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SAI
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Cuando llego al trabajo, tengo un turno especialmente molesto porque Kiba, Kankuro y su grupo de amigos del instituto deciden pasarse por el Bar de Tezuna.
Kiba y yo rompimos de forma amistosa, pero eso no impide que me lleve una buena cuota de miradas lascivas, su irónico saludo de «Oye, ¿qué es lo que veo a través del catalejo?» y unas cuantas bromas sobre el uniforme con un «¿Quieres subirte a mi mástil?» incluido. Como era de esperar, se sientan en una de mis mesas (la ocho) y me tienen yendo y viniendo a por agua, mantequilla y salsa de tomate todo el rato solo por el hecho de que pueden hacerlo.
Al final se van. Gracias a Dios dejan una buena propina. Kiba se despide con un guiño y desplegando el encanto de sus hoyuelos.
—La oferta del mástil sigue en pie, Hina-nina.
—Piérdete, Kiba.
Mientras limpio el desastre de mesa que han dejado, alguien tira de la cinturilla de mi falda.
—Hola.
Se trata de Sai. Viene sin afeitar, con el pelo revuelto y la misma ropa que la última vez que le vi; un pijama de franela impropio para el calor del verano y que hace mucho que no ve una lavadora.
—Necesito un poco de dinero, niña rica.
Me siento dolida. Sai es consciente, o al menos lo era, de lo mucho que odio que me llamen así; un mote que me pusieron los miembros de los equipos de natación rivales.
—No voy a darte dinero, Sai.
—¿Porque me lo gastaría en alcohol? —Formula la pregunta con voz chillona y sarcástica, imitando a mi madre cuando vamos al centro y pasamos delante de los indigentes—. Sabes que no necesariamente. También podría gastármelo en hierba. O, si eres generosa y tengo suerte, en cocaína. Vamos. Solo dame cincuenta.
Se apoya en el mostrador, se cruza de brazos y me mira alzando la barbilla.
Clavo la vista en él. ¿Estamos ante una especie de competición para ver quién aparta antes la mirada? De repente y sin que me lo espere, se abalanza sobre el bolsillo de mi falda, donde suelo guardar las propinas.
—Esto no es nada para ti. No entiendo por qué demonios trabajas, Hinata. Dame un poco de dinero.
Me aparto de él con tanta fuerza que temo desgarrar la tela de la falda.
—¡Sai! ¡Déjame! ¡No voy a darte nada!
Vuelve a mirarme y niega con la cabeza.
—Solías ser una chica estupenda. ¿Cuándo te convertiste en una zorra?
—¿Cuándo te volviste tú un imbécil? —Paso delante de él con mi bandeja de platos sucios. Las lágrimas se me agolpan en los ojos. «Ni se te ocurra llorar», pienso.
Pero Sai me conocía mejor que nadie.
—¿Algún problema? —pregunta Ko, el cocinero, sin dejar de mirar las seis freidoras industriales que tiene funcionando al mismo tiempo. El Bar de Tezuna no es precisamente un restaurante de comida saludable.
—Solo un idiota. —Arrojo el contenido de la bandeja en la pila de vajilla sucia con un sonoro estrépito.
—Nada nuevo. Esta ciudad está llena de hijos de papá que se creen que…
«Vaya por Dios». Sin darme cuenta he activado el interruptor de diatriba favorita de Ko. Dejo de escucharle, esbozo una sonrisa forzada y regreso para encararme a Sai, pero solo alcanzo a ver un destello de su sucio pijama de cuadros y el golpe de la puerta al cerrarse. Hay un montón de monedas sobre la mesa al lado de la puerta y otras tantas en el suelo. El resto de mi propina se ha esfumado.
Recuerdo aquel día, cuando estábamos en séptimo, antes de que expulsaran a Sai de Byakugan, en el que me olvidé del dinero para el almuerzo y estaba buscando a Hanabi o a Sakura. Al final me encontré con Sai, sentado en el césped con lo peor de lo peor del colegio privado; Sai, que por lo que sabía entonces, estaba tan limpio como yo o Sakura. En el centro del grupo estaba Kakuzu Hokuto, un alumno de último curso al que le gustaba mucho colocarse y que siempre iba con una panda de estudiantes de su misma calaña (seguro que tenían historias muy interesantes que contar en sus solicitudes para la universidad).
—Vaya, pero si es la hermana de Hanabi Hyuga. Se te ve un poco tensa, hermana de Hanabi Hyuga. Tómatelo con calma. Necesitas relajaaaaarte un poco —dijo Kakuzu. El resto del grupo rio como si de una broma desternillante se tratara. Yo miré a Sai, que tenía la vista clavada en sus pies—. ¿Por qué no te unes al lado salvaje, hermana de Hanabi Hyuga? —preguntó Kakuzu agitando una bolsa de ni siquiera supe qué.
Balbuceé algún comentario sobre que tenía que irme a clase, con lo que conseguí que Kakuzo y sus fieles acólitos se partieran de risa durante unos segundos y me dispuse a marcharme. Sin embargo, antes me volví hacia Sai, que seguía mirando sus mocasines, y le susurré:
—Venga, vámonos.
Ahí fue cuando alzó la vista y me miró.
—Pierdete, Hinata.
