra especie ante los estímulos.

Edward era tan intenso y podía tener tan mal humor, que esa información no le había parecido importante, pero tal vez no era ninguna tontería.

—Durante los días siguientes, las cosas empeoraron —dijo Edward—. Podía sentir el alma en mi pecho, resplandeciente, cálida y horrible. Un día estaba al borde de las lágrimas sin motivo y al siguiente veía algo hermoso y me sentía eufórico. Era un vaivén de emociones. —Se pasó una mano por el cabello—. Luego vinieron los cambios físicos. Empecé a necesitar comer y dormir todos los días. Los sonidos eran más fuertes, los colores más nítidos, los sabores más intensos. —Se estremeció—. Era… es… abrumador.

Bella entreabrió los labios. Lo miró fijamente, juntando las piezas del rompecabezas que era Edward. No era de extrañar que nunca hubiera parecido demasiado despiadado. Con razón tenía cambios de humor. Nunca había sentido emociones tan intensas.

—No puedo ni imaginar lo confuso que sería para ti —dijo ella—. Después de más de doscientos años, sentirse una persona totalmente diferente. Tener que cambiar tu forma de vivir.

Él asintió con la cabeza.

—Casi me muero de hambre antes de comprender lo que me estaba pasando. Me encerré en mi guarida, leyendo libros para intentar averiguarlo, y me debilité cada vez más durante los días siguientes. Cuando ya solo podía gatear, comprendí que era hambre, pero estaba demasiado desfallecido para hacer nada al respecto. —Se estremeció—. Así que llamé a Astaroth.

—¿Cómo reaccionó?

—Estaba horrorizado —dijo Edward con rotundidad—. Totalmente horrorizado de que yo hubiera desarrollado tal debilidad.

Bella frunció el ceño.

—Sentir no es una debilidad.

—Para un negociador es la peor debilidad imaginable. ¿Cómo puedo cumplir con mi deber si cedo a la ira o a la culpa?

Era una pregunta justa. Bella no podía imaginarse apoderándose de la magia de otro ser, incluso si este salía ganando.

—Suena difícil.

Él se pasó una mano por la cara.

—Lo es.

Y ahora estaba atrapado en otra negociación de almas. Bella se sintió aún más culpable.

—¿Es la primera negociación que debes hacer desde que tienes alma?

Él se quedó mirando su taza como si contuviera todas las respuestas a los misterios del universo.

—Hubo otras dos. Una quería ser supermodelo. Eso estaba bien. Pero un hombre quería vengarse de su padre. —Cerró los ojos con fuerza—. Tuve que emplear mi magia para destrozarle la vida a un hombre, desde su cuenta bancaria hasta su salud.

Bella jadeó.

—Eso es horrible.

—He hecho muchísimos pactos de venganza a lo largo de los siglos y nunca he perdido el sueño —dijo Edward—. Pero cuando regresé al plano demoníaco después de aquel… lloré. —La vergüenza apareció en su rostro —. Y Astaroth lo vio.

Había tal abatimiento en sus palabras que Bella sintió un escalofrío.

—¿Te hizo daño?

Él sacudió la cabeza.

—No de la forma a la que te refieres: nunca me ha castigado físicamente. Pero se ensañó conmigo; me dijo que era un fracasado, una vergüenza para la especie demoníaca. Dijo que si no lograba recuperarme, el consejo tendría que despojarme del cargo.

Si alguna vez Bella tenía la oportunidad, le echaría Rose a Astaroth para que le reorganizara los testículos. Se mordió con fuerza el labio inferior.

—¿Tan malo sería que dejaras tu trabajo? —Si negociar le provocaba tanto dolor a Edward, quizá debería dedicarse a otra cosa.

—Sería un desastre —dijo con seriedad—. Sin mi deber, no tengo motivos para estar vivo.

—¡Oh, cariño! —El apelativo se le escapó a Bella sin pensar. Caminó alrededor de la mesa para reunirse con Edward. Este la miraba devastado, como si ella fuera a condenarlo. A falta de una idea mejor, Bella se sentó en su regazo, le rodeó el cuello con los brazos y se puso a jugar con las suaves puntas de su cabello.

Edward abrió los ojos como platos y respiró hondo.

—¿Qué estás haciendo?

—Consolarte. —Bella le puso una oreja en el pecho y escuchó el latido regular de su corazón. Olía bien, como su gel de baño, pero con una nota ahumada y picante por debajo. Como el postre que se disfruta frente a un fuego crepitante—. Tienes muchos motivos para estar vivo —dijo—. Y no deberías avergonzarte de llorar.

Su mano le estrechó la cintura.

—Los demonios no lloran —dijo, rozándole el cabello con el aliento—. Al menos, los negociadores de almas no lo hacen.

Ella le tocó el pecho con la nariz.

—No creo que importe lo que hagan los demonios. Creo que importa lo que tú haces.

—Esa es la cuestión. Lo que estoy haciendo no es normal. Soy un demonio patético. Ni siquiera puedo llamarme «negociador de almas».

