Hyoga
—¿A qué te refieres con invertir el proceso? —preguntó Hyoga con preocupación. Milo había pasado de llorar entre sus brazos a mirarlo con una intensidad abrasadora en cuestión de minutos. El Cisne tuvo la certeza de que la respuesta no iba a ser de su agrado.
—Ya te lo explicaré más tarde, cuando tenga decidida la técnica que voy a utilizar. Come, que se enfría —fue la misteriosa contestación del caballero de Escorpio.
Hyoga necesitaba reorganizar su estrategia. Si Milo le ofrecía la cura, se vería obligado a abandonar Escorpio y vivir en un templo que se le antojaba frío y distante, algo para lo que no estaba preparado. No quería alejarse del griego, a pesar de los efectos secundarios de su cercanía. El ardor constituía un grave problema para el desarrollo de su vida diaria, pero confiaba en que, con el tiempo, su cuerpo sería capaz de desarrollar algún tipo de defensa para contrarrestar los desequilibrios que le causaba el veneno.
Por otra parte, el Cisne no estaba dispuesto a perder las cicatrices de las Agujas. Aquel plano cósmico era un vestigio vivo de la batalla que él consideraba como propia. Restos de un pasado guerrero que no estaba dispuesto a perder porque lo hacían único, diferente de su Maestro.
Se centró en la comida para no seguir dándole vueltas al tema. Sujetó los palillos con los dedos y mordisqueó la carne del souvlaki con cuidado. La ternera estaba tan sabrosa que el jugo se escapó por la comisura de sus labios al explotar en su boca. Gimió de placer al sentir el sabor fuerte de las especias y enrojeció de vergüenza cuando se dio cuenta de que Milo lo estaba mirando fijamente.
—Vaya, vaya —dijo el griego mientras masticaba—. Parece que te gusta.
Hyoga asintió en respuesta. Su boca se secó cuando vio los labios de Milo brillantes por la salsa. Se removió en la silla: se moría de ganas por besarlo una vez más.
"Cálmate, Hyoga, o se dará cuenta y volveremos a empezar".
Milo le ofreció un poco de vino pero Hyoga negó con la boca llena. El alcohol aceleraba su metabolismo y le exigía ingerir más alimento, así que declinó la oferta y se decantó por un poco de agua. El griego le señaló una botella con dos vasos.
—Ahora que vas a ser el custodio de la Casa de los Aguadores, ¿te importaría hacerme los honores?
Hyoga lo miró a los ojos y se levantó de la silla, dejando la servilleta al lado del plato. Conocía la historia de los aguadores mitológicos. Hombres jóvenes y bellos que solían ser los amantes de los héroes, que los acompañaban en sus aventuras, los asistían en la batalla y compartían el lecho con ellos por las noches. Enrojecido, tomó la botella entre las dos manos y llenó el vaso hasta el borde mientras enfriaba el agua con su cosmos. Le encantaría ser el aguador personal del griego, pero era demasiado pronto. Quizás, cuando le permitiera conocerle, Hyoga podría avanzar en su estrategia, antes de ir a morir a Acuario. Milo lo miró durante unos instantes, probó el agua y asintió.
"¿Sentías esto, Maestro, cuando lo mirabas? ¿Este ardor insoportable? ¿Esta sensación de sublimación?".
—Eres al primero al que escancio —dijo el ruso ignorando sus propios pensamientos—. Nadie me lo había pedido antes.
—¿Ni en Aleko's Island?
Hyoga lanzó un suspiro. Ahí estaba de nuevo. Su maestro tenía razón. Milo introducía el sexo en la conversación como un tema más, sin importarle lo que su interlocutor pudiera pensar o sentir.
—Aunque allí no se escancia agua, precisamente —añadió Milo mientras seguía comiendo.
Hyoga guardó silencio. Podía imaginarse a su adusto Maestro recriminando al griego su forma de hablar o de comportarse en su Casa. Camus era disciplinado e inflexible, capaz de pasar días enteros sepultado en el Glaciar para perfeccionar su técnica definitiva. ¿Qué clase de conversaciones mantendrían antes de…?
