Capítulo 225. Sueño de plata

Después de dar un golpe directo a un enemigo distraído, después de enterrarlo en el duro hielo que él mismo había formado, Ícaro de Sagitario Negro esperaba alguna reacción. Que dejara de atormentar a las gentes del barco, o que se distrajera y fuera posible para la dama Tetis recuperar fuerzas y devolver la forma líquida al río.

No esperaba en absoluto que el Rey Durmiente se preocupara por su salud.

—Es cierto, yo estaba herido —dijo Ícaro, conmocionado. Desconectado de la realidad, llevó ambas manos hacia el abdomen, el Sable Ragna lo había atravesado, estaba seguro. Luego voló a toda velocidad hacia el barco, cegado y malherido, pero sin que una sola gota de sangre bajara desde esa herida a cubierta. Tan concentrado estaba en esa contradicción, que cuando algo en alguna parte se deslizó, pareció como si una serpiente estuviera yendo de un lado a otro de su cráneo, acariciándole el cerebro con la piel escamosa. Rememoró la ocasión en que quiso enfrentar el más poderoso hechizo de Macuil, entonces solo pudo pensar en que era imposible detener todos los disparos, incluso superando la velocidad de la luz, a pesar de lo cual su subconsciente retuvo los cambios producidos en la armadura cósmica tras cada golpe. Las estrellas que titilaban en el tejido dimensional eran algo más que decoración, eran los sueños y esperanzas de todos los caballeros negros, vivos y muertos, que viajaban al confín del mundo para traer justicia sobre Caronte de Plutón. Por cada disparo recibido, una estrella desapareció. Lo mismo pasaba con el contacto del Sable Ragna, solo que peor.

La única razón por la que salió del trance al que el Rey Durmiente lo arrojó fue el dolor inenarrable resultado de recibir un golpe directo del Sable Ragna.

—Demonios… —maldijo Ícaro, escupiendo sangre sobre el rostro deforme del enemigo. Los ojos giraron con frenesí, mientras que diversas imágenes aparecían en la mente de Ícaro, precedidas de pinchazos en el cerebro.

Él muriendo. Una espada le estaba atravesando el estómago, eso tenía que ser letal. Una tumba que rezaba: «Ícaro de Hércules. Santo de Plata.» Él decapitado, flotando la cabeza junto a los restos desmembrados de su padre y compañeros. Todos —el siberiano, las sombras, los santos e incluso algunos ángeles y la nereida—, enterrados en una fosa común, cubiertos de arena y nada más. Él llegando a la Tierra, victorioso. El mundo entero arrancado de su eje gravitacional, helándose en momentos. ¿Era lo que temía? ¿Era lo que iba a pasar? No podía saberlo, tampoco supo de dónde sacó fuerzas para retroceder y salir volando, todavía sintiendo el tacto del Sable Ragna.

No comprendía nada, nada más allá de que su padre, con la sangre bajándole de los oídos, la nariz y los ojos, sufría lo indecible. Nada aparte de que tenía que ganar.

Descendió de nuevo oyendo los gritos de ánimo de muchas personas, arrasando con furia todo el lugar del que el Rey Durmiente apenas se estaba levantando. Dio millones y millones de puñetazos, liberando con cada uno corrientes de energía que se extendían a través de todas las grietas del hielo, ensanchándolas. Al Rey Durmiente le bastó zarandear la espada una sola vez para sajarle el estómago. Luego, mientras lo veía vomitar más y más sangre, buscó realizar alguna de las visiones que había tenido.

—Mi cabeza no es tan barata —se atrevió a decir Ícaro. El ala, de forma automática, bloqueó el corte horizontal—, como tu piel —culminó, ido.

La defensa sobrenatural de Macuil no acompañaba al Rey Durmiente. Los puñetazos de Ícaro le habían causado numerosas heridas, solo que estas fueron más bien leves y extrañas. Cortes que se abrían como flores en primavera, dejando ver nuevos ojos.

Él triunfaba sobre un cadáver irreconocible. Él era devorado por la muerte.

«Puede ser —pensó Ícaro, sintiendo que el Sable Ragna empezaba a atravesar el ala—. No, es indiscutible. —Al igual que un ángel del Olimpo, usó esa pieza de la armadura cósmica como arma, desviando el Sable Ragna por un instante fugaz—. Yo voy a morir. —Liberar la Tormenta Perfecta en una sola dirección rompía todo el sentido de la técnica, mas también decuplicaba la velocidad y cadencia de los puñetazos; llovieron sobre el enemigo todos a la vez sin darle tiempo a alzar el arma de nuevo—. Moriré para que tú desaparezcas —se decía, esperando el momento para liberar el verdadero poder del rayo—, moriré para que el resto pueda cumplir su sueño.

Si él era más que un hombre, si él era un héroe, ese era el camino que debía recorrer. Decidido a quemar su propia vida, llenó a aquel maligno ser con la oscuridad brillante de un cielo tormentoso. Destruiría al enemigo y el hielo que aprisionaba el barco.

Pero las tinieblas eran el hábitat natural de Aquel que se desliza en la oscuridad. Miles de cuchillas de luz emergieron desde el cuerpo del ángel del Fuego, atravesando la armadura cósmica como si esta no existiera y clavándose en la carne del caballero negro, quien no pudo contener un grito de dolor. No eran solo las alas de los Ailell, que ardían como la superficie de un sol, sino que habían sido potenciadas por el dominio sobre la realidad del Rey Durmiente. La resistencia que pudiera tener frente a altas temperaturas se volvía tan irrelevante como la protección que vestía. Nuevas imágenes se le insertaron en la mente, de otras estrellas que desaparecían, de sueños que morían para que el más fuerte de los caballeros negros no quedara reducido a una nube de vapor. Lleno de furia, destrozó las alas que le atravesaban el peto y retrocedió volando a la vez que reunía fuerzas para una nueva y decisiva acometida.

