Capítulo 221. Nave de héroes

Cien caballeros negros, arrastrando vidas de pecado, se habían alzado. Cien demonios rodeaban al ángel invicto, inalcanzable aun para los héroes, como correspondía a un guerrero de los cielos. Este no mostró el menor signo de temor, ni siquiera cuando su hechizo, capaz de condenar al sueño eterno ejércitos enteros, fue repelido por un enlace psíquico perpetrado por las sombras de Cefeo y Casiopea.

Desde Lance de Cefeo, en proa, hasta Cintia de Casiopea, en popa, una serie de seis sombras conocidas como Reyes Sombríos unieron las mentes de todos los ex-miembros de Hybris con cadenas inmateriales, manifestación del vasto poder psíquico por el que eran conocidos y que tanta ayuda aportó durante la primera campaña en el continente Mu. Así como entonces pudieron impedir que los fantasmas de la legión de Leteo poseyeran a las fuerzas del Alianza del Pacífico, también pudieron repeler el hechizo del ángel del Fuego, potenciando la resistencia mental de los más vulnerables y aun los más valientes. Fue una lucha invisible para ojos no preparados, pero sin duda Macuil la vio con cristalina claridad, y no le importaba en absoluto. Era, más que un problema real, una simple curiosidad de un mundo extraño a su vida alienígena.

A aquel ejército de sombras, unidas en una sola mente, las llamó con acierto hormigas. Lesath de Orión, empero, las describió como moscas. Eso sí que lo descolocó.

—Habéis perdido la razón —dijo Macuil—. Aquel que se desliza en la oscuridad

—Noa —le interrumpió Lesath—, ¿puedes hacerlo?

Los ojos de Macuil volaron veloces hacia el malherido ángel de la Nobleza.

—Nunca lo he intentado —respondió Noa.

—Eso no es lo que te he preguntado —dijo Lesath.

Una sonrisa se formó en el rostro del ángel de la Nobleza. El ángel del Fuego, entretanto, alzó el brazo con elegancia y parsimonia. Solo necesitaba un disparo del Tormento de Ailell en el corazón para rematar a aquel potencial problema.

Y sin embargo, la técnica voló por sobre el navío, en proceso de reparación. Pasó cerca del mástil que crecía como un árbol, hasta perderse más allá del horizonte.

Aun rodeado de demonios, bajo la amenaza de un hechicero capaz, Macuil seguía seguro de su superioridad por sobre los terrestres. Y era cierto: si hubiese que ponderar su cosmos respecto al de todos los que estaban en cubierta, resultaba evidente a cuál lado se inclinaría la balanza del poder. Ni siquiera era necesario contar la superioridad intelectual, lo aventajado que estaba a cualquiera de ellos en cuanto a experiencia combativa y el incontable surtido de hechizos del que disponía. El puro poder bruto creaba una brecha entre el espíritu y los hombres mortales que hacía vano siquiera considerar un combate entre aquel y ellos. La auténtica amenaza estaba más allá del horizonte, en un punto de aquel río antinatural que cruzaba el universo entero: Indech, ángel de la Tierra, portador del Inagotable, un arma sagrada capaz de herirle desde la distancia. Macuil apuntó a ese antiguo compañero y ahora enemigo, usando el barco de los indefensos héroes como seguro, y ese también fue un acierto. Nadie podía reprochar a un ángel de la Segunda Orden que tuviera en cuenta, primero, a un igual, antes que quienes se habían mostrado incapaces de siquiera hacerle un rasguño.

Sí, nadie podría reprocharle a Macuil su actuar, pero la realidad era que solo gracias a ese modo de pensar, tuvo Noa la oportunidad de recitar su hechizo.

Al igual que las cadenas psíquicas formadas por los Reyes Sombríos, diversos aros se manifestaron. Formados por letras de un idioma ancestral, conocido solo por los dioses y los espíritus, distorsionaban el tiempo personal de cada individuo. En términos simples, hacían que los hombres se adelantaran al flujo temporal por diez veces a razón de cada uno de los círculos. Los santos de plata, habiendo alcanzado una velocidad sub-relativista, solo necesitaban de uno de esos aros para rozar la velocidad de la luz. Las sombras, por mucho más débiles, necesitaban de cinco y hasta seis para ser siquiera igual de rápidos de lo que eran los primeros antes de la potenciación. Sumergidos en esa dimensión en la que el sonido y el rayo son lentos, los cien demonios vieron, con asombro, cómo los borrones de plata y bronce que eran Lesath, Mera, Pavlin, Grigori, Retsu y Aerys, retomaban la acometida sobre el indestructible escudo del ángel del Fuego. Por largos segundos solo hicieron eso, pues necesitaban acostumbrarse a aquella treta imposible, que los nivelaba con los héroes a cuya sombra vivían.

—¿A qué esperáis? —dijo Noa, tendido bajo el mástil restaurado. Veía a Yuna y Cristal. El guerrero azul fue el último en ser cubierto por aquellos aros mágicos: del hombro derecho al costado izquierdo, del hombro izquierdo al costado derecho, alrededor del tronco… cinco potenciadores, suficientes para que superara la velocidad del sonido por diez mil veces con solo caminar—. Dadle una paliza, enjambre de moscas —sentenció con sorna, sonsacando el rubor en aquellos dos y otros tantos que aún observaban, indecisos, aquel duelo celestial del que no se creían merecedores.