"No quiero imaginarlo. Me duele y no quiero veros haciendo lo que fuera que hiciérais juntos".
Se sentó en la silla, contrariado; en el otro taburete estaban los uniformes de Camus, azul gris y negro, esperando a que Hyoga se los pusiera. Milo lo continuaba observando mientras la grasa de la carne manchaba su boca, mentón y dedos. El ruso tomó aire y utilizó su habilidad para bajar un par de grados el calor sofocante que sentía. Rezó a los dioses para que la herida no volviera a abrirse. Lo último que quería era que Milo le volviera a recordar que todo lo que estaba experimentando era a causa del veneno.
"Maldito seas, Milo, por desear que me toques con la intensidad con la que lo tocabas a él. Por querer sentir lo que él sentía cuando lo llenabas. Quiero sentirte adentro, antes de ir a morir a Acuario".
—Dijiste que llevabas un mes en Atenas —el griego volvió a dirigirse a él, y por el tono, Hyoga sabía a dónde quería llegar—. ¿Dónde te alojas?
Hyoga se removió en su asiento.
—La Fundación Graude alquiló un apartamento en el Barrio Gazi.
—Qué buena elección, Hyoga. El barrio de ambiente de Atenas —respondió el Escorpión mientras se metía en la boca un trozo de carne—. Tu adorado maestro no lo aprobaría pero, ¿a quién cojones le importa?
El Cisne sintió el dolor atravesando la marca que había dejado Antares. Miró hacia abajo para ver cómo la túnica se manchaba a la altura del corazón. Cerró los ojos y suspiró.
"Me estoy engañando. Para tí soy simplemente un accidente en tu camino. Un problema que desaparecerá en breve, cuando me vea obligado a vestir Acuario y para mí ya no haya marcha atrás".
Hyoga apartó el plato con suavidad y se limpió con la servilleta. Jugueteó con la copa de agua, tratando de centrar su mente en algún punto lejos del Escorpión. Milo se removió y lanzó un suspiro.
—Mientras cocinabas estabas muy hablador y de repente, eres una especie de calco de quién tú y yo sabemos —el griego se soltó el pelo y dejó que su melena se acomodara a su espalda. Era un ser hermoso, de una belleza salvaje y cautivadora—. ¿Se puede saber qué cojones he dicho?
Hyoga tragó saliva, visiblemente nervioso.
—No es nada, Milo.
—¿Nada? —repitió, alzando las cejas—. Y si no es nada, ¿por qué no comes?
—He perdido el apetito.
El caballero de Escorpio lanzó un gruñido amenazador.
—¡Pero mira que tengo que tener paciencia contigo, niño!
Milo se levantó y apartó los platos, dejando los souvlakis sobre la encimera de la cocina. Sacó una botella de vino de la alacena y llenó una copa que se bebió de dos tragos. Hyoga ardía en deseos de hacerle mil preguntas, pero no sabía por dónde empezar. No quería que el Escorpión se replegara y lo atacara.
—Puedes seguir comiendo —dijo Hyoga atropellado—. No te preocupes por mí.
El griego apoyó el codo en la isleta de la cocina, sonrió de medio lado y dejó un cigarro encendido consumiéndose en un cenicero.
—Lección de culturilla griega a las… —miró el reloj encajado entre los libros de la estantería de la sala, a su espalda—. Cuatro y media, hora local —continuó mordaz—. Las leyes de esta santa Orden ateniense me obligan a proveerte de pan y de vino, alimentos que están instaurados por Zeus Ático como hospitalarios desde que el mundo es mundo. Para que lo entiendas —masculló con una condescendencia hiriente—, si tú comes, yo como. Si tú dejas de comer, yo me veo obligado a dejarlo también y te informo, niño —volvió a apuntarlo con el dedo—, que sólo hay tres cosas que me sientan como cien patadas en los huevos: no comer, no cagar y no follar. ¡Y estoy juntando las tres en el mismo puto día!
Hyoga se fue alejando de la mesa hasta quedar con la espalda contra la pared. Era la tercera vez que sentía cómo el cosmos de Milo subía varios puntos de velocidad, dispuesto a atacarlo sin miramientos.
