Hyoga
Hyoga sintió cómo el dolor lo traspasaba como una lanza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y brotaban sin control. Estaba herido de muerte por dentro, subyugado sin siquiera tener la oportunidad de luchar. Cuando miró hacia abajo, vió con horror que las Quince estaban abiertas y sangraban todas a la vez. Cerró los ojos, esperando el momento final en que su cuerpo impactara contra el suelo.
"Mamá, espérame".
Sonrió con tristeza al comprender que tenía ante sí el final del camino. Camus le había asestado el golpe de gracia y no tenía posibilidad de contraatacar. Cerró los ojos esperando el momento del impacto contra el suelo; con un poco de suerte se ahogaría en la terma si caía en el agua. Así Milo se vería libre de una carga inútil, él se reuniría con su madre y Acuario permanecería impoluta, con la diosa asesina vestida con el peplo de las vírgenes y la máscara de las prostitutas.
Ya no tenía fuerzas para continuar. La única salida viable ante aquella angustiosa situación era la de abandonar toda esperanza. Ya no tendría que seguir las últimas voluntades de un difunto ni obligar a Milo a soportar su presencia en su propia Casa. Se daba por vencido; no quería seguir aguantando una agonía sin fin.
"Mamá, ya voy".
Le zumbaban los oídos y su cuerpo temblaba con los estertores de su respiración. Sin embargo, pudo escuchar el eco de un jadeo muy cerca de su cabeza. ¿Había alguien llorando a su alrededor? ¿Sería su madre, mirándolo desde el Queen Jamilia? Hyoga notó la boca seca y la garganta en carne viva. Pronto la vería y le pediría perdón por no haberse quedado con ella en el barco.
Por no haberse matado aquel día.
"¿Mamá? ¿Eres tú, mamá?".
Los puntos estrellados ardieron con fuerza bajo su piel. Brillaron furiosos, marcando a fuego el dibujo de la constelación del Cisne. Sin embargo, las estrellas que definían el animal mitológico tenían un corazón de energía oscura que pulsaba en una frecuencia distinta a la de Cygnus, llamando a otra bestia que ronroneaba en el pedestal de Escorpio.
"¿Mamá?".
Hyoga abrió los ojos y por primera vez fue consciente, en su latente estado de inconsciencia, de cómo se percibía el mundo a través de la mirada cósmica. Sus alas se desplegaron en su espalda, preparándose para alzar el vuelo. Sin embargo, el alma de Hyoga no se separó de su cuerpo terrenal. Estaba demasiado absorta en contemplar al hombre que lo sostenía en brazos y le hablaba entre suspiros. En su comprensión interior, el ruso vibró en la misma frecuencia que el rojo puro de la silueta de su compañero. Un rojo tan intenso que invitaba a sumergirse en él, desde las marcas de sus ojos, la curvatura de sus labios a las ondas sinuosas de su melena.
"Qué bellísimo eres, Milo".
Aquel torrente de vida lo envolvía con sus brazos y le suplicaba entrecortadamente que lo perdonara, que él lo curaría. El alma de Hyoga guió su mano y atrapó un mechón oscuro entre sus dedos, con la serenidad del hombre que ha averiguado por fin la razón de su existencia.
No quería que Milo continuara llorando. No se merecía tanto dolor.
Las lágrimas del espartano caían sobre la piel de Hyoga y se evaporaban a causa del calor que emanaba de su piel. Hyoga consiguió controlar su cuerpo por fin y tiró con suavidad de su cabello. Milo se detuvo y tomó la mano del Cisne entre las suyas, llevándosela a la boca y besándola con devoción. Aun ciego, el ruso detectó el cambio en la expresión del Escorpión, como si se hubiera liberado de una pesada carga.
¿Por qué no comprendía que él era vida, y que como tal, su naturaleza primigenia era la de crear y no la de destruir? ¿Por qué no quería creerlo?