El primero en actuar fue quien era celebrado como el más fuerte de los oficiales de Hybris. Más rápido que el sonido, más veloz que el rayo, Eren de Orión placó el Aegis de Macuil como una tempestad viviente, sin causar la menor mella en el escudo. A aquel lo siguió Kazuma, descargando una cruz de energía purpúrea que quedó reducida a nada en cuanto hizo contacto con la barrera. Las ráfagas de aire oscuro y gélido generadas por Yuna y Cristal, unidos a la carga como veloces galgos compitiendo contra rayos de tormenta, fueron igual de inútiles, al igual que el Virus de las Moscas Negras, las saetas de Archon y sus compañeros… Sin importar cuántos caballeros negros se uniesen, nada cambiaba, pero del mismo modo, las técnicas neutralizadas por lo que Noa denominó un Escudo Anti-Todo, en lugar de desanimar a los más valientes de Hybris, llenaba de valor a los rezagados, los que seguían presa de sus demonios internos. Hombres pueriles, como Güney y Spear, incluyeron su insignificante repertorio de técnicas a aquel fenómeno irrepetible. No porque creyeran que fuesen a ganar, no por compañerismo, sed de justicia o valor genuino, sino porque en esa ocasión, merced de la magia de un ángel del Olimpo, ellos estaban en una dimensión superior, e incluso sus corazones latían a una velocidad de vértigo.

Al principio, los ataques de aquel centenar de sombras sucedían a destiempo, colándose entre las coordinadas técnicas de los santos de bronce y de plata. Algunos hombres desesperados, como Almaaz de Auriga, se hartaban de tantos fracasos y embestían como toros, o repartían puños y patadas tan inservibles como los elaborados trucos que habían aprendido. No obstante, poco a poco todo se iba equilibrando, pues Mera pudo incluirlos a todos, gracias a los Reyes Sombríos, en un enlace. Sin embargo, no fue uno de los mejores entre los caballeros negros el primero en adecuarse al ritmo, sino Cristal, el único representante de la castigada Ciudad Azul. Aquel hombre de níveos cabellos pudo ver más allá del cambio en el flujo del tiempo, porque más que ver, oír y sentir, percibía una sutil variación en el cosmos de todos. En particular, la Ventisca de Pavlin, a la que era afín como maestro en el arte de la detención del movimiento atómico, llamaba al corazón del oriundo de Bluegrad, quien pronto se dejó llamar por el instinto. La Tumba de la Reina se alzó y cayó una vez más en un instante que Cristal ni siquiera habría notado sin el apoyo de Noa, pero ese insignificante lapso de tiempo bastó para que la vanguardia de los caballeros negros reuniera fuerzas para una gran ofensiva, que sumada al tremendo poder de los santos hizo titilar el escudo de Macuil.

De haber sido versado en la magia, o de hallarse en un plano menos limitado que el universo material, quizá Cristal habría podido tener más que sospechas, al poder notar que no solo él, las sombras y los santos eran potenciados por refuerzos mágicos, sino que incluso alrededor de cada técnica giraban los numerosos hechizos de Noa: cada chispa de rayo, cada soplo de aire, cada llama… Todo aquello que podía dañar tenía su propia serie de círculos mágicos, de modo que incluso cuando Macuil empezó a preocuparse, no le bastó un simple gesto para devolver a aquellos enemigos a la dimensión que les correspondía. No enfrentaba a cien hombres acelerados por la magia hasta aproximarse a la velocidad de la luz, así fuera una décima parte, o incluso una centésima, sino un millón de nudos que nacían y morían con cada nanosegundo que pasaba. Y así se sucedía el tiempo, con algunas sombras yendo más allá de ser solo un apoyo para los santos de Atenea. Llama, Fotia y Yugo unieron sus fuegos al Aliento del Sol Caído de Aerys, Eren sumó sus rayos a la Tormenta de Grigori, Yuna y Cristal añadieron a la Ventisca de Pavlin el furibundo viento de un corazón indomable y el frío aire de Siberia… Aun Mera y Lesath, demasiado rápidos y fuertes como para que los caballeros negros les siguieran el paso, incluso en esas circunstancias, se vieron favorecidos por las palabras de ánimo de Luciano de Norma Negra, cuya voz rompía a través del espacio y el tiempo alcanzando aun a quienes excedían por órdenes de magnitud la velocidad del sonido. Y detrás de todas esos grupos que nacían y se deshacían frente a los ojos inquietos de Macuil, sin darle tiempo a considerar quiénes eran los más problemáticos, estaban los Reyes Sombríos, pilar, por orden de una voluntad que andaba entre los sueños como otros hombres andan entre los campos, bosques, valles y montañas del mundo; ellos no podían ofrecer mucho en el combate físico, concentrados como estaban en impedir que Macuil los arrojara todos al odioso sueño, pero gozaban de una gran fuerza mental y podían incluir ilusiones en medio de toda esa vorágine. Ilusiones que confundían con la Legión de Fantasmas de Mera.

—Si no es sueño, es muerte —dijo Macuil—. Para unos insectos como vosotros, tanto da —aseveró, observando cómo el escudo, asediado por tantísimos ataques, se hundía por el Amanecer. Lesath había dado un golpe con todas sus fuerzas, sin éxito.

—¡Aparta! —ordenó Mera.

El santo de Orión, parte del enlace que a todos unía, no necesitó de más indicaciones. Saltó a la línea de vanguardia, desde la que llovían sin cesar ataques a distancia de toda clase: fuerzas elementales, flechas venenosas… ¡Incluso el Virus que nacía de las bocas de las Moscas Negras alcanzaba una velocidad de vértigo! Se necesitaba ser un guerrero muy capaz para mantenerse luchando en primera línea y no morir por fuego amigo. La mayoría de los que habían optado por ataques a la desesperada, o bien ya no lo hacían, o recurrían a la táctica de golpear y retroceder. Eso no había bastado, dejaba demasiado espacio al escudo para recuperarse, por ello Mera y Lesath se habían mantenido en primera línea durante todo el tiempo que les era posible. Pero incluso ese sobreesfuerzo solo había hecho temblar la barrera y fruncir el ceño a un ángel intocable. Necesitaban más que eso, necesitaban ser más rápidos, necesitaban la velocidad de la luz.

Ahora que Mera de Lebreles debía preocuparse de ningún aliado cercano, pudo dar todo de sí, combinando su velocidad con el hechizo de Noa. Forzando su cuerpo, aceleró más y más, hasta que los músculos temblaron y los huesos se estremecieron por el eco del rugir de su argénteo cosmos. Todo ello sin dejar de repartir puñetazos desde todas las direcciones y ángulos posibles, rodeando como un ejército al ángel. Los puños de plata vibraban con cada uno de los millones de puñetazos que daba allá donde el sinnúmero de ataques de los argonautas caía como lluvia de tormenta. Una coordinación perfecta.