"Quieres que me marche, y hasta yo empiezo a ver que no es tan mala idea".
—El Maestro me enseñó las leyes de la hospitalidad —replicó hastiado—. No hace falta que me trates como si fuera un cadete. Llevo varias guerras sagradas a mis espaldas, así que no creo que ocurra ningún cataclismo cósmico si uno de los dos…
—¿Te hizo jurar el voto?
Hyoga alzó las cejas, atónito.
—¿Por qué demonios tienes esa maldita fijación con el voto? Es un asunto de la Casa que no tiene que ver contigo.
—Desde el momento que exigiste estar bajo mis emblemas, tus asuntos son mis asuntos —se inclinó hacia delante, amenazador—. Si no querías que me metiera en tus asuntos, no haber apelado a la puta carta de los cojones —escupió el Escorpión.
Las mejillas del ruso se tiñeron de rojo. Bajó la mirada y trató por todos los medios de mantener el control. Lo último que necesitaba era que se le abrieran todas las heridas a la vez, así que aspiró aire y lo expulsó lentamente a ritmo de una nana rusa que su madre solía cantar cuando él era pequeño.
"Spi, mladenets moy prekrasnyy…".
Fue un intento inútil. Estaba harto de la situación, de la maldita encrucijada que se abría ante él y que necesitaba tener resuelta antes de la investidura. Solo necesitaba una cura. ¿Por qué Milo se negaba a dársela?
—¿Me habrías recibido si no te la hubiera mostrado? —preguntó Hyoga, cada vez más furioso—. Yo solo quería saber por qué no te habías puesto en contacto conmigo, porque si lo hubieras hecho, te habría dicho lo que me pasaba con mis heridas —se señaló las diversas marcas en su cuerpo—. ¡Así no tendría que estar aquí sentado, aguantando tus pullas y vestido de una forma que me hace sentir ridículo!
—¡Ah, ridículo! —Milo lanzó una carcajada tétrica—. Pues te queda de puta madre —se levantó y se colocó a su lado, empujándolo hacia la pared—. Tienes un polvazo con las piernas al aire.
El ruso enrojeció de tal manera que creyó que se le licuaría la piel.
—Habría dado cualquier cosa por verte en Aleko's Island, con todos esos viejos maricones de Atenas babeando por tí —prosiguió Milo. Estaba tan cerca de Hyoga que podía ver que sus pupilas estaban totalmente contraídas—. ¿Quién no querría desnudarte en el cuarto oscuro, darte la vuelta y lamer entre esas nalgas? Ah, Hyoga, eres…
Hyoga lo empujó con fuerza, harto de humillaciones. ¿Qué demonios había cambiado? Todavía sentía sus brazos alrededor de su cintura, el calor de su aliento en su cuello mientras lloraba. Buscó cómo salir de la cocina, pero cuando quiso rodear la isleta, Milo se lo impidió.
—¿A dónde cojones crees que vas? —le dijo con tono amenazador. Hyoga se quedó completamente helado—. ¿Te ponen nervioso unas simples palabras?
—Necesito despejarme —replicó en un hilo de voz—. Es imposible mantener una conversación coherente contigo.
El espartano le tomó del brazo, bloqueando su movimiento.
—No me mientas, Hyoga —escupió el Escorpión sin soltarlo—. Es algo que nunca he podido soportar, las mentiras.
El ruso aspiró aire y lo contuvo en sus pulmones.
—Llevo demasiado tiempo viviendo como un ermitaño, sabes que tu presencia me descontrola y que me excito con una facilidad pasmosa —replicó—. ¡Pero tú no dejas de provocarme una y otra vez! ¡Estoy cansado, maldita sea! —consiguió confesar por fin.
—Es a causa del ven…
El caballero de los Hielos elevó la mano y se la puso en la boca, furioso, impidiendo que continuara hablando.
—Ya lo sé —retiró los dedos del rostro perfecto del caballero de Escorpio con el calor de su boca tatuado en sus yemas—. Ya lo sé, joder. ¡No hace falta que lo sigas repitiendo!