Aquel que se desliza en la oscuridad lo esperaba en las alturas, un amasijo de ojos, carne rosada, alas de fuego y placas agrietadas de Merceus en el que los rasgos de Macuil apenas podían reconocerse. Una monstruosidad atestada de hinchazones que no debería poder moverse como un ser humano, y que sin embargo, lo hacía. Como una ironía del destino, Ícaro se vio defendiéndose de la misma forma que hiciera Macuil cuando combatía con él y sus aliados, pues de ninguna otra forma habría podido bloquear el tajo del Sable Ragna, demasiado rápido. Y las similitudes se siguieron dando, como si el enemigo quisiera replicar los hechos de esa batalla. Con la fuerza mental que poseía, ante la que todas las cosas debían doblegarse, movió las negras alas de la armadura cósmica, tachonada de estrellas, y probó una estocada.

En ese momento, herido una vez más, con la energía carmesí del Sable Ragna recorriéndole el cuerpo, supo que luchar a la defensiva era inútil. De hecho, pensó que tal idea había sido insertada en su mente por el enemigo, como una forma de burla.

Él era fuerte.

—¡Muere! —gritó Ícaro, cruzando de un puñetazo el rostro del enemigo.

El hielo, que colapsaba alrededor del barco para alivio de los argonautas, era la prueba.

—¡No claudicaré! —aseguró Ícaro, buscando dar un nuevo golpe. La entidad, indiferente al dolor, le sajó el hombro izquierdo antes de que pudiera interponer el ala para defenderse—. Te derrotaré. ¡Debo hacerlo!

Por su padre, por sus compañeros e incluso por esos santos de Atenea, tan arrogantes.

Las palabras de Makoto de Mosca llegaron a su mente como un eco lejano, barriendo las revelaciones de la entidad. No importaba cuán terrible fuera el futuro que estaba por venir, aquel santo de plata había minado su espíritu. Él debía derrotar a un ángel.

«Incluso si es un ángel caído —pensó Ícaro, energizando todo su cuerpo para un último y decisivo lance. La Tormenta Perfecta fue desatada con un doble objetivo. Millones y millones de relampagueantes puñetazos impactaron sobre el enemigo desde todas las direcciones posibles. Este erraba los cortes por muy poco, alcanzando al caballero negro siempre de refilón, lo que por alguna razón lo impulsaba a perseguirlo, de manera que el campo de batalla para esos dos poderosos guerreros abarcaba los alrededores del Argo Navis Negro y el propio barco, tal y como Ícaro pretendía. Sus puños siempre perseguían al Rey Durmiente, pero los rayos que su cuerpo despedían se impulsaban contra el hielo, tornándolo en nubes de partículas subatómicas. Segundo a segundo, tanto los argonautas como la dama Tetis iban siendo liberados. Valdría la pena morir por eso—. ¡No seas imbécil! —Se recriminó, apretando los dientes para no gritar; por evitar que un corte en vertical liberase una ola destructora contra la proa del Argo Navis Negro, había sentido la punta del Sable Ragna desde el bajo vientre hasta el pecho, con un leve tajo en el mentón—. Si vas a morir, mátalo primero… ¡Si vas a morir…!»

Tras diez segundos de asalto, los pedazos dispersos del hielo se licuaron por la voluntad omnipresente de Tetis, que de paso ayudaba a Ícaro a no desfallecer. Ya ni siquiera sabía por cuántas heridas estaba sangrando, ni cuánta sangre le quedaba en las venas. Sin dejar de mirar al barco, que retomaba la marcha envuelto en un manto de cosmos, descendió hacia la parte del canal en que había estampado al enemigo. Le sorprendía sobremanera que no hubiese colapsado, porque incluso si la piedra no era natural, sus puños podían perforar incluso el acero de los cielos. Por supuesto, Aquel que se desliza en la oscuridad estaba hundido en un cráter, pero ello no parecía suficiente.

—¿Tal vez Indech protege el canal? —aventuró Ícaro, mareado—. Es el ángel de…

Aquel que se desliza en la oscuridad movió la cabeza deforme de Macuil. Sonó como una serpiente desenroscándose y el caballero negro apenas estaba preguntándose qué quería cuando ya le había encajado el puño en la mandíbula.

Solo en ese momento comprendió cuán inútil había sido la batalla.

—Es imposible —dijo Ícaro, atónito. Hasta eso era un eco de su duelo con Macuil.

El puño de Sagitario Negro había golpeado el mentón del enemigo, eso era claro. Sin embargo, no llegó a haber contacto entre el guantelete cósmico y la piel de este.

Ninguno de los golpes que había descargado tuvo oportunidad de herirlo.

—Es imposible —repitió Ícaro, aguantando las ganas de reír. ¿Acabaría convirtiéndose él en el ángel del Fuego, mientras que todo ese envoltorio mutante se terminaba de pudrir y revelaba a un joven caballero negro de Sagitario? ¿Era él en verdad aquel muchacho, aquel héroe, o solo lo estuvo soñando todo este tiempo?—. Te he herido muchas veces, te he zarandeado como un muñeco… —Conforme hablaba, la realidad se volvía más tangible. Imágenes venían, de la dama Tetis agazapada en las profundidades, tiritando de frío y llorando por sus hermanas muertas. El Argo Navis Negro ya no navegaba por la Senda de Oro, sino que atravesaba el Aqueronte, con Cristal, las sombras y los santos haciendo de cortejo fúnebre para Gestahl Noah, cuya mente había colapsado. Cuarenta y ocho doncellas de cabello azul danzaban, alegres, en el centro del universo; tenían la mirada ida y una sonrisa sin vida, porque la locura era el único refugio para el ser al que veneraban, el ser al que nadie podía ver. Tetis y Aqua adoraban a Aquel que se desliza en la oscuridad; atadas a su trono, su lecho y su tumba, cantaban embelesadas al traedor del caos. El zumbido de una mosca deshizo las imágenes del probable futuro, solo para ser acallado por el presente. Pronto, Gestahl Noah cedería y las mentes de los argonautas colapsarían. Pronto, Tetis olvidaría su divina forma y quedaría reducida a una fuerza elemental de un universo condenado a desaparecer. Pronto, no habría un futuro por el que luchar—. Entonces, ¿por qué lucho? —dijo el caballero negro, o lo pensó, no podía estar seguro de nada ahora mismo.