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Las imágenes de esa batalla sustituían el cielo de eterno crepúsculo de la Colina del Yomi, sin que ello cambiara nada en aquel limbo entre la vida y la muerte. Los que iban a morir, andaban sin mirar arriba o abajo, tironeados por el hilo del destino. Los ricos y los pobres, los débiles y los fuertes. Los que despertaron de forma natural el cosmos y los que debieron recorrer otro camino para alcanzar tal poder. Las leyes del Hades no distinguían a nadie, ni siquiera al más fuerte de los caballeros negros, Ícaro de Sagitario Negro. El hijo de Gestahl Noah e Hipólita había visto sus sentidos esfumarse por una mera orden del ángel del Fuego; reducido a un muerto en vida, se adentró en el umbral de la muerte y anduvo en la misma fila que otros incontables miserables.

En ese viaje fúnebre, lo acompañó una mujer de rojas vestiduras, platinados cabellos y una voz conocida. Ícaro nunca la quiso ver de frente, ni en el principio, cuando distinguió algunos de sus rasgos con vistazos de reojo, ni después, cuando las palabras de aquella dama lo llevaron a alzar la vista y contemplar, enmudecido, que la batalla no terminó con su caída. Al contrario: se encrudecía segundo a segundo, como quedaba reflejado por aquella pared invisible curvada ante los esfuerzos combinados de santos y sombras, sin olvidar a Cristal, cuyas técnicas hacían posible distinguir cómo la barrera se combaba con cada vez mayor facilidad. En ese punto, lo que decía la mujer era ruido de fondo, él no podía dejar de analizar cada detalle. Veía los círculos mágicos formados alrededor de cada combatiente y cada ataque, notaba las distorsiones en el espacio-tiempo que igualaban de forma cada vez más patente la velocidad de todos. Y comprendía que aquello era tan maravilloso de ver como inútil. Alcanzar la velocidad de la luz era la seña de que se había alcanzado el Séptimo Sentido, un primer paso en una senda infinita que solo era un peldaño en la escalera interminable de un poder aún mayor, el Octavo Sentido, que los santos de oro y los ángeles dominaban. Incluso si los cien tripulantes del Argo Navis Negro llegaban a ser así de rápidos, no serviría de mucho sin poseer una fuerza acorde, para resistir semejante lucha.

—Van a morir —dijo Ícaro, prosiguiendo su camino—. Ninguno ha alcanzado el Séptimo Sentido. El ángel está jugando con todos nosotros.

—Ninguno puede alcanzar el Séptimo Sentido —corrigió, sin más, la mujer.

Aplastado por la desesperanza, Ícaro prosiguió su camino.

Con todo, era imposible no seguir mirando al cielo, pues este derramaba sobre la Colina del Yomi los estruendosos sonidos de una lucha de héroes. Macuil alzó la mano y cincuenta sombras se alzaron sobre el barco, pero antes de que pudiera arrojarlos a todos a las aguas, Margaret de Lagarto apareció a la diestra de cada caballero negro, devolviéndolos a cubierta y luego apareciendo al lado de Noa, quien lo bendijo con un hechizo propio. A su paso, el recién llegado santo de plata dejó flores rojas, cuyo aroma, como el Virus de las Moscas Negras, fue directo hacia el enemigo.

—En el continente Mu, hicieron un milagro —dijo Ícaro—. Demostraron a los demonios del Hades que incluso ellos, los desechados, poseían un universo latiendo bajo el corazón y el alma, esperando por expandirse hasta el infinito.

—Suena impropio de ti usar esas palabras —dijo la mujer.

—Porque son cursilerías.

—Porque son palabras. Tu padre es el hombre de las palabras, tú eres más de acción.

Desde luego, los que luchaban en el barco eran hombres de acción. No habían descansado un solo segundo, sobrecargando de información la barrera. De pronto, uno entre los millones de ataques de Mera llegó hasta la gloria, superando la mágica defensa, sin causar empero el menor daño. El puño de Lebreles, de hecho, se agrietó a lo largo de medio brazal, quedando un rastro de sangre en la platinada protección.

—¿Lo ves? —dijo Macuil—. Incluso si superáis a Aegis, Merceus sigue estando muy por encima de vuestras capacidades, insectos.

—¿Recuerdas cuando dije que no eran hormigas? —dijo Lesath, saltando a la espalda del guerrero celestial y golpeando su hombrera con el Amanecer; el millón de grados centígrados ni siquiera ennegreció la gloria—. Bueno, mentí, más o menos.

Desde su posición en la Colina del Yomi, Ícaro tuvo una buena visión del significado de aquellas palabras. En verdad, ni Lesath, ni Mera, los más fuertes en cubierta, habían logrado causar daño alguno al ángel, pero su objetivo nunca fue destruirlo. Antes bien, lograron distraerlo durante los escasos segundos en que la lluvia incesante de ataques que había creado una apertura en Aegis fue sustituida por la misma clase de unión de cosmos que selló una de las alas de Aubin, quien aún permanecía inconsciente cerca de Noa. Cien auras magnificadas por la voluntad humana se elevaban como antorchas mientras hilos de luz argéntea las unía en una serie de triángulos. Sellos.

Ni Noesis, ni Fang, habían estado perdiendo el tiempo. Los santos de Erídano, Lince, Lagarto, Pavo Real, Cruz del Sur, formaron un círculo alrededor de los maestros espiritistas, pues Macuil clavaba en ellos sus ojos de color esmeralda.

—Van a morir —entendió Ícaro.

—Si pudiera pensar con normalidad, sí, él los mataría a todos —aceptó la mujer.

