LOS NAMIKAZE

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Los Namikaze estuvieron vedados desde el principio.

Pero no era por eso por lo que eran importantes.

Diez años atrás, mientras estábamos de pie en el jardín delantero de nuestra casa, estacionaron su maltrecho sedán, seguido de un camión de mudanzas, en la puerta de al lado.

—Oh, no —suspiró mi madre, dejando caer los brazos a los costados—. Albergaba la esperanza de poder evitar esto.

—¿Esto... qué? —preguntó mi hermana desde el camino de entrada. Tenía ocho años y estaba harta de la tarea que nuestra madre nos había asignado aquel día: plantar narcisos en el jardín de entrada, de modo que se fue a toda prisa hacia la valla que separaba nuestra casa de la de al lado y se puso de puntillas para poder observar a los nuevos vecinos. Yo hice otro tanto y me asomé en el espacio que había entre dos tablillas, mirando con asombro salir del automóvil a los dos adultos y cinco niños que lo ocupaban como si se tratara de uno de esos vehículos atestados de payasos del circo.

—Esto. —Mamá hizo un gesto en dirección al sedán mientras se retorcía un mechón de su oscuro cabello con la mano—. Siempre hay una en cada barrio. La familia que nunca corta el césped, que tiene juguetes desperdigados por todas partes. Los que nunca plantan flores o que, cuando lo hacen, las dejan morir. La familia descuidada que hace que el valor de las viviendas de la zona disminuya lo suyo. Y aquí están. Justo en la puerta de al lado. Has plantado ese bulbo del revés, Hinata.

Cambié el bulbo de posición y clavé las rodillas en la tierra para acercarme más a la valla sin dejar de mirar al padre, que mecía a un niño pequeño en el asiento del sedán mientras otro se encaramaba a su espalda.

—Parecen simpáticos —aventuré.

Recuerdo el silencio que siguió a aquella frase y cómo mi madre sacudió la cabeza cuando alcé la vista para mirarla. Tenía una extraña expresión en el rostro.

—La simpatía es lo de menos, Hinata. Tienes siete años y debes empezar a ver qué es lo que realmente importa. Cinco hijos. Por Dios bendito. Igual que la familia de tu padre. Una locura. —Volvió a sacudir la cabeza, poniendo los ojos en blanco.

Me acerqué un poco más a Hanabi y rasqué un trozo de pintura blanca de la valla con la uña del pulgar. Mi hermana me lanzó la misma mirada de advertencia que ponía cuando estaba viendo la televisión y yo la molestaba con alguna de mis preguntas.

—Es lindo —dijo, fijando de nuevo su atención al otro lado de la valla. Miré para ver a quién se refería y vi a un chico un poco mayor que Hanabi, saliendo de la parte trasera del automóvil, —su cabello rubio se veía ligeramente despeinado—, con un bate de béisbol en la mano, que se dispuso a sacar una caja de cartón llena de ropa de deporte.

Ya desde esa época a Hanabi le gustaba cambiar de tema para olvidar lo difícil que le resultaba a nuestra madre hacer de padre. Papá había salido de nuestras vidas sin despedirse siquiera, dejando a mamá con una niña de un año, un bebé en camino, una enorme decepción y, afortunadamente, el fondo fiduciario de sus padres.

El transcurso de los años demostró que nuestros vecinos, los Namikaze, eran tal y como mi madre predijo. Cortaban el césped de forma esporádica, si es que lo hacían; no quitaban las luces de Navidad hasta Pascua y su jardín trasero estaba atestado de cosas: una piscina de obra con trampolín, un columpio y unas barras de mono para trepar por ellas. Cada cierto tiempo, la señora Namikaze se esforzaba en plantar algo propio de la estación en la que estuviéramos: crisantemos en septiembre, nomeolvides en junio... pero al final siempre los dejaba marchitar mientras se ocupaba de asuntos más importantes, como sus cinco hijos. Cinco hijos que terminaron convirtiéndose en ocho. Todos ellos nacidos con una diferencia aproximada de tres años.

—Mi punto crítico —La oí decir un día en el supermercado, en respuesta a un comentario que hizo la señora Haruno sobre su abultado vientre—, es a los veintidós meses. Ahí es cuando dejan de ser bebés. Y a mí me encantan los bebés.

