La noche se cernía sobre Aedendor como un manto oscuro y pesado. El viento, que durante el día había sido suave y cálido, ahora traía consigo un frío helado que calaba hasta los huesos. El día más corto del año había llegado, el Solsticio de Invierno, el momento en que el mundo parecía detenerse, y las sombras dominaban la tierra. Para los elfos, este era un día de reflexión, un recordatorio de que la luz siempre retornaba, incluso después de la oscuridad más profunda. Pero esta vez, el solsticio no traía consigo esperanza, sino una sensación de desasosiego que recorría las calles como una sombra invisible.

—Señor, ha comenzado el Solsticio —anunció Carlisle, su rostro grave—. Deberíamos ocultar a la niña y comenzar los preparativos. No es un lugar seguro en este momento.

Charlie, con la pequeña Bella en brazos, asintió sin mirarlo. El día más corto y la noche más larga, justo como su sufrimiento. Su pena más grande. Renee, su luz, ya no estaba. Se había ido, arrebatada por una flecha traicionera, y ahora él debía seguir adelante, no solo por su pueblo, sino por su hija.

Todo el reino observaba cómo el cielo comenzaba a teñirse de un tono violáceo oscuro, como si anunciara el inminente peligro. El Solsticio de Invierno siempre traía consigo una sensación de vulnerabilidad para los elfos, cuando sus poderes menguaban y las sombras crecían. Pero ahora, esa sensación de vulnerabilidad se intensificaba, como si el mundo mismo estuviera al borde de un abismo. La naturaleza, que siempre había sido su aliada, ahora parecía advertirles que algo terrible estaba por venir.

Charlie se levantó, aún sosteniendo a su hija en brazos, su rostro endurecido por el dolor y la responsabilidad. Sabía que no podía permitirse el lujo de lamentar la pérdida de Renee, no ahora. Había demasiadas vidas en juego, demasiadas almas que dependían de él. Se dirigió a su fiel escudero y le habló con la voz firme de un rey, aunque su corazón estuviera roto.

—Carlisle, busca al oráculo. Llévala a la sala principal. Nadie más debe entrar, estaremos nosotros y la niña. No podemos confiar en nadie más —ordenó Charlie, mientras sus ojos seguían enfocados en el horizonte teñido de púrpura.

—Como usted ordene, su majestad —respondió Carlisle con una inclinación de cabeza, su voz llena de respeto.

Charlie sabía que en cualquier otro momento, este sería un día de celebración. El nacimiento de Bella habría sido recibido con alegría por todo el reino. Pero ahora, todo estaba teñido de tragedia. Renee, la reina, la luz de Aedendor, ya no estaba, y la oscuridad parecía envolverlo todo. Mientras caminaba hacia el castillo de cristal, sus pasos resonaban en el suelo, pero sus pensamientos estaban muy lejos. La imagen de Renee, riendo en los jardines, invadía su mente, pero ahora ese jardín estaba vacío, y el frío lo invadía todo.

Con Bella dormida en sus brazos, Charlie cruzó las puertas del palacio. Los elfos de Aedendor no enterraban a sus muertos; la madre naturaleza los reclamaba, rodeando sus cuerpos con un lecho de flores y enredaderas que se convertía en su última morada. Renee descansaba en los jardines, su cuerpo envuelto en una cúpula de enredaderas, pero para Charlie, esa tumba era tan fría como el hielo que rodeaba su corazón.

Caminó hacia el pasillo derecho, buscando a Carlisle. Lo encontró cerca de la entrada de la sala principal, con el rostro serio.

—La oráculo ya está adentro, como lo solicitó. Está... extrañamente taciturna —dijo Carlisle, bajando la voz, como si temiera que las palabras pudieran perturbar el silencio que reinaba en el lugar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Charlie, frunciendo el ceño.

—Lo entenderá cuando la vea, señor. ¿Desea que lo acompañe o prefiere que espere afuera? —preguntó Carlisle con respeto, aunque sus ojos mostraban una preocupación silenciosa.

Charlie permaneció pensativo por un momento. Sabía que con el Solsticio de Invierno sus poderes estaban menguados, y que cualquier amenaza podría aprovechar esa debilidad. Carlisle, su mejor guerrero, debía estar cerca para protegerlos. No podía confiar en nadie más.

—Quédate adentro con nosotros, pero mantente alerta. En este momento, cualquiera puede ser nuestro enemigo —dijo Charlie con firmeza.

—Sí, señor —asintió Carlisle, mientras abría las puertas de acero forjado, un trabajo de los dioses en tiempos antiguos.

El castillo de cristal, normalmente un lugar lleno de vida y de luz, ahora se sentía como una prisión fría y vacía. Las paredes de cristal, que solían reflejar la luz del sol en tonos brillantes, ahora parecían absorber la oscuridad que se cernía sobre el reino. Charlie avanzó lentamente hasta llegar a la sala donde la oráculo lo esperaba. La imagen que se encontró fue perturbadora.