Aun después de saber que todo era inútil, aun mientras era arrojado a las tinieblas de sus propias dudas, continuó la lucha. Golpe tras golpe, se esforzó todo lo posible en alejar al Rey Durmiente del barco que acababa de salvar. Aunque toda la recompensa que obtenía era ser cortado por aquella arma de nauseabundo tacto, aunque el aprisionamiento y liberación del Argo Navis Negro podía ser un juego más del enemigo, en verdad no claudicó. El cuerpo de Ícaro de Sagitario Negro seguiría combatiendo más allá de la destrucción de la mente y la condenación del espíritu, porque era el cuerpo de un guerrero, la sombra de las estrellas de Quirón, maestro de héroes. Esa sombra moribunda y desangrada miró con desafío al Rey Durmiente; agotado, sin más fuerzas en los músculos agarrotados sobre los huesos molidos, cuando no cortados, extrajo un nuevo poder del infinito que dormitaba en su corazón.

Todo lo que el Rey Durmiente necesitó hacer para responderle fue mover el brazo en diagonal. El Sable Ragna atravesó el cuerpo de forma limpia y los sueños perecieron.

Bajo los combatientes, el caído y el vencedor, los argonautas se encogían de pavor. Porque a pesar de los esfuerzos del caballero negro, la realidad era el dócil sirviente del malévolo ente y aquel estaba siempre donde quería estar. Porque los cosmos que habían reunido eran una pálida sombra del poder que otorgaron a su campeón. Porque ni los héroes, ni los dioses, podían protegerles de esa amenaza incognoscible.

En definitiva, porque la esperanza había muerto.

xxx

El mundo había cambiado, y a la vez, seguía siendo el de siempre. El océano del tiempo arrastraba el barco de la vida a través del espacio; los mortales, simples navegantes sin derecho a sostener el timón del orden universal, tan solo podían una decisión. El destino era el mismo para todos, el modo en que lo alcanzaban hacía la diferencia. Que antes Ícaro de Sagitario Negro estuviese volando por sobre decenas de guerreros sagrados, luchando contra la única clase de ser que merecía el apelativo de alienígena, y ahora estuviese solo, tendido en una barca más vieja, destartalada y pequeña que el imponente buque de los nuevos argonautas, era irrelevante en el fondo. El universo, infinito, jamás notaría la diferencia entre que hubiese un solo hombre y que fuera un billón de billones los que lo habitaran. Era una diferencia insignificante, que sin embargo, seguía siendo una diferencia, como el ser que lo miraba desde arriba.

No era un hombre, no del todo. De cintura para abajo tenía cuerpo de caballo, de un caballo negro, él no habría podido distinguir la raza más allá de que era robusto y de patas fuertes. Por encima del talle, era un muchacho musculoso y moreno, de rostro alegre y optimista bajo los cabellos de gris antinatural. Una maldición había herido el alma de Joseph, santo de Centauro, y perduraría, según se decía, a través de cien reencarnaciones. Una herida grave, que como todas las heridas podía ser resistida. Quizá por eso las primeras palabras de la aparición sonaron tan ominosas:

—¿La esperanza ha muerto? ¿Y quién decidió eso?

—Sal de mi cabeza —pidió Ícaro sin levantarse. No tenía fuerza.

—Para eso tendría que entrar primero.

El caballero negro gruñó. Tampoco tenía paciencia para adivinanzas. Si ese sueño post mórtem era algún aviso de los dioses, llegaba tarde. Si solo era su subconsciente jugándole una mala pasada, había fallado por completo. Nunca entabló amistad alguna con los santos de Atenea, ni siquiera durante la guerra entre vivos y muertos. Si había recordado a Joseph a pesar de la forma de centauro era porque se contaba entre los guerreros de apariencia más notable entre los reclutados para esa última misión.

—Déjame morir en paz —espetó Ícaro.

—Para eso tendrías que estar muriéndote —dijo Joseph, acariciándose el mentón.

Ahora sí que parecía estar burlándose de él. Sagitario Negro se levantó de forma brusca y le agarró del cuello. O lo intentó. No había calculado bien la altura de un centauro.

—¡Me partió en dos con esa espada del infierno, claro que estoy muriéndome!

—Nada que mi Milagro del Ataque Absoluto no pueda remediar —dijo Joseph, despreocupado—. ¿Qué te pareció, por cierto? Llevo toda mi vida con el don de ver los sueños de los demás. De ellos he extraído auténticos milagros, que me permitieron alcanzar la velocidad de la luz y resistir los golpes de quienes han despertado el Séptimo Sentido. Mas fue en este universo creado por nuestros mayores, los santos de oro, donde la lógica más elemental y las leyes naturales se volvieron algo maleable, que me atreví a entrar en el reino de los sueños con mi cuerpo astral. Fue un viaje fascinante. Creía que la luz arrebatada a los únicos guardias del Santuario que decidieron luchar como siempre era el mayor poder que jamás conocería, después vi el profundo deseo de todos mis compañeros de plata y de bronce por volverse fuertes al igual que el santo de Mosca y cambié de opinión, pues en nombre de aquel anhelo pude crear un manto sagrado superior a los mantos de plata, destinado a no romperse jamás.

