La fortaleza de cristal se erguía majestuosa bajo el cielo gris, donde las nubes se arremolinaban como presagio de tiempos oscuros. En el centro del jardín principal, donde solían llevarse a cabo las festividades más importantes del reino, ahora se erigía un escenario diferente. Era un lugar de juicio, no de celebración. La noticia del asesinato de Morgine había corrido como el viento, y ahora, todo el pueblo se encontraba reunido, esperando el juicio de los traidores.
Elijah, el rey, permanecía de pie en el centro, su mirada fija en la multitud. No podía evitar sentir un nudo en el estómago al observar a su gente. Rostros familiares que siempre lo habían mirado con respeto y confianza ahora lo miraban con miedo y desesperanza. Eleonora caminaba a su lado, serena, aunque en su interior también sentía el peso del dolor. Su largo cabello blanco ondeaba suavemente con la brisa, y sus ojos violetas, normalmente llenos de calidez, ahora reflejaban la tristeza de quien ha perdido demasiado.
—Estamos hoy aquí porque hemos sufrido una pérdida muy grande. Han asesinado a Morgine, la protectora mayor, la más antigua de todos los protectores —dijo Elijah, su voz resonando por el jardín, aunque el tono era sombrío—. Pido un momento de silencio en su honor.
El silencio cayó sobre la multitud, mientras los presentes inclinaban la cabeza en señal de respeto. Las caras de asombro y tristeza se multiplicaban. Elijah permitió que el silencio durara unos instantes, antes de continuar con su discurso.
—Hoy, hemos encontrado a dos sospechosos de traición. —Su voz se endureció, haciendo que algunos en la multitud dieran un respingo—. Sé que es difícil asimilarlo, pero estamos al borde de una guerra. No sabemos quién nos amenaza ni cuándo atacarán, pero debemos estar preparados.
La multitud lo observaba con atención, aunque sus miradas estaban llenas de incertidumbre y miedo.
—¡Traigan a los acusados! —ordenó Elijah.
Nicholas apareció desde la prisión, acompañado de los dos supuestos traidores: Riohanir y Nyëzen. Los prisioneros, con las manos atadas, fueron llevados hasta el altar, donde fueron obligados a arrodillarse ante el rey. Nyëzen temblaba visiblemente, incapaz de mantener el equilibrio bajo el peso de su propia ansiedad, pero Riohanir caminaba con una calma que rozaba la insolencia. Incluso al arrodillarse, su porte era altivo, como si estuviera observando un espectáculo del que no temía ser parte.
Elijah observó a ambos detenidamente, tratando de leer en sus gestos alguna señal que lo confirmara como el traidor. Sabía que no debía dejarse llevar por el miedo de su pueblo, sino actuar con justicia, como siempre lo había hecho. Pero la traición era algo que no podía permitir, y sus enemigos eran astutos.
—Saben que yo nunca condeno a muerte sin un juicio justo. Tendrán la oportunidad de defenderse. —El rey hizo una pausa, su mirada fija en Nyëzen, quien parecía más débil y dispuesto a quebrarse primero—. Nyëzen, empieza tú. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
El joven elfo, con los ojos muy abiertos, se encogió bajo la mirada del rey. Su respiración se aceleraba, y a medida que el silencio se alargaba, su miedo crecía.
—Yo... yo no planeaba nada... —balbuceó, su voz temblorosa—. No quería traicionar a nadie... no sabía que ellos me harían esto...
Elijah lo observó en silencio, esperando más, pero Nyëzen simplemente rompió en llanto, incapaz de continuar. Sus sollozos llenaron el aire, una escena patética frente a la multitud.
El rey cambió su atención hacia Riohanir, cuya expresión era completamente opuesta. A pesar de estar arrodillado y encadenado, Riohanir mantenía la cabeza en alto, su mirada fija en Elijah, pero sin rastro de respeto o temor. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa que no llegó a sus ojos, y cuando Elijah le habló, Riohanir dejó escapar una risa baja, como si todo esto fuera una broma para él.
—¿Y tú, Riohanir? ¿Qué tienes que decir? —preguntó Elijah, con un tono que bordeaba la amenaza.
—¿Yo? —replicó Riohanir, levantando las cejas con arrogancia—. No me arrepiento de nada. Morgine merecía morir, y tú también lo merecerás. Todos ustedes arderán en el Tártaro. —Dijo sus palabras lentamente, saboreando el impacto que causaban en la multitud.
Un murmullo de horror recorrió a los presentes. Algunos retrocedieron instintivamente, mientras otros lo miraban con una mezcla de temor y repulsión. Elijah, aunque no estaba sorprendido, sintió cómo la ira se encendía en su interior.
—¿Quién te envió? —preguntó Elijah, su voz baja pero cargada de tensión.
Riohanir soltó una carcajada oscura y despectiva. —Qué patéticos son. ¿No ven las señales? Los árboles muriendo, el Solsticio de Invierno se acerca y, con él, el nacimiento de un nuevo heredero. ¿No te suena familiar, querido rey?
Elijah retrocedió ligeramente, sus ojos llenos de asombro. Las palabras de Riohanir resonaron en su mente como un eco aterrador. Solo Eleonora, con sus profundos ojos violetas, comprendía la gravedad de lo que había dicho. Instintivamente, llevó una mano a su vientre, protegiendo a su hija no nacida.
—Eso es imposible... aún faltan años para eso... —dijo Elijah, su voz temblando ligeramente.
—Oh, no, mi rey. La profecía ya está en marcha. El Solsticio está aquí y con él, el caos. —Riohanir lo miró con desafío, su sonrisa amplia y maliciosa, sabiendo que sus palabras habían golpeado al rey donde más dolía.
Harto de las palabras envenenadas de Riohanir, Elijah se dirigió a su pueblo, levantando su voz con autoridad.
—Quienes estén a favor de la ejecución, levanten la mano y digan "Yo" —ordenó.
Sin dudarlo, la multitud levantó las manos al unísono, sus voces resonando como un coro de justicia. Sabían que aunque el rey Elijah siempre había sido justo, esta vez no se trataba solo de justicia, sino de supervivencia. La traición no podía ser tolerada.
Elijah miró a los acusados una última vez, su corazón endurecido por la necesidad de proteger a su pueblo. Alzó las manos y cerró los ojos, concentrándose en el poderoso hechizo que estaba a punto de realizar. Era un acto de magia que solo los más antiguos gobernantes de Aedendor conocían, un hechizo de ilusión tan fuerte que engañaría a todos.
De repente, un sonido cortó el aire, un silbido agudo que resonó en el silencio del jardín. Elijah abrió los ojos de golpe, buscando el origen del ruido, pero lo que vio hizo que su mundo se derrumbara. Eleonora, su amada esposa, tenía una flecha clavada en el corazón. Su vestido blanco, ahora manchado de rojo, ondeaba al viento mientras se desplomaba lentamente.
—Saca a nuestra hija... morirá si no lo haces... —gimió Eleonora entre jadeos, la vida escapando de su cuerpo—. Ve con el oráculo... debes averiguar... lo que sucede...
