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¿NECESITAS QUE TE RESCATEN?
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Es la primera noche de calor bochornoso de junio y estoy sola en casa. Aunque intento disfrutar de la tranquilidad de mi hogar, no paro de moverme de un lado a otro inquieta.
Hanabi ha salido con Konahamaru, otro jugador de tenis que añadir a su interminable lista de novios.
Tampoco consigo contactar con Sakura, mi mejor amiga, que parece haber sido abducida por Sasuke, su novio, desde que este se graduó en el instituto la semana pasada. No hay nada que me apetezca ver en la televisión ni ningún lugar al que quiera ir. He intentado sentarme un rato en el porche, pero la marea baja ha dejado una sofocante humedad en el ambiente y la brisa que viene del río huele a lodo.
Así que al final me quedo en nuestro salón de techos abovedados, masticando los hielos que quedan en el vaso de agua que acabo de beber y leyendo las revistas de Hanabi. De pronto oigo un zumbido alto y continuo. Miro a mi alrededor alarmada, intentando localizar la fuente. ¿Se trata de la secadora? ¿El detector de humo? Tras unos segundos me doy cuenta de que es el timbre, sonando una y otra vez. Corro a abrir la puerta. Seguro que se trata de alguno de los ex de mi hermana que está intentando recuperarla tras tomarse unos cuantos daiquiris de fresa en el club de campo.
En su lugar veo a mi madre, con la espalda apoyada sobre el timbre y besándose con un hombre.
Cuando abro la puerta ambos tropiezan, pero él se sujeta a la jamba y continúa besándola. Así que me quedo allí parada, con los brazos cruzados y sintiéndome como una estúpida mientras la calurosa brisa mece mi fino camisón. Oigo los típicos sonidos del verano: el murmullo de las olas a lo lejos, el ulular del viento contra los cerezos silvestres, una moto transitando por la calle. Ninguno de ellos, y mucho menos mi presencia, consiguen detener a mi madre y a este hombre. Ni siquiera cuando el rugido de la moto se hace insoportable y se para en el camino de entrada de los Namikaze, lo que normalmente pone de los nervios a mamá.
Después de un rato, se separan unos centímetros para tomar aire y mi madre se vuelve hacía mí soltando una risa incómoda.
—¡Hinata, por Dios! ¡Qué susto me has dado!
Se nota que está nerviosa. Ha hablado con voz aguda, como la de una niña, no de la forma autoritaria de «esto se hace así» que suele usar en casa o la mezcla de tono dulce y acerado que utiliza en el trabajo.
Hace cinco años, mamá entró en política. Al principio, Hanabi y yo no nos lo tomamos muy en serio; ni siquiera estábamos seguras de que votara. Pero un día vino emocionada de un mitin y dispuesta a convertirse en senadora. Se presentó a las elecciones y ganó... y nuestras vidas cambiaron por completo.
Por supuesto que estábamos orgullosas de ella. Pero a partir de ese momento, en vez de hacernos el desayuno y escudriñar en nuestras mochilas para asegurarse de que habíamos hecho los deberes, empezó a salir de casa a las cinco de la mañana para dirigirse a la capital del Pais del Fuego al Edificio del Daimyō, «antes de que el tráfico se pusiera imposible». Por las noches llegaba tarde por haber estado en alguna comisión o sesión especial y los fines de semana ya no acudía a las exhibiciones de gimnasia de Hanabi o a mis competiciones de natación, sino que se dedicaba a preparar las próximas elecciones, asistir a alguna sesión extraordinaria o atender eventos locales. Mi hermana intentó llamar su atención haciendo uso de todos los trucos de «adolescente rebelde»: coqueteó con el alcohol y las drogas, robó en los centros comerciales y se acostó con demasiados chicos. Yo leí montones de libros, me afilié (mentalmente) a El shogun (el grupo contrario al de mamá) y pasé mucho más tiempo observando a los Namikaze.
Así que aquí estoy, de pie y todavía petrificada por este inesperado y prolongado despliegue de afecto en público, hasta que mi madre se despega finalmente de ese hombre. En cuanto le veo la cara suelto un jadeo.
Cuando un hombre te abandona embarazada y con una niña pequeña no tienes fotografías de él encima de la chimenea. Tenemos muy pocas fotos de mi padre, todas ellas en la habitación de Hanabi.