La señora Haruno alzó ambas cejas y sonrió, aunque en cuanto se dio la vuelta frunció los labios y sacudió la cabeza desconcertada.

La señora Namikaze pareció no darse cuenta del gesto, feliz consigo misma y con su caótica familia. Cinco chicos y tres chicas cuando cumplí los diecisiete años: Shee, Ino, Naruto, Karin, Menma, Buna, Gaara y Temari.

Durante los diez años que transcurrieron desde que los Namikaze se mudaron a la casa de al lado, siempre que mi madre pasaba delante de las ventanas laterales de nuestra casa soltaba un resoplido de indignación. Demasiados niños en el trampolín. Bicicletas tiradas en el césped. Otro globo rosa o azul atado al buzón, balaceándose de un lado a otro por la brisa. Ruidosos partidos de baloncesto. La música a todo volumen cuando Ino y sus amigos tomaban el sol. Los hijos mayores lavando los automóviles y mojándose con las mangueras los unos a los otros. Y si no eran ellos, se quejaba de la señora Namikaze por dar de mamar al bebé de turno en la escalera o sentándose en el regazo del señor Namikaze a la vista de todo el mundo.

—Qué indecencia —solía decir mamá.

—Pero es legal —le respondía siempre Hanabi, la futura abogada de la familia, echándose hacia atrás su cabello castaño. Se ponía al lado de mamá, observando a los Namikaze desde la enorme ventana lateral de nuestra cocina—. Muchas resoluciones judiciales han dejado claro que es perfectamente legal que una madre amamante a su hijo donde quiera. Y eso incluye las escaleras delanteras de nuestros vecinos.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué hacerlo cuando existen los biberones y todas esas leches de lactancia tan estupendas? Y si no te queda más remedio que hacerlo, ¿por qué no en la intimidad?

—Está vigilando a sus otros hijos, mamá. Se supone que eso es lo que tiene que hacer —señalaba algunas veces yo, colocándome al lado de Hanabi.

Entonces mi madre suspiraba, negaba con la cabeza y sacaba la aspiradora del armario como si de un frasco de ansiolíticos se tratara. Y es que, si tuviera que elegir la banda sonora de mi infancia, sin duda sería el sonido de la aspiradora mientras mamá hacía perfectas líneas simétricas en la alfombra beis del salón. De alguna forma, parecía que esas líneas eran trascendentales para mi madre; tan esenciales que encendía el aparato en cuanto Hanabi y yo nos poníamos a desayunar, después nos seguía hasta la puerta de entrada, donde nos poníamos los abrigos y descolgábamos nuestras mochilas, volvía hacia atrás para eliminar todo rastro de nuestras pisadas y la suyas propias y, en cuanto salíamos por la puerta, dejaba el electrodoméstico detrás de una de las columnas del porche para volver a sacarlo por la noche, nada más llegar a casa después del trabajo.

Desde un primer momento quedó claro que no podíamos jugar con los Namikaze. Mi madre incluso se saltó lo de llevar la obligatoria lasaña de «bienvenidos al barrio», puso todo de su parte para mostrarse lo más antipática posible. Respondía a las sonrisas a modo de saludo de la señora Namikaze con secos asentimientos y rechazó todas las ofertas del señor Namikaze para barrer hojas secas o quitar nieve de nuestra entrada con un somero: «Ya tenemos a alguien que se encarga de eso, gracias».

Así que al final los Namikaze dejaron de intentarlo.

Aunque vivíamos al lado y alguno de sus hijos siempre pasaba por delante de mí mientras yo estaba regando las flores de mi madre, resultó relativamente fácil no relacionarse con ellos. Los Namikaze iban a un colegio público y Hanabi y yo estudiábamos en Byakugan; el único centro privado que había en Konoha, la pequeña ciudad del País del Fuego en la que residíamos.

Algo que mi madre nunca supo, y que no le gustaría en absoluto, fue que me dediqué a observar a los Namikaze. Todo el tiempo.

La ventana de mi habitación da a una reducida extensión plana de tejado delimitado con una pequeña barandilla. No se trata de un balcón propiamente dicho, más bien una especie de alféizar exterior enclavado entre dos gabletes, invisible desde el jardín trasero y desde el delantero y desde el que se puede ver la parte derecha de la casa de los Namikaze.