La oráculo, que siempre había sido una figura de misterio y poder, ahora estaba encorvada sobre la mesa, su cuerpo frágil y debilitado. Su piel, que alguna vez había brillado con la energía de la magia, ahora parecía apagada, casi como si estuviera marchitándose.

—¿Qué sucede? —preguntó Charlie, su voz cortante, yendo al grano. No tenía tiempo para rodeos.

—He sido maldecida —susurró la oráculo, su voz apenas audible—. No sé cuánto tiempo me queda, pero debes saber sobre la profecía.

Charlie frunció el ceño. —¿De qué estás hablando? Nunca mencionaste una profecía —replicó, su tono cargado de desconfianza.

La oráculo levantó la cabeza lentamente, sus ojos cansados reflejaban un sufrimiento profundo.

—Las profecías no están escritas en piedra, mi rey. Todo depende de las decisiones que se tomen... pero tu hija... su destino ya está marcado desde el momento en que nació —dijo la oráculo, sus palabras lentas pero llenas de un peso invisible.

La sangre de Charlie se heló. —¿Qué le sucederá a mi hija? No puedo soportar otra pérdida... no después de lo que ya he perdido —murmuró, su voz cargada de un dolor que apenas lograba contener.

La oráculo negó lentamente. —No es su muerte lo que debes temer. Bella es la clave para la salvación de Aedendor... o para su destrucción. Ella traerá la paz, o desatará el caos.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Charlie, incrédulo—. ¡Es solo una niña! ¿Cómo puede un bebé salvar o destruir un reino entero?

—La profecía no dice que será hoy... —respondió la oráculo, su voz ahora cargada de misterio—. Pero cuando el Solsticio de Invierno se alinee nuevamente y tu hija cumpla veinticinco años, deberá enfrentarse a las fuerzas oscuras que amenazan con destruirnos.

Las palabras de la oráculo cayeron sobre Charlie como un peso insoportable. La responsabilidad de proteger a su hija, a su pueblo y a su reino parecía demasiado para soportar. Pero no había elección. Tenía que ser fuerte, no solo por Aedendor, sino por Bella.

—¿Estará sola? —preguntó Charlie, su voz apenas un susurro.

La oráculo negó con la cabeza. —No. Alguien estará a su lado, alguien la guiará hacia la luz. Pero también... habrá otro que intentará llevarla hacia la oscuridad. El destino de Aedendor dependerá de la elección que haga.

Charlie cerró los ojos por un momento, dejando que las palabras de la oráculo se asentaran en su mente. Cuando los abrió nuevamente, su resolución era clara.

—Lo que sea que deba hacerse, lo haré. Mi hija no caerá en la oscuridad —dijo con determinación.

En ese momento, un suave llanto llenó la sala. Bella, la pequeña heredera de Aedendor, se movió en los brazos de su padre, su pequeño rostro reflejaba una paz que contrastaba con el caos que la rodeaba. Sus rizos blancos brillaban bajo la luz tenue, y cuando abrió los ojos, el profundo violeta de sus pupilas pareció iluminar la oscuridad que envolvía el castillo.

Charlie la miró, y por un breve instante, todo su dolor desapareció. En su hija veía el futuro, un futuro incierto, pero también una promesa de esperanza.

—Protege a Bella —le ordenó Charlie a Carlisle, mientras su mirada volvía a endurecerse—. Haz lo que sea necesario, pero no permitas que nada ni nadie le haga daño. Y que no sepan su verdadero nombre, será bautizada con Cristal.

Carlisle asintió solemnemente, su postura firme y alerta. Sabía que lo que estaba en juego era más que la vida de una niña; era el destino de todo Aedendor. La pequeña Bella dormía profundamente en los brazos de su padre, ajena a la oscuridad que se cernía sobre su reino. Para Carlisle, protegerla sería el honor más grande, pero también la carga más pesada que jamás había llevado.

Charlie se giró hacia la oráculo, su rostro sombrío.

—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó, su voz más baja, como si temiera la respuesta.

La oráculo lo observó durante unos largos segundos, su mirada profunda, como si viera más allá del presente. Su cuerpo frágil tembló ligeramente, y por un instante, pareció que el peso del conocimiento era demasiado para ella.

—Solo una cosa más, mi rey. La oscuridad no vendrá sola. Vendrá cuando menos lo esperes, y se presentará disfrazada. Debes estar preparado, pues aquellos que te rodean no siempre son quienes parecen ser.

Charlie frunció el ceño, procesando las enigmáticas palabras de la oráculo. Había traidores en su reino, eso ya lo sabía, pero no imaginaba hasta dónde podía llegar la influencia de esa oscuridad. ¿Quién podría ser el enemigo oculto? ¿Un amigo cercano? ¿Un aliado de confianza?

La oráculo, agotada por el esfuerzo de la profecía, se desplomó en su silla, su respiración entrecortada. Charlie dio un paso hacia ella, pero ella alzó una mano para detenerlo.

—Mi tiempo ha terminado —dijo con voz rasposa—. He hecho lo que debía. Ahora depende de ti proteger a tu hija... y a tu reino.

