.
SAKURA POR FIN
.
.
.
Konohamaru y Hanabi llegan a casa quemados por el sol, despeinados y con almejas fritas, cerveza y unos enormes dangos. Lo dejan todo encima de la isla de la cocina, se agarran por la cintura y empiezan a pellizcarse el trasero y hacerse arrumacos.
Ojalá me hubiera quedado más tiempo en casa de los Namikaze. «¿Por qué no lo habré hecho?».
Sai debe de seguir teniendo en su poder el teléfono móvil de Sakura porque esto es lo que me dice cuando la llamo:
—Mira, Fu, no es una buena idea que volvamos a salir juntos.
—Soy Hinata. ¿Dónde está Sakura?
—Oh, por el amor de Dios. Sabes que no somos siameses, ¿verdad? ¿Por qué sigues preguntándome dónde está?
—Oh, déjame que piense, ¿quizá porque sigues respondiendo a su teléfono? ¿Está en casa?
—Lo más seguro. O no. Quién sabe —dice Sai.
Cuelgo. La línea fija está ocupada y los Haruno no tienen llamada en espera («No es más que una forma moderna de ser grosero», suele decir la señora Haruno), así que decido ir a casa de Sakura en bicicleta.
Hanabi y konohamaru ahora están sentados en el sofá del salón desde donde me llegan un montón de risitas y susurros. Al llegar al vestíbulo oigo a Konohamaru murmurar:
—Oh, nena, no te imaginas lo que siento estando contigo.
«Creo que voy a vomitar».
—Oh, nena, cómo me pones —canturreo yo a modo de burla.
—¡Lárgate! —grita Hanabi.
Hay marea alta y hace mucho calor, lo que implica que el olor salado del estrecho es particularmente intenso, superando casi al olor pantanoso del río. Mar y río. Las dos caras de mi ciudad. Ambas me encantan, sobre todo la sensación de poder decir, con solo cerrar los ojos y aspirar, en qué estación del año estás y a qué hora del día.
Cierro los ojos, inhalando el cargado y cálido aire, disfrutando del momento… hasta que oigo un grito ahogado y abro los ojos justo a tiempo de esquivar a una mujer con una visera de color rosa que lleva sandalias con calcetines. konoha está situada en una pequeña península en la desembocadura del río Connecticut. Al disponer de un puerto de tamaño considerable, a los turistas les gusta mucho la zona; tanto que en verano llegamos a triplicar la población, así que supongo que eso de ir en bicicleta con los ojos cerrados no es la mejor de las ideas.
Cuando llamo a la puerta de los Haruno, Sakura abre con el teléfono pegado a la oreja. En cuanto me ve sonríe, se lleva un dedo a los labios para que no diga nada y señala con la barbilla en dirección al salón mientras responde a su interlocutor:
—Bueno, ustedes son mi primera opción, de modo que me gustaría adelantar todo lo que pueda la solicitud.
Siempre que atravieso el umbral de los Haruno tengo la misma sensación. La casa está llena de figuritas Hummel, placas de bendiciones irlandesas en las paredes y tapetes y bordados en los respaldos de todas las sillas, incluso en la televisión.
Cuando entras en el baño, el rollo de papel higiénico está oculto bajo la falda miriñaque rosa de una muñeca con los ojos blancos.
En las estanterías no hay ni un solo libro, solo más figuritas y fotos de Sakura y Sai, muy parecidos cuando eran pequeños. Estudio las imágenes por millonésima vez mientras Sakura deletrea su dirección. Sakura y Sai de bebés, vestidos de señor y señora Claus. Sakura y Sai con apenas dos años disfrazados de pollitos de Pascua, con esa mata suave de pelo propia de la edad y los ojos abiertos como platos. Sakura y Sai en el jardín de infancia con trajes de tiroleses. Las fotos se interrumpen a partir de los ochos años; si mal no recuerdo, era cuatro de julio, los hermanos iban vestidos del Tío Sam y Betsy Ross y Sai mordió al fotógrafo.
En las fotos se parecen mucho más que ahora. Ambos tenían el cabello oscuro y piel blanca pero luchando por marcar una diferencia entre ellos Sakura tiño su cabello de rosa claro. Mientras Sai continuo con su cabello normal. De hecho si no estuviera siempre tan ido, sería un muchacho de lo más atractivo.
—Estoy al teléfono con Suna, con el tema de mi solicitud —susurra Sakura—. Me alegro de que hayas venido. Llevo unos días despistadísima.
—Te he llamado al móvil, pero lo tenía Sai y no ha querido venir a buscarte.
—¡Así que ahí estaba! Dios. Se habrá quedado sin minutos y ahora quiere gastar los míos. Voy a matarlo.
—¿Por qué no entras en la web de Suna y te descargas desde allí la solicitud? —murmuro, aunque ya sé la respuesta. Sakura es un desastre con el ordenador, tiene demasiadas ventanas abiertas que nunca cierra y el sistema se le colapsa cada dos por tres.