Pero en lugar de comandarles que murieran, Macuil prefirió recitar un par de conjuros. El primero, Fimbulvetr, hizo descender la temperatura en torno a los puños de Mera y Amanecer. La primera vio sus brazos caer como un sinfín de fragmentos, pero era solo para ese momento una imagen residual entre un cuantioso ejército, viva muestra de su velocidad. El segundo, en cambio, pudo salvarse sacrificando el brazal derecho de Orión, a pesar de lo cual exhibió ante los ojos espantados de Lisbeth un brazo encarnado. Una vez apartó de su vista a los santos de Lebreles y Orión, apuntó a sus auténticos objetivos, uniendo los dos dedos y recitando una sencilla palabra:

Thoron.

Una corriente de energía eléctrica atravesó la distancia que separaba al ángel de Noesis a la velocidad de la luz. La barrera cósmica alzada por los santos de bronce y plata no fue obstáculo, y Aerys, el más lento del grupo, se arrojó como un escudo humano, aprovechando el milagro que la magia de Noa le había ofrecido.

En un mismo instante, a la vez que todo el cuerpo de Aerys se estremecía, los triángulos formados por Noesis volaron hacia Macuil. Margaret se llevó al valeroso santo de bronce, caído ya en la inconsciencia, mientras que el ángel solo podía contemplar como Aegis, el escudo perfecto, era destruido. Las grietas abiertas por Mera y Lesath no se habían cerrado, el cosmos de aquellos dos y el de todos los que sin descanso atacaron la barrera había permanecido ahí, con la forma de coloridos triángulos, a través de los cuales pudo colarse el Tritos Spuragisma. De un momento para otro, Aegis por entero fue cubierto de estrellas, provocando que empezara a aparecer y desaparecer. En cada restauración, las grietas eran más grandes, ensanchadas por los sellos, hasta que al final el colapso de Aegis fue irremediable. Macuil con los ojos muy abiertos, quedó por fin cara a cara con aquel ejército de hormigas: insignificantes como individuos, pero capaces de lograr obras increíbles cuando trabajaban juntos.

—Considérate picado —dijo Lesath.

Por un breve momento, Ícaro detuvo su andar bajo aquel cielo bélico. Observó, admirado, cómo los argonautas retomaban el combate. Macuil ejecutó el hechizo Thoron una y otra vez, pero el relámpago mágico era repelido por el cosmos de todos, unido en una sola fuerza que lo rodeaba y de la que provenían incontables ataques. Lesath, neutralizada Amanecer, aún podía hacer uso de su notable fuerza. Llama, Fotia, Yugo y otros caballeros negros duchos en el arte de generar fuego hacían lo imposible por acercarse al ardiente poder de Aerys. En ello, empero, tenían más suerte guerreros como Pavlin y Cristal, conscientes de que el hielo quemaba como el fuego. Ninguno podía cristalizar la gloria, pero sus esfuerzos, combinados con las ilusiones que los Reyes Sombríos seguían generando, daban espacio a que los más capaces en el cuerpo a cuerpo pudieran adquirir una buena posición. Mera, ejército de un solo hombre, se coordinó como nunca antes con un nutrido grupo de sombras entre los que se contaban tanto los capaces Almaaz, Kazuma, Menkar y Yoshitomi, como los pesos medianos, Güney, Spear, Argo y Michelangelo; ninguno de ellos llevaba las cosas tan lejos como la santa de Lebreles, cuya sangre había mancillado de sobra la gloria de Macuil, pero unidos como estaban a los santos, muchos de ellos recordaron los días en los que fueron aprendices en el Santuario, muchos recordaron la lección más elemental.

—¡Todo está hecho de átomos! —dijo Lisbeth—. ¡Hasta esa tal Mercedes!

Merceus —replicó entre dientes Macuil, fallando una vez más en destruir a la auténtica Mera. Aun siendo más fuerte que todos, se movía a una velocidad demasiado similar a la de sus enemigos como para poder lidiar con todos a la vez.

Y, como guinda del pastel, tres sombras se habían posicionado sobre el restaurado puesto de vigía. Los lideraba Soma, que apuntaba al cielo con el dedo y reunía en una sola esfera los rescoldos de los ataques de sus camaradas. A la diestra estaba Yuna, con algo de dudas, y a la siniestra, Eren. Aquellos dos unieron sus cosmos a su compañero, ayudándole a formar una versión miniaturizada del Ascenso del Sol Caído. Una estrella, en verdad, que despedía suficiente energía eléctrica como para merecer el halago de Grigori, quien ayudaba a Pavlin y Cristal a mantener distraído al ángel del Fuego.

—León, águila y serpiente —dijo Soma—, ¡prueba la Tormenta Quimérica!

La bola de fuego que Soma había formado, más grande que el propio caballero negro de León Menor, cayó sobre Macuil como un cataclismo, dando a todos la oportunidad de respirar unos segundos. Viento, fuego y rayo cubrieron al ángel por completo, elevando la temperatura del barco y perlando de sudor las frentes de todos.

—Yo no soy una serpiente —observó Eren.

—¿Y te preocupas por eso? —dijo Soma, chocando las manos.

—Esto no ha acabado —les recordó Yuna.

Esa conversación, como otras que se daban entre los aliados, como cierto cuestionamiento que Tokisada hacía a Yoshitomi, se interrumpió cuando Macuil salió ileso del humo generado por el último ataque.

—¿Creéis que eso es fuego? —cuestionó Macuil—. Bolganone.

Una serie de burbujas traslucidas aparecieron en la retaguardia del ejército, cubriendo a varias sombras. Algunos, como Spear de Dorado Negro y Naoko de Mosca Negra, tuvieron tiempo de gritar mientras su armadura, piel y carne se derretía sobre huesos ennegrecidos. Los demás fueron reducidos a polvo en menos que dura un parpadeo, pues el calor se había incrementado a una velocidad antinatural.

Ícaro siguió su avance, desilusionado, mientras la mujer le hablaba de esperanza.

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Ya fuera que el ángel estuviese venciendo, ya que de algún modo aquel ejército de héroes endebles resistiera aún, a Ícaro no le importaba.

