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EL CRUCE DE DOS MUNDOS
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La siguiente vez que hago de niñera para la señora Namikaze me lleva al supermercado para que pueda entretener a los más pequeños y quitarles toda la comida basura que van pillando por los distintos pasillos mientras ella se encarga de examinar el montón de cupones descuento que lleva y lidiar con los comentarios de la gente.
—Usted sí que sabe cómo mantenerse ocupada. —Oye en más de una ocasión.
—Con cosas buenas —responde ella con calma al tiempo que le quita a Gaara una caja de cereales con chocolate.
—Seguro que es católica. —Otro de los numerosos comentarios que nos llegan de tanto en tanto.
—No, solo fértil. —Aparta a Termari del último muñeco Transformer.
—Esa niña necesita un sombrero para protegerse del sol —le amonesta una anciana de aspecto severo en la sección de congelados.
—Gracias, pero ya tenemos unos cuantos en casa. Y muy bonitos por cierto. —La señora Namikaze se hace con una bolsa formato ahorro de gofres congelados y la mete en el carrito.
Le paso a Tema un biberón de jugo, lo que lleva a una mujer con sandalias planas y vestida como una jipi de los sesenta a decir: —Esa niña es demasiado mayor para biberones. Ya debería estar usando un vaso de aprendizaje.
«¿Quién es toda esta gente y por qué creen que sus opiniones son verdades absolutas?».
—¿Nunca le apetece matarlos, o por lo menos decirles cuatro cosas bien dichas? —pregunto en voz baja. Empujo el carrito lejos de la entrometida del vaso con Temari y Gaara aferrándose a cada uno de los laterales como si fueran dos manos.
—Claro que sí. —La señora Namikaze se encoge de hombros—. Pero ¿qué ejemplo estaría dando a mis hijos?
He perdido la cuenta de cuántos largos llevo hechos, pero sé que son menos de los que estaba acostumbrada a hacer, de modo que cuando subo por la escalera y me escurro el agua del pelo, estoy sin aliento aunque llena de energía. Siempre me ha encantado la natación, creo que es algo que me ha apasionado desde que tengo uso razón, desde que encontré el coraje suficiente para seguir a Sai desde mi segura posición en la orilla y enfrentarme al duro oleaje. «Voy a volver a formar parte del equipo», me juro a mí misma. Me seco la cara con la toalla y echo un vistazo al reloj.
Quedan quince minutos para que la piscina abra, lo que viene acompañado de una marea de gente entrando por las puertas. Mi teléfono móvil empieza a vibrar en la silla. Es un mensaje de Sakura desde la tienda de artículos de regalo del Castillo.
Tómate un respiro, ¡sirenita!, y ven a verme.
Konoha es una ciudad orgullosa de sí misma. La tienda de regalos del Castillo está llena de artilugios que representan los distintos monumentos de la zona. Cuando entro, Sakura ya ha abierto al público y está hablando con un tono sumamente alegre a un cliente que lleva unos pantalones cortos a cuadros de color rosa.
—Como ve, puede llevarse esta alfombrilla para ratón con la imagen de nuestra calle principal, o estos manteles individuales con la vista aérea de la desembocadura del río, o la pequeña lámpara que imita nuestro faro… ¿y qué me dice de estos posavasos con el muelle? Es una forma de tener toda la ciudad en su salón comedor sin necesidad de salir fuera.
El hombre parece desconcertado (no sé si por el sarcasmo que subyace bajo el tono suave de Sakura o por la idea de tener que gastarse tanto dinero).
—Solo quiero esto —dice, mostrando unas servilletas en las que pone: «Un martini, dos martinis, tres martinis, ¡AL SUELO!»—. ¿Me los puede apuntar en mi cuenta del club?
En cuanto el hombre desaparece por la puerta Sakura me mira.
—Mi primer día de trabajo y ya me estoy arrepintiendo. Si al final me veo abducida por el espíritu del santuario de Konoha y te digo que quiero unirme al club de jardinería prométeme que harás todo lo posible porque vuelva a entrar en razón.