—Mi armadura cósmica no tiene nada que ver con tus trucos de feria —espetó Ícaro, dándose cuenta de que esta lo cubría incluso ahora, si bien carente de estrellas, puro negror frío y carente de vida—. He luchado con un ángel con ella.

—Es porque la creé a partir de un sueño mejor que un simple anhelo. Ni el deseo de volver a ver, ni el de volverse fuertes, se compara al potencial infinito de un héroe al que no le fue permitido serlo —aseguró Joseph con seriedad.

Por instinto, el caballero negro retrocedió. La primera vez ya había entendido que Joseph de Centauro se estaba dando el mérito de crear la armadura cósmica, pero asumió que se trataba de alguna clase de hipérbole, los santos de Atenea amaban ese lenguaje florido y anticuado. Él había creado esa protección sin par, empleando el cosmos de sus camaradas y lo que aprendió sobre un eidolon durante su batalla con Ethel de Hércules, si no es que aquella versión paralela de su fallecida hermana le había dejado los conocimientos necesarios en algún rincón de su subconsciente. Ahora lo estaba afirmando. Joseph de Centauro aseguraba que él, un simple santo de plata, había creado una protección superior a la de los santos de oro. Y de algún modo sonaba creíble. Eso era lo peor. ¿Sería acaso ese sujeto otro de los discípulos de Kiki?

—No eres un maestro herrero —decidió Ícaro.

—Lo siento —se disculpó Joseph—, he exagerado un poco la situación. Yo no creé el Milagro del Ataque Absoluto, solo reuní los materiales y establecí el escenario idóneo para que se manifestara. He sido sincero en que ello fue posible en el universo en el que estamos, no solo porque me ayudó a viajar a otro plano existencial cuando debería estar consumiéndome el dolor —dejó caer, palpándose el cuerpo justo donde Caronte de Plutón lo hirió—, sino porque de algún modo el reino de los sueños no distinguía los vivos y los muertos. La esperanza de unos y otros se entremezcló en la Colina del Yomi, sirviéndote de ancla, y luego tu voluntad fue el catalizador que la tornó en una realidad, el Milagro del Ataque Absoluto, tu armadura cósmica. ¿Ya sabes lo que significaban todas esas estrellas que brillaban en su interior, verdad?

—El enemigo me lo dejó claro —respondió Ícaro. ¡Sonaba ridículo! ¿La esperanza era el material y la voluntad humana la forja? Era la cosa más absurda que había oído jamás, y sin embargo, no le disgustaba—. Sabía que esto era cosa de los humanos.

Palpó la armadura, fría como un témpano de hielo. Macuil lo había denominado arcángel, pero él no era un guerrero celestial, sino un campeón de los hombres.

—Es mi mejor técnica, mi sueño, espero que le des buen uso.

—Ya te lo he dicho. Estoy muerto, o muriéndome, ya no puedo hacer nada.

—Lo que estás es ciego —dijo Joseph.

Acto seguido, una luz carmesí brilló en el interior de la armadura cósmica, a la altura de donde debería estar el corazón. Era, de hecho, como un segundo corazón de puro poder.

—¿Eso es…? —Retrocediendo hasta pisar el borde de la barca, Ícaro lo comprendió.

Era un trozo del Sable Ragna. Las estrellas no se habían extinguido solo por los golpes.

—Sospecho que tu compañero tenía otro en la gloria que vestía —dijo Joseph, cruzándose de brazos—. Esa arma tan poderosa tiene ahora un punto débil. Aprovéchalo. El Milagro del Ataque Absoluto no está hecho para defenderse.

El caballero negro se contuvo de gritarle que las armaduras existían para defender al portador solo porque él, de hecho, siempre estuvo a la ofensiva.

«Es inútil que te engañes a ti mismo. Atacaste una y otra vez cuando peleabas con el ángel del Fuego. Cuando llegó esa cosa empezaste a cambiar de estrategia. —Ahora que lo veía con perspectiva, no entendía por qué. La ironía de ocupar el rol de Noa de la Nobleza tan pronto llegó Cichol del Aire la comprendía, porque no era tan arrogante como para asumir que no había nadie más fuerte que él. Pero, ¿por qué de repente se puso a emular todas las tácticas de Macuil como si él mismo lo fuera? ¿Era justo eso? ¿Se estaba convenciendo de que Ícaro de Sagitario Negro era solo un sueño de Macuil, para no tener que enfrentar semejante pesadilla? Ese momento fue cuando todo se torció, cuando perdió toda ventaja—. No lograste mucho de todas formas —se dijo, aplastando hasta la última excusa que tuviera para su derrota.»

—¿Sabes por qué te escogí a ti para cargar con mi sueño? —dijo Joseph, sacándolo de su ensimismamiento. El caballero negro abrió los ojos, sintiendo que el agua alrededor de la barca estaba demasiado tranquila y limpia para ser el río de los muertos.

—Si la creaste reuniendo los sueños de los caballeros negros —empezó Ícaro, recordando la presencia del santo de plata en todos sus camaradas—, entonces yo era tu única opción, soy el más fuerte de todos ellos. Soy… —Sintió un estremecimiento, pensarlo no era lo mismo que decirlo—, aquel en quien depositan sus esperanzas.

Gestahl Noah era el líder, eso era indiscutible. Sin embargo, Ícaro de Sagitario Negro era el muchacho que llegó hasta lo más alto del poder que un humano podía poseer.

Era la sombra de Sagitario, un santo de oro, por infame que fuese.

—Es porque eres Sagitario Negro —dijo Joseph—. Sagitario es Quirón, un centauro.

—Hasta ahí llegan mis lecciones de mitología —espetó Ícaro, irritado. ¿Qué importaba eso? Él no había nacido bajo la constelación de Sagitario, al igual que su madre, Hipólita, no nació bajo la constelación de Águila. Tal cosa tenía escasa importancia en Hybris—. Suena a que dudas que fuera tu única opción.