Ella se incorporó y le puso un dedo en los labios.

—Silencio. —Él no pronunció palabra y Bella se le puso la piel de gallina cuando sus labios le rozaron la piel del brazo—. Me toca hablar a mí.

Él entrecerró los ojos, pero no protestó. Su otra mano soltó una galleta para posarse también en su cintura. A Bella le gustaba la sensación de que él la abrazara con sus fuertes manos y con sus macizos muslos debajo de ella.

A pesar de todo, la hacía sentirse segura.

—Así que tienes alma…—empezó. Cuando comprendió lo que eso significaba, sus ojos se abrieron como platos. —¡Oh, eso debió de provocar el rayo! Me dijiste que el alma es la chispa interior, ¿verdad?, la magia. —Cuando él asintió, ella sonrió, satisfecha por haber resuelto el enigma—. Así que ahora tienes la magia del hechicero. Por eso se puso de manifiesto.

Ahora que lo pensaba, se habían producido otras experiencias extrañas en torno a Edward, luces que parpadeaban, bombillas que estallaban, descargas de electricidad del mismo azul que sus relámpagos.

Él se pasó la lengua por los labios y le rozó la punta del dedo con la lengua.

—Eres increíble. Debe tratarse de eso.

Ella disfrutó del cumplido.

—Así que tienes alma —dijo—, y eso te ha hecho un poco más humano. Los sentimientos, la magia…, ya no eres solo un demonio.

Comprendió que él iba a empezar a discutir, así que le tapó la boca con la palma de la mano.

—Mmm, mmm… —dijo él, con los ojos entrecerrados en una amenaza tan tibia que ella no le dio importancia.

—Puedes seguir odiándote —dijo—, pero no le veo sentido. Ahora eres diferente de los demás demonios, ¿y qué? Eres único. Para mí, eso te hace aún más bello.

Su expresión se suavizó. Le tocó con delicadeza la palma de la mano y ella la levantó para dejarle hablar.

—¿Crees que soy bello?

La necesidad y la duda que mostraba su voz provocaron que a Bella se le partiera el corazón. Sabía exactamente cómo se sentía. ¿Cuántas veces había estado tan desesperada por recibir unas palabras amables que no las había creído cuando finalmente llegaron?

Bella le besó la punta de la nariz.

—Edward, creo que eres más que bello. Eres fuerte e inteligente. Se supone que deberías estar intentando apoderarte de mi alma, pero en vez de eso, me apoyas y me proteges. —Otro beso en la ceja, que le valió una exhalación temblorosa—. Eres único en todos los planos y me siento muy afortunada de conocerte.

Le dio un abrazo y luego le apoyó la cabeza entre el cuello y el hombro.

—No quiero hacer ningún trato —dijo él, con las palabras amortiguadas por la piel de ella—. No quiero, Bella. No soportaría hacerte daño.

Un precioso e insoportable dolor se extendió por todo su pecho. Le ardían los ojos y empezaron a brotarle las lágrimas.

—Lo sé —murmuró ella entre su cabello—. Yo tampoco quiero hacerlo. De hecho, yo… —Se pasó la lengua por los labios, preguntándose si podía (si debía) confesarle algo tan valioso y peligroso. Pero a Bella no le gustaban las medias tintas cuando se trataba de las personas que le importaban. Le debía esa sinceridad.

—Quiero que te quedes —dijo con un nudo en la garganta—. Quiero salir contigo…, cortejarte.

Tal vez eso era imposible, pero ella estaba cayendo de todos modos. Su corazón era sordo a la lógica.

—Bella…

Edward jadeó. La acercó más a él y la sentó a horcajadas sobre su regazo. Sus piernas colgaban torpemente a ambos lados de los muslos de él, pero antes de que pudiera moverse o hablar, o siquiera pensar, su boca se lanzó contra la de ella.

La besó con la boca abierta, con una pasión desesperada que casi la magullaba. Bella se estremeció y abrió los labios para recibirlo. Su lengua se deslizó sobre la de él, que correspondió a sus lametones.

Tenía la boca caliente. Caliente como el aire sobre una vela, como el vapor del agua, como estar al borde de un volcán y preguntarse cómo sería caerse dentro. Bella no era virgen, pero se sacrificaría con gusto por ese deseo ardiente. Se balanceó sobre su regazo, rechinando contra la dureza que había bajo sus vaqueros.

—Edward—ella cogió aire cuando él se apartó para besar su cuello—, llévame a la cama.

Él se detuvo con los labios sobre su pulso.

—¿Estás segura?

El cuerpo de Bella ardía de deseo. Los fluidos se le acumulaban entre los muslos y, cuando se movió en su regazo, la recorrió una descarga de placer. Sintiéndose muy atrevida, le acarició un cuerno con el dedo índice.

Él se estremeció y dejó escapar un murmullo de placer.

Que sucediera esto había sido inevitable desde el mismo momento en que él apareció en su cocina. Y, por imposible e incorrecto que fuera, Bella no iba a resistirse más.

—Estoy segura.