—Tranquila que no te dejaré sola, hermana. ¿Has visto a Sai? Se supone que tenía que llegar diez minutos antes para que pudiera darle el uniforme y enseñarle cómo funciona todo.
Sakura mira su reloj.
—Técnicamente hablando, todavía no ha llegado tarde. Aún faltan un par de minutos. ¿Cómo he terminado en el puesto de trabajo más aburrido de la ciudad y con los turnos más largos? Solo acepté el puesto por la señora Senju, que es la encargada de hacer las compras y está casada con el señor Jiraya, el profesor de biología que quiero que me recomiende para la universidad.
—Este es el precio que tienes que pagar por tu ambición sin límites. Aún estás a tiempo de arrepentirte y ponerte a trabajar por el bien común… como por ejemplo en el Bar de Tezuna.
Sakura esboza una enorme sonrisa.
—Sí, bueno. En realidad estoy guardando mi disfraz de marinera cachonda para Halloween. —Mira a través de la ventana que tengo detrás—. Además, teniendo en cuenta que mi hermano consiguió que lo echaran del Barba Q, vamos a tener que estar las dos pendientes de él si queremos que conserve su trabajo aquí.
—¿Cómo lo hizo? —pregunto. Abro un brillo de labios de muestra que hay en el mostrador, me aplico un poco en el dedo y lo huelo. «¡Puaj! Piña colada. Odio el coco».
—Le preguntaba a los clientes como querían que les sirviera «su carne» con una clara connotación sexual —comenta Sakura distraídamente—. Mírale, ya ha llegado. Está ahí, en el puesto de comida. Anda, ve con él y asegúrate de que no haga de esto otro de sus desastres.
En vista de cómo terminó nuestro último encuentro, me aproximo a él con cautela. Sai está apoyado en mi silla de socorrista. Me fijo en que lleva gafas de sol, a pesar de que el día está nublado. Mala señal. Me acerco aún más. Antes era una persona de trato fácil, todo lo contrario que Sakura. Ahora es una bomba de relojería que podría estallarte en las manos en cualquier momento.
—Bueno… —empiezo a decir, vacilante—… ¿cómo vas?
—Bien —responde con tono cortante. O no me ha perdonado que me negara a ser su cajero automático o le duele la cabeza. Seguramente ambas cosas.
—¿De verdad? Porque este trabajo hay que tomárselo muy en serio.
—Sí, claro, el destino del mundo depende de lo que pase en la piscina recreativa del Castillo. Lo pillo. Soy tu hombre —dice sin mirarme a la cara. Después se echa un chorro de protector solar en la mano y lo extiende por su pálido torso.
—Hablo en serio, Sai. No puedes liarla aquí. Hay niños pequeños y…
Pone una mano en mi brazo para detenerme.
—Sí, sí. Ahórrate el discurso, princesa. Lo entiendo. —Se quita las gafas de sol y finge que se las clava en el corazón esbozando una sonrisa falsa—. Tengo una resaca de campeonato, pero estoy limpio. Dejaré las juergas para después del trabajo.
Ahora déjame en paz y haz tu trabajo.
—Tú eres parte de mi trabajo. Se supone que tengo que enseñarte dónde guardamos los uniformes. Espera un momento.
Coloco el cartel de «Socorrista fuera de servicio» en la silla de forma que sea visible, voy hacia la piscina de recreo y también cuelgo el otro cartel idéntico al mío.
En el exterior, varias mamás con sus hijos cargadas con flotadores me miran molestas.
—Son solo cinco minutos —grito y añado con tono autoritario—. Tenemos que solucionar un problema relativo a la seguridad.
Sai me sigue sudoroso y nervioso a través del laberinto que nos lleva a la habitación donde se guardan los uniformes. Al pasar por la zona de aseos, con sus pesadas puertas de roble, pernos de hierro y carteles que dicen «marineros» y «gaviotas» escritas también en código náutico, comenta: —Voy a vomitar.
—Sí, es una ridiculez, pero…
Me agarra de la manga.
—Voy a vomitar de verdad. Espera. —Desaparece a toda prisa en el baño de caballeros.