Aún así, le reconozco de inmediato; la curva de la mandíbula, los hoyuelos, el brillante cabello castaño, los hombros anchos... Este hombre tiene todas esas características.
—¿Papá?
La expresión de mamá pasa de una deslumbrante ensoñación al más absoluto de los horrores, como si acabara de echarle una maldición.
El hombre se aleja de mamá y extiende una mano en mi dirección. Ahora que lo veo más de cerca y bajo la luz que desprende el salón, me doy cuenta de que es mucho más joven de lo que mi padre debería ser y que el tono de su cabello es más oscuro.
—Hola, cariño. Soy el nuevo y más entusiasta miembro de la campaña de reelección de tu madre.
«¿Entusiasta? ¡No hace falta que lo jures!»
Me estrecha la mano sin mucha colaboración por mi parte.
—Te presento a Obito Uchiha —dice mi madre con el mismo tono reverencial que uno usaría para referirse a El sabio de los seis caminos o la misma Kaguya. Se vuelve hacia mí y me lanza una mirada de reproche, sin duda por el comentario de «papá», pero recobra la compostura al instante—. Obito trabaja en campañas de ámbito nacional, así que me siento inmensamente afortunada de que haya aceptado ayudarme.
«¿En calidad de qué?», me pregunto mientras veo cómo se ahueca el pelo en un gesto puramente coqueto. «¿Mi madre?».
—¿Lo ves, Obito? —continúa ella—. Te dije que tenía una hija crecida. Parpadeo asombrada. Teniendo en cuenta que apenas mido un metro sesenta —y con tacones—, «crecida» me parece un poco exagerado. Entonces me doy cuenta de que se refiere a mayor; que tiene una hija mayor para alguien tan joven como ella.
—Obito se sorprendió bastante cuando se enteró de que tenía una hija adolescente. —Mi madre se mete un mechón de pelo detrás de la oreja—. Dice que yo sí que parezco una.
Me pregunto si le habrá hablado ya de Hanabi o si tiene la intención de mantener oculta su existencia un poco más.
—Eres tan guapa como tu madre —me dice él—. Ahora sí que me lo creo. —Tiene el tipo de acento sureño que te hace pensar en mantequilla derretida sobre galletas y en porches con bancos balancín.
Obito echa un vistazo al salón.
—Qué estancia tan fabulosa —señala—. A uno le dan ganas de quedarse aquí tumbado después de un largo y duro día de trabajo.
El rostro de mamá resplandece. Nuestra casa es motivo de orgullo para ella, siempre está renovando alguna habitación en una búsqueda constante de la perfección absoluta. Obito recorre despacio el salón. Examina los enormes cuadros de paisajes sobre las blancas paredes, se fija en el súper mullido sofá «no se te ocurra sentarte» de color beis y en los inmensos sillones y decide sentarse en el que está situado frente a la chimenea. Me he quedado muda de asombro. Observo la cara de mi madre. Sus citas nunca han pasado de la puerta, aunque también es cierto que apenas ha salido con hombres estos años.
Sin embargo, ahora no está usando su típica excusa de «¡Oh, fíjate lo tarde que se ha hecho» mientras empuja al hombre hacia la puerta. Todo lo contrario, vuelve a sonreír como si fuera una quinceañera, juguetea con la perla de un pendiente y dice:
—Voy a preparar café.
Se da la vuelta en dirección a la cocina, pero antes de dar un paso, Obito Uchiha se acerca a mí y me pone una mano en el hombro.
—Tengo la impresión de que eres el tipo de hija que sabe cómo hacerse un café y que deja que su madre se relaje.
Me pongo coloradísima y doy un paso atrás sin darme cuenta. La verdad es que siempre le preparo un té a mamá cuando llega tarde. Es como una especie de ritual. Pero hasta ahora nadie me había dicho nunca que lo hiciera. Una parte de mí piensa que puede que le haya entendido mal; solo conozco a este tipo desde hace un par de segundos. La otra parte, sin embargo, siente la misma desazón que cuando se me olvida hacer algún problema de matemáticas para subir nota o cuando meto mi ropa recién lavada en un cajón sin doblarla.
Durante unos segundos, me quedo parada intentando buscar una respuesta adecuada pero me he quedado en blanco. Al final hago un gesto de asentimiento y voy a la cocina.
