La calma reinaba sobre Aedendor, envolviendo cada rincón del reino en una atmósfera de paz. La luz del sol caía suavemente sobre los árboles altos que bordeaban el pueblo, proyectando sombras que danzaban al ritmo de una brisa tranquila. Las hojas susurraban secretos antiguos, transmitiendo la calma de la naturaleza a quienes se detenían a escuchar. Los pequeños elfos reían mientras correteaban entre los arbustos, recolectando frutos dorados bajo la atenta mirada de sus mayores. El aire estaba impregnado con el dulce aroma de las flores silvestres, y las aves, con plumajes tan brillantes como las gemas, cantaban melodías que celebraban la vida. Para los habitantes de Aedendor, el mundo parecía un paraíso inmortal.
El bosque que rodeaba al reino era un ser vivo en sí mismo, protegiendo a quienes lo habitaban. En su corazón se alzaba el árbol más anciano de todos, una presencia imponente que había presenciado siglos de historia. Se decía que sus raíces se extendían hasta los confines de la tierra, conectándolo con las energías místicas de la naturaleza. Los elfos veneraban este árbol, algunos aseguraban que poseía poderes de protección, aunque jamás había sido comprobado. Entre las leyendas locales, una de las más conocidas contaba la historia de un poeta que, siglos atrás, plantó ese árbol y, al morir, pidió ser sepultado junto a él. Desde entonces, su tumba y el árbol se convirtieron en símbolos de sabiduría y esperanza para el pueblo.
En la fortaleza de cristal, los gobernantes de Aedendor no compartían la serenidad que envolvía a su gente. Elijah, el rey, se mantenía erguido, pero su mirada traicionaba el peso que cargaba sobre sus hombros. Como rey, había prometido proteger a su pueblo, y la amenaza que ahora se cernía sobre ellos lo golpeaba como un puñal en su honor. A pesar de las continuas advertencias de peligros inminentes, jamás había esperado que la sombra de la muerte tocara tan cerca. Sus ojos, normalmente serenos, ahora brillaban con la furia contenida de un hombre dispuesto a todo para salvar lo que más amaba.
Eleonora, su esposa, permanecía sentada en su trono, su semblante solemne y su mirada fija en Elijah. Eleonora poseía una belleza etérea, digna de su linaje. Su largo cabello blanco como la nieve caía en suaves ondas hasta su cintura, y sus ojos violetas, que reflejaban sabiduría y fortaleza, eran los de una mujer que había gobernado con él por muchos años. Como descendiente de Idun, la diosa de la juventud eterna, Eleonora irradiaba una energía casi divina, que la conectaba profundamente con la naturaleza y con su pueblo.
Los elfos mujeres eran conocidas por su belleza, con sus largas cabelleras blancas como la nieve, herencia de sus ancestros. Los hombres, por otro lado, poseían el cabello negro, tan profundo que parecía absorber la luz misma. Elijah no era la excepción. Su cabello oscuro contrastaba con su piel pálida, y su porte majestuoso reflejaba la responsabilidad que llevaba como protector de su pueblo.
Unos pasos apresurados interrumpieron el silencio del salón. Nicholas, el escudero del rey, entró rápidamente, su cabello negro ondeando ligeramente detrás de él mientras se arrodillaba frente a Elijah.
—Nicholas, no es momento para formalidades. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Elijah, su voz grave, aunque un leve temblor de preocupación la recorrió.
—Señor, han matado a Morgine. No fue suficiente con la muerte de Nicolas, y ahora esto... —respondió Nicholas con nerviosismo, bajando la mirada.
Elijah sintió un escalofrío recorrer su espalda. Morgine, la protectora mayor, la más antigua de todos los protectores, había sido asesinada. Un murmullo de horror recorrió el salón.
—¿Saben quién lo hizo? —preguntó Elijah, con el rostro tenso, luchando por mantener la compostura.
—Han dejado una hoja de Kiri firmada, pero nadie lo vio entrar. Señor, creo que estamos en peligro... especialmente nuestras mujeres y niños —dijo Nicholas, con la voz cargada de preocupación.
Elijah tomó la hoja, su mente trabajando rápidamente para entender cómo alguien había logrado burlar la seguridad del reino. Las amenazas habían llegado sin aviso, como cuchillos en la oscuridad, y aunque durante mucho tiempo el pueblo de Aedendor había creído estar a salvo bajo la protección de los árboles centenarios y la magia antigua, el miedo ahora se filtraba en cada rincón. Las misivas, selladas con símbolos extraños, anunciaban una invasión inevitable. Para los elfos, cuya historia se había tejido entre hilos de paz y armonía, el concepto de guerra era como una mancha que ningún conjuro podría borrar.
—Quiero a todos los escuderos aquí, ahora. —dijo Elijah, su voz cortante y firme.
Eleonora, sintiendo la tensión de su esposo, se levantó y caminó hacia él con cautela, apoyando su mano en su hombro en un intento de reconfortarlo.
—¿Realmente crees que alguien nos ha traicionado? Quizás encontraron una forma de entrar sin ser vistos, alguna magia que desconozcamos —susurró ella, su voz llena de preocupación.
Elijah la miró, sus ojos reflejando la tormenta de pensamientos que lo embargaban.
—Nuestra seguridad es infalible. Si alguien ha entrado sin ser visto, entonces estamos frente a un peligro mucho mayor de lo que imaginábamos. No podemos fiarnos de nadie. —respondió Elijah con seriedad, mientras la ira hervía en su interior.
Poco después, los escuderos se presentaron en fila frente a su rey. Elijah los observaba en silencio, escudriñando cada gesto, cada mirada. Sabía que uno de ellos debía ser el traidor. No había otra explicación. Y fue entonces cuando lo vio. El último de la fila, un joven que había sido reclutado hacía cien años, mantenía la cabeza en alto, sus ojos carentes de emoción. Elijah sintió que su corazón se enfriaba.
—Nicholas, acércate —ordenó el rey, sin apartar la vista del escudero—. Observa al último. ¿Qué ves?
Nicholas siguió la mirada del rey, posando sus ojos en el joven escudero. Algo en su postura, en su mirada vacía, lo inquietó. Trató de no mostrar su incomodidad, pero Elijah ya había captado la tensión en sus movimientos.
—Señor, hay algo extraño en él... —dijo Nicholas en un susurro, tratando de mantener la calma—. Pero mire también al penúltimo. Hay algo que no me cuadra.
Elijah asintió con la cabeza, su mente trabajando rápidamente. Dio una señal a los guardias cercanos.
—Llévense a Riohanir y a Nyëzen. Interróguenlos. No importa cómo, quiero respuestas. —ordenó Elijah, su voz fría y llena de determinación.
Los guardias obedecieron al instante, apresando a los dos sospechosos. Mientras los llevaban fuera del salón, Elijah se dirigió al resto de los escuderos, su mirada dura como el acero.
—Sepan que si alguno de ustedes está involucrado, su destino será mucho peor que el de ellos. —espetó con firmeza—. Aedendor no será destruido desde adentro. Los traidores no tendrán lugar en mi reino.
Eleonora lo miró con ojos llenos de preocupación, su mano descansando sobre su vientre mientras intentaba calmar el miedo que sentía por su hija no nacida. Elijah sabía que no podía permitirse mostrar debilidad. No ahora. El reino entero dependía de su fortaleza.