Esto no pinta nada bien. Me alejo unos metros de la puerta para no tener que oírle. Cinco minutos después, sale.
—¿Qué? —pregunta de forma agresiva.
—Nada.
—Muy bien —masculla.
Llegamos al lugar donde se guardan los uniformes.
—Toma, el traje con los complementos. —Le paso la toalla, la gorra, la parte superior y el silbato que viene con el puesto, junto con las bermudas azul marino con el blasón dorado del club.
—¿Me tomas el pelo? ¿No puedo llevar mi propio bañador?
—No, tienes que mostrar el logo con la C. —informo, intentando poner mi cara más seria.
—No me jodas, Hinata. No puedo llevar eso puesto. ¿Cómo se supone que voy ligar con esa pinta?
—Estás aquí para salvar vidas, no para tontear con chicas.
—Cállate de una vez, Hinata.
Parece que nuestras conversaciones están destinadas a terminar en un callejón sin salida.
Agarro la gorra con la llamativa insignia y se la pongo en la cabeza.
Se la quita antes de terminar de decir: —Por si no fuera ya lo suficientemente malo, encima tengo que ir con gorra. ¿Tú también llevas una de estas?
—No… no sé por qué pero solo lo llevan los socorristas varones. A nosotras nos dan una rebeca corta con el escudo del club.
—Pues a mí no me van a obligar a ponerme la gorra. Prefiero ponerme vuestro uniforme.
No puedo preocuparme por Sai. Sería inútil. Además, este es un trabajo que no permite distracciones. Al final de la piscina olímpica, un grupo de mujeres mayores está dando una clase de aeróbic acuático. A pesar de la cuerda que hemos puesto para delimitar la zona, varios niños hacen caso omiso y se ponen a jugar, salpicando a las pobres señoras y haciéndoles perder su precario equilibrio. Por otro lado, siempre hay algún niño pequeño que no lleva pañal bañador, y eso que hay infinidad de carteles que lo señalan como obligatorio, así que de vez en cuando me toca hablar con alguna madre que la mayoría de las veces termina poniéndose a la defensiva. «Peyton aprendió a hacer sus necesidades sola a los once meses. ¡No necesita ningún pañal!».
A las dos de la tarde la piscina está prácticamente vacía de modo que puedo relajarme un poco. Las madres se han ido con sus pequeños a dormir la siesta y solo quedan unos pocos bañistas tomando el sol. Tengo mucho calor y me siento sudorosa y pegajosa por llevar tanto tiempo sentada en la silla de plástico. Me bajo de ella, me quito el silbato y pongo el cartel de fuera de servicio con la intención de tomarme un refresco en el bar.
—Voy a tomarme un descanso. ¿Quieres que te traiga algo de beber? —le grito a Sai.
—Solo si tiene ochenta grados de alcohol —responde también gritando al otro lado de los arbustos y rocas de granito que separan la piscina olímpica de la de recreo.
Oigo el timbre de la puerta trasera. ¡Qué raro! Todos los miembros del club tienen que acceder por la entrada principal. La puerta de atrás es solo para las entregas y Sakura no me ha dicho nada de que estemos esperando ningún cargamento para la tienda de regalos.
Aprieto el botón del portero automático para abrir la puerta y me encuentro al señor Namikaze con una pila de tablones al hombro. Está tan fuera de lugar que tardo más de lo debido en reaccionar. Parece salido de una película equivocada, tan lleno de energía y tan bronceado en contraste con la blanca puerta de hierro. En cuando me ve esboza una enorme sonrisa.
—¡Hinata! Naruto me dijo que trabajabas aquí pero no sabíamos cuál era tu horario. ¡Le va a hacer mucha ilusión verte!
Mi rebeca con el escudo y el bañador con el logo son patéticos, pero el señor Namikaze parece no notarlo y continúa:
—Esta es la primera parte del pedido. ¿Te ha dicho alguien dónde podemos dejarlo?
¿Tablones de madera? Debe de notarse en mi cara que no tengo ni la más remota idea porque enseguida agrega: —No te preocupes. Llamaré al encargado antes de descargar el resto de materiales.