Él mismo era débil, por eso había ascendido la Colina del Yomi.

—Es el final —aceptó el caballero negro de Sagitario, al borde del abismo.

Mientras ascendía, había visto cómo las almas saltaban al vacío sin que nadie pudiera evitarlo, así que estaba preparado para el final, o creía estarlo. En el último momento, se detuvo, esperando que otros le mostraran lo que era la muerte, en vano. Ningún alma más siguió su camino. Al mirar atrás, de hecho, vio la fila interminable de condenados quieta, devolviéndole la mirada. Todos estaban en reposo, serenos. Desvió la vista, contemplando por primera vez a la mujer de frente. Tenía un aire familiar, aunque era imposible que un simple mortal como él hubiese conocido a alguien como ella. Su cosmos era tan vasto que ni siquiera parecía de este mundo.

—¿Vas a rendirte, después de todo este tiempo? —cuestionó la mujer, formando una enigmática sonrisa. De algún modo, se sintió burlado por ella.

—Me ha matado con solo decir unas palabras —replicó Ícaro—. ¡Me ha matado! ¿Qué esperas que haga contra alguien así?

—Luchar.

—¿Luchar para morir?

—Ya te sientes muerto de todas maneras.

—¿Quién rayos eres?

—La reina del inframundo —respondió la mujer—. Llámame Perséfone, por ahora.

—¿La reina del…? —Algo en lo más profundo de Ícaro, algo que ni siquiera creía que estuviese en su corazón, lo impulsó a alzar la guardia. La reina del inframundo, la esposa de Hades, el máximo enemigo de Atenea y de todos sus santos.

«¡Yo no soy un santo de Atenea! —se dijo el caballero negro, sin por ello bajar los puños, ahora llenos de una energía eléctrica e intensa.»

—Tus compañeros luchan —dijo Perséfone—, aunque son débiles.

—¡No te atrevas a insultarlos! —exclamó Ícaro, dando un paso al frente.

—¿O qué? ¿Te morirás más lento? —replicó la inmisericorde reina del inframundo—. Tu madre no vendrá a salvarte esta vez.

—¡Maldita seas…! —El puño de Ícaro se alzó, listo para golpear a esa mujer.

Entonces, recordó. La visión de su madre como un ser de sangre, un demonio del averno que lo habría devorado si una presencia ominosa no lo hubiese salvado. La lucha contra su hermana, nacida de los sentimientos de culpa de Lesath de Orión. El fin de esa lucha. Hipólita apareció, no como un espectro, sino como al alma noble que siempre fue, para despedirse de su hijo y resolver el entuerto. Hipólita apareció ante él, aunque había muerto tal y como su padre le dijo, porque alguien se lo había permitido.

Ese alguien tenía que ser la mujer que tenía enfrente.

—Tu guardia no ha terminado, hijo de Hipólita —dijo Perséfone.

—¿Quién rayos eres? —preguntó Ícaro, a sabiendas de que ya lo había hecho—. ¿Y qué esperas de mí? He luchado y he muerto, como tantos otros.

De los trescientos héroes de la segunda campaña en Mu, solo quedaban cien y ni de eso estaba seguro. Muchos murieron en el continente perdido. Decenas habían caído en el Argo Navis Negro. ¿Por qué él iba a ser distinto? Solo era una sombra más.

—Yo no espero nada de ti —dijo Perséfone.

—¿Qué? —Los ojos de Ícaro se abrieron de par en par, confusos.

—Son las sombras las que te están esperando. Ellos no eran de oro, de plata o de bronce, sino de hierro. Estaban destinados a servir en la guardia del Santuario. Tu padre envileció sus almas y emponzoñó sus corazones con un concepto de justicia que ni siquiera era suyo, y ahora son lo que son, no hay marcha atrás. Hombres comunes en un conflicto divino. Sombras de héroes que luchan y mueren muy lejos de su alcance, sin mirarles siquiera, sin mirarles de verdad. Aun esa chica que ocupa el lugar de tu madre, Yuna, es vista por Pavo Real como una heroína que erró el camino.

—Todos se arrepintieron. En el continente Mu, ellos dieron la espalda a la causa de mi padre. Dejaron de luchar por los hombres y decidieron luchar por el mundo.

—Y ahora están perdidos —dijo Perséfone—. Necesitan a alguien que los guíe.

—Ya hay grandes héroes allá arriba —espetó Ícaro, sin atreverse a mirar—. Santos de plata y de bronce. ¡Hasta el siberiano es todo un ejemplo! Es más fuerte como guerrero azul de lo que alguna vez fue como sombra de Copa.

—Necesitan que uno de ellos los guíe —apuntilló Perséfone—. Un Hércules.

—¿Tengo pinta de Hércules? —bromeó Ícaro.

Antes de responder, la reina del inframundo volvió a sonreír.

—Cuando era un muchacho, sí, tienes esa misma mirada. Esperas demasiado de ti mismo, porque eres demasiado fuerte para lo poco preparado que estás.

—¡Es imposible entenderte! Me animas a seguir luchando y luego me tratas como si…

—Eres un niño —le interrumpió Perséfone—. No lo dudes. Mas, hubo una vez, hace mucho tiempo, en que los sabios y los hombres adultos no eran más que cadáveres en un mundo condenado, y los jóvenes tuvieron que tomar el relevo.

—¿La primera Guerra Santa? —dijo Ícaro—. Yo no soy un santo. ¡Ni quiero serlo!

—Lo sé, eres la sombra de los santos de Atenea, de todos ellos. Tu padre no decidió que se replicara el manto de Sagitario porque sí —aseguró Perséfone—. Sagitario representa a Quirón, el maestro de héroes. Eso es lo que eres, ese es tu papel: convierte a las sombras en luces, transforma en héroes a quienes vivieron como villanos y ahora penan por sus decisiones tomadas en el pasado.

—¿Hércules, o Quirón? ¡Decídete de una vez, diosa del infierno! ¿Qué debo ser?