Antes de que ellos llegaran era mi lugar favorito para sentarme y pensar. Después, se convirtió en mi refugio para soñar.

Solía subirme por la noche, antes de irme a dormir, y miraba a través de las ventanas iluminadas. Veía a la señora Namikaze lavando los platos, con alguno de sus hijos más pequeños sentado a su lado sobre la encimera. O al señor Namikaze jugando a las peleas con los mayores. O cómo se encendían las luces en la habitación donde se suponía que dormía alguno de los bebés y aparecía la silueta del señor o la señora Namikaze que mecía una figura diminuta, acariciándole la espalda. Era como contemplar una película muda, una vida muy diferente a la que yo llevaba.

Con los años me volví más atrevida. A veces los observaba de día, después de la escuela, recostada sobre un gablete, tratando de imaginar qué Namikaze respondía a los nombres que se oían llamar desde la puerta; lo que resultaba un tanto difícil ya que la mayoría de ellos tenían el cabello rubio; como su papá, y solo dos de ellos lo tenían como su madre de un encendido rojo.

Shee era el más fácil de identificar; era el mayor, el de cuerpo más atlético y solía aparecer en los periódicos locales en distintos eventos deportivos, así que conocía su rostro en blanco y negro.

Ino, la siguiente en la línea, con sus peinados extravagantes y el tipo de ropa que siempre llevaba suscitaba comentarios acalorados de la madre, por lo que también podía reconocerla a simple vista.

Gaara y Temari eran los más pequeños. En cuanto a los tres varones de en medio, Naruto, Menma y Buna... no lograba distinguirlos con exactitud. Estaba segura de que Naruto era el mayor de los tres, ¿pero también era el más alto? Se suponía que Menma era el más inteligente, más que nada porque participaba en torneos de ajedrez y concursos de ortografía, pero no llevaba gafas ni tenía el aspecto propio de los «cerebritos». Buna se metía en líos cada dos por tres; «¡Buna!, ¿qué es lo que has hecho?» era la retahíla de todos los días. Y Karin, la hermana de en medio, siempre parecía estar desaparecida; su nombre era el que más sonaba cuando los llamaban a cenar o a la hora de salir de casa. «¡Kariiiiiiiiiiiiiiiin!».

Desde mi oculto refugio me asomaba al jardín, intentando localizar a Karin, averiguar la última travesura de Buna o ver qué llevaba puesto Ino. Los Namikaze se convirtieron en mi cuento de cuando me iba a la cama mucho antes de que me imaginara que terminaría formando parte de esa historia.

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Hola, soy yo otra vez.

Primero que nada quiero decir que obviamente sé lo que debo, en serio, lo tengo muy presente y juro que volveré a retomar esa historia pendiente —si es que alguien aun la quiere terminar de leer— sin embargo, esto que acaban de leer ha sido mi intento de regresar a FF.

Ya tenia lamentablemente años de no estar por aquí y el motivo es que me paso algo muy trascendental jaja, en serio, si lo fue. Me convertí en mamá y extrañamente durante mi embarazo todas las cosas que normalmente me encantaban como leer o escribir me daban muchísimo sueño entonces no lo hice por ese tiempo y después cuando mi baby nació no tuve nada de tiempo para leer o escribir que les cuento, ¡a duras penas tenia tiempo para bañarme! fue complicado pero por fin, parece que ya voy agarrándole la onda a esto de la maternidad, por lo que he empezado a retomar o convertir las cosas que era antes en una nueva versión de mi misma.

Entonces en resumen, bienvenidos y gracias por pasar por aquí.

Esta historia fue la que me hizo volver realmente. Es un libro que leí hace mucho tiempo, y típico ya saben me super enamore del protagonista, ¡super super super super enamore!... y vi el libro en mi casa y lo empecé a leer de nuevo y dije lo debo compartir, entonces aquí esta. Se los dejo, espero que les encante como mi.

Me ha servido de calentamiento leerlo y reescribir algunas partes entonces pronto pronto espero poder retomar todo lo demás.

Cuídense mucho y de nuevo, gracias.