Ignoraba que la ferretería de los Namikaze trabajara con madera. En realidad no sé nada del negocio de los Namikaze y de pronto me siento un poco avergonzada, como si debiera saberlo.
Mientras hace la llamada, miro por encima de su hombro hacia la acera, donde encuentro la silueta inconfundible de Naruto, inclinado sobre la parte posterior de una camioneta verde descolorida. Se me acelera el pulso. ¿Cómo es posible que mi mundo y el de los Namikaze hayan estado tan separados hasta ahora y este verano no dejen de entrelazarse?
—Está bien. —El señor Namikaze cierra el teléfono móvil—. Quieren que lo deje entre las dos piscinas. Creo que van a construir una de esas barras tiki.
«Claro». Una barra de bar tropical es lo que mejor puede quedar con el estilo Tudor que destila todo el Casstillo. «Anda, bonita, ponme una piña colada servida en un melón». Miro en dirección a los arbustos en busca de Sai pero solo veo el humo de un cigarrillo.
—¡Hina! —Naruto entra cargando otros tantos tablones. Viene sudoroso por el calor del sol. Lleva unos jeans y un par de guantes de trabajo. Deja caer la madera al lado de la piscina con un sonoro estruendo y se acerca a mí para darme un beso cálido e intenso. Siento el áspero tacto de sus guantes en mis brazos y su boca sabe a chicle de canela. De pronto me aparto de él, asustada. Soy muy consciente de que la ventana del señor Roshi da a la piscina, de que tengo a Sai a escasos metros de nosotros. Y a Sakura. Por no hablar de la señora Yamanaka que está tomando el sol y que forma parte del mismo club de jardinería que mi madre.
Naruto retrocede un paso para mirarme y alza ligeramente las cejas.
—¿Ahora vas vestida de almirante? —No es lo que esperaba que dijera, la verdad. Toca las charreteras doradas que van cosidas a los hombros de mi rebeca—. Del Bar de Tezuna a esto. A eso se le llama un ascenso en toda regla. —Sonríe—. ¿Tengo que hacerte el saludo militar?
—No, por favor.
Cuando se inclina para darme otro beso me pongo tensa. Por el rabillo del ojo puedo ver a la señora Yamanaka que ahora está sentada con el teléfono móvil pegado a la oreja. Seguro que no tiene el número de mi madre en la opción de marcación rápida, ¿verdad?
Naruto me mira con sorpresa y también un poco dolido. Estudia mi cara detenidamente.
—¡Lo siento! Mientras lleve puesto el uniforme tengo que mantener las apariencias. —Agito la mano hacia él. «¿Mantener las apariencias?»—. Lo que quiero decir es que tengo que mantener los dos ojos pegados a la piscina. Que no puedo distraerme. A la dirección no le gusta que confraternicemos en el trabajo. — Hago un gesto en dirección a la ventana del señor Roshi.
Naruto mira el cartel de «Socorrista fuera de servicio» un tanto perplejo, vuelve a retroceder y asiente. Me estremezco por dentro.
—De acuerdo —dice lentamente—. ¿Y esto está permitido? —Me da un casto beso en la frente.
Justo en ese instante le llama el señor Namikaze: —Oye, Naruto, necesito cuatro manos para llevar esto y yo solo tengo un par.
Me sonrojo. Naruto, sin embargo, sonríe y se va a ayudar a su padre. «Tal vez el señor Namikaze esté acostumbrado a que Naruto bese a las chicas delante de él. A lo mejor es algo que ambos encuentran de lo más normal. ¿Entonces por qué me resulta tan extraño y difícil?».
Veo al señor Roshi aproximarse muy nervioso. Me preparo para lo que está por venir.
—Nadie nos ha informado de a qué hora vendrían —dice—. Solo nos dijeron que entre el mediodía y las cinco.
Suelto todo el aire que tenía contenido en los pulmones. Me siento una completa imbécil.
—¿Es un mal momento? —pregunta el señor , dejando en el suelo los últimos tablones.
—Me hubiera gustado que me hubieran avisado antes —protesta el señor Roshi—. ¿Han firmado en la caseta de entrada? Todos los proveedores deben firmar la hora exacta de entrega y salida.