Mientras preparo el café oigo murmullos y risas bajas provenientes del salón. ¿Quién es este hombre? ¿Lo conoce Hananbi? Supongo que no, si yo soy la «hija crecida». Además, desde que Hanabi y Konohamaru se graduaron la semana pasada mi hermana se ha pasado todo el tiempo, o yendo a los partidos de tenis de su novio para animarle, o en el descapotable de él, aparcado en el camino de entrada a casa, con los asientos reclinados mientras nuestra madre está en el trabajo.
—¿Tienes ya listo el café, cariño? —grita mamá—. Obito necesita un buen estimulante. Se ha estado dejando la piel para echarme una mano.
«¿Dejarse la piel?» Sirvo el café recién hecho en unas tazas, las coloco en una bandeja junto con la crema, el azúcar y unas servilletas y regreso al salón.
—Esa taza está bien para mí, cariño, pero Obito necesita algo más grande. ¿Verdad, Obito?
—Correcto —responde él con una enorme sonrisa mientras me pasa la taza de té—. Usa la más grande que tengas, Samantha. Sin cafeína no soy persona. Es una de mis debilidades. —Me guiña un ojo.
Cuando vuelvo de la cocina por segunda vez, coloco delante de Obito una taza tamaño desayuno.
—Vas a adorar a Hinata, Obito —dice mi madre—. Es una muchacha tan inteligente. Este último curso todas sus clases han sido de nivel avanzado y ha sacado unas notas excelentes. Ha formado parte del grupo de redacción del anuario, del periódico del instituto, perteneció al equipo de natación... ¡Mi hija es toda una estrella! —Me mira y esboza una sonrisa de las de verdad; una de esas que le llega a los ojos. Se la devuelvo.
—Igual que su madre —comenta Obito. Mamá le mira ensimismada. A continuación, ambos intercambian una mirada de complicidad y mamá se sienta en el brazo del sillón en el que está él.
Durante un segundo, me pregunto si todavía sigo en la habitación porque está claro que se han olvidado de mí. Bien. Así evitaré perder el control y tirar el todavía humeante café sobre el regazo de ese tipo. O algo helado sobre el de mamá.
«Contesta, contesta», ruego con el teléfono en la oreja. Tras varios tonos oigo un clic, pero no se trata de Sakura. Es Sai.
—Residencia de los Haruno —dice él—. Si eres Sasuke, Sakura ha salido con otro tipo que la tiene mucho más grande que tú.
—No soy Sasuke. Pero ¿es verdad? Me refiero a lo de salir.
—Qué va. ¿Sakura? Tiene suerte de tener a Sasuke y eso sí que es deprimente.
—¿Dónde está?
—Por ahí —dice Sai en tono amable—. Yo estoy en mi habitación. ¿Alguna vez te has preguntado para qué sirven los pelos de los dedos de los pies?
Sai está borracho. Como siempre. Cierro los ojos.
—¿Puedo hablar con ella ahora?
Sai me dice que va a buscarla, pero diez minutos más tarde sigo esperando. Lo más seguro es que se haya olvidado hasta de que ha hablado conmigo.
Cuelgo y me tumbo un rato en la cama, mirando el ventilador de techo. Después abro la ventana de mi habitación y me impulso hacia arriba para salir fuera.
Como suele ser habitual, casi todas las luces de la casa de los Namikaze están encendidas, incluyendo las del camino de entrada, donde Ino, unos cuantos de sus amigos con gusto pésimo a la hora de vestir y algunos de los chicos Namikaze están jugando al baloncesto. Puede que también esté alguno de sus novios. No puedo asegurarlo ya que no paran de correr de un lado para otro, con la música saliendo a todo volumen de los altavoces del iPod que han dejado en la escalera delantera.
No se me da bien el baloncesto, pero parece divertido. Me fijo en la ventana del salón y veo al señor y la señora Namikaze. Ella está recostada sobre el respaldo de su silla, con los brazos cruzados mirando hacia abajo, donde se encuentra su marido señalándole algo en una revista. La luz del dormitorio donde duerme la más pequeña de los Namikaze también está encendida. ¿Tendrá miedo Temari de la oscuridad?
De repente oigo una voz muy cerca de mí. Justo debajo.
—Hola.
Estoy a punto de perder el equilibrio del susto. Entonces siento una mano sobre mi tobillo y oigo un crujido, como si alguien estuviera trepando por el enrejado para llegar a mi escondite secreto.
—Hola —vuelve a decir él, sentándose a mi lado como si nos conociéramos de toda la vida—. ¿Necesitas que te rescaten?