Charlie la observó por un momento más, y luego, asintiendo en silencio, hizo una seña a Carlisle para que la ayudara. Mientras el escudero se acercaba para escoltarla fuera de la sala, Charlie sintió cómo la incertidumbre crecía en su interior. ¿Cuántos secretos más ocultaba esta profecía? ¿Cuántas vidas más se perderían antes de que todo terminara?

—Mi señor —dijo Carlisle suavemente, volviendo a su lado—. ¿Cuál será nuestro siguiente paso?

Charlie miró a su hija, quien seguía dormida, ajena a todo lo que sucedía. Su pequeña respiración era lo único que rompía el silencio en la sala. Cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por la dulzura de ese sonido antes de volver a la realidad.

—Debemos prepararnos para lo peor —dijo finalmente, con voz firme—. El enemigo está en nuestras puertas, y no sabemos cuándo atacará. Asegura las defensas del castillo. Refuerza las patrullas. Ningún extraño debe entrar ni salir sin que lo sepa. Y mantén a Bella a salvo en todo momento. Ella es nuestra única esperanza.

Carlisle asintió una vez más, pero antes de retirarse, miró a Charlie con seriedad.

—Haré todo lo que esté a mi alcance, mi rey. Pero también debo advertirle algo... No confíe en nadie más, ni siquiera en aquellos que cree que son sus aliados más cercanos. Las palabras de la oráculo no deben tomarse a la ligera.

Charlie lo observó por un largo momento, reconociendo la verdad en sus palabras.

—Lo sé, Carlisle. Nadie es de fiar. Por eso solo te confío a ti la vida de mi hija.

Carlisle inclinó la cabeza y se retiró rápidamente para cumplir las órdenes de su rey. Charlie quedó solo en la sala, con la pequeña Bella en brazos, mientras el peso del futuro se cernía sobre él como una nube oscura.

—Renee... —susurró para sí mismo—. Ojalá estuvieras aquí para ver a nuestra hija.

La soledad se apoderó de él de nuevo, pero sabía que no tenía tiempo para lamentarse. Debía actuar con rapidez, pues el enemigo estaba más cerca de lo que imaginaba.

El castillo de cristal, que una vez había sido un símbolo de esperanza y prosperidad, ahora parecía más frío que nunca. Las paredes que brillaban como gemas en días soleados, ahora solo reflejaban la oscuridad del exterior. Charlie caminó lentamente hacia la ventana y miró hacia afuera, hacia las tierras que alguna vez habían sido su orgullo. El viento gélido azotaba los árboles, y la nieve comenzaba a caer suavemente, cubriendo el suelo en un manto blanco. Todo estaba tan tranquilo, tan engañosamente en paz.

Pero él sabía que la calma era solo el preludio de la tormenta.

De repente, sintió una presencia detrás de él. Se giró rápidamente, su instinto de guerrero activándose de inmediato. Carlisle estaba de vuelta, más rápido de lo que Charlie había anticipado.

—¿Qué sucede? —preguntó Charlie, el ceño fruncido.

—Mi señor... —dijo Carlisle, con un tono urgente—. Hay algo que debe ver. Afuera, cerca de los muros del castillo... algo está sucediendo.

Charlie apretó los dientes. Sabía que no podía ignorar la advertencia. Acomodó a Bella cuidadosamente en una cuna cercana y, con un último vistazo a su hija, salió rápidamente con Carlisle a su lado.

El camino hacia las murallas del castillo fue corto, pero cada paso que daba aumentaba su sensación de inquietud. Los guardias ya se habían reunido en lo alto de la muralla, observando con rostros tensos hacia el horizonte. Charlie llegó a la cima y lo que vio hizo que su corazón se detuviera por un instante.

A lo lejos, una sombra gigantesca se movía lentamente hacia el castillo. No era un ejército, ni tampoco una criatura común. Era algo más... algo que Charlie jamás había visto antes. Parecía una niebla oscura, densa y pulsante, como si estuviera viva. La sombra se extendía por el horizonte, cubriendo todo a su paso, y a medida que avanzaba, las luces del castillo parpadeaban, como si la oscuridad misma estuviera absorbiendo toda la energía.

—¿Qué es eso? —preguntó uno de los guardias, su voz temblorosa.

—La oscuridad —murmuró Charlie—. La profecía se está cumpliendo.

Charlie se mantuvo firme, su mente trabajando rápidamente. Sabía que no había tiempo que perder. Debía proteger el castillo, a su hija y a su pueblo.

—Todos a sus puestos —ordenó, con voz clara y autoritaria—. ¡Que nadie se acerque a esa sombra! Prepárense para lo que venga.

Los guardias se movieron rápidamente, tomando sus armas y preparándose para defender el castillo. Charlie se quedó en la muralla, observando cómo la sombra avanzaba, sintiendo cómo el miedo se aferraba a su corazón. Pero también sabía que no podía dejarse vencer por el miedo.

Todo dependía de él.

Bella, aún dormida en su cuna, no sabía que el destino del reino entero estaba a punto de cambiar para siempre.