—¿Por qué no ambas cosas?

La única respuesta de Ícaro a esa pregunta fue una risa amarga, pero pronto se arrepintió de no haberle dicho algo. La diosa desapareció como había aparecido, sin dar ninguna explicación de por qué se interesaba tanto en un alma como la suya.

Mientras buscaba algún rastro de la reina del inframundo, vio sin querer el cielo, un maremágnum de cosmos y constelaciones que giraba en torno a un punto en el abismo.

—¿Eso es una cadena? —cuestionó Ícaro.

Una cadena de agua, de hecho, parecida al ancla de un barco.

Las almas del inframundo retomaban su marcha, desviándose del punto en que Ícaro estaba y abrazando con un rostro pacífico la muerte inevitable. Parte del caballero negro pensó que eso era bueno, pero a decir verdad, no le prestó la atención debida. Estaba demasiado dedicado a la imagen que se traslucía más allá de la cadena. Había toda clase de constelaciones alrededor —Águila, Orión, Centauro, Cruz del Sur, Mosca, Lince, Norma…—, sin embargo, en el centro destacaba una, la más brillante de todas.

Argo Navis, el barco de los héroes.

Bajó la vista, no hacia el abismo, sino sus manos, las manos de un legatario de Quirón. ¿Podían esas manos crear héroes, como decía la reina del inframundo?

—No —dijo Ícaro—. Lo que pueden hacer estas manos es…

Lleno de un cosmos relampagueante, el caballero negro flexionó las rodillas antes de dar un enorme salto hacia la cadena, volando sobre las negras puertas de la muerte. Aterrizar en esa ancla fue como andar sobre un mar entero, de lo grande que era cada eslabón que formaba lo que ahora reconocía como el Sello Real de Aqua de Cefeo. Una sonrisa iluminó su rostro: dos diosas lo estaban ayudando, tanto daba que ninguna fuese aquella a la que veneraba el Santuario, si él no era un santo de Atenea. Debía estar a la altura, debía salir del infierno como hizo el legendario Hércules.

«¿A eso se refería la reina del inframundo? —se preguntó Ícaro, conforme corría a través de los enormes eslabones, sintiendo el aura reparadora de la nereida.»

Pese a aceptarla como una aliada, el más fuerte de los caballeros negros no pensaba tomar por cierto todo lo que Perséfone había dicho. Para empezar, eso de que él era un hombre de acción mientras que su padre era un hombre de palabras, era falso. Gestahl Noah había puesto muchísimas cosas en movimiento, siendo la última ese viaje. Y él, su hijo, no era ningún bruto que cargaba sin pensar. Había aprendido y dominado la técnica prohibida de los santos de Leo, el Estallido de Fotones, olvidada por el Santuario hacía más de dos milenios. Entendía lo que era el poder, conocía sus límites y sabía que por sí mismo no tenía ninguna oportunidad contra Macuil. Ya lo había intentado antes, tratando de colapsar Aegis con el Plasma Oscuro, y aunque sospechaba que el ángel del Fuego lo neutralizó porque lo habría podido conseguir, eso no cambiaría nada. Los ángeles del Olimpo eran muy, muy poderosos por sí mismos, y tenían buenas armaduras, aunque el estado de la gloria de Noa aclaraba que no eran irrompibles.

Necesitaba más fuerza. La que sentía bajo sus pies, dulce como el sueño reparador. Lo que inundaba los cielos, voluntarioso como lo era la humanidad. Era la suma de poderes insignificantes, y aun así, el resultado, la nave de héroes, estaba por encima de los ángeles del Olimpo, de esos inmortales guardianes del universo frío e indiferente.

Antes de que pudiera darse cuenta, Ícaro de Sagitario Negro aceleró en su ascenso más allá de la velocidad de la luz. Guiado por los espíritus de sus camaradas, que luchaban incansables, despertó a la Octava Consciencia y resucitó.

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Retsu y Mirapolos, el lince y la sombra, eran alzados del cuello por el ángel del Fuego, siendo ese el fracaso de uno de los tantísimos intentos por derribarlo de parte de los argonautas. Los demás, heridos unos y agotados otros, quedaban a la expectativa, reuniendo fuerzas para una nueva acometida que quizá, como las demás, no serviría de nada. Ningún veneno alcanzaba el organismo del guerrero celestial, ninguno de los elementos sobrepasaba la dureza de Merceus y ningún puño llegaba a herirlo.

Él, en cambio, solo necesitaba una palabra para eliminar a quien quisiera.

Nosferatu —sentenció Macuil. Acto seguido, la fuerza vital de los linces empezó a ser absorbida por aquel. Mirapolos, sufriendo un envejecimiento acelerado, se removió como una bestia atrapada, sin poder sobrepasar el agarre.

—Desgraciado… —dijo Retsu, también tratando de liberarse, sin éxito, aunque el hechizo no parecía estar haciendo efecto en él—. Cuando mis garras te alcancen…

El ángel del Fuego no tenía razones para preocuparse por Mirapolos, cuyos cabellos ya clareaban, pero la situación del santo de Lince parecía ser muy distinta, pues no solo lo miró con ira, sino que apretó el cuello de aquel hasta hacerlo sangrar.

—Usando a los míos como escudo —maldijo Macuil—, tienes agallas.

Noesis de Triángulo, adelantándose a todos los argonautas, tomó la palabra.

—Si hablas de los espíritus y chamanes que viven en el cuerpo de mi discípulo, no son nada tuyo. Aseguraste ser de la Primera Orden, ¿recuerdas?