—Puedes tomarlo así —sonrió Joseph—. Si el orgullo herido te ayuda a luchar.

—¿Qué parte de que estoy muerto no termina de meterse en tu mollera? —dijo Ícaro, con muchas ganas de partirle la cara—. ¡Ve al grano y deja de dar tantas vueltas!

Antes de responder, el santo de plata miró hacia el cielo. Negro, sin estrellas.

—El poder del Sable Ragna está disperso a lo largo de toda la Senda de Oro. Las paredes dimensionales se están debilitando. El río y el canal aguantan porque la dama Tetis y el ángel del arco los protegen con su cosmos. Es lo mismo para el Argo Navis Negro, está siendo protegido por las fuerzas de todos, mas eso no durará para siempre. Si no haces algo para remediarlo, Caronte de Plutón quedará indemne de los crímenes cometidos. Todo lo que hemos hecho habrá sido en vano.

—¿Crees que no lo sé? ¡Por eso estaba luchando, para darles una oportunidad! Pero ya es tarde, ¿me oyes? Estamos muertos y nos dirigimos al Hades. ¡Todos están muertos!

Harto de tantas esperanzas vanas, Ícaro de Sagitario Negro hizo lo que tenía que hacer: golpeó el pecho descubierto de Joseph. El centauro no se movió un milímetro, tampoco sufrió daño alguno. Eso le confirmó una idea que había tenido al principio de todo ese evento disparatado: no estaba muerto, no estaban en el Hades, ni en ningún limbo espiritual. Estaba soñando y lo que tenía delante era solo otro sueño indestructible.

El sueño de un centauro, legado a otro.

—Es tarde —aseguró Ícaro—, ha pasado demasiado tiempo.

—Es lo bueno de los sueños —dijo Joseph—, que el tiempo es relativo.

—¿Y si, a pesar de todo, los ha matado? —insistió Ícaro.

—No podemos morir —dijo Joseph—, no hasta haber derrotado a Caronte de Plutón. Si voy a recordarlo a través de cien vidas, prefiero que sea con una sonrisa.

El cuerpo entero del santo de plata se tornó en luz, una luminaria argéntea que al punto se extendió a lo largo de la armadura cósmica —el Milagro del Ataque Absoluto—, haciendo renacer las estrellas una tras otra. El frío de la muerte fue barrido por la calidez de la vida, la mera protección se tornó en un manto sagrado.

—No —decidió Ícaro—, es un universo, nuestro universo interior.

El de los caballeros negros, que jamás debieron convertirse en guerreros sagrados.

—¿Cumplirás con mi deber? —preguntó Joseph, desapareciendo.

—Claro —dijo Ícaro—, no puedo quedar atrás de un simple santo de plata.

Ese hombre no tenía nada de simple, pero no iba a dejar atrás su orgullo.

—Perdóname si he sido demasiado solemne, a todos nos pasa cuando estamos a las puertas de la muerte —se disculpó una vez más Joseph, aunque ya no había tal persona en ese mundo. Cada chispa de su existencia había sido quemada para restaurar el Milagro del Ataque Absoluto, la armadura sagrada de los caballeros negros.

Por segunda vez, Ícaro de Sagitario Negro sintió que sus compañeros lo sacaban del infierno. Pensarlo le dejó un nudo en la garganta: ¿pensaba en Joseph como un compañero? ¿Y qué había querido decir con que estaba a las puertas de la muerte?

—¡Dijiste que no podíamos morir…!

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—¡No hasta haber derrotado a Caronte de Plutón! —gritó en el mundo consciente, donde él era un hombre más muerto que vivo, ciego y desesperado. La Octava Consciencia era lo único que le permitía seguir en pie, y no estaba seguro de que eso fuera un regalo, pues así como podía sentir, bajo su espalda, la calidez de los cosmos de los nuevos argonautas y el propio Argo Navis Negro, también podía percibir a Joseph de Centauro, atravesado por el Sable Ragna que el Rey Durmiente sostenía.

No era que el santo de plata hubiese despertado y salido de la enfermería en tiempo récord, sino que su alma, de esencia divina como todas las almas de los hombres, se había manifestado para servir de escudo una última vez contra el mal.

Abajo, un hombre lo maldecía, desesperado.

—Perdonadme los dos, Margaret, general de Hybris. No, Ícaro de Sagitario Negro —se corrigió Joseph, retorciéndose de dolor. Los mil ojos del Rey Durmiente, dispersos a lo largo de todo el cuerpo deforme, estaban fijos en él, degustando su agonía—. Por desgracia, los mortales no tenemos derecho a escoger cuándo nos morimos.

—¡Sí tenemos derecho! —gritó Ícaro, desplegando las alas y el cosmos.

El Rey Durmiente giró el Sable Ragna, liberando una oleada de energía carmesí. Sagitario Negro fue repelido por esta, chocando contra la cúpula de cosmos que protegía el barco. Este seguía su rumbo, pero, al igual que al inicio, el Rey Durmiente y su presa flotaban siempre a la misma distancia sin que este tuviera que moverse.

—Te gusta, ¿eh? —dijo Joseph, sujetando con necedad la hoja negra de energía carmesí, los dedos y la mano fueron borrados al contacto—. ¡Te gusta —gritó, lleno de dolor—, verme sufrir! ¡Lo disfrutas! ¡Sois iguales, los enemigos de los dioses, los siervos de los dioses! Todos nos miráis desde arriba a los hombres mortales.