Salió de la cocina concentrándose en mantener su cosmos a raya. Su labio inferior temblaba y los gritos en su cabeza apenas le permitían pensar. A la mierda la cura. A la mierda la carta del Maestro y a la mierda el Escorpión. Salió al pasillo de la Casa y se tropezó con el pedestal donde reposaba la armadura de Escorpio.
Se detuvo en seco cuando la oyó ronronear. La armadura refulgía sobre el basamento en forma de soporte situado a la entrada del área privada, con las pinzas abiertas y el aguijón en alto.
"Igual que su dueño".
Jadeó y se apoyó en el pedestal donde Kharthian brillaba con fuerza. La piedra roja refulgía con tanta intensidad que Hyoga sintió su aura hervir a su alrededor.
"No puedo más, Maestro. Quiero cumplir los preceptos de la Casa pero incluso en este tema soy tu fracaso".
Incluso desde aquella posición se podía contemplar la exquisita restauración del pasillo del Templo. Las paredes, el entablado del techo, las columnas y las losetas de mármol se veían impolutas, sin rastros de la pelea que Milo y él mantuvieron años atrás. Se obligó a observar las baldosas, siguiendo las juntas con los ojos. Necesitaba poner orden en su cabeza y esa era una manera tan buena como cualquier otra de conseguirlo.
—Fue allí —escuchó a su espalda minutos después.
Hyoga elevó la mirada y se encontró con un vaso de zumo verde frente a él, a modo de disculpa.
—Lo recuerdo —contestó, tomándolo entre sus manos.
Miró las sandalias del griego —cuero repujado con los dedos al aire, a la antigua usanza—, sus piernas torneadas, los deseables muslos que se perdían bajo la tela azulada de la túnica y que custodiaban el poder real del Escorpión, su cola. Sintió cómo la sangre se agolpaba en sus sienes y giró la cabeza al instante, avergonzado; apuró el contenido del vaso. El compuesto bajó por su garganta y calmó su estómago.
—Yo también lo recuerdo. Fue algo que me obligué a no olvidar —la voz de Milo se tornó fría, distante—. Me torturaba pensando qué habría pasado si te hubiera detenido. Quizás, su destino era morir, ya no frente a ti, sino ante los otros. O quizás —prosiguió—, de haber sobrevivido, su meta hubiera sido la de buscar otra guerra santa para caer igualmente como un mártir, buscando esa puta redención de la que no dejaba de hablar —carraspeó—. Por los cojones de Pericles —apretó los puños—, mantuve una relación durante diez años con alguien que es un completo desconocido para mí.
Hyoga se rodeó con sus propios brazos, tratando de controlar el frío que amenazaba con congelarlo. No quería mirarlo, se sentía demasiado vulnerable para caer en sus provocaciones, pero su curiosidad pudo con su instinto de supervivencia. Necesitaba saber, aunque eso significara sangrar de nuevo.
—¿Quieres contármelo? —le preguntó.
Milo guardó silencio unos instantes, se acercó y lo miró a los ojos, invadiendo su espacio vital.
—¿Quieres escucharlo? —sonrió al final de la frase, de una forma tan triste que Hyoga sintió cómo se le encogía el corazón. Por eso supo que ese era el momento que había estado esperando durante tanto tiempo y que debía avanzar como solo Acuario sabe hacerlo: sin dejar nada adentro.
—Entre lo que tú sabes de él y lo que sé yo, nos acercaremos a lo que una vez fue para nosotros —sentenció, tragándose la angustia.
El griego asintió, estiró la mano y acarició su cabello.
—Voy a buscarte algo para que te pongas en los pies. Ya sé que tienes una resistencia enorme al frío pero si te resfrías, descubrirás que no tengo mesura con mis pullas.
Le oyó alejarse y por fin permitió que un par de lágrimas cayeran por sus mejillas. Tenía unos minutos para relajarse, definir su estrategia y avanzar. Pondría todo su esfuerzo en escuchar al espartano y en tratar de comprender la naturaleza de su relación con su Maestro. Al conocer los pormenores de su historia tendría acceso a una información muy valiosa, y si descubría algún dato que le permitiera acercarse al Escorpión, no dudaría en utilizarlo antes de ir a morir a Acuario.
Era, en realidad, lo que deseaba hacer.