La sonrisa desafiante de Noesis murió tan pronto el semblante del guerrero celestial se volvió pétreo, pues sabía sin ningún lugar a dudas lo que iba a pasar. Otros también lo intuyeron, y obraron en consecuencia. A la vez que un grupo de los más fuertes en cubierta liderados por el malherido Lesath y la veloz Mera cargaban contra el ángel del Fuego, los especializados en la lucha a distancia dispararon toda suerte de proyectiles, desde venenos y flechas hasta rayos, llamaradas y vientos gélidos, entre los que las Plumas Silvestres de la santa de Pavo Real, energizadas por la Tormenta del santo de Cruz del Sur, adquirieron especial notoriedad. No lograron herir al ángel, pero al chocar contra sus dedos emitieron la descarga justa para que este aflojara la presa, y luego Margaret, inalcanzable con su teletransportación y velocidad incrementada por la magia de Noa, pudo rescatar a ambos linces sanos y salvos, o salvos al menos. La vanguardia abandonó la ofensiva en ese momento, volviendo a crear distancia entre ambos.

—Soy de la Primera Orden —dijo Macuil—. Soy el Mago. No hay ningún hechizo que no conozca y domine. Permitidme que os haga una demostración.

Lesath abrió la boca para hacer alguna burla, pero nada pudo decir, pues de inmediato la responsable del anterior milagro quedó encerrada en una esfera de calor infernal. Bolganone rodeaba a Pavlin, a quien pronto hombres como Kazuma, Eren, Cristal y Grigori buscaron rescatar dándolo todo de sí. El santo de Orión dio un último vistazo al ángel antes de acometer contra el hechizo, soltando maldiciones a todos aquellos debiluchos y viendo con terror que el manto de plata se agrietaba nanosegundo a nanosegundo, que la piel de aquella guerrera siberiana ardía como la de cualquier muchacha. Alzó Amanecer y golpeó con todas sus fuerzas, sintiendo él el dolor del golpe: los huesos de su brazo crujieron, su propia piel se ennegreció, sin lograr nada.

—Aun así, yo… —dijo Lesath, lleno de rabia—. ¡Yo…!

Él vio, perplejo, al ladrón de moralejas salvando a la santa de Pavo Real frente a sus narices. ¡Ícaro de Sagitario Negro había regresado!

xxx

Cuando despertó, no necesitó que nadie le explicara lo que pasaba. El cosmos de todos los caballeros negros le había sacado del infierno, cimentando el camino a la superficie y a un estado de consciencia más elevado, el Octavo Sentido. Así que ya sabía todo lo que tenía que saber. Cómo aquellos héroes —porque todos lo eran, a sus ojos, desde los santos y sombras hasta el siberiano—, habían resistido tanto. Cuántos habían caído, de forma temporal o para siempre, bajo el mortífero surtido de hechizos del ángel. Y quién estaba a punto de morir por Bolganone, un campo de fuerza irrompible para los del exterior, el infierno para los del interior, en el que la temperatura se elevaba sin parar hasta el punto en que el prisionero era incinerado. No se preguntó si podía superar la barrera, ni si llegaría a tiempo de salvar a la santa de plata, solo lo hizo.

Fue una sensación incomparable a cualquier otra. No solo tomó a Pavlin cuando su corazón aún latía, si bien muchas quemaduras de gravedad le imposibilitarían luchar por el momento, sino que en ese mismo instante, descendió, buscó a los heridos e inconscientes de abajo, defendidos por Aqua de Cefeo y la dejó a su cuidado, para después llegar a su posición original sin que nadie, ni siquiera el ángel del Fuego, lo hubiese visto moverse. Era tan rápido como teletransportarse, solo que funcionaba en cada movimiento, y la sensación de superioridad sobre todo era embriagadora. Y desagradable. Algo acariciaba la superficie de su cerebro por el mero hecho de estar tan consciente de sí mismo, tan expuesto, aunque era algo lejano.

—Tu compañera está bien —informó a Lesath, quien lo miraba boquiabierto por alguna razón—. Está con Triela y el resto de heridos. Aqua los protege. —Por mucho que informara, la expresión de Lesath no cambiaba—. En unos minutos, nuestro viaje va a volverse problemático. Necesitamos sacar a este miserable del barco ya.

—Ladrón de moralejas —gruñó Lesath—. ¿Eh? ¿Unos minutos?

—El canal está destruido, ¿no habéis notado que el barco viaja más rápido?

—¿No pasamos ya ese punto? ¡Era en quince minutos y llevamos peleando una eternidad! Ah, demonios, eso no importa en lo absoluto.

Por una vez, ese hombre tan necio entendió la situación y miró hacia el ángel, que los observaba con desconfianza. Ni Lesath, ni los demás, podían entender por qué no seguía atacando. La mera sensación de superioridad no explicaba nada a esas alturas, que había constatado lo molestos, si no peligrosos que eran todos. Ícaro lo comprendía: Macuil había visto al caballero negro alcanzar el Octavo Sentido, mientras que él se había negado a usarlo todo ese tiempo, por la protección de su alma y mente. Estaba sopesando si la victoria en ese momento valía la pena el riesgo.

—Atacad donde yo ataque —dijo Ícaro—. El objetivo es que alce el vuelo.

—No me digas —replicó Lesath, irritado—. Hemos perdido a varios. Aerys, Pavlin. También algunas sombras, nuestra fuerza es menor de lo que era cuando no lográbamos nada en absoluto buscando hacer justo eso que dices.

—Ahí te equivocas. Sois santos de Atenea —advirtió Ícaro—. Con cada batalla, os volvéis más fuertes. Es vuestra seña, junto a la de no rendirse.

Tras soltar esas palabras audaces, Ícaro alzó el vuelo, trazando una red de estelas oscuras a las que Macuil, de inmediato, comenzó a disparar haces de luz ardiente. El enlace seguía intacto, así que todos sabían lo que había que hacer.

Por última vez, todos unieron sus fuerzas y almas para sacar al polizón del barco. De una parte, en el cielo, Ícaro golpeaba con relampagueantes puños la gloria de Macuil desde todas las direcciones, en una versión algo exagerada del Plasma Oscuro. De otra, en tierra, o más bien en cubierta, el resto de argonautas hacía todo lo posible por golpear justo aquellas zonas golpeadas por el caballero negro de Sagitario, lo que era fácil de deducir por cómo Macuil era zarandeado hacia uno u otro lado. Estaba resistiendo los golpes, sin duda alguna. Tenían una oportunidad. Las luces que iban llenando el cielo alrededor del barco, que parecía detenido en el tiempo en aquel segundo eterno, se le antojaban a Lesath como un camino hacia la victoria.