La energía carmesí rodeaba el alma entera de Joseph de Centauro, buscando apagar la llama de la rebelión. Pero Ícaro no podía ir en su ayuda, no sin un plan. Abajo, los caballeros negros y los santos de Atenea, con el guerrero azul Cristal a la cabeza de los primeros y el santo de plata Margaret en primera línea de los segundos, adoptaban una formación de combate única, como un gran triángulo del que Gestahl Noah era la punta. Sagitario Negro nunca la había visto ejecutada, pero oyó suficientes historias en su niñez como para intuir que aquel ejército pretendía realizar la Exclamación de Atenea.

Él mismo reunió fuerzas, apretando los dientes y los puños. Solo tendría una oportunidad. No pensaba desaprovecharla por un impulso.

—Resiste un poco más —susurró Ícaro, manifestando un arco de plata—, Joseph.

Todas las estrellas de la armadura cósmica titilaron a la vez, formando una saeta de luz.

—No pienso daros el gusto. —El grito del santo de plata sonó como un aullido, la voz le fallaba—. Habéis quebrado mi cuerpo, mi mente y mi alma, mas jamás me quitaréis la esperanza. ¡Jamás la tendréis, pues vuestras manos no pueden alcanzarla!

Sagitario Negro tensó el arco de leyenda, preparando un tiro decisivo.

—Demasiado solemne —susurró Ícaro—. No vas a morir.

El Sable Ragna giró en el estómago del santo de plata, retorciéndolo. Los ojos del Rey Durmiente se abrían y cerraban a toda velocidad, liberando un líquido blanquecino que recordaba a la saliva. En realidad, por cómo sonaban, cualquiera habría dicho que eran bocas riendo, disfrutando del espectáculo. A pesar de sus audaces palabras, el alma de Joseph de Centauro aparecía y desaparecía, aproximándose a la extinción.

—De eso nada —dijo Ícaro—. Él es el que va a morir.

Por alguna razón, la voz de Aqua llegó desde todos los rincones del barco.

—¡No tienes que matarlo, idiota!

Pero la flecha ya se había clavado para entonces en el cráneo del Rey Durmiente. La energía relampagueante del caballero negro, el verdadero poder del rayo que destruía incluso la luz, se extendió a lo largo de todo ese ser, estremeciéndose.

Y eso fue todo. Un simple cráneo atravesado en un ser que trascendía el universo material. Los ojos siguieron cerrándose y abriéndose, llenos de espuma.

Joseph de Centauro no se había interpuesto entre el Rey Durmiente y el Argo Navis Negro solo para protegerlo. Necesitaba comprender a esa amenaza, ver la pesadilla con sus propios ojos y entender qué habían hecho mal. También estaba al tanto del plan de los de abajo para salvar a Macuil, sellándolo, pero que Atenea lo perdonase. De verdad deseó que esa flecha cambiara su destino; incluso si nunca conoció a Aioros y rara vez coincidió con la actual guardiana del noveno templo zodiacal, creció teniendo por héroe a Seiya de Pegaso. Una vez, aquel santo de bronce legendario, vistió el manto de oro e hizo sangrar a un dios con una flecha de oro, ¿era mucho pedir que una de plata extinguiese a un auténtico demonio como quien confrontaban?

La flecha de plata llegó hasta el Rey Durmiente, atravesó su cráneo. Eso ocurrió, sin duda. Lo que fallaba era el daño que tal evento tendría que suponer. Así como el Sable Ragna afectaba a la vez a toda la Senda de Oro, el daño recibido por el Rey Durmiente se dispersaba por el infinito, volviéndose inofensivo. Joseph de Centauro tuvo tiempo para mandar ese conocimiento al caballero negro de Sagitario, mediante telepatía.

Dame unos segundos más —pidió Ícaro—, ¡solo uno segundos!

Gracias —fue todo lo que Joseph pudo responder.

Sin duda había sido arrogante esperar la salvación. Quienes quemaban su propia vida como un arma, no tenían derecho a desear vivir. Con todo, Joseph, sintió una profunda alegría porque ese general de Hybris quisiera salvarlo.

En verdad había entregado su sueño a un buen hombre.

—Puede que solo sea el sueño de un santo de plata, ¡pero es mi sueño!

Con la única mano que le quedaba, trató de redirigir el Sable Ragna, un arma sagrada, hacia el Rey Durmiente. Como ocurrió con la otra, esta desapareció enseguida, y poco después, a la vista de Sagitario Negro y los nuevos argonautas, su alma entera colapsó.

Joseph de Centauro fue apartado de la rueda de la reencarnación.

Con una flecha en el arco de plata, Ícaro de Sagitario Negro vio su deseo pisoteado.

Abajo, el equilibrio de fuerzas se rompió. Muchas sombras y algunos santos, como Margaret de Lagarto, se arquearon y vomitaron, siéndoles imposibles vivir con lo que habían visto. Un alma hecha pedazos por el ser que gozaba torturando sus mentes desde la distancia. El sonido de los mil ojos abriéndose y cerrando sonaba cada vez más a una risa satisfecha, dándoles toda la información que necesitaban. Era posible que Macuil fuese al barco por tener un plan, pero el Rey Durmiente estaba allí por la misma razón que había estado siempre, por un retorcido e incomprensible sentido del divertimento.

Fue debido a eso que todavía no los devoraba. Fue debido a eso que, en lugar de destruirlo todo de un solo ataque, volvió a caer sobre Ícaro de Sagitario Negro con un golpe vertical, destrozando el arco y flecha de platas.

—Me niego —dijo Ícaro, viendo los restos del arma mítica volverse polvo estelar—, ¡me niego a dejar que su muerte sea en vano!

