—¿Está segura de que tiene tiempo libre, Toshinou-senpai? —Quiso saber Himawari, una vez que llegaron a la cafetería en donde sus amigas, además de algunas compañeras de clase, solían pasar el tiempo para estudiar un poco, mientras consumían alguna golosina, helado o una bebida.

Kyouko la miró, curiosa, preguntándose por qué Himawari estaba preocupada. Ella estaba ahí para escuchar lo que su kohai tenía que decirle, ¿no era eso más que suficiente para hacerle saber que tenía tiempo?

—¿Por qué la pregunta, Furutani-san? —indagó Kyouko y tomó el menú que se encontraba encima de la mesa.

—Es que… —Himawari se detuvo un momento, dudosa, como si no supiera que decir a continuación—. Lo digo por su forma de vestir, ya sabe —se señaló su propia blusa, que era de un azul muy claro, holgada y fresca—. Cuando la vi hace rato, me dio la impresión de que iba usted a alguna parte, ya sabe, a dar una vuelta o algo así.

Kyouko entendió a lo que se refería y sacudió una mano, restándole importancia.

—No te preocupes por eso —dijo Kyouko, abriendo el menú con aire de despreocupado—. Estamos aquí para hablar y eso es lo que haremos. —hizo una pausa mientras leía—. ¿Qué piensas de las hamburguesas al estilo occidental?

Himawari dio un respingo ante el súbito cambio de tema, pero luego dejó escapar una risita. Kyouko podía ser muy espontánea y, pasara el tiempo que pasara, nunca dejaría de tomarle desprevenida su forma tan peculiar de ser.

—Pienso que son deliciosas —respondió Himawari. Abrió su propio menú y se dispuso a ojearlo también—. Pero creo que pediré ramen y una limonada.

—Buena elección —vitoreó Kyouko, levantando el pulgar—. Yo creo que iré por esa deliciosa hamburguesa occidental y, eh, creo que pediré té helado para acompañar.

Unos segundos después, la joven camarera, que se llamaba Michiro, según la etiqueta de su uniforme, apareció, con libreta en mano, para saber qué era lo que iban a ordenar. Himawari ordenó justo lo que había dicho que ordenaría. Mientras que Kyouko…

—¡Quiero panqueques con mantequilla! —exclamó—. Y que también lleven por encima mucha, pero mucha, miel. Y también quiero café, del tipo moca, por favor —ordenó la rubia, sin dejar de sonreír, descolocando a Himawari, que solo la miró con una gotita resbalándole por la nuca.

«¿Qué no había dicho que pediría la hamburguesa occidental?», pensó Himawari, pero luego le restó importancia. Su senpai nunca dejaría de tomarla por sorpresa.

Mientras se alejaba en dirección a la cocina, Michiro pensaba que en esa mesa había un ambiente pesado. Era como si las chicas, o una de ellas, ya fuera la rubia o la chica de cabello azul, estuviera muy incómoda. No dijo nada en su momento, pero, la tensión que había experimentado mientras atendía sus pedidos era tan asfixiante, tan palpable que, de haber tenido un cuchillo a la mano, habría podido cortarla con facilidad.

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Cuando estuvieron solas nuevamente, Kyouko, que no era precisamente la mejor leyendo las emociones, notó —de forma increíble—, que Himawari estaba tensa. Podía sentir como la chica dudaba, daba la impresión de haberse hecho más pequeña en su sitio. La rubia supo que tenía que hacer algo para relajar el ambiente. Y así lo hizo.

Comenzó hablándole, de forma casual, como si hablara con alguien como Yui, de sus últimas incursiones en el mundo del manga. Participaría en la próxima Comicket. Traería material fresco, y reponteciado, de las Aventuras de Mirakurun. Sin embargo, en esta ocasión, sus obras incluirían a una chica mágica que ya no era una niña, sino alguien que, al igual que ellas, estaba ya en edad de preparatoria y tendría que lidiar con muchos más problemas, además de los que ya tenía siendo una chica mágica.

—Realmente, la idea no fue mía —explicó Kyouko, que estaba consiguiendo que su kohai se relajara a medida que pasaba el tiempo—. Fue de Ayano. Ella me dijo que, a estas alturas, debería comenzar a darle forma a una Mirakurun más adulta, ya sabes, que ya no se tratara solo de una niña de primaria, como en la obra original. —suspiró, sintiéndose bien de poder hablar de sus ideas para futuros dojinshis con alguien que la escuchara y tuviera el tiempo para ello.

Últimamente, sus amigas estaban más ocupadas que de costumbre. Yui consiguió un trabajo de medio tiempo, Akari estaba muy concentrada estudiando para unos exámenes que serían en tres semanas. Como había salido muy mal en las últimas evaluaciones, debía esforzarse al máximo para recuperarse. Por eso se preparaba con tanta antelación. Chinatsu también obtuvo un trabajo a tiempo parcial —uno que, sospechosamente, estaba muy cerca del lugar en donde trabajaba Yui—, por lo que su tiempo de ocio se había reducido, al igual que el de las demás, casi por completo.

En algunos momentos de la conversación, Himawari hacía una que otra pregunta y luego, de la nada, participaba activamente. Cuando la información de sus obras se agotó, Kyouko pasó a contar algunas anécdotas ocurridas unos meses atrás. Algunas eran graciosas, unas eran curiosas y otras bastante bochornosas. Himawari la escuchaba con atención y hasta soltó una que otra carcajada ante los chistes que la rubia intercalaba entre sus vivencias.

Cuando la mesera llegó con las respectivas ordenes, el pesado ambiente que había percibido en la mesa de las chicas había desaparecido por completo. Una vez que tuvieron la comida sobre la mesa, que Kyouko decidió que ya había sido suficiente y que Himawari ya se encontraba en condiciones para poder decir aquello por lo que estaban ahí, en esa cafetería.

—Bueno, Furutani-san —Kyouko adoptó una expresión que rayaba en la seriedad. Luego, entrelazó las manos y las apoyó encima de la mesa, por detrás del plato que contenía sus panqueques, con aire solemne—. ¿De qué querías hablar?

Himawari, que se sentía un poco más tranquila debido a que las locuras de su senpai la habían distraído lo suficiente como para relajarla de todo lo que había estado pensando últimamente, dejó escapar un suspiro y la miró a los ojos. No sabía cómo empezar.

Tenía la garganta seca a pesar de que acababa de tomarse un vaso con agua que la mesera le había facilitado. No obstante, sintiendo como una extraña determinación nacía, y crecía, en ella, extendiéndose tan rápido, y voraz, como el fuego que devora una pila de madera seca durante una tórrida tarde de verano, Himawari decidió que había llegado el momento de desahogarse.