—Eres una bestia —declaró Macuil, que no cesaba de disparar hacia el esquivo caballero negro de Sagitario—. Revelar tu alma de esa forma aquí será tu perdición.

—Puede que así sea —confirmó Ícaro.

La voz sonaba de todas partes. Sagitario Negro parecía estar en todas partes, en realidad, lo que servía de mucho a Lesath y los demás. El ángel del Fuego no tenía tiempo material para preocuparse de nadie distinto a ese rival, más rápido que la luz, sobre todo porque el nivel de coordinación de los argonautas había llegado a tal grado que hasta el más lento y débil sabía golpear y retroceder en el momento preciso. Sin la presencia de Pavlin, Cristal era una pieza clave a ese respecto, congelando la gloria del enemigo por valiosos nanosegundos que todos aprovechaban para crear distancia. Incluso si enseguida se volvía vapor, la Tumba de la Reina era, de hecho, el único oasis en aquel desierto de batalla interminable, sin que el tiempo avanzara.

¿Hasta cuándo podremos aguantar? —se atrevió a cuestionar Lesath, después de patear con todas sus fuerzas el brazo platinado que Ícaro había golpeado.

Hasta sacarlo del barco —respondió sin más Mera.

Ella, como un ejército en que se mezclaban réplicas creadas por la velocidad e ilusiones formadas por los caballeros negros, solía dar el primer golpe en cada carga, probando los reflejos del enemigo y sirviendo a todos para medir su reacción.

Fue por eso que, cuando encajó el puño en el cráneo de Macuil, no hubo más que una estatua congelada allá donde alguna vez estuvo la santa de Lebreles.

—¡Retroceded! —gritó Mera, a la vez que toda la Legión de Fantasmas era congelada.

Algunos, los que estaban limitados al combate cercano, obedecieron. Los que estaban especializados en combate a distancia, en cambio, se sumaron a hombres como Grigori y Fang, con la Tormenta y la Triple Llamarada confrontando el aura helada que de pronto rodeaba al ángel. Lesath, siendo uno de los que quedaron rezagados, trató de entender qué había pasado. ¿Habían logrado algo y por eso el auto-proclamado Mago había creado esa nueva defensa automática? No recordaba que Macuil hubiese levantado los pies, pero, a decir verdad, no se había fijado mucho en eso.

Lo que sí veía era que la velocidad de Ícaro iba mermando con cada golpe. La magia congelante de Macuil lo estaba convirtiendo en una estatua de hielo.

—Falta poco —entendía Ícaro, con ambas piernas y el brazo izquierdo cristalizados por Fimbulvetr—. Solo necesito un golpe más, un golpe decisivo.

—Muy pronto —decía Macuil—, la Flecha de Agnea te alcanzará. ¡Te reunirás con los demonios del Hades, bestia descerebrada!

Una sonrisa se formó en el rostro del caballero negro. Incluso bajo el ardor del Cero Absoluto, tenía espacio para divertirse con la arrogancia de los poderosos. Macuil se había rodeado con Fimbulbvetr para rehuir el uso del Octavo Sentido, confiando en que su principal enemigo sería congelado en cuestión de segundos. Que la mitad de la ofensiva de los argonautas se debiera quedar rezagada era un mero efecto colateral, el guerrero celestial no era consciente de que aquel montón de seres insignificantes podía alzarlo del barco, que había estado a punto de lograrlo en más de una ocasión.

«Es el momento —decidió Ícaro—. La técnica que mató a un santo de oro.»

Los fotones que había dejado durante la ejecución del Plasma Oscuro, y que ahora rodeaban el barco como auténticas estrellas, volaron hacia su brazo derecho, deteniendo el proceso de congelación. Sin embargo, en el último momento comprendió que no bastaría el Estallido de Fotones para ese portentoso enemigo, incluso una técnica capaz de matar a un santo de oro, era solo el picotazo de un mal bicho para un ángel olímpico.

Así que aterrizó frente a Macuil, quien en el acto desató sobre él su hechizo, Fimbulvetr, justo mientras el caballero negro desataba todo su poder en un solo golpe.

El Rayo Negro hizo vibrar a Merceus. El abdomen del ángel se hundió mientras se alzaba, con los ojos bien abiertos y el rostro pálido. Toda el aura congelada que lo rodeaba quedó barrida por el impacto, y todo el mundo supo leer la situación.

Llovió un verdadero infierno sobre el ángel, quien se cubrió con las alas enseguida, sin siquiera constatar si su enemigo, Ícaro, había sido derrotado.

Ese fue el momento en que Lesath entró a la carga.

Pudo ver en los ojos de Macuil que no le importaba. Había visto su mejor técnica chocar de forma directa contra Merceus, sin lograr hacerle ningún daño. No tenía nada que temer. Al menos, si de verdad Amanecer era su mejor técnica.

Introducir el brazo entre las alas justo antes de que terminaran de juntarse fue la idea más estúpida que tuvo a lo largo del combate. Sin ninguna protección, el mero roce con el metal sagrado le desgarró la piel hasta el hueso, de modo que la sangre le recorrió la extremidad entera, formando en sintonía con su cosmos una espiral, como aquella vez en Siberia, cuando todo era más sencillo. Cuando no luchaba contra un guerrero celestial, sino uno de los tantos malos perdedores que salían del Hades a dar guerra.

Extendiendo el dedo, como entonces, disparó el aguijón del escorpión, la técnica que no le correspondía a él, Cazador, liberando todo el dolor que llevaba encima, hasta la última chispa de fuerza. El ángel del Fuego no supo qué pasó antes de ser enviado a volar a los cielos. El polizonte había sido expulsado del barco.

Notas del autor:

Shadir. En realidad, ese es un buen apodo para nuestro santo de Mosca, Makoto.