Había visto un alma colapsar por esa oscuridad sin fondo, pero el Milagro del Ataque Absoluto lo había protegido de incontables formas de hacer daño. La magia, el cosmos, el poder de quien doblegaba la realidad… Era un campeón de los hombres, el igual de un arcángel del cielo, en ello puso las esperanzas legadas por sus compañeros y fraguadas en el calor de su voluntad, antes de sostener la hoja con las dos manos. Una técnica de esgrima que Adremmelech de Capricornio popularizó entre los oficiales de Hybris. No servía de mucho —el Sable Ragna liberaba una energía corrosiva de forma natural, las estrellas de la armadura cósmica desaparecían debido al mero contacto—, pero se sintió poderoso realizándola, como si emulara un gesto heroico.

Aun si Gestahl Noah había sufrido un asalto psíquico del Rey Durmiente, al punto que las piernas de quien desafió a los Astra Planeta flaqueaban, no tenía excusa. Una Exclamación de Atenea exigía a tres santos de oro para ser ejecutada de forma correcta. Un grupo de santos de bronce y de plata, incluso si pudieran reunir el mismo poder gracias a la sinergia de decenas de cosmos, no podría equilibrarlo. De no haberse visto interrumpida la técnica por la más horrenda visión, la de un alma humana siendo despedazada, lo más probable era que el barco entero hubiese desaparecido.

También había otra razón para sentir alivio, incluso si muchos, con razón, lo consideraban un monstruo por poder mantener el temple en esas circunstancias. Aqua de Cefeo estaba demasiado agotada para salir al frente, pero se las había apañado para hacerles llegar, mediante chorros de agua que surgían desde la bodega del navío, una perla. Al tocarla, le sobrevinieron todos los sacrificios sucedidos en lo que ahora era más bien una enfermería, junto a lo logrado a costa de tantas vidas: un pacto con el Espíritu Divino Sothis, que les revelaría la forma de matar a uno de los Astra Planeta a cambio de la salvación de Macuil, uno de los pocos hijos que le quedaban.

Mientras veía a su hijo confrontando al enemigo, manteniendo la hoja oscura lejos de su cuerpo, pero sin poder dirigirla contra Aquel que se desliza en la oscuridad, apretó con fuerza la perla, buscando alguna estrategia. Aqua de Cefeo, Noesis de Triángulo y Fang de Cerbero eran las mejores opciones para sellar a un enemigo, pero incluso trabajando los tres en plenas condiciones nada podrían hacer contra uno de los Reyes Durmientes; dudaba que pudieran hacerlo incluso actuando a través de Ícaro, quien no era ducho en esa clase de técnicas espiritistas. Por otro lado, no solo había dejado de ver la intervención de Tritos de Neptuno como una opción después de perder a un santo de plata frente a sus ojos, sino que era consciente de que el astral, si es que no había decidido dejarlos morir a pesar de todo, no actuaría pensando en Sothis. Mucho menos les iba a ayudar a descubrir cómo matarlos. De hecho, tal vez estaba al tanto del trato realizado en la mente de Macuil y por eso no intervenía, considerándose traicionado.

—Es ridículo —dijo Güney de Delfín Negro—, ya le habíamos dado todas nuestras fuerzas al general, ¿cómo íbamos a poder detener a esa cosa?

—Arriba, soldado —ordenó Luciano de Norma Negra.

—¿Para qué? —lamentó Eren de Orión Negro, de todas las personas, observando que aun quien poseía las fuerzas de todos seguía retrocediendo, hasta tocar con su espaldas la cúpula de cosmos que habían formado—. Estamos agotados, esto es el fin.

Esas y otras palabras derrotistas de las sombras sacaron a Gestahl Noah de su ensimismamiento. Sosteniendo la perla con fuerza, giró hacia ellos.

—Hijos míos, ¿es que no habéis aprendido nada? —Ver a Cristal, el orgulloso siberiano que había dado la espalda al Santuario y a Hybris para volver a su patria, callado y sombrío, le llenó de cólera. Su voz se elevó como un grito—: ¡Aunque vuestros cuerpos ya no puedan más, el cosmos es inmortal! —Miró a los santos de Atenea. Margaret, Mera, Noesis, Fang, Retsu… Creyó que Lesath, tendido junto al felizmente inconsciente Aubin, había despertado, pero fueron solo imaginaciones suyos—. ¡Demostrádselo! ¡Sois los elegidos de Atenea, garantes de la paz y la justicia en la Tierra! ¡Demostradles cómo arden las estrellas en el último instante de su vida!

Él mismo se llenó de cosmos para inspirarlos, aunque no podría sumar fuerzas con su hijo, por mucho que le animase la idea. Si dejaba de protegerlos un segundo, las mentes de los nuevos argonautas serían consumidas en un mero instante.

Era la misma razón, suponía, por la que Tetis no luchaba. Debía proteger el barco.

—Por Joseph —dijo Margaret, con los ojos inyectados en sangre.

Uno detrás de otro, los santos de Atenea repitieron ese nombre. Y, cosa extraña, también lo hicieron los caballeros negros, al igual que Cristal.

Por un momento, olvidaron las diferencias, todos eran un mismo ejército.

El sueño de Akasha de Virgo dio una nueva luz a la cúpula de cosmos.

En esa lucha que no era tal, en ese choque de voluntades entre una triste hormiga y el universo entero, Ícaro de Sagitario Negro comprendió todo. La solemnidad de Joseph de Centauro no era la soberbia característica de los guerreros sagrados del Santuario, por milenios aislados del mundo y sus asuntos. Era un testamento, de centauro a centauro. Sabía que iba a morir, todo el tiempo, quizá incluso desde que Caronte de Plutón lo hirió durante la guerra entre vivos y muertos, pero no mintió. De verdad creía que no tenían derecho a morir antes de derrotar a aquel odioso miembro de los Astra Planeta: por eso lo escogió a él, para que fuese el Centauro que ocupara su lugar.

Por eso luchaba con tanta intensidad. Ya no podía morir. Nadie podría ocupar su lugar en la lucha venidera. Tenía la obligación de resistir, y más aún, vencer esa batalla.