Sus alas desaparecieron lentamente. Su visión se aclaró y se encontró con la mirada desnuda de un Milo asustado y vulnerable. Hyoga sonrió al ver al niño de nuevo, y entendió por qué su Maestro había violado el voto y su juramento de caballero. Era la mirada, el contacto que sólo se da una vez en la vida. Una comunión de almas tan perfecta y sincronizada que haría palidecer al más devastador de los orgasmos. Supo que aquello era amor y que Milo era el hombre al que quería entregar su corazón y su vida porque nadie sería capaz de llegarle tan adentro.
Pestañeó y carraspeó, aliviando la tensión en el espartano. Los dedos de Milo acariciaron la mano de Hyoga con mucho cuidado.
—Eres vida —susurró con ternura el ruso.
—Soy un asesino —contestó el griego, sin desviar la mirada del rostro del ruso.
—Para crear hay que destruir —replicó el Cisne.
—Perdóname —suplicó Milo, muy afectado. Hyoga no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
—Debes perdonarte a ti mismo, Milo —musitó.
El griego asintió con suavidad, mientras echaba un vistazo a las heridas.
—¿Puedes levantarte?
—No —el ruso trató de incorporarse, pero no lo consiguió—. Estoy en un estado más que lamentable. Mi médula ha sobrepasado toda la generación de sangre en, por lo menos, siete meses.
Milo lo alzó en brazos y lo depositó al borde de la terma. Se aseguró de que Hyoga estuviera cómodo, con su espalda apoyada en una de las rocas que rodeaban la pila. Se arrodilló y utilizó un jirón de su propia túnica para limpiarle las heridas. Estas habían dejado de sangrar.
—Mañana invertiremos el proceso. Te voy a quitar esta maldición de encima.
—No —lo detuvo Hyoga—. Yo…
—Quería hacerte la vida imposible. Hacerte pagar por la muerte de Camus, por su caída. Pero tú no tienes la culpa —la voz del griego sonó sincera y sin atisbo de reproche—, y yo tampoco. Estoy hasta los cojones de desear que vuelva y sé que, si lo hiciera —sonrió con una tristeza infinita—, nos volveríamos a destruir de nuevo, atados el uno al otro en esta historia de sexo y de muerte —jadeó—. Y ya estoy demasiado viejo para volver a lo mismo, Hyoga. Si aún quieres ser mi amigo, creo que es hora de que me ayudes a expulsar todo lo que llevo dentro. Porque la única persona que puede lograrlo —le susurró—, eres tú.
El ruso volvió a hacer ademán de incorporarse pero se sentía demasiado cansado para hacerlo. El Escorpión lo tomó por la espalda y lo irguió, pegándolo a su cuerpo; el Cisne se agarró de nuevo a la melena, tirando de ella con suavidad.
—Me tienes en tus manos, Milo. ¿Qué más pruebas necesitas?
El griego sonrió y su mano acarició la mejilla del ruso en un inusual gesto de ternura. Hyoga elevó con dificultad el cuello y alcanzó los labios del caballero de Escorpio, que aún lo mantenía entre sus brazos.
—¿Qué más… pruebas necesitas? —musitó contra su boca.
"Soy tuyo. ¿Por qué no quieres entenderlo?"
—Eres un pequeño suicida —replicó Milo, desafiándolo con la mirada.
Hyoga rozó con sus labios la boca siempre sensual y deseable de su amado. Le habría encantado besarlo con la violencia de la que hacen gala los animales más frágiles, cuando ya no tienen nada que perder, pero estaba sobrepasado por la situación y su cuerpo necesitaba un receso ante tanto dolor. Cerró los ojos y se abandonó en los brazos de Milo, masculinos y protectores, con una sonrisa en su rostro.
"Perdóname por no seguir los preceptos de la Casa, Maestro. Perdóname por ser tan imperfecto".
Ya no tenía nada que perder.