—Porque otra vez he tenido que llevar el portátil a que me lo arregle «Tenzo» Yamato. Yamato es el atractivo, aunque un tanto siniestro, informático que se encarga de reparar el ordenador de mi amiga. Sakura cree que se parece a su adorado Steve McQueen, yo creo que tiene ese aire taciturno porque siempre está intentando solucionar los mismos problemas.
—Gracias… Sí… ¿Y cuándo me lo enviarían? —pregunta Sakura por teléfono justo cuando Sai entra en el salón.
Viene con el pelo despeinado, un par de pantalones de pijama a cuadros de franela, ya raídos, y una camiseta de lacrosse. No se molesta en mirarnos, solo deambula por la estancia hasta el conjunto de figuritas que representan el Arca de Noé que hay en el alféizar de la ventana y los reordena de forma obscena.
Cuando termina de poner a la señora Noé y a un camello en una posición bastante comprometedora y anatómicamente imposible, Sakura cuelga.
—También quería llamarte —dice ella—. ¿Cuándo empiezas de socorrista? Yo comienzo en la tienda de regalos la semana que viene.
—Yo también.
Sai emite un sonoro bostezo, se rasca el pecho y pone a un par de monos y a un rinoceronte a hacer un trío. Desde donde estoy sentada huelo el hedor a porros y cerveza que desprende.
—Al menos podrías decirle hola a Hinata, Sai.
—Hooooooola, preciosa. Tengo la sensación de haber estado hablando contigo hace poco. Ah, sí. Lo hicimos. Lo siento. No sé dónde me he dejado los buenos modales. Debieron de encoger la última vez que fui a la tintorería. ¿Quieres un poco?
—Saca del bolsillo uno de esos colirios para disimular los ojos rojos y me lo ofrece.
—No, gracias, estoy intentando dejarlo —ironizo. Me fijo en sus ojos grisáceos. Por lo enrojecidos que los tiene, él sí que necesita una buena dosis de colirio. Detesto ver a alguien tan inteligente y perspicaz tirando su vida por la borda de esta manera.
Se deja caer sobre un sofá, suelta un gemido y se tapa la cara con la mano. Apenas recuerdo cómo era antes de convertirse en el candidato perfecto para un centro de desintoxicación.
De pequeños, nuestras familias pasaban muchos fines de semana juntas en la playa. En esa época en realidad era mucho más amiga de Sai que de Sakura. Sakura y Hanabi se dedicaban a tomar el sol, leer y remojarse los pies en el agua; a Sai, sin embargo, no le daba miedo adentrarse en el mar y no dudaba en arrastrarme con él para enfrentarnos a las olas más grandes. De hecho fue él el que descubrió la corriente en el estuario; esa que te arrastraba hacia lo hondo para después lanzarte directamente al mar.
—Y dime, preciosa, ¿cómo te va? —pregunta tumbado en el sofá, alzando las cejas varias veces—. Kiba está deshecho porque no le dejaste echar un polvo. Me entiendes, ¿verdad?
—Me muero de la risa, Sai. Hala, ahora que has soltado la gracia ya puedes dejar de hablar —dice Sakura.
—Todavía no… Qué bien que rompieras con Kiba, Hinata. Es un imbécil. Ya no somos amigos porque, por extraño que parezca, él creía que yo era el único capullo.
—¡Vaya! No me imagino cómo ha podido llegar a esa conclusión —señala Sakura en tono sarcástico—. Sai, vete a la cama. Mamá llegará pronto y no va a seguir creyéndose que te encuentras mal porque has tomado demasiados antihistamínicos para la alergia. Sabe que no eres alérgico.
—Sí que lo soy —grita Sai haciéndose el indignado. Después saca un porro del bolsillo delantero de la camiseta y lo agita con aire triunfal—. Soy alérgico a la hierba. —Suelta una sonora carcajada.
Sakura y yo intercambiamos una mirada. Estamos acostumbradas a verle borracho y fumado, pero esa energía acelerada que hoy desprende deja entrever que puede que esté tomando cosas más fuertes.
—Vámonos de aquí —digo yo—. Salgamos a dar un paseo.
Sakura asiente.
—¿Qué te parece El Pais del Dulce? Necesito con urgencia un helado de chocolate de malta. —Agarra su bolso de una silla de flores y pone una mano en el hombro de Sai, que sigue riéndose, para darle una ligera sacudida—. Anda, vete arriba antes de que te quedes dormido.
—No me voy a quedar dormido, hermanita. Solo estoy dejando que mis ojos descansen un poco —murmura él.
Sakura vuelve a sacudirle. Cuando empieza a marcharse, Sai le da un tirón al bolso de modo que la obliga a detenerse.
—Saky. Hermanita. Sakura, cariño, necesito que me hagas un favor —dice con tono y expresión desesperados.
Mi amiga enarca una ceja.
—Tráeme un puñado de caramelos, ¿de acuerdo? Pero no de los verdes. Esos me dan escalofríos.