—Pronto te borraré esa sonrisa de tu cara —juró Ícaro, presionando.

El Rey Durmiente no respondió a su pulla, no mandaba imágenes. Solo reía y reía con esos mil ojos, disfrutando el momento. Incluso cuando los cosmos de los nuevos argonautas se elevaron, llenando a Ícaro de nuevas energías, siguió riendo.

—Por Joseph —dijo una voz de mujer, magnánima y dulce, desde las profundidades.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo entero de Ícaro. ¿Podía ser Atenea quien había hablado? ¿Podía una diosa inmortal, lejos del mundo, todavía velar por los hombres que le servían? ¿Podía un ser perfecto sentir dolor por la imperfecta humanidad?

¿Era por eso que tantos hombres distintos, los malvados y los justos, la veneraban?

La risa del Rey Durmiente se intensificó. Esta vez sí que le transmitió una imagen: la muerte de Joseph, la destrucción acaso irremediable de su alma. Esperaba con ello torturarlo, y no le faltaba razón, algo así llevaría a la locura a muchos hombres.

Pero él no era solo un hombre, tampoco era solo un héroe. Era un ejército de héroes, respaldado por las plegarias de una diosa. Atenea, donde fuera que estuviese, velaba por él como lo hacía por todos los que luchaban en su nombre, sin importar el color de la armadura. Joseph le había entregado su puesto en el palco de la mayor obra del siglo, la caída del maldito Caronte de Plutón. El dolor de ver su sacrificio no era de los que ataban a los seres humanos a el suelo, sino de los que les impulsaban a levantarse y luchar. Nuevas estrellas brillaron en la armadura cósmica de forma temporal: Lagarto, Lebreles, Triángulo, Cerbero, Lince… Las manos de Ícaro se volvieron rayos de plata y bronce antes de clavarse en el Sable Ragna, energizándolo de esa fuerza infinita.

El Rey Durmiente presionó con suavidad, obligándole a retroceder. La cúpula de cosmos bajo los pies del caballero negro se combó, picoteada por los rayos carmesí.

Era el apoyo de todos sus camaradas. Los que estaban en cubierta, los que luchaban en la bodega contra la misma muerte, salvando vidas. Las esperanzas recogidas por el santo de Centauro, la razón por la que alguien como Ícaro de Sagitario Negro podría permanecer consciente después de usar el Octavo Sentido por tanto tiempo. Los cimientos del mayor de los milagros, el de un hombre partiendo los cielos con un revés de mano y abriendo la tierra de un puntapié, el de un santo de Atenea.

—Por Joseph —rezó Ícaro, decidido a dar un último impulso—, ¡por Joseph!

En ese último lance, algo más lo ayudó. No era otro hombre, tampoco un dios, sino más bien una fuerza consciente de sí. El poder natural del Argo Navis Negro, un manto sagrado por derecho propio, que en esa ocasión brilló con un destello de plata.

La misma leyenda de los argonautas repelió los ataques del Rey Durmiente, permitiendo a Ícaro apoderarse del Sable Ragna. La magia del arma sagrada, como esperaba, se adentró en su cuerpo, primero queriendo destruirlo, y después poniéndose a su disposición. Fue una sensación semejante a la de verse atravesado por ella, el mismo toque nauseabundo, el mismo ardor que era frío a un tiempo, el mismo dolor que podía ignorar algo tan banal como que el sentido del tacto ya no estuviera funcionando con corrección. Un insignificante precio a pagar para cumplir con su deber.

Raganarök —dijo Ícaro, invocando el verdadero nombre de la espada que había asimilado en su cuerpo. Las estrellas de la armadura cósmica, otrora de plata y de bronce, se volvieron rojas como la sangre. El caballero negro extendió las alas, y acometió, como una estela de destrucción capaz de acabar con el cielo, la tierra y el mar, como el Big Bang que dio origen al universo.

Los ojos del Rey Durmiente estallaron solo con ver el destello. La gloria del Fuego, o lo que quedaba de ella, fue consumida en el instante en que el caballero negro impactó contra la maligna entidad. El cuerpo fue atravesado por el verdadero poder del rayo, quedando un gran agujero donde antes se encontrara el pecho.

—Se acabó —dijo Ícaro, respirando con agitación.

El Rey Durmiente, callado por fin, flotaba como si la muerte no pudiera alcanzarle. Y era verdad, no podía, pero Ragnarök era capaz de corroer materia, espacio y tiempo. La herida que le había causado empezaba a extenderse, sin que nada la contuviese.

Una nueva imagen le sobrevino, la de un mar de cadáveres. Todos los caballeros negros flotaban en un río infinito. Todos, incluidos los de la Tierra, y su padre.

—Desgraciado —maldiciendo a tan perverso ser, Ícaro volteó, solo para ver que el Rey Durmiente lo señalaba con un dedo. Ragnarök empezaba a salir de la armadura cósmica en forma de chispas carmesí. Estaba reclamando el Sable Ragna.

Al tiempo, la cúpula de cosmos que rodeaba el Argo Navis Negro, vaciada de poder, se alzó como un gigante de plata armado con un garrote de bronce y ébano.

—Sí, se acabó para ti —dijo el barbudo gigante—. Ahora es mi turno.

xxx

Shadir. Es lo que nos aqueja y lo que nos entretiene. Como reza el dicho, lo que importa es el viaje, no el destino. Aunque probablemente los argonautas no estarían de acuerdo… ¡Ellos quieren llegar al destino ya, pero ya mismo!

Nadie se habría esperado que el santo de Mosca llegaría tan lejos. ¡Ni siquiera yo! En cuanto a Lesath, no negaré que me lo paso muy bien escribiendo sobre él.

¿Qué es peor que un ejército de guardianes del orden que han perdido el camino? La oscuridad con la que tendrían que estar combatiendo, por supuesto.