—Solo hemos aparcado en la acera. Ya hemos entregado material en ocasiones anteriores y no creí que fuera un problema.
—Son las normas del club —recalca el señor Roshi con tono apremiante.
—Firmaré al salir —dice el señor Namikaze—. ¿Quiere que le deje el resto del pedido en una pila aquí? ¿Cuándo empiezan las obras?
Por lo visto ese es otro punto delicado para ya el de por sí nervioso señor Roshi.
—Todavía no me lo han confirmado.
—No se preocupe —comenta el señor Namikaze—. Hemos traído una lona para taparlo todo para el caso de que el asunto se retrase y llueva.
Durante los siguientes minutos Narturo y el señor Namokaze se dedican a hacer viajes a la camioneta y a traer materiales individualmente o en equipo. El señor Roshi deambula por las inmediaciones con aspecto de necesitar reanimación cardiopulmonar en cualquier momento.
—Pues esto es todo —dice finalmente el señor Namikaze—. Solo necesito que me firme aquí. —Le pasa una carpeta al señor Roshi y retrocede un par de pasos, abriendo y cerrando la mano izquierda con gesto de dolor.
Miro a Naruto. Se ha quitado los guantes y se está limpiando el sudor de la frente.
Aunque está nublado, debemos de estar a unos veintisiete grados y el ambiente es tan húmedo como de costumbre.
—¿Les traigo algo de beber? —pregunto.
—No hace falta. Tenemos un termo en la camioneta. Eso sí, ¿puedo ir al baño? —Naruto me mira ladeando la cabeza—. ¿O necesito firmar en la caseta de entrada antes de ir?
No respondo, sino que me limito a conducirle a los aseos y me quedo esperando llena de incertidumbre. El señor Namikaze se agacha sobre el bordillo de la piscina y se moja la cara y el pelo rubio tan parecido al de su hijo. Aunque el señor Roshi ya se ha desvanecido murmurando algo entre dientes, siento que les debo una disculpa.
—Siento lo de… —Hago un gesto hacia el club.
El señor Namikaze se ríe.
—Hinata, no te sientas responsable por sus adoradas reglas. No es la primera vez que trato con esta gente. No es nada nuevo.
Naruto regresa del baño con una sonrisa en la boca.
—Tienen como una especie de grifos en las puertas de los aseos. —Señala con el pulgar por encima del hombro.
—Tómate un descanso —le dice el señor Namikaze, dándole una palmada en el hombro—. Tengo que rellenar unos formularios en la camioneta.
—Gracias, papá —murmura Naruto antes de volverse hacia mí.
—Así que… ¿te veo esta noche? —pregunto yo.
—Por supuesto. ¿Cuándo sales de trabajar? Espera… me olvidaba. Será tarde. Los jueves por la tarde voy a entrenar con mi padre a la playa.
—¿En la playa? ¿Para jugar al fútbol americano? ¿Y cómo es eso?
—Me hace seguir sus tablas de ejercicios de cuando era joven. Estuvo a punto de entrar en la segunda división universitaria antes de romperse la rodilla. Dice que tengo que fortalecerme, lo que significa que tengo que correr con el agua hasta los muslos. Es agotador.
—Naruto, ¿has terminado? —grita el señor Namikaze.
—Ya voy. —Tira los guantes al suelo y desliza sus manos desnudas sobre mis brazos. Después me empuja hacia la sombra de unos arbustos. Me encantaría apoyarme en él, pero todavía estoy tensa. Detrás de él veo a Sai dirigiéndose al bar, con unas cuantas monedas en la mano. Entonces se percata de nuestra presencia, nos mira detenidamente, hace una mueca y levanta el dedo índice diciendo: «No, no, no».
—Respetaré tu uniforme y no confraternizaré contigo —dice Naruto. Me da un beso en la mejilla—. Pero esta noche nos veremos las caras.
—Y sin uniforme —añado yo. Cuando me doy cuenta de lo que acabo de decir me tapo la boca con la mano. Naruto sonríe de oreja a oreja y susurra.
—Me parece perfecto.
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